[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]
Yo, yo misma y Ella: Basada en hechos reales (D’après une
histoire vraie, 2017), de Roman Polanski. Resulta sorprendente
comprobar que a estas alturas todavía hay quien se asombra al ver cómo las
gasta el autor de El cuchillo en el agua,
Repulsión, Callejón sin salida, El baile
de los vampiros, La semilla del
diablo, El quimérico inquilino, Tess, Lunas de hiel, La muerte y la
doncella, La novena puerta, El pianista, El escritor, Un dios salvaje,
La Venus de las pieles y, por
descontado, su versión de Oliver Twist
(2005), no reconocida aún como lo que es: una de las mejores y más personales
lecturas de la novela homónima de Charles Dickens de estos últimos años. A
falta de conocer por mí mismo la novela homónima de Delphine de Vigan de la
cual ha partido, colaborando en tareas de guion con el interesante Olivier Assayas, curioso binomio, Roman Polanski desarrolla en Basada en hechos reales una brillante
digresión sobre el proceso de creación artística que tiene todas las trazas, a
simple vista, de un thriller de
posesión psicológica: la que lleva a cabo la joven Elle, o “Ella” (Eva Green),
sobre la persona de una escritora de éxito, Delphine Dayrieux (Emmanuelle
Seigner), coincidiendo con la publicación de la última novela de esta última, y
además, con un inesperado bloqueo creativo: ese miedo a la hoja en blanco, o al
documento de Word en blanco, que tan bien conocemos –y no es vanidad: me limito
a constatar un hecho– quienes todavía practicamos el oficio de juntaletras. Desde
luego que Basada en hechos reales
guarda ecos de tantos y tantos otros relatos enfermizos tan queridos por su
autor, la mayoría citados líneas arriba. Pero, a diferencia de en otras
ocasiones, Polanski pone en práctica aquí una puesta en escena aparentemente
sencilla, y en el fondo de una elaborada complejidad, en la que la supuesta
“limpieza” de la planificación se combina, con rara armonía, con un sutil
tratamiento subjetivo de las imágenes, de manera que la forma y el fondo, el
continente y el contenido, conviven sin dificultades. Basta con ver la manera
como Polanski planifica el primer encuentro de Delphine y Elle en la librería
donde la primera está firmando ejemplares para sus admiradores –magníficas
Emmanuelle Seigner y Eva Green–, y en particular de qué forma Elle “se aparece”,
de un plano a otro, coincidiendo no por casualidad con la primera vez que vemos
el rostro de Delphine en contraplano (sugiriendo, de este modo, y en sentido
literal, que la una no puede existir sin
la otra); o el plano subjetivo, desde el punto de vista de Delphine, cuando
esta última, con la pierna escayolada, intenta bajar a la bodega por una empinada escalera. Mucho mejor
de lo que se ha dicho, Basada en hechos
reales presenta uno de los trabajos de puesta en escena más elaborados que
hemos tenido ocasión de ver en cine en estos últimos meses.
Terror en el espacio: The Cloverfield Paradox (ídem, 2018), de
Julius Onah. Es bien sabido a estas alturas que la
relativa fama de esta película se debe, principalmente, a las curiosas
circunstancias que rodearon su estreno en la plataforma Netflix, donde la
película fue anunciada y puesta a disposición de los usuarios de dicha
plataforma… tan solo media hora después de haberse hecho públicos dichos
anuncio y disponibilidad. Anécdotas aparte, creo que la mejor manera de abordar
The Cloverfield Paradox consiste en
olvidarse, en primer lugar, de esa efeméride, así como de su (relativa)
pertenencia a la franquicia formada, por ahora, junto con las excelentes Monstruoso (Cloverfield, 2008, Matt
Reeves) y Calle Cloverfield 10 (10
Cloverfield Lane, 2016, Dan Trachtenberg), y verla tal cual es: una esforzada
variante de ideas y ecos visuales y estéticos de Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979, Ridley Scott) y de
sucedáneos como Sunshine (ídem, 2007,
Danny Boyle) o la reciente Life (Vida)
(Life, 2017, Daniel Espinosa) (1),
con la cual, por cierto, The Cloverfield
Paradox guarda más de un punto de contacto: la secuencia, en esta última,
en la que la cosmonauta china Tam (Ziyi Zhang) está a punto de perecer ahogada
dentro de una estancia inundada de la estación espacial, a lo Alien: Resurrección (Alien:
Resurrection, 1997, Jean-Pierre Jeunet), recuerda vagamente otra escena de
asfixia, la que se producía en Life
(Vida) alrededor de la cosmonauta rusa Ekaterina (Olga Dihovichnaya) cuando
a esta se le anega la escafandra. He mencionado Sunshine, el irregular aunque estimable film de ciencia ficción de
Danny Boyle cuyo principal mérito consistía en la recuperación, siquiera en
parte, del pesimismo del cine de ciencia ficción norteamericano y británico de
los años sesenta y hasta mediados de los setenta (punto límite: La guerra de las galaxias/ Star Wars,
1977, George Lucas). Sunshine,
recordemos, consistía en la descripción de una misión espacial convertida, en
la práctica, en un viaje hacia una muerte segura. The Cloverfield Paradox recupera, también parcialmente, ese
pesimismo, aunque con menor saldo de bajas que en la película de Boyle: aquí la
misión espacial consiste en la celebración de un experimento a bordo de un
laboratorio en órbita alrededor de la Tierra, destinado a crear y controlar una
nueva fuente de energía que impida la próxima aniquilación de la raza humana
por culpa del agotamiento de los recursos; un experimento que da pie a la
denominada “paradoja Cloverfield”: el laboratorio y sus tripulantes van a parar
a otra dimensión espacio-temporal. El planteamiento es sugestivo; los actores,
competentes; y la realización de Julius Onah, correcta; sin más. Pero el
conjunto desprende una frialdad que malogra la práctica totalidad de sus intenciones.
Más allá de Río Grande: Sicario: El día del soldado (Sicario:
Day of the Soldado, 2018), de Stefano Sollima. Hacer la
continuación de una obra maestra es siempre una papeleta, y si no, que se lo
pregunten al pobre Peter Hyams cuando se atrevió a “mancillar” 2001: Una odisea del espacio (2001: A
Space Odyssey, 1968, Stanley Kubrick) con su modesta 2010: Odisea dos (2010, 1984), o al propio Denis Villeneuve, el
realizador de aquella extraordinaria película a la que me refería al principio
de estas líneas, Sicario (ídem,
2015), cuando se puso al frente de la tampoco tan despreciable Blade Runner 2049 (ídem, 2017) (2). Es por eso que la opción elegida
por el realizador italiano Stefano Sollima, hijo de Sergio Sollima, a la hora
de hacer frente a Sicario: El día del
soldado me parece la más inteligente. No ha pretendido imitar a Villeneuve,
por más que su film conserva en no poca medida el tono de la película anterior,
algo muy difícil o prácticamente imposible de soslayar cuando se trata de una
producción en la cual repiten su guionista, el realizador de la excelente Wind River (ídem, 2017) Taylor Sheridan,
y sus dos estupendos protagonistas, Benicio del Toro y Josh Brolin. Pero, a
pesar de ello, El día del soldado
hace gala de una poderosa personalidad propia: no pretende ser, como el primer Sicario, un thriller con atmósfera de pesadilla –como también lo eran,
ciñéndonos de nuevo al cine de Villeneuve, Prisioneros
(Prisoners, 2013), e incluso, parcialmente, Blade
Runner 2049–, sino que se decanta por una estructura y construcción
narrativas más propias del policíaco norteamericano de los años 70, e incluso,
del western. Dicho muy rápidamente,
si Villeneuve es amigo de la abstracción, Stefano Sollima lo es de la
concreción. Comprendo que, dicho así, puede parecer una facilidad, pero hay en
el trabajo de Sollima hijo una fisicidad y un sentido de la eficacia que no
pueden menos que hacernos pensar –aun sin ánimo de establecer comparaciones– en
las celebradas contribuciones al spaghetti
western y al poliziesco de
Sollima padre. Y, por más que inferior al primer Sicario, El día del soldado me
parece un magnífico thriller, directo
y conciso, concreto, en el que
sorprende, agradablemente, su transición de lo más grande a lo más pequeño, de
lo colectivo a lo individual, de lo épico a lo intimista: lo que empieza siendo
una gigantesca operación encubierta del gobierno de los Estados Unidos contra
los cárteles de la droga de México supervisada por el sarcástico Matt Graver
(Brolin), acaba derivando en una bella historia de amistad y amor
paterno-filial entre el implacable Alejandro (Del Toro) e Isabel Reyes
(espléndida Isabela Moner, toda una revelación), la hija preadolescente de un
capo de la droga mexicano convertida en excusa para iniciar una guerra entre
bandas al otro lado del Río Grande. Salpicada de excelentes secuencias de
acción, hay en El día del soldado
estupendos apuntes que refuerzan el perfil psicológico de los personajes, en
particular el de Alejandro, de quien se sugieren detalles sobre su pasado que
condicionaron, y mucho, su vocación de asesino al servicio del gobierno USA: el
momento en el que remata a un abogado que trabaja para un cártel, pidiéndole
que se ponga las gafas para que le mire a la cara, y a continuación
acribillándole mediante una rápida pulsación del gatillo de su pistola, es
extraordinario.
Marvel “ligero”: Ant-Man y la Avispa (Ant-Man and the Wasp, 2018), de Peyton Reed.
A pesar de que la secuencia post-créditos finales relaciona directamente a Ant-Man y la Avispa con el clímax de Vengadores: Infinity War (Avengers:
Infinity War, 2018, Anthony y Joe Russo) (3),
la segunda entrega de las aventuras del Hombre Hormiga de Marvel hace gala de
la misma ligereza, ausencia de pretensiones y sentido del humor del primer
film, Ant-Man (ídem, 2015, Peyton
Reed). Puede que ello vuelva a deberse a la labor tras las cámaras de un
realizador que, como el mencionado Reed, ha desarrollado el grueso de su
carrera en el terreno de la comedia, o también al deseo del productor de las
películas de Marvel, Kevin Feige, por ofrecer films, digamos, más “ligeros”
–cf. Spider-Man: Homecoming (ídem,
2017, Jon Watts), el penoso Thor:
Ragnarok (ídem, 2017, Taika Waititi) (4)–,
en medio de la gravedad/ solemnidad que ofertan Black Panther (ídem, 2018, Ryan Coogler) o la mencionada Vengadores: Infinity War. Sea como
fuere, lo cierto es que, sin por ello desmerecer los méritos de Black Panther y Vengadores: Infinity War, una vez más la ausencia de pretensiones y
la comicidad, bien dosificada, de Ant-Man
y la Avispa resultan de agradecer, y ayudan a que la franquicia centrada en
el Hombre Hormiga haga gala de algo mínimamente parecido a una personalidad
propia dentro de las limitaciones/ restricciones de producción/ creatividad
establecidas por Feige. Llama la atención el tratamiento de comedia de
numerosas situaciones; sobre todo las relacionadas con los personajes
secundarios: cf. el disparatado diálogo que se produce entre Luis (Michael
Peña) y Sonny Burch (Walton Goggins) y sus esbirros cuando se le inocula al
primero algo parecido a un “suero de la verdad”. Pero esto no solo no molesta
en el conjunto de una película que sabe verse a sí misma con ironía, sino que
incluso –y como ya ocurría en el primer Ant-Man–
refuerza el carácter surrealista del conjunto de un film que, además, ofrece
abundantes (y divertidas) ideas visuales que estrechan los ya de por sí
frágiles lazos que separan lo cómico de lo fantástico: los toques “mágicos” de
las secuencias de acción, propiciados por las habilidades de Scott Lang/
Ant-Man (Paul Rudd) y su compañera Hope Van Dyne/ La Avispa (Evangeline Lilly)
para aumentar y disminuir de tamaño a voluntad, convierten las escenas de lucha
o las de persecución en un estimulante carrusel de golpes de ingenio. También
cabe anotar en el saldo de lo positivo el tono kitsch de las secuencias en las que el Dr. Hank Pym (Michael
Douglas) penetra en el mundo microscópico para rescatar a su largo tiempo
perdida esposa, y primera Avispa, Janet (Michelle Pfeiffer); y el detalle, por
más que no esté desarrollado en profundidad, que convertir a la villana
Fantasma (Hannah John-Kamen) en un ser atormentado que arrastra como si fuera una maldición sus superpoderes: cada vez que los átomos de su cuerpo se
revolucionan, Fantasma sufre una indecible agonía que tan solo puede paliar
mediante frecuentes sesiones de descanso dentro de una cámara aislada.
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