[ADVERTENCIA:
EN
EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.]
Es evidente que La bella y la bestia
(Beauty and the Beast, 2017), versión Bill Condon, depende muchísimo de La bella y la bestia (Beauty and the
Beast, 1991), versión Gary Trousdale y Kirk Wise. Ambas son producciones
Disney, y la primera nace con el propósito primordial de ser un remake en imagen real de la segunda. No
es de extrañar, por tanto, que tanto la estructura narrativa sea, a grandes
rasgos, la misma en ambos films, y que la versión de Condon repita o rehaga
diseños de personajes, decorados y situaciones casi idénticos de la versión
animada. A fin de cuentas, esta nueva versión disneyana del cuento de hadas
originalmente escrito por Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, y
posteriormente reescrito por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont y por Andrew Lang,
se encuentra en la línea de otras recientes producciones Disney consistentes en
remakes en imagen real de sus
clásicos animados, tales como Maléfica
(Maleficent, 2014, Robert Stromberg), Cenicienta
(Cinderella, 2015, Kenneth Branagh) (1)
o El libro de la selva (The Jungle
Book, 2016, Jon Favreau).
Las
deudas de La bella y la bestia, de
Condon, con La bella y la bestia, de
Trousdale & Wise, son tantas, que resulta innecesario enumerarlas. Me
parece más interesante, y fructífero, enumerar sus diferencias, en muchas de
las cuales hallamos lo mejor y lo peor de la nueva película. En primer lugar,
su metraje: el film de Condon dura 129 minutos; la versión animada, 84 (un poco
más, alrededor de 88 minutos, si se tiene la ocasión de ver o volver a ver en
formato doméstico en su versión íntegra, que incluye el inédito –y espléndido–
número musical Human Again); y, así
como la película de Trousdale y Wise es una obra maestra del cine de animación
(ergo, del cine, a secas) y el mejor título de la etapa del renacimiento de la
división de animación del estudio capitaneada por Jeffrey Katzenberg, la de
Condon está lejos, muy lejos del nivel de creatividad de la anterior. Basta con
ver, sin ir más lejos, cuán convencionalmente resuelve Condon el arranque del
relato –la maldición que convierte al príncipe (Dan Stevens) en la Bestia–, en
una secuencia cuya fealdad contrasta con la sencillez genial del prólogo ideado
por Trousdale y Wise. Del mismo modo, el extraordinario primer plano de la
versión animada, en el que la Bestia se niega a ceder ante su instinto animal
de estrangular al villano Gastón, no tiene en la adaptación de Condon, ni de
lejos, la misma fuerza e intensidad.
Otras
variaciones de la versión de Condon con respecto a su predecesora, en cambio,
añaden nuevos o cuanto menos renovados matices. Por ejemplo, aquí tiene mayor
relevancia Maurice (Kevin Kline), el padre de Bella (Emma Watson); es más, la
historia relacionada con la viudedad del padre de Maurice da pie a una de las
mejores secuencias de la película, si no la mejor. Me refiero a aquélla en la
que, por medio de un encantamiento, Bella y la Bestia “viajan” mágicamente a la
humilde buhardilla de París donde vivieron los padres de la primera y en la que
la propia Bella nació; de este modo, la muchacha descubre el terrible secreto
que su padre ha estado ocultándole desde siempre: que, siendo ella una recién
nacida, se vio obligada a abandonar a su esposa, mortalmente enferma de peste y
sin posibilidad de salvación, para que Bella no se contagiara. La tenebrosidad
de la secuencia, la sobriedad de los intérpretes –Emma Watson está, aquí, menos
mal de lo acostumbrado– y de la resolución de la misma por parte de Condon tras
las cámaras contribuyen a elevar el tono de una función, en sus líneas
generales, excesivamente contenida, cuando no discretamente aburrida.
También
funciona bien la importancia que tienen aquí los personajes que conforman la
servidumbre, asimismo hechizada, de la Bestia –el candelabro Lumière (Ewan McGregor),
el reloj Ding Dong (Ian McKellen), la tetera Sra. Potts (Emma Thompson), la
tacita de té Chip (Nathan Mack), el clavecín Maestro Cadenza (Stanley Tucci), el
armario Madame Garderobe (Audra McDonald) o la criada-plumero Plumette (Gugu
Mbatha-Raw)–, a los cuales se les añade, con respecto a la versión animada, un agradable
apunte emotivo: tras la muerte de la Bestia, y convencidos de que, con ella, tendrá
lugar su transformación definitiva en objetos domésticos, los sirvientes se
despiden unos de otros… antes de resucitar, “felizmente”, junto con la Bestia
transformada, de nuevo, en apuesto príncipe. Otro tanto ocurre con LeFou (Josh
Gad), el patoso ayudante de Gastón (Luke Evans), un personaje que, en esta
adaptación, tiene un arco dramático más desarrollado que su equivalente en la
versión animada, pasando de ser sumiso –y, aquí, amariconado– sirviente de Gastón,
a cuestionarle y, en última instancia, traicionarle, cuando el arrogante y
violento cazador se pasa de la raya.
La
resolución de los números musicales resulta, asimismo, tan dispar como desigual.
Dispar, porque algunos no hacen sino intentar aproximarse al máximo a los de la
versión animada, mientras que otros, por el contrario, están más cerca de la
tradición del musical hollywoodiense
basado en espectáculos de Broadway instaurada en el cine norteamericano durante
los años sesenta y setenta. Y desigual, porque, si bien algunos números están
bastante logrados, hay otros, en cambio, mucho menos conseguidos. Por ejemplo,
tras el prólogo, el número musical de presentación del personaje de Bella, es
poco más o menos una variante del que abría el film animado, pero el resultado,
además de mucho menos brillante, acaba estando más cerca de la película musical
à la Broadway: hay momentos en que
tenemos la sensación de estar viendo –y no para bien– algo parecido a la
secuencia de apertura de El violinista en
el tejado (Fiddler on the Roof, 1971, Norman Jewison). Mucho mejor resulta,
en cambio, el número musical en la taberna centrado en los personajes de Gastón
y LeFou, el cual tiene la honradez de no intentar imitar la versión animada y el
ser, de principio a fin, una secuencia musical clásica, correctamente
coreografiada y planificada. Asimismo, el número musical que ilustra la famosa
canción Be Our Guest (¡Qué festín!, en su versión española)
intenta ser tanto una variante como a la vez un perfeccionamiento del número
musical homónimo de la versión animada, incorporando en el caso de la versión
de Condon el último grito en trucajes digitales, pero sin olvidar por ello “toques”
a los Busby Berkeley; el resultado me parece esforzado y, a ratos, simpático,
aunque no del todo conseguido, por excesivamente artificioso.
En
cambio, y contra todo pronóstico, se revela mucho más lograda la visualización/
reproducción de la no menos famosa canción Beauty
and the Beast (Bella y Bestia son),
acompañada por el no menos célebre vals de la pareja protagonista en el salón;
acaso consciente de la imposibilidad no ya de superar, sino incluso de igualar,
esa ya antológica secuencia puramente disneyana, Condon se esfuerza en filmarla
a su manera y en conferirle otro aire mediante una distintiva utilización de
los efectos lumínicos. Finalmente, la canción Evermore (Eternamente),
que interpreta la Bestia después de haber dejado partir a Bella a caballo para
que acuda al rescate de su padre, tema musical inédito en la versión animada pero
que guarda ecos de la canción If I Can’t
Love Her, presente en la adaptación escénica de aquélla estrenada en
Broadway en 1994, está resuelta, asimismo, de un modo muy clásico (dicho sea
sin intención peyorativa): la Bestia recorre frenéticamente las murallas y el
torreón de su castillo, mientras canta/ se lamenta en voz alta por la pérdida
de su amada.
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