[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Mi amigo el gigante (The BFG, 2016) adapta el libro de Roald Dahl The BFG (1964) –iniciales de “Big Friedly Giant”–, editado en
España como El Gran Gigante Bonachón
por Santillana Infantil y Juvenil S.L. (traducción de Pedro Barbadillo de
1989), y reeditado este año con el título español de la película por Alfaguara.
De hecho, más que una adaptación de Dahl, Mi
amigo el gigante es una singular fusión de sus intereses con los de su
director, Steven Spielberg, pues, en sus líneas generales, el film es muy fiel
a la trama del libro, salvo algunas diferencias.
De entrada, y para desesperación de los
detractores de la vena más sentimental del firmante de Tiburón, el realizador y su malograda guionista Melissa Mathison,
a quien Mi amigo el gigante está
dedicada a título póstumo, introducen
una subtrama inexistente en la novela: la referencia a otro niño que, como la pequeña
huérfana Sophie (Ruby Barnhill), también fue secuestrado por el Gran Gigante
Bonachón (extraordinario Mark Rylance) para que no revelara al mundo la
existencia de los gigantes, pero que al final terminó devorado por los malvados
vecinos del GGB, gigantes mucho más grandes que este último, y además caníbales
(llaman a las víctimas de su canibalismo “guisantes humanos”). De este modo, se
refuerzan los vínculos afectivos entre Sophie y el GGB, pues a la simpatía que
el segundo manifiesta por la primera se une su miedo a que su amiga pueda
correr la misma suerte que el primer niño. Puede discutirse si esta inclusión
mejora o no el relato de Dahl, o si era o no necesaria; pero lo que resulta evidente, en última instancia, es la
gracia con la que Spielberg la integra dentro del relato, y sobre todo, la
fuerza de su visualización: Sophie encuentra una chaqueta roja de tamaño niño
en la cueva del GGB, y se la pone –llegados a este punto, resulta lícito pensar
en la famosa niña con la chaqueta roja de La
lista de Schindler (Schindler’s List, 1993)–; pero más tarde, descubre que
verla con esa chaqueta puesta entristece al GGB, quien le cuenta la penosa
historia que hay detrás de esa prenda; luego, vemos a Sophie quitándose esa
chaqueta y poniéndosela al revés, para que su visión no perturbe a su
gigantesco amigo. Un gesto de afecto y comprensión que, este sí, vale más que
mil palabras.
Otra modificación ausente del original de
Dahl, mediante la cual Spielberg y Mathison reafirman el vínculo sentimental
entre los protagonistas, es la que da pie a una de las secuencias más intensas
y significativas de toda la película. Me refiero a la que tiene lugar cuando
Sophie acompaña al GGB en su segunda expedición nocturna a Londres: el bonachón
la abandona en el orfanato donde la secuestró al principio del relato: por
corte de montaje, Sophie “despierta” justo en la puerta del orfanato y, durante
unos segundos, Sophie tiene la duda –y,
con ella, el espectador– de si todo lo que ha vivido en el País de los Gigantes
no ha sido más que un sueño mezclado con un episodio de sonambulismo (Sophie
sufre insomnio y, como en el libro, está despierta a las 3 de la madrugada, “la hora de las brujas”, según ella). Pero
la niña se niega a admitir esa posibilidad, y en un gesto desesperado, invoca
al GGB y se arroja por el balcón del orfanato, movida por la fe de que su
enorme amigo estará allí para salvarla de morir estrellada contra el suelo en
el último segundo, como así ocurre…
Naturalmente que puede verse en la figura del
coloso bonachón protagonista de Mi amigo
el gigante una especie de representación simbólica del estado de la carrera
del propio Spielberg en la actualidad, un cineasta casi septuagenario que sigue
creyendo en un estilo de cine fantástico no-terrorífico contrario a las modas
vigentes y continúa poniéndolo en práctica con una determinación total: una fe
absoluta, como la demostrada por Sophie en su gesto suicida. La fe en ese
gigante rodeado de otros congéneres mucho más grandes y fuertes que él a los
que, además, les gusta comer carne humana. En ese gigante que se niega a comer
“guisantes humanos”, que cree en la bondad, en cazar sueños para guardarlos
dentro de botes, y luego introducirlos en
las mentes de niños y padres –no solo niños, como explica Dahl–, para que
sean felices mientras duermen. Spielberg comparte con el escritor británico la
convicción sobre el poder mágico de los sueños como medio para mejorar el
mundo. En el libro, la estrategia de Sophie para convencer a la Reina de
Inglaterra (Penelope Wilton, en el film) para que les ayude a capturar a los
gigantes malvados consiste en que el GGB elabore un sueño y se lo insufle
mientras duerme para que, al despertarse, la Reina esté predispuesta a creer en
la existencia de lo imposible. Un
cineasta como Spielberg no puede menos que abrazar esta idea con entusiasmo.
Como ya ocurría, sin ir más lejos, en su
anterior El puente de los espías
(Bridge of Spies, 2015) (1), lo
mejor de Mi amigo el gigante reside
en el vigor de su puesta en escena, en un nuevo y decidido ejercicio de
realización “clásica” que, a la postre, acaba siendo radicalmente moderna, por
lo que tiene de implícita reflexión sobre los mecanismos narrativos del cine
“de ayer” y “de hoy”; o, dicho de otra manera, por lo que tiene de exploración,
con herramientas actuales, de los tropos del lenguaje llamado “clásico”, en una
línea cercana a determinados experimentos narrativos de Todd Haynes. Spielberg
se emplea a fondo a la hora de (re)crear un bellísimo imaginario que rinde
sincero homenaje a una parcela de la cultura anglosajona en materia de relatos
fantásticos, de paso que lanza guiños a su propio cine. Las calles húmedas y
nocturnas de un Londres que parece victoriano por más que no lo sea,
fotografiadas por el que sin duda es uno de los mejores directores de
fotografía de la actualidad, Janusz Kaminski, tienen sabor. La cueva donde vive el GGB evoca el imaginario del cine
Amblin, desde Hook (El capitán Garfio)
(Hook, 1991) –esa especie de barco pirata que sirve de cama al GGB, detalle
este inexistente en el libro de Dahl– a la producción de Spielberg Los Goonies (The Goonies, 1985, Richard
Donner), o el de las aventuras de Indiana Jones. El GGB atesora, como en la
novela original, una extensa colección de sueños guardados en tarros (y,
también, algunas pesadillas): en uno de ellos se intuye, vagamente, un
dinosaurio…
La primera secuencia –la presentación de los
protagonistas, el descubrimiento accidental del GGB por parte de una insomne
Sophie, su secuestro por parte de aquél, y el viaje a campo través del coloso
con su prisionera de regreso a su hogar– resulta modélica. Solo la atmósfera
del interior del orfanato donde vive Sophie, o las imaginativas escenas de los
gestos y movimientos del GGB para pasar desapercibido por el Londres nocturno –cf.
tapando las farolas para “desaparecer” entre las sombras de las calles–,
bastarían para certificar algo a lo que David Heyman siempre aspiró y que no
pudo conseguir: convencer a Spielberg para que dirigiera películas de la serie
Harry Potter, franquicia que el autor de Encuentros
en la tercera fase supera limpiamente en estos pocos minutos iniciales de Mi amigo el gigante. A ello habría que
sumar encuadres tan dinámicos y magníficamente construidos como el plano
general, combinado con el movimiento en retroceso de la cámara, que nos muestra
a una asustada Sophie corriendo de regreso a su cama mientras que, a sus
espaldas y a través de la cortina del balcón, percibimos al GGB acercándose por
el callejón al orfanato; la espléndida utilización (y dosificación) de la
cámara subjetiva, desde el punto de vista de la niña, metida dentro de la
sábana con la que el GGB la ha envuelto para llevársela consigo, y viendo desde
este ángulo el fabuloso viaje “imposible” al País de los Gigantes; o los
poéticos detalles que puntúan este recorrido mágico, tales como los árboles que
se balancean al unísono al paso del GGB, o los saltos de este último sobre
prados, carreteras y montañas.
Spielberg, que con independencia de su
destreza para las escenas de acción siempre ha demostrado una cualidad
indiscutible, lo bien que filma los diálogos –baste recordar, sin ir muy lejos,
lo demostrado en Lincoln (ídem, 2012)–,
vuelve a exhibir ese talento en todas las escenas que describen las
conversaciones entre Sophie y el GGB, notablemente fieles a las originales de
Dahl –incluido el divertido vocabulario que utiliza el GGB para expresarse; o
el momento en que el bonachón se eleva en el aire, como consecuencia de los
efectos gaseosos, en forma de “popotraques”, de la ingestión del “gasipum”
(sigo aquí la traducción española de Barbadillo)–, por más que dichas escenas
estén salpicadas de apuntes dinámicos muy spielbergianos: el miedo de Sophie
cada vez que el GGB levanta su hacha para rebanar un trozo de los repugnantes
“pepinásperos” con los que se alimenta; el intento de huida de la niña por la
ventana… En cambio, otro momento en apariencia muy Spielberg –la escena en la
que Sophie está a punto de ser devorada accidentalmente por el gigante Sanguinario
(Jemaine Clement), tras haberse escondido dentro del “pepináspero” que aquél
está a punto de comerse–, ya se encuentra, planteado de manera idéntica, en
Dahl.
En cambio, es de la cosecha de Spielberg/
Mathison una secuencia inexistente en la novela, aquélla en la que el GGB y
Sophie intentan cruzar en medio de los gigantes dormidos, y cómo estos se
despiertan y la emprenden con el bonachón, jugando con los vehículos de los
“guisantes” que han robado en sus cacerías, dentro de uno de los cuales está
escondida Sophie; su inclusión obedece a una simple intención de añadir
espectacularidad a la trama, pero la brillantez de su ejecución compensa ese
propósito. Lo mismo ocurre con otra secuencia relativamente similar a la
mencionada, esta sí incluida en la novela pero que Spielberg y Mathison amplían
para hacerla más vistosa: aquélla en la que el gigante Sanguinario y sus no
menos brutales colegas irrumpen por la fuerza en la cueva del GGB, convencidos
de que está escondiendo a un “guisante humano”, y ponen el lugar patas arriba
en su búsqueda afanosa de carne humana; todo ello da pie a otro divertido fragmento
de acción típicamente spielbergiano y “a lo Indiana Jones”, con Sophie
escondiéndose del acoso de los gigantes malvados por los rincones de la cueva.
Otro tanto puede afirmarse de la tercera gran secuencia de acción del film, la
de la captura de los gigantes malvados con la ayuda de la fuerza aérea
británica: aquí es Sophie la que toma la iniciativa a la hora de poner en
marcha el arriesgado plan de captura de los colosos, los cuales, a diferencia
de la novela, acaban confinados para siempre en una isla –no, como en el libro,
convertidos en atracción turística dentro de un pozo gigantesco–, y alimentados
a base de repugnantes “pepinásperos”.
Spielberg también reinterpreta a su manera
los fragmentos más oníricos del relato de Dahl. Es el caso de todo lo
relacionado con la visita al País de los Sueños, y con la colección de sueños y
pesadillas que el GGB almacena en su cueva dentro de tarros de cristal
etiquetados. Ello da pie a lo que quizá sean los momentos más bellos e
imaginativos del film. Por ejemplo, la visualización del acceso al País de los
Sueños: el mismo se encuentra al pie de un árbol gigantesco que se alza sobre
un estanque; a simple vista, es un árbol normal, pero su reflejo en el agua
revela que el mismo está rodeado de sueños, en forma estos de múltiples puntos
de luz voladores de diversos colores; basta con saltar al agua para
encontrarse, al momento, y seco, dentro
del reflejo, y del País de los Sueños; si no estuviésemos hablando del
director de Parque Jurásico, sino de
cualquier otro, algunos a lo mejor se atreverían a citar a Cocteau.
Llaman la atención los inesperados, y
hermosísimos, homenajes al pre-cinema que se dan a partir de los sueños almacenados
por el GGB. Primero, en ese plano extraordinario en el cual vemos al bonachón
sentado en su mesa y de espaldas a la cámara, manipulando los sueños que ha
atrapado: el encuadre está construido de manera que los sueños aparecen
visualizados, cual sombras chinescas o figuras de un zootropo mágico, en la
pared de la cueva que está justo delante del GGB, convertido este durante unos
instantes en una especie de colosal alquimista que parece sacado de una
película del expresionismo alemán. Más tarde, en esa escena espléndida en la
que Sophie acompaña al GGB en otra de sus incursiones nocturnas a Londres,
destinadas a proporcionar dulces sueños a niños y adultos por medio de la
enorme cerbatana parecida a una trompeta que emplea para tales menesteres: el
GGB sopla sueños felices a un niño y sus padres mientras duermen, y los mismos
se visualizan, de nuevo cual sombras chinescas, en la pared al fondo del
decorado: una idea tan sencilla como bonita, tan simple y a la vez tan
sugerente.
Spielberg asume sin miedo (ni prejuicios) el
tono cómico, satírico y grotesco del fragmento más divertido del libro de Dahl
y, por ende, de la película: todas las escenas que transcurren en el palacio de
Buckingham, con Sophie y el GGB presentándose ante la Reina de Inglaterra –una
disolvente caricatura de Isabel II–, su secretaria Mary (Rebecca Hall) y su
mayordomo Mr. Tibbs (Rafe Spall), para advertir a la primera de la amenaza de
los gigantes malvados; y, por descontado, la hilarante secuencia del desayuno
con la monarca, que incluye los problemas del GGB para adaptarse al protocolo
real, y su culminación gracias a, de nuevo, los atronadores efectos secundarios
de la degustación del “gasipum”. Pocos realizadores de hoy en día con su fama –dicen
sus detractores– de cineasta pagado-de-sí-mismo se habrían atrevido a
“jugársela” con unas escenas que en otro contexto no se les perdonarían ni a
los hermanos Farrelly.
No
me parecen nada casuales las similitudes que se pueden establecer, un tanto
fácilmente, entre E.T., el extraterrestre
(E.T. the Extra-Terrestrial, 1982) y el más reciente film de Spielberg, más
allá del hecho de que ambos partan de un guion de Melissa Mathison; o de que la
campaña publicitaria que ha acompañado a su lanzamiento se haya valido del
eslogan: “De los guisantes humanos que
crearon “E.T.” y del autor de “Charlie y la fábrica de chocolate” y “Mathilda””,
y de la opinión de un crítico de Variety
que ha proclamado que la película es el-E.T.-para-las-nuevas-generaciones
(sic). Similitudes las hay, más
allá de la coincidencia en guionista y realizador: ambos films son cada uno a
su manera sendas digresiones sobre el final de la infancia y la muerte de la
inocencia.
Si en E.T.,
el extraterrestre, antes de su despedida de Elliott (Henry Thomas), el
pequeño extraterrestre señalaba la frente del niño y le decía: “Estaré… ahí… mismo”, en Mi amigo el gigante Sophie (dirige en su
imaginación unas últimas palabras al GGB, quien, al contrario que en el relato
original de Dahl, no vive junto a ella en el Palacio de Buckingham, sino que ha
vuelto a su cueva en el País de los Gigantes. Lo que dice Sophie equivale poco
más o menos a las palabas de despedida de E.T., en el sentido de que la niña
sabe que, siempre que necesite al GGB y todo lo que simboliza (la Fantasía), él
siempre estará allí para apoyarla en su nueva andadura: el viaje a la edad
adulta. Empero, pese a esas semejanzas, también está muy claro que Mi amigo el gigante no es una reedición
de E.T., el extraterrestre, por más
que ese vínculo haya sido fomentado sobre una estrategia comercial que, por lo
visto, ha fracasado estrepitosamente: la película ha “pinchado”, como suele
decirse, en la taquilla estadounidense; nada raro, teniendo en cuenta el riesgo
de promocionar un film en base al recuerdo dejado por otro estrenado hace ya
treinta y cuatro años, y más en estos tiempos de memoria líquida. Si el marco genérico de E.T., el extraterrestre era el cine de ciencia ficción, el de Mi amigo el gigante es el de las
adaptaciones de los así llamados cuentos de hadas, con toda la carga iconográfica
que ello conlleva.
A mayor ahondamiento, tampoco olvidemos que,
como en el libro, Sophie vive la mayor parte de su aventura al lado del GGB en
camisón y descalza, es decir, con una indumentaria para dormir: para soñar. Dejando aparte el momento en
que Mary la viste y la calza para desayunar con la Reina de Inglaterra, en la –triste,
melancólica y relativamente “feliz”– secuencia final, Sophie se despierta en su
cama en una habitación del palacio, se calza sus zapatillas y se dirige a la
ventana donde mantiene su último diálogo “a distancia” con el GGB. Sophie todavía
es una niña, pero acaba de dar sus primeros pasos hacia la edad adulta
calzándose las zapatillas de la madurez, del mismo modo que, para Elliott,
despedir a E.T. es decir adiós a su infancia, por más que la misma siempre
estará-ahí-mismo, agazapada. ¿Hace falta recordar la magnífica reflexión que en
su momento hizo Martin Amis con respecto a E.T.,
el extraterrestre?: “Hacia el final de
E.T., apenas capaz de contener mi propio dolor y desconcierto, me di la
vuelta y miré a mis compañeros de sufrimiento: ejecutivos, tiarrones negros, hombres de negocios japoneses, punks, hippies, madres adolescentes, niños.
Todas las caras estaban cubiertas de lágrimas… Y no estábamos llorando por el
pequeño extraterrestre, ni por el pequeño Elliott, ni por la pequeña Gertie.
Llorábamos por la parte de nosotros mismos que hemos perdido”.
Enhorabuena, Tomás. Me ha encantado tu comentario, especialmente cuando hablas de la manera en que Spielberg reflexiona sobre los tropos del cine clásico con las herramientas del cine contemporáneo, algo que no se suele saber ver, como ya ocurrió con "War Horse", un film radicalmente moderno en el que algunos solo encontraron naftalina. A Tarantino, por menos, se le saluda como genio. También me ha encantado la reflexión sobre "E.T." y, cómo no, las impagables palabras de Martin Amis. Ya solo me falta ver la película, de la que solo temo las altas expectativas que me has suscitado. ¡Viva Spielberg! Un saludo.
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