[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] No cuesta demasiado ver en Quentin Tarantino algo así como la
culminación del proceso de “posmodernización” del cine que arrancó
simbólicamente con Al final de la
escapada (À bout de souffle, 1959), de Jean-Luc Godard, cineasta no por
casualidad frecuentemente citado por el firmante de Django desencadenado (Django Unchained, 2012). La posmodernidad ha
sido y sigue siendo la marca de fábrica de un realizador que, desde los inicios
de su carrera hace ya veinte años, empezó a destacar con una especie de puesta
al día de la literatura y el cine “negros” elaborada a partir de una relectura
del Atraco perfecto (The Killing,
1956) de Stanley Kubrick —Reservoir Dogs
(ídem, 1992)—, y que ha proseguido su carrera con puntuales paradas en mixturas
referenciales, por más que su celebrada Pulp
Fiction (ídem, 1994) fuera ante un todo un pastiche de multitud de fuentes
culturales previas, y que sus posteriores Jackie
Brown (ídem, 1997), las dos entregas de Kill
Bill (ídem, 2003-2004), su sketch
para Grindhouse (2007) reciclado en
largometraje de cara a su explotación internacional —Death Proof (ídem, 2007)—, Malditos
bastardos (Inglorious Basterds, 2009) (1)
y ahora Django desencadenado acabaran
erigiéndose en “paradas” en géneros codificados —el blaxploitation, el de artes marciales, el de drive-in de los setenta, el bélico, el western— que han configurado las líneas principales de su estilo.
Django desencadenado vuelve a ser un
pastiche genérico que bebe no solo del spaghetti
western (o, si se prefiere, eurowestern
italiano), sino del western en
general, además de proporcionar una enésima revisión del blaxpoitation, de ahí que a lo largo de sus 165 minutos convivan,
lo reconozco, con armonía, las referencias/citas/guiños (táchese lo que no
proceda) a Django (ídem, 1966, Sergio
Corbucci) —con la “colaboración amistosa” del mismísimo Franco Nero incluida—,
Anthony Steffen —el pistolero Billy Crash (Walton Goggins) viste igual que el
que fuera protagonista de, cómo no, Django
il bastardo (Sergio Garrone, 1969)—, el western
de ambientación sureña o, como lo ha bautizado el propio Tarantino, el “southerner” —ecos que van de La esclava libre (Band of Angels, 1957,
Raoul Walsh) a Mandingo (ídem, 1975,
Richard Fleischer) y su secuela Drum
(ídem, 1976, Steve Carver y Burt Kennedy, no acreditado)—, y asimismo, el blaxploitation: Broomhilda (Kerry
Washington), la esposa de Django (Jamie Foxx), se apellida… ¡von Shaft! (2). Es decir, en el siempre abstracto
y espinoso terreno de las intenciones, la nueva jugada de Tarantino es lo mismo
de siempre en él: un film juguetón y referencial en el cual se combinan por
igual las dosis de cariño como de sarcasmo hacia aquello que se está
“homenajeando”, de tal manera que el resultado final es, por decirlo
coloquialmente, una especie de guasa cinéfila, o si se prefiere, una suerte de
compendio de un género o géneros cinematográficos (pre)determinados a partir de
los cuales se hace una especie de monumento formal e irónico desde una
perspectiva de modernidad que, además, pone de relieve el artificio de las
convenciones de dichos géneros, dando como resultado unas películas con
conciencia de su propia condición de “películas”. ¿Acaso no es esto último una
definición válida de la posmodernidad fílmica, si cabe el mayor fenómeno o al
menos uno de los más característicos del cine de principios de este siglo XXI,
y a pesar de que en estos precisos momentos esté empezando a dar sus primeros
signos de fatiga de cara, quizá, a una teórica extinción, o más bien a una
hipotética evolución? (3). Lo malo
es que, si bien Tarantino siempre ha sido muy claro en lo que a intenciones se
refiere, los resultados de sus films pocas veces están a la altura de dichas
pretensiones; o expresado de otra manera, que si las películas de Tarantino
están planteadas como una especie de “graciosidad” para cinéfilos, no es
habitual en él que su resolución sea, asimismo, graciosa: que el cine de
Tarantino puede ser o resultar divertido (sobre todo, para sus así llamados
“incondicionales”), pero no siempre tiene gracia, por mucho que esto último
suela confundirse con la diversión: que nos hallamos ante un cineasta que, en
ocasiones, además de divertido, ha sabido mostrarse gracioso (Reservoir Dogs, en parte Malditos bastardos), pero en su obra
suelen abundar los films que, por más violentos, divertidos, y ocurrentes que
sean, o considerados como tales, no tienen la más mínima gracia (caso del resto
de su filmografía como realizador). Evidentemente, tener gracia no es sinónimo
de calidad, y esto depende ya de cada cineasta y de su talento para expresarse
con la cámara, pero tenerla es o suele ser un primer paso hacia la calidad. En
este sentido, un ejemplo de todo lo contrario a Tarantino lo constituiría el
cine de Steven Spielberg: inclusos sus peores películas —El mundo perdido, Amistad—
tienen gracia.
Llegados a este
punto, y a pesar del relativo interés que siempre me ha suscitado el cine de
Tarantino, no se me caen los anillos a la hora de afirmar que Django desencadenado tiene mucha más
gracia de lo habitual en él, hasta el punto de erigirse en uno de sus trabajos
más interesantes. Puedo comprender hasta cierto punto que haya quien prefiera
la alambicada construcción narrativa de Pulp
Fiction (por más que, como luego veremos con más detalle, no falte en Django desencadenado alguna pirueta
formal con el desarrollo convencional del relato sobre la base de un montaje un
poco a lo Coppola); quien diga que, para homenajear al blaxploitation, ya estaba Jackie
Brown; o que, a la hora de mostrar procacidades sanguinolentas, pocas cosas
superan las de Pulp Fiction o los dos
volúmenes de Kill Bill (a pesar de
que Django desencadenado tampoco escatima
en este sentido). Mas lo cierto es que, a pesar de sus defectos —que los tiene,
empezando, claro está, por algo endémico en Tarantino: la desmesura de metraje
que utiliza para contar cosas que, a ratos, rozan la pura anécdota: esa
delectación narrativa a medio camino entre el entusiasmo y el capricho—, la
película hace gala de una inventiva cinematográfica superior a lo habitual en
su discutible autor. Sin ir más lejos, la primera secuencia, acaso no tan
brillante como la asimismo larga y dilettante
que abría Malditos bastardos pero de
construcción y resolución similares —la liberación de Django de una cuerda de
esclavos por parte del falso dentista y en realidad cazador de recompensas
alemán “Dr.” King Schultz (Christoph Waltz)—, hace gala de una solvencia que
volverá a repetirse en buena parte de su extenso metraje. Por una vez, y por
más que sería de desear que sirviera de precedente de cara a futuros trabajos,
Tarantino muestra muy bien el contexto violento del Far West en general y de
los ambientes esclavistas sureños de ese mismo período histórico en particular,
de tal manera que el mismo contribuye a cincelar con eficacia el perfil
psicológico de los personajes. Resulta coherente en este sentido la rápida
decisión de Django de aceptar la propuesta de alianza de Schultz ante la
perspectiva de —como dice el primero— “poder
matar blancos a cambio de dinero” (sic), o ese singular apunte que
demuestra hasta qué punto su condición de esclavo durante tantos y tantos años
ha llegado ha condicionar su existencia: tan pronto como se asocia con Schultz,
y este le compra ropa que Django puede escoger libremente (algo que no ha hecho
en toda su vida), el protagonista se viste ¡de criado a la europea! Algo
parecido puede decirse del retrato que se ofrece de la indolencia de Schultz,
ese alemán parlanchín, culto y de modales refinados que ha aprendido a moverse
por el Salvaje Oeste aceptando una de sus reglas básicas: matar para que no te
maten. Y a pesar de que la caracterización de este personaje —y la interpretación
de Christoph Waltz— puede recordar demasiado al coronel Hans Landa de Malditos bastardos a cargo del mismo
actor, lo cierto es que Schultz —y, asimismo, la labor interpretativa de Waltz—
lleva a cabo una sutil evolución que se hace patente, sobre todo, en el tercio
final del relato.
Tarantino
siempre ha sabido filmar (todos films están bien rodados), pero a pesar de ello
no siempre ha hecho gala de expresividad con la cámara, que aunque suele
confundirse no es lo mismo que filmar bien. Por fortuna, Django desencadenado es la excepción que, esperemos, se convierta a
partir de ahora en regla de su filmografía, sobre todo a la vista no ya de la
mencionada primera secuencia, sino de muchos excelentes momentos concentrados,
sobre todo, en la primera hora de metraje. Tal es el caso de la asimismo muy
bien construida secuencia del violento episodio que gira alrededor del asesinato
del (falso) sheriff Bill Sharp (Don
Stroud) a manos de Schultz, y la sarcástica forma como Django y Schultz salen
airosos de semejante atolladero. O la magnífica de la estancia de los
protagonistas en la plantación del adinerado latifundista sureño Big Daddy (Don
Johnson), a la caza de tres hermanos pistoleros que trabajan allí como
capataces bajo nombres falsos, donde se refleja muy bien el feroz pragmatismo
del modo de vida de los personajes y se visualiza, además, con notable
intensidad: vale la pena retener ese espléndido momento en el que Django abate
a distancia a uno de los pistoleros que se da a la fuga a caballo, y cómo la sangre
del mismo mancha la blancura del campo de algodón (una imagen inesperadamente
poética viniendo de Tarantino, que en cierto sentido resume la tragedia de la
esclavitud de una manera tan gráfica como contundente). Incluso cuando, poco
después, asoma una de las facetas más temibles de su autor, ese empeño en
resultar “divertido” a toda costa, ¡el resultado, además de cómico, resulta
realmente gracioso! Me refiero, por descontado, a esa celebrada (en este caso,
justamente) secuencia en la que Big Daddy dirige una vengativa carga nocturna
contra el carromato donde viajan Django y Schultz, poniéndose al frente de un
pequeño ejército de pistoleros encapuchados. Se produce aquí una de esas
“rupturas” a lo Coppola del desarrollo convencional del relato que he apuntado
líneas atrás: Tarantino muestra, primero, a los encapuchados con antorchas
cargando sobre el refugio de los protagonistas, pero antes de concluir la
secuencia del ataque la interrumpe con un flashback
en torno a lo que ha ocurrido unos momentos antes: la reunión de Big Daddy y
sus hombres previa a esa carga, y sobre todo la hilarante conversación en torno
a sus capuchas, en la cual Tarantino demuestra que (cuando quiere…) sabe
combinar con agudeza diálogos con chispa y una inteligente mirada paródica sobre
los géneros que manipula; a continuación, retoma la secuencia de la carga
nocturna donde la había dejado y la culmina, además, con otra imagen magnífica:
la muerte de Big Daddy de un certero disparo a larga distancia de Django,
visualizada en un plano que nos muestra solo la mitad para abajo del caballo
que cabalga Big Daddy, la detonación del disparo, la caída del cadáver del
jinete y, mediante un elegante reencuadre, la sangre de ese jinete manchando la
blanca piel del cuello del caballo que sigue galopando.
Si bien es
verdad, como se ha dicho y se seguirá diciendo estos días, que la película se
dilata en exceso, desarrollo narrativo y exposición de personajes a partir del
momento en que el grueso de la acción gira alrededor del encuentro de los protagonistas
con el personaje de Calvin Candie (Leonardo DiCaprio) y el rescate de
Broomhilda de la finca de aquél donde la joven trabaja como esclava, no es
menos cierto que, a pesar de ello, el film todavía sabe mantener el interés, si
bien algo diluido y bastante menos intenso que el de sus (logrados) primeros
sesenta minutos aproximadamente. Por un lado, Tarantino no puede resistir la
tentación de jugar a Sergio Leone en secuencias como la primera reunión de
Django y Schultz con Candie fingiendo ser negreros, en el club donde este
último se divierte apostando fuertes sumas de dinero en repugnantes peleas a
muerte entre negros mandingo (y que da pie a la “aparición amistosa”, simpática
pero excesivamente forzada, de Franco Nero); los momentos de tensión que se
producen camino de la finca de Candie por culpa del odio racista que demuestran
los hombres de este último hacia Django (no toleran la presencia de un “negro”
cabalgando junto a ellos como si fuera uno más), y que se rematan con el crudo
episodio del esclavo mandingo; y, por descontado, la larguísima secuencia de la
cena, previa al brutal (aunque previsible) estallido de violencia con que
concluye el relato. Un relato que, de nuevo, Tarantino dilata en exceso
incluyendo una suerte de coda vengativa que, en cierto sentido, puede
interpretarse como una reedición del final “históricamente imposible” de Malditos bastardos: si en esta última se
trataba nada menos que del asesinato de Adolf Hitler (sic), en Django desencadenado consiste en la
visualización de una (otra) fantasía “negra”, o mejor dicho, “afroamericana”:
la venganza de Django contra los negreros, incluyendo la destrucción de sus
propiedades y la liberación de todos su esclavos.
Aun así, incluso
en esta parte alargada hasta el ahogo hay suficientes cosas buenas que impiden
que la película se malogre, aunque poco le falte. No me refiero al elevadamente
sangriento tiroteo en la mansión de Candie que culmina y libera la tensión
acumulada entre todos los personajes durante la cena, y sin perjuicio de que el
realizador haga gala de un buen sentido de la planificación. Prefiero la
violencia más sutil, menos aparatosa pero en el fondo más cruel e hiriente, del
dibujo del sistema esclavista sureño, sus repugnantes métodos de represión y
sus consecuencias en la psicología de los sojuzgados. En cuanto a esto último,
llama la atención la presentación de un personaje que acaba siendo el más
memorable del film: Stephen, ese anciano criado negro a las órdenes de Candie y
su mano derecha en su finca de Candyland (sic), caracterizado físicamente como
el arquetipo del “negro servicial” a lo Tío Tom —como me apuntaba, con acierto,
el amigo Antonio José Navarro—, del cual Samuel L. Jackson lleva a cabo toda
una creación (sin por ello desmerecer a sus compañeros de reparto: todos están
excelentes). O apuntes tales como el momento en que la desdichada Broomhilda es
sacada, desnuda y humillada, de una caja de metal donde ha sido encerrada para
castigarla; o la forma como la joven es vigilada o interrogada por Stephen
durante la cena; o la actitud estúpidamente sumisa y despiadadamente
conformista que adopta la insulsa hermana de Candie, Lara Lee (Laura
Cayouette), todo lo cual apunta con agudeza a una cuestión muy dolorosa que
puede aplicarse a cualquier tipo de represión institucionalizada: que lo peor
de las dictaduras no siempre es la actitud prepotente de los represores (como
la de Candie), o la de aceptación sin cuestionamiento de ese “estado de las
cosas” de quienes viven con comodidad dentro del mismo (como hace Lara Lee),
sino la aterradora prolongación y perpetuación de ese sistema por parte de los
propios reprimidos que lo padecen (como Stephen).
Un último aspecto
de Django desencadenado que me parece
muy curioso reside en el hecho de que, a pesar de su fidelidad/respecto/homenaje
o como se quiera llamar a las convenciones del western, tanto da que sea el norteamericano como el italiano,
Tarantino sabe aquí marcar distancias hacia aquello que homenajea (o que
copia), y no solo mediante la introducción en la banda sonora de famosos temas musicales
de Ennio Morricone y Luis Enríquez Bacalov, o de canciones pop de los setenta
invocadoras de ese espíritu del blaxploitation
que, a la larga, es el que acaba dominando la mayor parte de Django desencadenado a partir de su segundo
y tercer acto. Me refiero al hecho de que el realizador introduce determinados
apuntes oníricos en relación a Django y las fantasías que tiene centradas
alrededor de su esposa Broomhilda (esos momentos en que “se le aparece”
mientras se baña en el lago de aguas termales, o de pie y con un elegante
vestido amarillo en medio del algodonal), o esa secuencia en la que se dibuja
muy bien la amistad y complicidad que se acaba formando entre Django y Schultz
cuando el segundo le cuenta al primero la leyenda germana de la hija del dios
Wotan-Odín. Son apuntes que le confieren buena parte de su personalidad y,
sobre todo, de su sentido al film: ese carácter de fantasía cinéfila,
respetuosa y a la vez irrespetuosa, con un ojo puesto en la mítica del género western y con otro en la irreverencia
(un poco, salvando las distancias, como Leone), de factura a ratos casi
tradicional (o que lo parece) pero que a pesar de ello se permite introducir
algunos zooms “a la italiana”, y que
si acaba llamando la atención positivamente dentro del contexto del cine de
Tarantino es porque, al menos en esta ocasión, está mejor dosificado que de
costumbre.
(2) En materia de rastreo de referencias prefiero dejarlo
aquí y cederle el paso a personas muchas más avezadas en esta materia, como
Antonio José Navarro, que publicará un artículo sobre la influencia de Sergio
Leone y el eurowestern en el cine de
Tarantino, dentro del dossier
dedicado a este cineasta que se publicará en el próximo número de Dirigido por…
(3) Me remito a lo que sugiere al respecto la recientemente estrenada Tabú (Tabu, 2012), de Miguel Gomes,
sobre la cual puede que hable más adelante en este blog.
Básicamente Tarantino adolece de un problema: se cree más gracioso de lo que realmente es. En esta ocasión ha conseguido crear un personaje memorable (el del 'doctor' Schultz) pero se le ha ido completamente la mano en la dilatadísima segunda mitad de la película. Puesto a homenajear el mundo del western desde una óptica desmitificadora, más le habría valido el fijar su saqueo cinéfilo en el Mankiewicz de "El día de los tramposos" que en el Leone más manierista.
ResponderEliminarUna decepción 'Django', no me esperaba un clásico pero sí una película más divertida. Apenas aparecen esos diálogos crujientes marca de la casa, y como siempre, qué pena que sus pelis estén tan vacías. ¿Cuándo encontrará messieur Tarantino algo para lo que tan bien sabe hacer: contar? Un saludo!
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