[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] La primera de las
muchas cosas positivas que llaman la atención de esta nueva versión de Asesinato en el Orient Express (Murder
on the Orient Express, 2017) dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh es lo
poco que recuerda al Asesinato en el
Orient Express (Murder on the Orient Express, 1974) realizado, en horas no
muy altas, por Sidney Lumet. Sorprende, agradablemente, la diferencia en cuanto
a planteamiento argumental y tratamiento narrativo, en buena parte debido al
guionista Michael Green: si la versión de Lumet, escrita por Paul Dehn con
aportaciones no acreditadas de Anthony Shaffer, era muy fiel a la famosa novela
homónima de Agatha Christie, la de Branagh se toma algunas libertades con el
original literario, la menor de ellas, convertir al personaje de Arbuthnot, un
coronel británico caucásico en el libro encarnado por Sean Connery en el film
de Lumet, en un exmilitar y doctor de raza negra (Leslie Odom Jr.),
transformando por tanto su discreto romance con Mary Debenham (Daisy Ridley) en
una historia de amor interracial; algo, por cierto, nada raro dentro del cine
de Branagh, si recordamos al Don Pedro (Denzel Washington) de Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado
About Nothing, 1993) o a Dumaine (Adrian Lester) y Maria (Carmen Ejogo) en Trabajos de amor perdidos (Love’s
Labour’s Lost, 2000).
También
a diferencia del libro y de la película de Lumet, la de Branagh empieza con una
secuencia inexistente en aquéllos en la que Hércules Poirot –o “Hercule”
Poirot, como le gusta recalcar a todos sus interlocutores– resuelve el misterio
del robo de una valiosísima reliquia en Jerusalén, delante de una gran multitud
y al pie del Muro de las Lamentaciones. Este añadido tiene una doble función: en
primer lugar, la de demostrarnos que el Poirot encarnado excelentemente por el
propio Branagh, omnipresente en la práctica totalidad de las secuencias de su
film –lo cual servirá, de paso, para reavivar las acusaciones de arrogancia que
siempre le han perseguido–, es, como digo, un detective mucho más activo,
dinámico y arrojado que el ideado por Christie e interpretado por Albert
Finney, Peter Ustinov, David Suchet y tantos otros: un hombre de acción (cf.
Poirot deja su bastón horizontalmente clavado en una rendija en el Muro de las
Lamentaciones y, en su intento de huida, el ladrón desenmascarado por el
detective se golpeará contra ese bastón… tal y como Poirot había previamente
calculado); y, en segundo lugar, dicho añadido tiene la función de introducir un importante matiz
en el perfil psicológico del protagonista.
Respecto
a esto último, Poirot es presentado tomando un desayuno antes de dirigirse
hacia el Muro de las Lamentaciones para resolver el misterio del robo de la
reliquia; el detective exige que le traigan dos huevos de gallina idénticos, y
su nivel de exigencia llega al extremo de medir con una diminuta regla el
tamaño de los huevos y comprobar que estén “equilibrados” a la misma altura; no
obstante ese carácter quisquilloso, Poirot bromea con el niño (Yassine Zeroual)
que le ha traído los huevos, diciéndole que la gallina no ha conseguido poner
dos del mismo tamaño… Posteriormente, una vez resuelto el caso del robo de la
reliquia, Poirot comenta con un oficial británico que en el mundo tan solo
existen el Bien y el Mal, y que en medio no hay nada. Esas dos ideas, la del
equilibrio y la del maniqueísmo, tan equidistantes entre sí, conforman la
entraña del personaje dentro de un film que, a diferencia de la mayoría de las
versiones para cine y televisión de la creación de Agatha Christie, y a pesar
del notable carácter coral de esta película, tiene a Poirot no solo no como eje
central de la intriga, sino también como objetivo primordial de su discurso. Asesinato en el Orient Express, versión
Branagh, no es tanto un caso “de” Poirot sino, sobre todo, un relato “sobre”
Poirot: a medida que le vemos interrogando a los sospechosos del asesinato de
Ratchett (Johnny Depp) a bordo del Orient Express, el público va descubriendo
los pormenores del crimen, y al mismo tiempo, a un Poirot más humanizado que
nunca.
Hay
un momento, magnífico, que resulta crucial en este sentido: aquél en el que
Poirot, de noche y en la soledad de su compartimento, reflexiona en voz alta
sobre su situación. Un detalle importante, asimismo inédito en la novela de
Christie y que ahora mismo ignoro si se hallaba presente –si bien sospecho que
no– en otros libros de la misma autora u otras adaptaciones al audiovisual, es
que Poirot viaja con una foto de un antiguo amor suyo: una muchacha llamada
Katherine (“una vez hubo una persona”,
le hemos oído confesar en un momento de rara intimidad). En su parlamento
solitario –que Branagh resuelve en un primer plano sostenido de notable
intensidad–, el célebre detective llega a confesar algo insólito en él: que
tiene miedo. Miedo a equivocarse en
sus deducciones, al fracaso; en suma, al “desequilibrio” entre el Bien y el
Mal. Branagh completa la secuencia con un bello plano general del exterior del vagón
del tren combinado con grúa, en el cual vemos a Poirot, en la ventana del
compartimento, mientras la grúa traza un movimiento de arriba abajo, como
sugiriendo de ese modo la caída en la desesperación –literalmente, al vacío– del personaje. En cambio, al
día siguiente y pocas escenas más tarde, Branagh repite ese movimiento de grúa
pero de forma inversamente proporcional, pues ahora es de abajo arriba,
insertándolo en medio de la secuencia de la conversación en el vagón de
equipajes entre Poirot y Mary Debenham [véase foto de rodaje]; en esta
ocasión, el movimiento de cámara ascendente expresa la “subida de ánimo” del
detective, porque está manteniendo una conversación crucial para el
esclarecimiento del asesinato (y no se equivocará: poco después, y dentro de
esa misma secuencia, Arbuthnot, descubierto por Poirot, tratará de asesinarle a
tiros, en otra audaz innovación con respecto al original literario).
Asimismo,
y a pesar de que la versión de Branagh se mantiene fiel a la resolución
proporcionada por Christie en su novela, en esta ocasión la decisión de Poirot
de ofrecer una falsa explicación a las autoridades en vez de la auténtica
verdad sobre lo ocurrido a bordo del tren no es, como en el libro, una defensa a
ultranza de la pena de muerte –a la cual la escritora británica parecía ser
particularmente aficionada: recuérdense sus novelas póstumas, Un crimen dormido y Telón, últimos casos de la señorita Marple y Poirot,
respectivamente–, sino más bien una cuestión moral y ética. Recordemos de nuevo
que, en ese prólogo ambientado en Jerusalén, Poirot hablaba de su
obsesión por el equilibrio y por el Bien y el Mal. Branagh resuelve el esclarecimiento del asesinato, en el que Poirot pronuncia un largo discurso de
aclaración de los hechos delante de todos los sospechosos reunidos –un momento
clásico en las novelas de Christie y en las numerosas adaptaciones al
audiovisual de sus obras–, colocando a los personajes sentados en una larga
mesa situada en la entrada de un túnel, en vez de hacerlo dentro del vagón
(como se hacía, una vez más, en el original literario o en la versión de
Lumet). De este modo, son los sospechosos quienes, dispuestos de ese modo,
parecen –paradójicamente– los miembros de un tribunal que está juzgando a
Poirot, en vez de ser ellos los juzgados por el detective. Quizá porque, en
esta ocasión, Poirot no juzga tanto a los sospechosos como, sobre todo, a sí mismo. Un Poirot que ya no es el mismo
que subió al Orient Express porque, durante el trayecto, ha tenido que hacer
frente a un caso que ha puesto en cuestión su visión “equilibrada” y
maniqueísta del mundo y de la vida, obligándole a evolucionar.
Asesinato en el Orient Express
me parece la mejor película como realizador de Kenneth Branagh desde su
extraordinaria La flauta mágica (The
Magic Flute, 2006). Y, si bien es verdad que no está, ni mucho menos, a la
altura de esta última, ni de las no pocas grandes películas que pueblan su
irregular filmografía –a las ya citadas Mucho
ruido y pocas nueces y Trabajos de
amor perdido añadiría no solo Enrique
V (Henry V, 1989) (1), Hamlet (ídem, 1996) o esa obra maestra
que a tan pocos nos gusta que es Frankenstein
de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein, 1994), sino también la
injustamente subvalorada Morir todavía
(Dead Again, 1991)–, no es menos cierto que Asesinato en el Orient
Express es bastante mejor que su fallido remake de La huella
(Sleuth, 2007) o que sus poco afortunados trabajos hollywoodienses de estos últimos tiempos: el meramente aceptable Thor (ídem, 2011), el mediocre Jack Ryan: Operación Sombra (Jack Ryan:
Shadow Recruit, 2014) (2) y el
aburrido Cenicienta (Cinderella,
2015) (3).
Asesinato en el Orient Express
supone, a mi entender, una feliz recuperación de, si no todos, al menos sí algunos
de los recursos de cine-teatro que pueblan sus mejores trabajos tras las
cámaras. Ya he hecho mención, sin ir más lejos, al primer plano de Poirot en la
escena de su confesión íntima en voz alta, equivalente a la figura teatral del aparte
(yendo un poco más lejos, ¿hace falta volver a recordar que, como decía Jan
Knott, en Shakespeare un monólogo equivale a un primer plano?; táchese al bardo
de Stratford-upon-Avon y colóquese en su lugar a Agatha Christie o, por qué no,
a Michael Green, y, valores artísticos de cada uno al margen, el efecto cine-teatro
viene a ser aproximadamente el mismo). A ello hay que añadir ese bigote, tan
teatralmente exagerado, que luce aquí Poirot, unido a cierta “irrealidad” escénica
inherente al diseño de producción y al vestuario. Está presente, asimismo, el
sentido coreográfico de algunas escenas, tal es el caso del repetidamente
mencionado prólogo en Jerusalén, con esa tan teatral caída del ladrón de la
reliquia tras golpearse con el bastón aviesamente colocado por Poirot en el
Muro de las Lamentaciones; la escena de presentación de los condes Andrenyi, en
particular del conde Andrenyi a cargo, no por casualidad, del actor y bailarín
ruso Sergei Polunin, golpeando y pateando a los periodistas que intentan sacarles
fotos como si interpretara una suerte de ballet violento; el momento en que –en
otra incorporación a la trama con respecto a la novela y a la versión de Lumet–
Poirot persigue fuera del tren a MacQueen (Josh Gad), reafirmando de paso la
renovada concepción del personaje del detective de Christine como hombre de
acción; o la asimismo mencionada pelea de Poirot y Arbuthnot en el vagón de
equipajes.
Destaca,
asimismo, la belleza de los movimientos de cámara: a los ya mencionados planos
con grúa de la escena de Poirot en su compartimiento y la de su conversación en
el vagón de equipajes con Mary Debenham, cabe añadir el excelente
plano-secuencia en cámara móvil que pone en inmediata relación a Poirot, caminando
por la estación de tren de Estambul y subiendo a bordo del Orient Express con
todos los personajes relevantes del drama; los travellings que recorren el interior del vagón restaurante, estableciendo
una suerte de coreografía visual entre los personajes y las miradas que se
arrojan los unos a los otros; o, cerca del final, el no menos espléndido
movimiento de cámara con steadycam que sigue a Poirot a sus espaldas,
atravesando los vagones del tren hasta llegar al de cola, donde están todos los
sospechosos del asesinato de Ratchett esperando saber cuál será la decisión
final del detective, momento trascendental que viene anunciado, precisamente, por
la solemnidad del travelling que lo
precede. A todo ello hay que añadir la extraordinaria utilización del plano
picado en momentos como el descubrimiento, fuera de campo, del cadáver de
Ratchett, o el de la inspección del compartimento de este último, llevada a
cabo por Poirot junto con Bouc (Tom Bateman), en los cuales se altera el
concepto teatral de “cuarta pared” colocando la cámara no frente a los
intérpretes sino, como en este caso, sobre sus cabezas. O un par de planos en
los que, mediante la elección del ángulo adecuado de la cámara, los rostros de
los personajes aparecen “duplicados” gracias al efecto óptico del relieve del
cristal de las puertas de los vagones, sugiriendo de este modo que todos tienen
una “segunda cara”, esto es, algo que ocultar. Por comparación con todo esto,
resulta más convencional el recurso al flashback
corto en blanco y negro –como en Morir
todavía–, efectivo, pero meramente explicativo, en la línea de lo ya
ensayado, por la vía del inserto con gran angular, por Sidney Lumet en su
versión (recordemos que Lumet también recurría parcialmente al blanco y negro
para visualizar el secuestro y asesinato de la hija pequeña de los Armstrong en
la primera secuencia de su adaptación). Todos los intérpretes contribuyen a
sostener el buen nivel de la función, aunque merecen menciones especiales Derek
Jacobi, Willem Dafoe –estos dos, como siempre– y Josh Gad.
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