[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Me parece
injustificable que el cine de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne esté tan
elogiado en base, dicen, a la coherencia que mantienen con sus inquietudes, su
estilo, sus modos, desde el principio de su carrera. El argumento de la
coherencia no me parece válido para justificar esos elogios, pues el mero hecho
de ser coherente con uno mismo no implica, o no debería implicar, juicio
cualitativo alguno: se puede ser coherentemente bueno, o coherentemente malo,
sin por ello dejar de ser coherente. Desde este punto de vista es tan coherente
la obra de los Dardenne como pueda serlo, pongamos por caso, la de Albert Pyun;
decir eso, a mi entender, equivale a no decir nada. La chica desconocida (La fille inconnue, 2016) demuestra –más allá de
quien quiera ver en ello “arte”– que poco han cambiado los métodos fílmicos de
los Dardenne desde los tiempos del largometraje que les dio la fama, Rosetta (ídem, 1999); de hecho, han
mejorado bastante, teniendo en cuenta que la fealdad formal y la ineptitud
expresiva de la mencionada Rosetta me
obligó en su día a abandonar su proyección a los cuarenta y cinco minutos. Lo
poco que, desde entonces, me he atrevido a ver de los hermanos, El hijo (Le fils, 2002) y ahora La chica desconocida, también me corrobora
esa mejora.
A
falta de completar –cuando me apetezca– las lagunas sobre su filmografía que
ahora mismo tengo, La chica desconocida
hace gala, con respecto a Rosetta, de
un superior acabado formal, y, sobre todo, de una mayor claridad de ideas
cinematográficas. El resultado tampoco es como para lanzar cohetes, pero al
menos nos hallamos ante una obra bien construida, bien rodada y bien
desarrollada, por más que no esté exenta de defectos (alguno, como veremos, de
brocha gorda). Su protagonista, Jenny Davin (Adèle Haenel), es una joven
doctora que tiene una consulta privada en un distrito suburbial de la ciudad,
donde suele atender a pacientes con escasos recursos económicos. Una tarde,
habiendo cerrado ya su consultorio, y por cansancio, Jenny hace caso omiso a un
timbrazo en la puerta; al ser un único timbrazo –le dice a su ayudante, el
estudiante de medicina Julien (Olivier Bonnaud)–, está convencida de que no es
un asunto grave ni urgente. Al día siguiente, Jenny descubrirá por mediación de
la policía que ese único toque al timbre fue dado por una joven mujer africana
indocumentada… que fue hallada muerta, asesinada, pocas horas después. Por
tanto, si Jenny hubiese atendido a su llamada, probablemente todavía seguiría
viva. La situación provoca los remordimientos de la protagonista, la cual,
dispuesta a averiguar cómo se llamaba la chica para al menos poder comunicárselo
a su familia, emprenderá por su cuenta y riesgo una investigación paralela a la
que está llevando, por rutina, la policía.
Lo
mejor de La chica desconocida reside
en el dibujo de la protagonista, presente en todas y cada una de las secuencias
del film, habida cuenta de que la trama avanza a medida que lo hace la propia
Jenny en sus pesquisas. A pesar, incluso, de que los Dardenne reinciden en uno
de los tics más gastados del cine de autor de estos últimos años, los planos en
cámara móvil casi cerrados sobre la espalda del/ de la protagonista (el “cine
de cogotes” que diría el amigo Diego Salgado), el resultado es mucho más
elegante, en todos los sentidos, que en Rosetta.
La cámara de los hermanos no describe: muestra. Y lo que muestra, interesa,
gracias a una concepción dinámica del plano en virtud de la cual la naturalidad
de gestos, miradas y conversaciones tiene, aquí sí, el valor de lo inmediato,
de lo vivido. No hace falta que el personaje de Jenny diga en voz alta que es
una persona entregada a su profesión: lo intuimos, lo vemos, en su manera de
moverse, de tratar a los pacientes, de curarles, de quererles a su manera.
Resulta asimismo perfectamente comprensible que, cuando descubre lo ocurrido
con la chica desconocida, Jenny sea capaz de renunciar a una plaza en un
reputado hospital para seguir en su humilde consulta, a fin de no alejarse del
barrio donde trabaja y poder, así, completar las pesquisas que está llevando a
cabo sobre la desdichada muchacha.
Esa
naturalidad –al contrario que en Rosetta–
para nada forzada, que retrotrae los logros de El hijo, da pie a no pocos buenos momentos. Señalo, por ejemplo, la
magnífica escena en la que los policías muestran a Jenny el vídeo que demuestra
que la chica africana llamó a la puerta de la consulta de la protagonista,
alarmada porque alguien parecía estar persiguiéndola (probablemente su asesino),
y luego siguió corriendo calle abajo; los Dardenne mantienen una planificación
abierta, en plano medio combinado con la movilidad y ligereza de la cámara,
recogiendo en un mismo encuadre la conversación de Jenny con los policías, su
mirada al monitor de ordenador donde visualiza aquel vídeo –sin que los
Dardenne caigan en la tentación de insertar planos de la pantalla–, y la
reacción de la protagonista: sus lágrimas de impotencia –excelente Adèle Haenel–
y vergüenza ante lo ocurrido. O la escena en la que Jenny visita en su vivienda
a Bryan (Louka Minnella), un adolescente del cual la protagonista sospecha que sabe
algo sobre “la chica desconocida” que el muchacho se niega a reconocer; el
mérito de la escena se revela posteriormente, cuando Jenny habla a solas con
Bryan y le advierte de que, cuando le auscultó, se dio cuenta de que se ponía
nervioso cuando ella le enseñó una fotografía de la muchacha africana y que,
por tanto, sabe que le mintió cuando decía que no la conocía.
Es
una pena que, haciendo gala de una construcción tan sólida a lo largo de la
mayor parte de su metraje, La chica
desconocida acabe incurriendo en un pegote de guion que la estropea mucho,
por más que no llegue a invalidarla, y a pesar de que dicho defecto tenga
lugar, paradójicamente, dentro de otra de las mejores secuencias de la película
(técnicamente hablando, la mejor). Me refiero a ese momento teóricamente
estupendo, rodado con la cámara situada dentro del coche que conduce Jenny, en
el cual la protagonista es perseguida por otro coche, ocupado por dos hombres a
los que, escenas antes, les ha enseñado también la foto de la joven africana,
preguntándoles si la conocían; los hombres consiguen detener el coche de Jenny
frenando el suyo delante del de ella, y, mostrando una actitud agresiva y
violenta, le exigen a la protagonista que deje de husmear… La escena es muy
buena, pero se estropea a renglón seguido, como digo, por culpa de un pedestre
recurso de guion: justo después de que los dos hombres que acaban de amenazar a
Jenny se hayan ido, pasan en bicicleta por esa misma carretera Bryan y un amigo
suyo de su edad (Martin Querinjean), a los cuales Jenny sigue, convencida de
que ambos tienen información valiosa sobre “la chica desconocida”, como así
ocurre. Es una pena que los Dardenne recurran a esa increíble “casualidad” para
hacer avanzar un relato que, en ese preciso instante, se halla, como la
investigación de Jenny, en dique seco. Un retruécano que pone en cuestión la
fama de “realistas” de sus autores y que, por añadidura, daña los méritos de
una película, por lo demás, muy estimable.
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