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jueves, 29 de diciembre de 2022

Secretos del cuerpo, paisajes del alma: “VIGIL”, de VINCENT WARD



Tras haber debutado con el mediometraje A State of Siege (1978), ocho años más tarde el neozelandés Vincent Ward firmaba su primer largometraje: Vigil (1984), una obra por lo general muy bien recibida en el circuito de los certámenes especializados –sobre todo en el Festival de Cannes de mayo de ese mismo año– y que cosechó algunos importantes premios en su país de origen –los correspondientes al mejor guion original (Vincent Ward y Graeme Tetley), fotografía (Alun Bollinger) y dirección artística (Kai Hawkins) en los New Zealand Film and TV Awards–, lo cual hizo que, de manera todavía modesta pero remarcable, el nombre de este cineasta neozelandés empezara a sonar. Y por más que, al contrario que su famoso compatriota Peter Jackson, Ward nunca ha conseguido un gran reconocimiento internacional, entre otras razones porque hasta la fecha jamás ha logrado un éxito comercial lo suficientemente importante que le asegurara un lugar privilegiado dentro de Hollywood, no será porque no le falten méritos, habida cuenta de que su cine, interesante y personal como el que más aún con todas sus irregularidades, es o debería ser lo suficientemente atractivo para el cinéfilo de cara a conseguir mayor aceptación de la que suele tener. Sospecho, empero, que Ward no termina de “gustar” por la sencilla razón de que, al menos hasta la fecha, su cine huye de encasillamiento alguno: desde luego que no es un realizador lo suficientemente comercial como para resultar popular y ni mucho menos populachero, pero tampoco es un cineasta lo suficientemente minoritario como para encuadrarle en el pelotón de los “autores de festival”. Es un personaje, por tanto, atípico e incómodo, que no complace ni a los devoradores de cine fast-food ni a los que buscan delicatessen: un director en tierra de nadie cuyo interés empieza y termina en sí mismo considerado, más allá de modas y poses. Se le toma o se le deja, sin más. 



Mal que pese y, vuelvo a insistir, “guste” o no, el cine de Vincent Ward es único y particular, reconocible y personal; se le puede negar cualquier cosa, excepto coherencia y fidelidad a sí mismo. Vigil es, en este sentido, además de una buena ópera prima, un excelente borrador de posteriores trabajos suyos y una inmejorable forma de “introducirse” en su mundo fílmico. Desde sus primeros minutos de proyección, resulta fácil reconocer la textura del tono fotográfico, obra de Alun Bollinger, operador que ha trabajado con Ward en diversas ocasiones –A State of Siege, River Queen (ídem, 2005)–, si bien en estos momentos sea más (re)conocido por sus colaboraciones con… Peter Jackson –Criaturas celestiales (Heavenly Creatures, 1994), La verdadera historia del cine (Forgotten Silver, 1995), Agárrame esos fantasmas (The Frighteners, 1996), la segunda unidad de la trilogía de El Señor de los Anillos–. Pero, más allá de la coincidencia en la colaboración con un mismo director de fotografía, lo que transmite Vigil prácticamente de inmediato es el gusto de Ward por situar las tramas de sus películas en paisajes remotos cuya rugosa apariencia física es, al mismo tiempo, una especie de reflejo mental de los pensamientos de los personajes (en lo cual puede verse, desde luego salvando todas las distancias del mundo, claro está, ciertas concomitancias con el empleo “psicológico” del paisaje de los grandes maestros del western norteamericano, como John Ford, Henry Hathaway, Anthony Mann o Delmer Daves); ese carácter del paisaje a modo de simbólica proyección de la psicología de los personajes es algo que queda muy patente tanto en Vigil como posteriormente en Navigator, una odisea en el tiempo (The Navigator: A Mediaeval Odyssey, 1988), Map of the Human Heart (ídem, 1993), Más allá de los sueños (What Dreams May Come, 1998) y River Queen, a falta de haber visto, en el momento de escribir estas líneas, su documental Rain of the Children (1998). 



Otro aspecto que llama poderosamente la atención de Vigil, y que se proyecta asimismo en el resto de su filmografía, reside en el hecho del aparente desprecio con el cual este realizador mira la época o período histórico en el cual desarrolla sus tramas, como si en el fondo no le importara la, digamos, “verosimilitud histórica”, en beneficio de unos relatos que se ubican, de este modo, en tiempos que no terminan de estar ubicados dentro de ningún parámetro temporal concreto. En Vigil, por ejemplo, la acción acontece aparentemente en época actual, o como mínimo en el siglo XX (vemos algunos coches y camiones que así parecen atestiguarlo), pero en la práctica el solitario paisaje montañoso donde tiene lugar la acción, y la impedimenta misma de los personajes, que a ratos parece casi medieval –época esta que vuelve a estar presente en su posterior Navigator, o en el guion no realizado para su proyecto para Alien 3, que se encuentra en la base de lo que finalmente acabó dirigiendo David Fincher en 1992–, nos sitúan en un impreciso marco temporal. Del mismo modo que luego en Navigator saltaremos de la edad media a la actualidad, que en Map of the Human Heart asistiremos a una Segunda Guerra Mundial más “de ensueño” que “histórica”, que en Más allá de los sueños la acción se desarrollará entera entre el Cielo y el Infierno, o que en River Queen pasaremos de un relato “de época” a una especie de inclasificable western de las antípodas, peleas con los indios incluidas. 



Vigil
es un sombrío y a ratos poético relato en el que Vincent Ward ya empieza a hacer gala de su capacidad para la sugerencia. Una granjera, Elizabeth (Penelope Stewart), que vive en un valle con su hija de once años, Lisa, a la que llaman Toss (Fiona Kay), y su padre, el viejo Birdie (Bill Kerr), acaba de enviudar como consecuencia de la muerte accidental de su marido, el pastor Justin Peers (Gordon Shields). Otro hombre, un cazador y también pastor llamado Ethan (Frank Whitten), testigo presencial de la muerte de Justin, empieza a rondar la granja de los Peers, con la intención de que le den trabajo, si bien en la práctica no cuesta nada adivinar que sus intenciones van dirigidas hacia la ahora viuda Elizabeth. Dado que buena parte del relato se narra desde el punto de vista de la pequeña Toss, bajo la perspectiva de esta última Ethan pasa por diversos estadios de aceptación y de rechazo; en las primeras secuencias, Ward planifica el accidente mortal del padre de la niña (mientras baja por un peligroso desfiladero con la finalidad de recuperar a una de sus ovejas) de tal manera que el disparo que Ethan efectúa con su rifle de caza coincide con la caída de Justin; evidentemente, Ethan no tiene culpa alguna de lo ocurrido, pero a partir de ese momento Toss asocia al cazador con la muerte de su padre de una manera instintiva, emocional; instintivo y emocional son, por ciertos, adjetivos que cuadran bien con la puesta en escena de Ward a la hora de intentar definirla. 



De hecho, para la pequeña Toss, Ethan será, primero, quizá el causante indirecto de la muerte de su padre (¿pudo haber sobresaltado a Justin, y provocado su caída, con el disparo de su rifle?: la resolución elíptica de este momento lo insinúa pero nunca lo deja claro); luego, una especie de amenaza para su madre y para ella, pues adivina, asimismo instintivamente, que Ethan pretende, a corto o medio plazo, reemplazar a su difunto padre. Hay diversos momentos en los cuales el realizador dibuja la expectación que ello provoca en Toss mediante diversos apuntes de tensión: las escenas en las que vemos a Ethan, desde la cabaña que le han cedido los Peers para que se aloje mientras trabaja con ellos, mirando silenciosamente por la ventana en dirección a la cabaña donde viven Toss y su madre; o ese excelente momento en el cual Toss coge el rifle de caza de Ethan y le apunta con la mirilla telescópica del arma, flotando por unos instantes la posibilidad de que la niña, celosa, mate a ese hombre que a sus ojos no es más que un intruso indeseable. Sin embargo, más adelante habrá un cambio en la percepción que Toss siente hacia Ethan, a fin de cuentas el único hombre relativamente joven de los alrededores, despertando en ella un primer amago de sexualidad: véase la secuencia en la cual Ethan invita a Toss a su habitación, fascina a la niña mediante un misterioso juego de luces que atraviesan unas botellas para crear reflejos de colores, y en particular ese instante en el cual el hombre acaricia el rostro de la niña, la cual en un primer momento amenaza con morderle la mano para, a continuación, chuparle delicadamente la punta de los dedos… No es este el único elemento sexual de un relato que, en buena medida, se mueve en esta dirección, sobre todo a partir del momento en el cual Elizabeth acaba cediendo a las insinuaciones de Ethan y acaban deviniendo amantes: en un momento del relato, Ethan castra las ovejas y la sangre de uno de los animales mancha el rostro de Toss; a continuación, vemos a Elizabeth pintándose los labios y, poco después, será la propia Toss la que haga lo mismo con los suyos empleando la sangre de oveja que impregna su cara; hacia el final del relato, Toss tendrá su primera menstruación y echará su “primera sangre” como culminación de un proceso de madurez física y emocional en el curso del cual la pequeña, que empieza pareciendo un chico (sus cabellos rapados, el pasamontañas con el que se empeña en ir cubierta ocultando más, si cabe, su feminidad), acabará dando sus primeros pasos, inevitables, hacia su condición natural de mujer adulta (Elizabeth le da sus primeras clases de ballet clásico). En Vigil hay cierto paralelismo entre el orden natural de ese agreste paisaje en el cual se mueven los personajes y la evolución de esos mismos personajes, marcados asimismo por las leyes, en este caso, de la naturaleza humana: el trabajo, la supervivencia, la soledad, el sexo, el deseo de prosperar… 
           

                         

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