[NOTA PREVIA: Aunque doy por sentado que el argumento de esta película es
sobradamente conocido, advierto que en el presente texto se revelan importantes
detalles sobre su trama.] A la hora de hacer frente al visionado de Legítima defensa (John Grisham’s The
Rainmaker, 1997), también conocida como Legítima
defensa, de John Grisham (sic), resulta necesario salvar un par de
escollos, para mí, importantes. El primero es el hecho de que se trata de una
película basada en una novela del mencionado Grisham, nefasto escritorzuelo de
quien tuve la mala suerte de tragarme uno de sus populares libros, el mismo que
dio pie a su popularidad y a la primera adaptación al cine de sus novelas –La tapadera (The Firm, 1993, Sydney
Pollack)–, cuyo éxito se prolongó en nuevas adaptaciones a lo largo de los diez
siguientes años –El informe pelícano
(The Pelican Brief, 1993, Alan J. Pakula), El
cliente (The Client, 1994, Joel Schumacher), Tiempo de matar (A Time to Kill, 1996, Schumacher), Cámara sellada (The Chamber, 1996, James
Foley), El jurado (The Runaway Jury, 2003,
Gary Fleder)–, todas ellas mediocres. No he vuelto a acercarme a su obra
literaria (de alguna manera hay que llamarla), ni he sentido la menor curiosidad
de hacerlo. El segundo grave inconveniente que presenta Legítima defensa reside en el hecho de contar con Matt Damon en el
papel protagonista; mala elección, habida cuenta de que siempre me ha parecido
un actor pésimo, pero a pesar de ello cuenta con “mejor fama” que su amigo Ben
Affleck, no menos infausto pero que, por razones que se me escapan, goza de
peor credibilidad como intérprete que su compañero coprotagonista y coguionista
de El indomable Will Hunting. Si me
apuran, dentro de lo malo Affleck habría resultado si no más convincente, al
menos sí más adecuado como joven e inexperto licenciado en derecho que Damon
con su aspecto de dependiente de hamburguesería, por más que, asombrosamente (y,
con toda probabilidad, como consecuencia de su papel en la mencionada película
de Gus Van Sant), hace años que está encasillado en roles de personaje
inteligente, culto y calculador.
Por suerte para nosotros, Legítima defensa fue dirigida por
Francis Ford Coppola, y lo cierto es que, sobre todo a la vista de los
resultados de los films basados en libros del mismo novelista firmados por
Pollack, Pakula, Schumacher, Foley y Fleder, se nota (positivamente) la
diferencia. Pese a todo, y siendo justos con Grisham dado que no he leído su
novela, siempre nos quedará la duda sobre cuáles y cuántos de los aciertos del
guión de la película, escrito por el propio Coppola con la colaboración de su
viejo colega Michael Herr (quien, como ya hiciera en Apocalypse Now, se encargó de escribir la, aquí también,
inteligente y muy bien dosificada narración en off que puntea diversos momentos del relato), son atribuibles al
escritor o al guionista y realizador. Lo digo porque, si bien es verdad que la
experiencia personal y conocimiento directo del mundo de la abogacía por parte
de Grisham están fuera de toda duda, lo mismo puede decirse de Coppola, quien
sufrió en sus propias carnes todo el peso de la ley y los rigores de un
procedimiento judicial (o varios) cuando tuvo que hacer frente a la bancarrota
de su productora American Zoetrope como consecuencia del fracaso comercial de
la costosa Corazonada. A falta, como
digo, de saber a quién atribuir exactamente qué, viendo Legítima defensa se tiene la sensación de que ambos saben muy bien
de qué hablan. A lo cual añado ciertas informaciones, que circularon en el
momento del estreno de esta película, según las cuales Grisham estableció por
contrato que su nombre debía figurar en el título a fin de que quedara clara su
autoría sobre el mismo en detrimento de la de Coppola (su título original en
inglés es, recordemos, John Grisham’s The
Rainmaker), si bien, si no queremos ser maliciosos, podemos entender que
esa exigencia del novelista quizá se fundamentaba en un intento de evitar la
confusión con el título de la (al menos, en los Estados Unidos) famosa obra de
teatro de N. Richard Nash The Rainmaker,
base de la película homónima dirigida en 1956 por Joseph Anthony, con Burt
Lancaster y Katharine Hepburn en los papeles protagonistas, y estrenada en
España como El farsante.
Sea como fuere, Legítima defensa es una nueva y palpable demostración de que una película,
cualquier película, vale lo que su puesta en escena. De este modo, y por
ceñirnos a lo que durante un tiempo vino en llamarse el “esquema Grisham”, Coppola
va más allá de lo logrado en su momento por Pollack, Pakula, Schumacher, Foley,
Fleder o el Robert Altman de la fallida Conflicto
de intereses (The Gingerbread Man, 1998), a partir en este caso no de un
libro del escritor sino de un guión original suyo, mediante un soberbio trabajo
con la composición del plano y la dirección de actores, de manera que –como
apuntara en cierta ocasión José María Latorre– el resultado hace gala de una
intensidad muy por encima de lo previsible. Vuelvo a insistir en que, a falta
de conocer por mí mismo la novela original de Grisham, Coppola reconvierte lo
que al principio parece planteado como una disertación en torno a las
peripecias de un joven abogado recién licenciado –Rudy Baylor (Matt Damon)–,
enfrentándose de buenas a primeras con el-mayor-caso-judicial-de-su-vida –lo
cual no difiere demasiado del planteamiento de La tapadera, libro y película, ni en lo que se refiere (en estos
casos, me refiero solo a los films) a la periodista protagonista de El informe pelícano, los letrados de El cliente, Tiempo de matar y Cámara
sellada, o los miembros del jurado de El
jurado–, transformándolo finalmente en una bella digresión sobre la
dignidad.
Puede que sea mérito de Grisham, pero
lo que plantea Legítima defensa,
versión Coppola, es una atractiva panorámica sobre una serie de personajes que
luchan por conservar su dignidad. No solo Rudy Baylor, ese joven letrado novato
que trata de hacerse su lugar en el sol dentro del mundo de “tiburones” de la
abogacía –como los pequeños escualos que nadan en la pecera que adorna el
despacho del abogado que inicialmente le contrata, Bruiser Stone (Mickey
Rourke)–, sino también la dignidad de los personajes de su entorno: la del
joven Donny Ray Black (Johnny Whitworth), enfermo terminal de leucemia cuyos
padres, Dot (Mary Kay Place) y Buddy (Red West), luchan con denuedo contra la
aseguradora que se negó a cubrir el tratamiento médico que podría haberle
salvado la vida; la de Deck Shifflet (una gran creación de Danny DeVito),
antiguo ayudante de Bruiser Stone, compañero de fatigas de Rudy y un abogado
excepcional…, que no puede ejercer porque nunca consigue aprobar el examen
final para colegiarse; Kelly Riker (Claire Danes), la joven maltratada
brutalmente por su marido de la que Rudy se enamora, tomándola bajo su
protección; Jackie Lemancyzk (Virginia Madsen), la antigua empleada de la
aseguradora que intenta ayudar a la causa de Rudy con su testimonio ante el
tribunal; incluso el despiadado abogado de la aseguradora Leo F. Drummond (Jon
Voight), a quien Rudy llega a preguntarle: “¿cuándo
fue la primera vez que se traicionó a sí mismo?”; o como luego recalca la
reflexión en off del protagonista,
cuándo fue la primera vez que Drummond empezó a cruzar la línea que separa lo
honesto de lo deshonesto, la ética del juego sucio, hasta perder su dignidad no
ya como abogado sino como ser humano, a cambio de vender su alma al diablo por
muchos miles de dólares.
Esta reflexión, lejos de ser
apacible, está llena de ambigüedades. Ni siquiera el ingenuo e idealista Rudy
puede sustraerse a la práctica de ese “juego sucio” a lo Drummond en su tenaz
batalla judicial contra la aseguradora, aceptando algunos de los “trucos” que
le propone el astuto Shifflet. Resulta ilustrativa la resolución de los
alegatos finales de los abogados: Rudy convierte el suyo en una llamada
directamente al corazón y los “buenos sentimientos” de los miembros del jurado,
y lo hace mediante el uso de una filmación de Donny Ray hablando hacia la
cámara y tomada poco antes del fallecimiento del muchacho. Muy
inteligentemente, Coppola esquiva así las (teóricas) acusaciones de
sentimentalismo que podría recibir en base a esta conclusión, poniendo de
relieve que, como en este caso, lo
sentimental también puede ser usado como arma judicial en un proceso. A fin
de cuentas, la victoria de Rudy sobre la aseguradora acaba siendo pírrica,
habida cuenta de que los condenados por sentencia terminarán eludiendo el pago
de indemnización alguna declarándose en quiebra…
Legítima defensa se configura en parte como una simbólica partida
de ajedrez en la que ninguno de los personajes es de una pieza, por más que
algunos de ellos (en particular, los pérfidos representantes de la aseguradora)
obedezcan a arquetipos predeterminados, y tienen incluso reacciones
sorprendentes. Es el caso, sin ir más lejos, de Kelly, esa dulce muchacha que
bajo su apariencia de chica joven, frágil e indefensa se esconde la
determinación de alguien que ha sufrido la injusticia durante demasiado tiempo
y es capaz, en un momento dado, de abrirle la cabeza a su violento esposo Cliff
(Andrew Shue), y alejar a Rudy de la escena del crimen a fin de cargar ella
sola con toda la responsabilidad.
Pero lo que, en última instancia,
hace de Legítima defensa la magnífica
película que es reside, como decía, en la extraordinaria convicción con que
Coppola la resuelve, poniendo en ella una pasión y un interés muy superiores a
la de otros films “de encargo” que le preceden: mucho más que en la simpática,
por desconcertante, Jack, o la
sobrevalorada Drácula de Bram Stoker.
Maestro del montaje en paralelo, el autor de El Padrino crea mediante este procedimiento narrativo que le es tan
querido un espléndido fragmento, esa secuencia en virtud de la cual va
alternando los planos de Rudy y Shifflet, haciendo planes en el restaurante con
vistas a establecerse juntos, con los planos que detallan los movimientos de
los personajes buscando y decorando su nuevo despacho; es una manera elegante y
atractiva de sugerir hasta qué punto Shifflet ejerce una influencia (positiva,
por lo demás) en el novato Rudy, sugiriendo además la determinación de ambos:
el presente (lo que planean) y el futuro (la realización de lo planeado) se
fusionan así en una sola cosa.
Legítima defensa extrae cotas de extraordinaria densidad de algo que, a priori, parece lo
menos interesante del relato, pero que en la práctica es lo que depara algunos
de los momentos más bellos del mismo: la historia de amor entre Rudy y Kelly.
Destaca al respecto una secuencia espléndida: aquélla en la que Rudy ayuda a
Kelly a tumbarse en su cama del hospital, donde se recupera de la última paliza
que le ha propinado Cliff; Coppola planifica el gesto de Rudy, tomando en
brazos a la muchacha y depositándola suavemente en el lecho, fraccionándolo en
una cadencia de planos medios y primeros planos casi musicales, que convierten de este modo ese gesto en una suerte de cortejo
amoroso, como insinúa la proximidad física de los personajes o ese detalle del
pie desnudo de Kelly acariciando la mano de su protector.
Buena prueba del rigor con que el
firmante de Apocalypse Now construye
sus películas (incluso aquéllas que, como esta, quizá no son muy personales, pero que el realizador asume como si lo
fueran: creo que no hay mejor prueba de honestidad profesional y
artística), reside, sigo explicando, en el hecho de que ese detalle del pie de
Kelly es recuperado más adelante. Primero, en la escena en la cual Rudy visita
a la chica, recién salida del hospital, en la joyería donde trabaja como
dependienta: los pies de ambos se rozan nuevamente (inserto), en un gesto que
denota afecto y complicidad. El gesto reaparece en circunstancias más trágicas
pero significativas: cuando sus pies nuevamente se rozan, y sus manos se unen
debajo de una mesa, en la comisaría donde la joven ha sido trasladada por la
policía tras el homicidio (en defensa propia) de Cliff, y a donde acude Rudy en
su defensa como abogado.
Los gestos y las miradas acaban
siendo la mejor arma del cineasta y aquello que modula la fuerza dramática de
lo que, como vengo diciendo, acaba siendo un generoso alegato a favor de la
dignidad. Hay, al respecto, otros apuntes admirables; así, la delicada
resolución de la muerte de Donny Ray, en virtud de un plano medio del personaje
tumbado en su cama mientras la luz –excelente trabajo, como siempre, del
director de fotografía John Toll– disminuye, dejando al muchacho en la
oscuridad a medida que su vida, asimismo, se “apaga”; o ese momento inolvidable
en que Buddy Black, ese personaje silencioso y alcoholizado, que nunca habla y
que no deja de beber sencillamente porque el dolor y la indignación por la enfermedad
y la muerte de su hijo le han dejado sin palabras, se levanta en la sala del
tribunal y enseña la foto del difunto Donny Ray al director ejecutivo de la
aseguradora Wilfred Keeley (Roy Scheider): resulta espléndido cómo Coppola es
capaz de tomar un personaje aparentemente secundario como Buddy y convertirlo
durante unos segundos, de manera tan sencilla y a la vez conmovedora, en el
portavoz del discurso que se agazapa en el fondo del relato: la voz acallada
pero aún así poderosa de los oprimidos.
Otro comentario de “Legítima defensa”, desde un punto de vista jurídico,
en:
A mí me conmueven especialmente esas películas en las que se percibe el amor por el oficio del autor y esta película es un claro ejemplo de ello. Una alegría compartir la pasión por esta "pequeña" película de Coppola contigo.
ResponderEliminar