[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Existe desde
siempre dentro del cine cierta “tradición”, aunque quizá sería mejor decir
costumbre, en virtud de la cual los cineastas consagrados ceden a la tentación
de llevar a cabo lo que se conoce como una reflexión sobre el oficio de
cineasta. Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time… in
Hollywood, 2019) –o Érase una vez… en Hollywood, como se lee en la copia
doblada al castellano, colocando los puntos suspensivos exactamente como en el
original inglés– parece que viene a cumplir ese cupo dentro de una carrera, la
de Quentin Tarantino, que por otro lado se ha construido sobre la base de una
vehemente cinefilia en torno a las convenciones de géneros no solo
cinematográficos sin también literarios, pero siempre sobre la base de la así
llamada cultura popular, como son, a grandes rasgos, el policíaco (Reservoir
Dogs), la literatura pulp (Pulp Fiction), el blaxploitation
(Jackie Brown), el cine de artes marciales de Hong Kong (Kill Bill
Vol. 1 & 2), el cine grindhouse (Death Proof), el bélico (Malditos
bastardos –1–, el eurowestern italiano (Django
desencadenado –2–) y el western norteamericano (Los
odiosos ocho –3–).
Huelga
decir a estas alturas de Tarantino es un cineasta cinéfilo, y que construye sus
películas sobre la base de su erudición a la hora de incluir citas visuales o
musicales de los incontables films que ha devorado a lo largo de su vida, haciendo
un “cine a base de cine” que le ha valido comparaciones con Jean-Luc Godard.
Desde este punto de vista, las películas de Tarantino son lo que se dice
“festivales para cinéfilos”, los cuales tienen ante sí dos opciones: ver sus
films como recopilaciones o antologías cinéfilas, entrando sin más en el juego
de reconocer tal o cual detalle sacado a su vez de tal o cual película, o ver
sus films en sí mismos considerados, es decir, como ficciones fílmicas al
margen del caudal de referencias cinematográficas que atesoran. Quienes me
conocen ya saben que esta segunda opción es la que prefiero, puesto que siempre
he sido del parecer que una película, cualquier película, tiene que “entrarme”
en función de sus valores intrínsecos. Lo digo porque, advierto de
entrada, el contenido cinéfilo del cine de Tarantino en general, y el de Érase
una vez en… Hollywood en particular (¿cómo no va a ser cinéfilo un film que
se titula así?), me resulta indiferente a la hora de valorar los méritos de sus
ficciones. O, dicho de otro modo, si Reservoir Dogs, Django
desencadenado, sobre todo Los odiosos ocho, y, a ratos, Malditos
bastardos, me gustan y/ o me interesan, es con independencia de sus
detalles cinéfilos, los cuales, a mi entender, en el cine de Tarantino no son
sino meras cortinas de humo destinadas a paliar/ disimular/ esconder no pocas
deficiencias narrativas y de guion, y al resto de su sobrevalorada filmografía
me remito.
Es
evidente, empero, que incluso en el hipotético supuesto de que los detalles
para cinéfilos de sus películas no gustaran (es obvio, a estas alturas y a la
vista del clamor popular, que a una inmensa mayoría de espectadores les
encantan), o que sencillamente dejaran indiferente (como es mi caso), también
está muy claro que es muy difícil, si no imposible, analizar el cine de
Tarantino desprendiéndose por completo de esa cinefilia, dado que en sus films
la misma forma parte de la entraña del relato. La cinefilia, en
Tarantino, da forma al fondo y fondo a la forma, resultando prácticamente
indisociables la una de la otra en virtud de una puesta en escena que fusiona
esa forma y ese fondo cinéfilos con la forma y el fondo de lo que se nos
relata. Citemos tres ejemplos escogidos al azar. El primero: el especialista
Cliff Booth (Brad Pitt) recorre las calles de la Los Ángeles del año 1969, solo
o acompañado por su amigo, el actor al que dobla en las “escenas de peligro”
Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), a bordo del potente descapotable de este
último; Tarantino planifica esos paseos de manera que prácticamente en cada uno
de los encuadres veamos las marquesinas de los cines de Hollywood anunciando
películas estrenadas en esa época: es la manera que tiene de hacer su doble
juego, por un lado dar rienda suelta a su impenitente cinefilia, y por otro,
expresar (demasiado) hasta qué punto es importante el cine en las vidas de Rick
y Cliff, dado que del mismo depende su sustento.
El
segundo: mientras Cliff propina una dura paliza al hippie de la comuna
de Charles Manson (Damon Herriman) que se ha atrevido a pincharle una rueda del
descapotable, una de las chicas del lugar corre a avisar a Tex Watson (Austin
Butler) para que les ayude; vemos entonces cómo Tex regresa a la comuna velozmente
a caballo: Tarantino planifica la cabalgata de Tex como si la misma formara
parte de un western; es más: le dedica más planos de los estrictamente
necesarios por el mero gusto de hacerlo: por el placer de filmar una
cabalgata como-las-del-cine-de-antes; es, además, un esfuerzo narrativa y
dramáticamente inútil, porque, cuando Tex llega a la comuna, Cliff ya se ha
ido: la cabalgata, por tanto, es gratuita, o si se prefiere, decorativa.
Como lo es, también, la mayor parte del film.
El
tercero: la actriz Sharon Tate (Margot Robbie) se da una vuelta por Los Ángeles
y se detiene ante un cine donde proyectan una de las últimas películas que
acaba de protagonizar: La mansión de los siete placeres (The Wrecking
Crew. 1968, Phil Karlson), con Dean Martin interpretando por tercera vez al
apayasado agente secreto Matt Helm. Tate se sienta entre el público y disfruta,
alborozada, cuando percibe que las personas presentes en la sala ríen o
aplauden todas sus intervenciones en la pantalla. Evidentemente, la secuencia
sirve para dibujar el carácter un tanto ingenuo y extravertido de la actriz,
pero a la vez es una (otra) recreación por parte de Tarantino sobre algo, por lo
demás, más que obvio: la nostalgia por las salas de “programa doble”, la
evocación del cine de otra época, y en particular, de qué manera “vivía” el
público esas sesiones. Algo todo lo bienintencionado que se quiera, pero que no
hace más que consumir minutos y minutos de una película que anda sobrada de
ellos, aunque no tanto de ideas originales. Puede alegarse que Tarantino tiene
todo el derecho del mundo a planificar, filmar y montar las secuencias como le
dé la gana (del mismo modo que yo lo tengo de discrepar de esa planificación,
filmación y montaje), y que, a fin de cuentas, esa cinefilia, y esa forma de
expresarla en pantalla, no es más que un juego sin mayor trascendencia. Si
estamos de acuerdo en eso, en que no es más que un juego, podemos aceptarlo
como tal, pero de ahí a efectuar toda una construcción teórica como si la
cinefilia de Tarantino fuera poco menos que la Biblia en verso media un abismo.
No hay casa para tanto mueble.
Dejando,
pues, al margen la cinefilia de Tarantino, la cual, repito, no me parece sino
un mero telón de fondo destinado a “distraer” y –horror– “divertir” a la peña,
pues en eso parece haberse convertido la historia del cine, en un catálogo de
chistes posmodernos ideales para la era líquida de los actuales tiempos de la
Internet, lo que realmente explica Érase una vez en… Hollywood
tiene muy poco interés, o como mínimo, menos de lo que se ha pregonado: la
historia de la decadencia profesional y también personal de Rick Dalton, un
actor de segunda fila, alcoholizado y envejecido prematuramente que va viendo
cómo su carrera en Hollywood, labrada a base de papeles secundarios en
películas poco relevantes (ergo, baratas) y como protagonista de una serie de
televisión “del Oeste”, va cayendo en picado hasta llegar a un extremo
considerado en esa época el cementerio de los elefantes para determinados
intérpretes de carácter del cine norteamericano de los sesenta: irse a Italia a
protagonizar spaghettis o pequeños films de espías a lo James Bond para
no morirse de hambre… Hay que reconocer que esta parte de la película de
Tarantino se sostiene sobre un buen trabajo interpretativo –tampoco
excepcional– de Leonardo DiCaprio. Pero incluso con todo esto –lo cual, mal que
le pese a Tarantino, resulta más convencional y arquetípico de lo que pretende,
pues de retratos de artistas en decadencia, incluso en el contexto del “cine
dentro del cine”, anda el cine sobrado–, Tarantino, como digo, no puede evitar,
de nuevo, las reiteraciones. Véase, por ejemplo, la secuencia en la que Rick se
cita en un restaurante con un agente de Hollywood, Marvin Schwarz (Al Pacino,
aquí horrible), quien se encarga de decirle, con buenas palabras, que sus
posibilidades de ser algún día una “estrella de Hollywood” están acabadas; un
desesperado Rick sale del restaurante acompañado de su fiel colega Cliff, y
termina llorando sobre su hombro. La idea está bien, si no fuera porque
Tarantino la subraya, volviendo a insistir en ella más adelante en la secuencia
–esta, con todo, mejor– en la que Rick coincide en un rodaje con una actriz
infantil, Trudi (Julia Butters); Rick le explica a la niña que está leyendo una
novela del Oeste, en torno a un cowboy que, como consecuencia de una
mala caída, está empezando a perder empleos y que se siente un inútil: ni que
decir tiene que ese paralelismo con su propia persona desata de nuevo el llanto
de Rick. La idea está bien, insisto, pero su efectividad queda mermada por el
hecho de habérnosla expuesto antes, convirtiéndola así en una mera reiteración.
Si,
con todo, Rick Dalton acaba siendo el personaje más humano de una función no
particularmente emocionante, pese a contener numerosos ingredientes para serlo,
¿qué decir del lamentable personaje de Cliff Booth, interpretado por un Brad
Pitt haciendo por enésima vez de Brad Pitt? Siendo generosos, podemos entender
que Tarantino utiliza a Cliff, y de paso a Pitt, como ejemplos del glamur
perdido del Hollywood de la época, convirtiendo a ambos, personaje y actor, en
iconos guais (cool). No se entiende de otra manera, dado que, en la
práctica, Cliff, como personaje con entidad, es completamente inexistente, a no
ser que entendamos que lo es alguien que se pasea por Hollywood con una eterna
pose de chulo perdonavidas, del cual se nos sugiere que es un veterano
condecorado de Vietnam, que no rehúye una pelea ni siquiera contra un Bruce Lee
(Mike Moh) todavía más arrogante y engreído que él –propinándole, encima, una buena paliza como
nunca vimos que recibiera la malograda estrella de Operación Dragón–,
que da de comer a su perra la carne prensada que sale como “cagada” de la lata
de alimento para canes (execrable gag que Tarantino repite hasta el
aburrimiento), o que, eso sí, demuestra una amistad sin mácula hacia Rick.
Contrariamente
a lo que ha venido diciendo, la reconstrucción de la época o del cine de la
época que ofrece la película no me parece convincente, empezando, sin ir más
lejos, por el dibujo de Charles Manson y su tristemente célebre “familia”:
Manson, como personaje, no tiene ninguna fuerza, y, en particular, sus escasas
apariciones no producen la más mínima inquietud. Quizá para compensarlo,
Tarantino construye una larga, larguísima secuencia de resonancias westernianas,
cómo no, a lo Sergio Leone, en la cual Cliff visita el rancho de su viejo amigo
George Spahn (Bruce Dern) donde Manson y los suyos tienen establecida su guarida;
pero la secuencia, a pesar de su teórico atractivo, y de la contribución de sus
intérpretes –en especial, Dakota Fanning, estupenda en su breve pero intensa
aparición como Squeaky, una de las acólitas de Manson–, es, de nuevo, demasiado
larga, y su tensión se diluye por momentos hasta, prácticamente, desaparecer.
Por otro lado, figuras del mundo del espectáculo como Steve McQueen (Damian
Lewis), Sam Wanamaker (Nicholas Hammond), Roman Polanski (Rafal Zawierucha),
Connie Stevens (Dreama Walker), Mama Cass (Rachel Redleaf), Michelle Phillips
(Rebecca Rittenhouse) o Joanna Pettet (Rumer Willis) se pasean, literalmente,
por una función que resulta, desde este punto de vista, sorprendentemente
superficial incluso para el cinéfilo Tarantino, quien todo lo más ofrece una convencional visualización de una de las célebres fiestas de la mansión
Playboy que parece propia de Baz Luhrmann (y no lo digo como un elogio), donde,
además, se nos ofrece un apunte bochornoso sobre la naturaleza “triangular” de
la relación entre Sharon Tate, su marido Polanski y el examante y fiel amigo de
la primera Jay Sebring (Emile Hirsch).
¿Y qué decir de los aproximadamente treinta minutos finales del film, que terminan hundiendo lo poco de creíble que a duras penas lo sostenía hasta ese momento? Resulta notorio a estas alturas –supongo– que Érase una vez en… Hollywood no es ni nunca pretendió ser una reconstrucción fiel del aterrador asesinato de Sharon Tate y sus amigos en la casa de Polanski, y que, del mismo modo que Tarantino se permitía el capricho de “matar a Hitler” en Malditos bastardos a manos de los héroes de su film, aquí hace otro tanto haciendo que Tate y sus colegas no solo sobrevivan, sino que ni tan siquiera tengan que vérselas con los matarifes enviados por Manson, los cuales son a su vez masacrados por Cliff y Rick con la inestimable ayuda de la perra del primero. Una idea que no solo no me parece en absoluto original, y que incluso me atrevería a calificarla de cobarde y timorata, con ese final a lo Walt Disney en el que Rick acaba siendo invitado por Tate, quien sabe si facilitando así el sueño imposible del protagonista de interpretar algún día una película de Polanski. Lo peor, como digo, no es que, como ocurrencia, como chiste, carezca de gracia alguna, sino que, además, da pie a una absolutamente gratuita secuencia de violencia “a lo Tarantino”, mal planteada y peor filmada, que debería haber desaparecido en la mesa de montaje. De hecho, el final idóneo para Érase una vez en… Hollywood hubiese sido cerrarla con el regreso de Rick y Cliff a América tras su estancia profesional en Italia, y eliminando a continuación y por completo el fragmento que transcurre temporalmente (rótulo) “Seis meses después”. No había nada más que contar ni nada más que añadir. Si a ello sumamos la notable vulgaridad de no pocos momentos de puesta en escena –cf. bombardeo de primeros planos para que veamos cómo se llenan unos vasos con bebidas alcohólicas; la previsible reconstrucción de reportajes y televisión en blanco y negro de la época; las asimismo interminables escenas de la visualización del (pésimo) western que Rick está rodando a las órdenes de Wanamaker; o la tópica secuencia en la que, encadenando planos desde un mismo ángulo de cámara y por corte, vemos a Rick dando rienda suelta a su frustración en su roulotte–, no podemos sino concluir que Érase una vez en… Hollywood es una tontería. Como no podía ser de otra manera, no faltan a la cita los famosos, abundantes y no menos gratuitos planos fetichistas de mujeres con los pies desnudos.
Aburridísima. Le puede sobrar fácilmente una hora y media. O más.
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