[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Me he llevado una
decepción con esta película de Nate Parker, lo cual es una pena tratándose,
como se trata, de una producción bastante insólita dentro de los parámetros de producción del actual cine norteamericano. Ahí es nada un film
que, de entrada, toma su título, El
nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 2016), del clásico
homónimo de David Wark Griffith de 1915, pero con la intención no de realizar a
partir del mismo un remake sino, más
bien, una especie de réplica o antítesis. Si la película de Griffith –por lo
demás, cinematográficamente extraordinaria– es tristemente recordada, todavía
hoy, por su feroz discurso pro-sudista y racista, exaltación heroica del Ku
Klux Klan incluida, un debate artístico-ideológico que más de un siglo después
de su realización sigue sin haberse resuelto de manera satisfactoria, el film
coescrito, coproducido, dirigido y protagonizado por Nate Parker, en su primer
trabajo tras las cámaras, reconstruye unos hechos históricos radicalmente
contrarios a los narrados por Griffith: la rebelión de esclavos negros que tuvo
lugar en el condado de Southampton, Virginia, en 1831.
Resulta
de agradecer en estos tiempos de “corrección política”, ese cáncer del
pensamiento que parece haber convertido el punto de vista particular en una
ofensa a la comunidad biempensante, que Parker se atreva a plantear su película
desde una perspectiva reivindicativa tan ferozmente anti-caucásica como la
postura anti-negra de Griffith. Más aún si tenemos en cuenta que el discurso de
Parker está planteado desde una perspectiva irónicamente subversiva, habida
cuenta de que parte de un punto de vista teóricamente ultraconservador para, a
partir del mismo, desarrollar una propuesta radicalmente libertaria. Me
explico: en el film, vemos cómo, desde su más tierna infancia, el esclavo Nat
Turner (Tony Espinosa de niño, el propio Parker de adulto) es adiestrado por
sus amos, Samuel Turner (Armie Hammer) y la madre de este último, Elizabeth
Turner (Penelope Ann Miller), para convertirse en un ávido lector de la Biblia,
y más adelante, en un exaltado predicador. Samuel Turner alquila los servicios
de Nat para que dirija sus arengas a los esclavos de las plantaciones de los
alrededores y los sermonee para conseguir que sean más abnegados y productivos
(más esclavos) en sus tareas. Al principio, Nat así lo hace. Pero, a medida que
va pasando el tiempo, y que observa por sí mismo el horror de la esclavitud, los
sermones de Nat van dejando de ser complacientes para los amos blancos y, por
el contrario, cada vez más exaltados y combativos para sus hermanos de raza:
una llamada a la rebelión. De este modo, y concluyendo, la Biblia, vista
inicialmente como un instrumento de sumisión, acaba transformándose, en virtud
del punto de vista de quien la esgrime, en una justificación para la revancha
de los oprimidos.
El
principal problema de El nacimiento de
una nación es que, pretendiendo eludir el esquematismo del film de
Griffith, el resultado final está, mal que le pese a Parker, infinitamente por
debajo del original a replicar: con toda su carga racista y demagoga, su caduca
nostalgia por el Viejo Sur y su reivindicación nepotista de su familia (el
realizador era, recordemos, hijo de un coronel confederado), el cineasta sabía
hacer cine. A su lado, no ya Parker, sino probablemente muchísimos “grandes
nombres” del cine actual, no dan la talla. Cierto es que Parker tampoco
pretende rehacer El nacimiento de una
nación de Griffith, sino, como decía, llevar a cabo una suerte de antítesis;
de hecho, ni siquiera relata la misma trama argumental. Pero la principal
diferencia no es de guion sino, sobre todo, de puesta en escena. El nacimiento de una nación de Parker
adolece de una puesta en escena plana, esquemática y superficial, a pesar de
algún que otro apunte interesante y determinados morceaux de bravoure. En estos últimos casos pienso, por ejemplo,
en algunos instantes del tercio final, el que ilustra la revuelta de los esclavos
liderada por Nat: las escenas nocturnas atesoran un aire de pesadilla
reforzado, si cabe, por las generosas dosis de violencia “políticamente
incorrectas” que expresan la sed de venganza de negros sobre blancos.
Por
desgracia, el esquematismo campa a sus anchas en la mayor parte del metraje.
Otro aspecto digno de interés, el dibujo de la relación de Nat con su
amo Samuel, resulta teóricamente interesante pero no termina de estar bien
desarrollado. Samuel Turner hace gala de un comportamiento relativamente más
humano que el del resto de granjeros blancos de la zona; en ocasiones, defiende
a Nat cuando otros amos intentan maltratarle (por más que en su actitud se
trasluzca el interés de proteger a Nat más como una posesión que por el hecho
de que sea un ser humano). Pero, llegado el momento en que Nat
manifiesta sus primeros síntomas de rebeldía, Samuel acaba comportándose como un amo
más, ordenando que el protagonista reciba una durísima tanda de latigazos.
Puede argumentarse que el personaje de Samuel no es sino una demostración de
algo que, asimismo, se apunta en el film pero tampoco se termina de
desarrollar: que la conducta de Samuel no es sino el resultado de una
tradición, una cultura y una herencia familiar; baste ver, por ejemplo, el
contraste de Samuel con su madre Elizabeth, una mujer sureña partidaria de
tratar a los esclavos con humanidad, algo que Samuel respeta pero es incapaz de
comprender: a la hora de la verdad, no tolera que Nat le falte mínimamente al
respeto, y le castiga con brutalidad porque está convencido de que eso es,
precisamente, lo que tiene que hacer: su
obligación. Tampoco terminan de convencer algunas soluciones de realización
resueltas con tibieza, como la escena en la que Isaac (Dwight Henry), el padre
de Nat, consigue zafarse del acoso del terrateniente blanco Raymond Cobb (el
siempre excelente Jackie Earle Haley); o el movimiento de cámara que resume la
noche de bodas de Nat con su esposa Cherry (Aja Naomi King), un travelling frontal que pasa a través de
los amantes desnudos y termina sobre la imagen de unas velas, en una imagen
excesivamente relamida, que casa mal con la dureza general del tono.
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