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jueves, 23 de julio de 2015

“EUFORIA” – “EL ÚLTIMO TESTIGO” – “LA SOLEDAD” – “EL DESAFÍO DEL BÚFALO BLANCO”



[NOTA: Originalmente publicado el 12 de marzo de 2009 en la primera versión de mi blog en Blogspot.es.]
   
Euforia (Eyforiya, 2006), de Ivan Vyrypaev.- Hace poco he recuperado, vía grabación de televisión, esta película rusa que, si no me equivoco, pasó prácticamente desapercibida en el momento de su estreno en cines españoles y que, lo digo ya, me ha parecido extraordinaria, una de las mejores y más brillantes experimentaciones con el lenguaje “convencional” del cine que haya visto en años. Con franqueza, no comprendo que un film de semejante envergadura esté ya tan olvidado a tres años vista de su producción, porque a mi entender debería haber despertado el entusiasmo de todo ese sector de la crítica de cine española que siempre va proclamando que ya no existe experimentación en el cine actual; pues aquí la hay, y en abundancia. La trama propiamente dicha es una mera excusa para una puesta en escena que se dedica a dinamitar muchas soluciones propias de las películas, digamos, “normales”, pero hecha con un sentido determinado y aportando ideas frescas y renovadoras; dicha trama, deliberadamente sencilla, ya es de entrada toda una declaración de principios: una historia de amour fou, en virtud de la cual un hombre, Pavel (Maksim Ushakov), se enamora de una mujer, Vera (Polina Agureyeva), casada y madre de una hija, con la cual emprende una loca huida a través de la estepa rusa, siendo perseguidos por Valeri (Mikhail Okunev), el marido despechado; Euforia ataca desde el principio la noción preestablecida de que el cine siempre tiene que contar algo: su trama, en sí misma considerada, no tendría el menor interés, ni siquiera sentido, si no estuviese contada de la manera en que lo está. Premonitoriamente, la película se abre con una secuencia sin conexión argumental con el resto de la trama, pero que sirve para situar al espectador en un determinado contexto narrativo: un demente se sube a una moto y se lanza a toda velocidad por un camino rural; de repente, dicho camino se desvía en otros dos a izquierda y derecha, pero el demente no se detiene y elige un tercer camino, el del centro, a campo través; de este modo ya se nos está diciendo que el film no va a seguir ningún camino establecido, sino que va a ir a su aire. En efecto, en la secuencia siguiente, vemos en un largo plano general las deliberaciones de Pavel dichas en voz alta a un amigo; los dos están en medio del campo y Pavel no para de caminar de una dirección a otra, avisando a su amigo de que está locamente enamorado de Vera, una mujer a la que vio por casualidad y a la que desde entonces no ha podido quitarse de la cabeza; Pavel parece en todo momento tomar una determinada ruta para ir a buscar a Vera, tal y como es su propósito, pero no para de girar sobre sí mismo y de tomar otra dirección. Cuando se decide, se sube a su coche y emprende su viaje: una serie de extraordinarios planos aéreos siguen a lo lejos el periplo de Pavel, pero con la cámara volando en dirección contraria a la del coche del protagonista (una de las muchas violaciones de la narrativa convencional que atesora el film: la cámara no “vuela” hacia el lugar donde se dirige Pavel, sino al revés, “vuela” desde el punto de destino del personaje: una poética forma de poner en relación, antes de que se hayan visto siquiera, a Pavel y Vera). El reencuentro entre el hombre y la mujer, su conversión en amantes y su huida del hogar conyugal donde vive la segunda está narrada, asimismo, con un estilo sensorial y sensitivo, en el cual las imágenes, bellísimas, acaban imponiéndose sobre la propia lógica del relato, el cual acaba perdiendo toda su razón de ser en beneficio de otro “relato” no dramatúrgico, el que se desprende de la conjunción de esas imágenes; en el colmo de la osadía, el realizador Ivan Vyrypaev se va desprendiendo de la lógica narrativa habitual (o, si se prefiere, convencional) y no tiene miedo a la hora de concluir, a los 74 minutos de metraje, un relato en el que la poesía acaba imponiéndose sobre la prosa. Euforia es una extraordinaria película.

   


El último testigo (The Parallax View, 1974), de Alan J. Pakula.- El pasado mes de febrero, la revista Dirigido por… dedicó un dossier al cine político made in USA, compuesto por un artículo y una serie de antologías sobre películas clave de este género, subgénero o variante genérica, llámese como se quiera; aunque se propuso en su momento, particularmente eché en falta entre las antologías una dedicada al film de Alan J. Pakula El último testigo (aparecía, a pesar de todo, expresamente mencionada en el artículo de introducción a cargo de Antonio José Navarro), que me parece una de las muestras más interesantes de esta temática, además de la mejor película de su irregular autor junto con Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976) y Llega un jinete libre y salvaje (Comes a Horseman, 1978). La trama de El último testigo, urdida por David Giler, Lorenzo Semple Jr. y, según parece, un no acreditado Robert Towne, a partir de una novela de Loren Singer, es un thriller de conspiración política (o de “conspiranoia”) que describe la investigación que lleva a cabo un solitario periodista, Joseph Frady (Warren Beatty), en torno al asesinato de un senador cuyas características se parecen, no por casualidad, a las que supuestamente envolvieron el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, dado que la mayoría de testigos directos del magnicidio van muriendo en misteriosas circunstancias; al principio, el propio Frady se muestra escéptico ante la posibilidad de que exista una conspiración destinada a eliminar a los testigos directos del asesinato del senador, llevado a cabo según la “versión oficial” por un “loco solitario” (sic), pero a raíz de la muerte de una amiga suya, Lee Carter (Paula Prentiss), también periodista, que como él estuvo presente en aquellos dramáticos hechos y que inmediatamente antes de morir le hizo partícipe de sus sospechas y su temor a ser asimismo “eliminada”, Frady decide investigar por su cuenta. La película tiene, en este sentido, un tono fatalista nada despreciable y bastante arriesgado teniendo en cuenta que se trataba, a priori, de una producción comercial, pues como su mismo título español indica Frady es, de hecho, ese “último testigo” que conviene quitar de en medio para favorecer los oscuros intereses de una organización secreta directamente relacionada con el gobierno norteamericano. Por más que algunos detalles del proceso de investigación que lleva a cabo Frady están algo cogidos por los pelos en el guión (cuyo planteamiento, a pesar de todo, es más kafkiano y onírico que realista), y que la descripción del protagonista como un personaje solitario y desclasado resulta algo pobre (a lo cual no ayuda una poco convincente interpretación de Warren Beatty), El último testigo brilla a gran altura en sus momentos de suspense. Hay que destacar positivamente, en este sentido, la eficacia de la puesta en escena de Alan J. Pakula, sobria y sombría a partes iguales, dentro de la cual no falta la afición de este realizador a fotografiar sus ficciones en tonos muy oscuros (brillantemente servidos, como siempre, por el excelente operador Gordon Willis); secuencias como la pelea de Frady con el sheriff Wicker (Kelly Thordsen) a la orilla del río, acompañada en la pista de sonido únicamente con el estruendo del agua que es arrojada por el pantano y arrastra a ambos hombres, o el asesinato de George Hammond (Jim Davis) en el pabellón deportivo donde se está ensayando el discurso que va a pronunciar esa misma noche, hacen gala de un sentido de la composición visual insólitos hoy en día (no me resisto a dejar de señalar, dentro de la secuencia del asesinato de Hammond, ese plano general de larga duración en el cual vemos el pequeño vehículo conducido por este último, cuyo cadáver se ha desplomado sobre el volante tras haber sido tiroteado por la espalda, empujando siniestramente mesas y sillas sin control hasta detenerse).




La soledad (2007), de Jaime Rosales.- También he recuperado recientemente este celebrado film del director de Tiro en la cabeza (2008), y me ha producido la misma sensación que me produjo en su momento su ópera prima, Las horas del día (2003), o que me suscitan algunas propuestas de José Luís Guerín: que tanto este último como Rosales son cineastas a los que no les faltan ideas, pero las mismas no dan ni mucho menos para un largometraje. A falta de haber visto Tiro en la cabeza, todo se andará, La soledad reincide parcialmente en lo ensayado en Las horas del día; si en esta última se trataba de la visión, digamos, “cotidiana” sobre las vicisitudes de un asesino en serie (o, si se prefiere, de un hombre, sigamos diciendo, “normal” que, además, asesina…), La soledad gira a su vez sobre la visión “cotidiana” (mejor dicho: con pretensiones de cotidianeidad) de diversos personajes integrantes de una familia; aquí no hay un asesino, aunque uno de esos personajes será víctima directa de la violencia terrorista, en lo que parece un primer apunte de lo que luego Rosales desarrollaría en Tiro en la cabeza. El aspecto más llamativo (en realidad, el único) de La soledad consiste en su frecuente utilización de la técnica de la pantalla partida, que divide en dos el encuadre, de tal manera que a izquierda y derecha de la imagen se suceden paralelamente dos acciones separadas; la utilización de la misma admite, además, todo tipo de variantes: en ocasiones, la pantalla partida nos muestra dos espacios de un mismo escenario; en otras, se cubre con dos primeros planos de sendos personajes que están conversando, de tal manera que así conviven en el mismo encuadre el plano y el contraplano. No es la primera vez que se utiliza la pantalla partida, y no vamos a caer en la tentación de mencionar numerosos (y brillantes) ejemplos de su empleo a cargo de Brian de Palma. Hay que creer que su utilización en La soledad tiene un sentido; y, de hecho, lo tiene, pero el mismo aflora tan solo en determinados instantes: pienso, sobre todo, en la escena en la que Adela (Sonia Almarcha) conversa con su expareja y padre de su bebé sobre el trágico fallecimiento de este último en el atentado del cual Adela sobrevivió; en este momento concreto, la utilización de la doble pantalla expresa bien la separación existente entre ambos personajes, mostrándolos a cada uno dentro de su propio “mundo”: su propio lado de la pantalla. Pero es una idea que, insisto, por sí sola no basta para justificar el interés de 125 minutos de un metraje más bien insulso y afectado (hay momentos en que la pretendida naturalidad de los intérpretes se revela falsa e impostada), quedándose en un mera filigrana formalista que busca justificar cierta distancia física y emocional en el retrato de sus personajes: el plano general acaba convirtiéndose, más que la pantalla partida, en la principal figura de estilo; hay que creer, asimismo, que con ello se pretende no caer en el sentimentalismo, pero ello acaba resultando tan forzado que al final en lo que se cae es en la rutina y el aburrimiento: véase, sin ir más lejos, la escena de la muerte de la madre (Petra Martínez), que resulta de lo más previsible. Precisamente otro momento afortunado del film consiste en una “ruptura” formal con esa planificación: la escena del atentado; vemos a Adela viajando en el autobús con su pequeño; la cámara está situada dentro del vehículo, en plano general; de repente, Rosales corta y por primera vez inserta otro plano general en el exterior para mostrar al autobús en el que viajan Adela y el niño y a un segundo autobús deteniéndose en la parada: antes de que el primer autobús estalle, esa alteración en la regularidad de la planificación ya ha advertido al espectador de que, efectivamente, “algo” va a ocurrir…





El desafío del búfalo blanco (The White Buffalo, 1977), de J. Lee Thompson.- Editada en DVD por la firma EuroCine Films, en una copia, por cierto, de poca calidad, El desafío del búfalo blanco es una pequeña rareza que supuso, si no estoy equivocado, la segunda colaboración del realizador británico J. Lee Thompson con el actor norteamericano Charles Bronson, tras El temerario Ives (St. Ives, 1976), dentro de una relación profesional que se prolongaría casi hasta el final de las carreras de ambos, dentro de un último tramo en el que Bronson vivió una notable revalorización como estrella a raíz del éxito a principios de los ochenta de la secuela de El justiciero de la ciudad (Death Wish, 1974), aquí titulada Yo soy la justicia (Death Wish II, 1982), ambas firmadas por otro británico, Michael Winner. Cuando califico El desafío del búfalo blanco como “pequeña” me refiero a sus resultados, dado que en el momento de su realización se trataba de una producción relativamente “grande”, esponsorizada por el italiano Dino De Laurentiis en la época en la cual produjo en los Estados Unidos títulos como el King Kong (ídem, 1976) de John Guillermin o el fallido Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson, 1976) de Robert Altman; no por casualidad, el también italiano Carlo Rambaldi, uno de los creadores de los efectos especiales de esa misma versión de King Kong, asesoró la confección del animatronic del gigantesco búfalo blanco que aparece en este film. El film de Thompson es un híbrido entre el género del western, el cine de catástrofes y el “de monstruos”, variante temática animales salvajes, puesta de moda a raíz del colosal éxito del Tiburón (Jaws, 1975) de Steven Spielberg, respecto a la cual el propio De Laurentiis financió otro exponente, la nada despreciable Orca, la ballena asesina (Orca, 1977, Michael Anderson). A pesar de sus abundantes defectos —en parte acentuados, si cabe, por la mediocre calidad de la actual edición española en DVD—, El desafío del búfalo blanco merece siquiera una nota a pie de página dentro de la historia del western al plantear, a partir de una novela de Richard Sale adaptada al cine por su mismo autor, un curioso “encuentro en la cumbre” entre dos de los personajes históricos más legendarios dentro de la mitología del Salvaje Oeste: el pistolero Wild Bill Hickock (Bronson) y el jefe piel roja Caballo Loco (Will Sampson). La razón que les une no es la rivalidad (es bien sabido que Hickock era famoso por haber matado a muchos indios y Caballo Loco, por su parte, por su beligerancia contra los “rostros pálidos”), sino el deseo de acabar con un extraño enemigo común: un búfalo blanco de proporciones míticas que atormenta a Hickock por las noches, apareciéndose amenazador en sus pesadillas, y a Caballo Loco, que quiere vengarse del animal por haber irrumpido en el poblado de su tribu y haber matado, entre otros, a su propio hijo. Un detalle que refuerza el vínculo entre tan dispares, antagónicos asociados, reside en el hecho de que ambos ocultan sus verdaderos nombres porque sienten una mezcla de vergüenza y rabia hacia ese búfalo blanco, en el cual descargan sus obsesiones personales como si fueran inesperados émulos del capitán Achab en pos de su Moby Dick; Hickock se presenta bajo el nombre falso de James Otis, según dice para así pasar desapercibido entre sus muchos enemigos en un territorio cercano a aquél donde, se dice, vive el último gran búfalo blanco; asimismo, Caballo Loco se hace llamar Worm (gusano), y así quiere ser reconocido por lo menos hasta que acabe con el búfalo blanco; en ambos casos, lo que subyace es el hecho de que ninguno de los dos quiere reconocer, ni ante el mundo ni a sí mismos, que tienen miedo: que el búfalo blanco es algo que escapa por completo a su manera de ver las cosas. De ahí que, a pesar de su abuso de planos con teleobjetivo o de algunos feos encuadres tomados con ojo de pez (sobre todo, esos primeros planos del búfalo de marras), El desafío del búfalo blanco atesora a ratos una atmósfera fantástica, a medio camino entre lo legendario y lo terrorífico, que le proporciona cierta distinción. La resolución es, asimismo, sombría y poco complaciente, pues la aniquilación del animal no hace otra cosa que restituir el odio insalvable entre el pistolero blanco y el guerrero indio, quienes se separan como amigos pero también con la convicción de que, si vuelven a encontrarse, intentarán matarse el uno al otro.


2 comentarios:

  1. Muy curiosa "El desafío del búfalo blanco", sí, y también muy mediocre. A mí me hace relativa gracia porque entra dentro de la corriente de "western crepuscular" que me gusta mucho, y de ahí que me llamen la atención detalles como la ceguera del protagonista ¡fruto de la sífilis!, que éste se despierte disparando sus revólveres al aire (uno diría que debería dormir sin ellos, pero bueno) o los ambientes nevados impropios de un western tradicional.

    Otro detalle curioso es lo mal acabada que está, algo incomprensible dado que se supone una producción con el presupuesto adecuado. Así, soy incapaz de comprender por qué son tan visibles los raíles sobre los que "cabalga" la bestia del título, entre otras cosas. Aunque en otras películas de Thompson ("Los cañones de Navarone" o "El oro de McKenna") los FX también cantan lo suyo, así que tal vez fuera culpa del director.

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  2. El otro día me compré un dvd que incluía "El último testigo" que comentas aquí y "El hombre de Mackintosh" de John Huston por seis euracos. Extraña película la de Pakula, con una atmósfera pesadillesca muy lograda. El cine setentero, tan pesimista y crudo él, tenía un gran encanto.

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