[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Guardo un borroso
recuerdo de Puedes contar conmigo
(You Can Count on Me, 2000), con lo cual prefiero no pronunciarme al respecto (aunque,
y por más que reconozca que esto que voy a decir es muy arriesgado por mi parte,
para mí semejante “borrado” de la memoria de una película a diecisiete años
vista suele ser una mala señal). Conservo uno más claro, y nefasto, de Margaret (ídem, 2011), aunque aquí
tampoco puedo decir nada demasiado severo, habida cuenta de que este film fue
montado y manipulado por terceras personas sin el consentimiento de su creador.
Por lo tanto, y dadas las circunstancias, creo que hay que ver (o, al menos, yo
prefiero ver) el tercer largometraje escrito y dirigido por el neoyorquino
Kenneth Lonergan, Manchester frente al
mar (Manchester by the Sea, 2016), como una obra en sí misma considerada.
Con
franqueza, no veo en Manchester frente al
mar poco más que un esforzado melodrama indie
realizado con honestidad y, eso sí, excelentemente interpretado por su elenco,
pero que con todas sus virtudes me parece lejos, muy lejos de esa obra maestra
del cine que se viene pregonando. Si algo resulta llamativo de la película de
Lonergan es su práctica ausencia de ideas de puesta en escena verdaderamente
reseñables, a no ser que entendamos por tales el juego de flashbacks, más complicado que complejo, en torno al cual está
construido el relato y que, en sí mismo considerado, tampoco tiene nada de
novedoso; o, sobre todo, los que me parecen sus momentos más fallidos, por
efectistas y gratuitos: la utilización de temas de música clásica –un fragmento
de la sinfonía pastoral de El Mesías,
de Haendel; otro del Adagio de Albinoni– llenando la banda sonora y con
supresión del sonido ambiental, para ilustrar algunas de sus secuencias,
teórica y paradójicamente, más melodramáticas, produciendo precisamente el
efecto contrario: el distanciamiento emocional del espectador hacia una trama
que, en determinados instantes, funciona mucho mejor sin la ayuda de semejantes
artificios.
Como
digo, la trama hace gala de una complejidad que, ni en la forma ni en el fondo,
es tal. En la primera secuencia, el protagonista del relato, Lee Chandler
(Casey Affleck), aparece pescando junto a su hermano, Joe (Kyle Chandler), y el
pequeño hijo de este, Patrick (Ben O’Brien), en el barco pesquero de Joe: una
estampa familiar de felicidad que da paso, poco después, a la descripción de la
vida solitaria, gris y antipática de un ahora taciturno Lee, ganándose la vida
como mejor puede en Boston, haciendo reparaciones de fontanería y similares. La
noticia de la inesperada muerte de su hermano Joe, víctima de un ataque
cardíaco, obliga a Lee a regresar a Manchester-by-the-Sea, la localidad costera
donde –como luego sabremos– estuvo viviendo el protagonista, cerca de su
hermano y su sobrino y, sobre todo, con su esposa Randi (Michelle Williams), de
la que ahora está divorciado. Mientras asume de mala gana la última voluntad de
Joe, quien en su testamento le nombró tutor legal de su sobrino Patrick, ahora
un adolescente (Lucas Hedges), Lee evoca –en abundantes flashbacks que, en ocasiones, se presentan en montaje en paralelo
sobre las escenas en presente– no solo los primeros indicios de la dolencia
cardíaca de Joe que, finalmente, acabaría con su vida, sino también, y por
encima de todo, la tragedia que le ha convertido en un ser triste, amargado e
infeliz: que, durante una noche de borrachera, salió de su casa para ir a
comprar alcohol, y durante su ausencia, un tronco mal colocado por él mismo en
la chimenea encendida provocó un devastador incendio en la vivienda, por culpa
del cual murieron los tres hijos que tenía con Randi: dos niñas y un bebé de
pocos meses…
Un
problema de Manchester frente al mar
es que –al igual que ya ocurría en Margaret,
si bien de forma no tan escandalosa– la perjudica, muy seriamente, su exceso de
metraje. 137 minutos acaban siendo demasiados para un film que confía demasiado
en las excelencias de sus intérpretes y, en particular, en una puesta en escena
meramente funcional, la cual, en aras de un determinado “naturalismo”, no hace
sino convertirse en una simple variante indie
del cine “realista” –o que va de tal– de Ken Loach, pongamos por caso. Ello no
impide, empero, que afloren buenos momentos y aspectos logrados, pero no
es menos cierto que, como consecuencia de esos minutos de más, la película
acaba incurriendo en algunas reiteraciones. Pienso, por ejemplo, en ese momento
en que Lee la emprende a puñetazos con los clientes de un bar de Boston donde
está tomando algo, y que a él se le antoja que le están mirando fijamente;
momento que, bien avanzado el metraje, se reitera cuando Lee protagoniza otra
pelea en otro bar, ahora en Manchester-by-the-Sea, por razones similares, y
que, dramáticamente hablando, no añade absolutamente nada relevante a la trama.
Con
todos sus defectos o, mejor dicho, sus insuficiencias narrativas, Manchester frente al mar atesora algo
que la hace apreciable. Me refiero a la conseguida atmósfera de desesperación,
tristeza y desasosiego que se incrusta, como una enfermedad, en el seno de una
familia bien avenida cuando se produce en ella la muerte de un componente
fundamental de la misma. No resulta de extrañar, en este sentido, que los
mejores momentos sean los más directamente relacionados con las dos tragedias
que se encuentran agazapadas en el fondo del relato, las muertes de Joe y de
los hijos de Lee. Señalo al respecto la tensa llegada de Lee al hospital, donde
le informan de las circunstancias de la muerte de su hermano; el momento en que
Lee pide ver el cuerpo sin vida de Joe en el depósito de cadáveres; a renglón
seguido, la escena en la que es Patrick quien pide ver el cadáver de su padre,
y el contraste que se produce con su tío Lee (este contempla con cariño y
compasión a su hermano muerto, mientras que el todavía muy joven e inmaduro
Patrick se limita a echarle un rápido vistazo, incapaz aún de controlar sus
sentimientos); o el incómodo, doloroso reencuentro de Lee y Randi en la calle,
con ella paseando en un cochecito al bebé que ha tenido con su segundo marido y
pidiéndole perdón a Lee por haberle dicho, arrastrada por el dolor, “cosas
horribles”, e injustas, cuando se produjo el desastre que acabó con sus
pequeños. Manchester frente al mar es
un buen melodrama, pero poco más: no hay en él más cera que la que arde.
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