[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Lo peor de Expediente Warren: El caso Enfield (The
Conjuring 2, 2016), o como mínimo lo más discutible, reside en el hecho de que
su construcción dramática y estructura narrativa son demasiado parecidas a las
de Expediente Warren (The Conjuring,
2013) (1). Ese inconveniente tiene a
la vez aspectos positivos y negativos, pero empezaremos por estos últimos; el
primero de todos, la sensación de déjà vu
de una película concebida como continuación de la preexistente, y como tal, muy
dependiente de la misma. De la cual, justo es reconocerlo, tan solo se recupera
una brevísima escena que, a modo de flashback,
mostraba el terror de Lorraine Warren (Vera Farmiga) la primera vez que, en el
curso de un violento exorcismo, vio, cara a cara, al Maligno.
Bajo
cierto punto de vista, Expediente Warren:
El caso Enfield no sería más que una variante o reformulación del primer Expediente Warren. Ambos films hacen
gala de una construcción dramática y narrativa muy parecida: una primera secuencia
que, a modo de prólogo y para ir “abriendo boca”, provoca los primeros
sobresaltos del espectador, en Expediente
Warren, la historia de la muñeca Annabelle, en El caso Enfield, una inesperada revisión –relativa, habida cuenta
de que los auténticos Ed y Lorraine Warren estuvieron metidos en el asunto– de
la famosísima “casa maldita” de Amityville; una presentación de la, de nuevo,
humilde familia que se convertirá en principal objetivo de las fuerzas
sobrenaturales malignas, formada por una madre –Peggy Hodgson (Frances
O’Connor)– y sus cuatro hijos –Janet (Madison Wolfe, excelente), Margaret (Lauren
Esposito), Billy (Benjamin Haigh) y Johnny (Patrick McAuley)–, residentes en la
barriada obrera londinense de Enfield a finales de los años setenta; y el
descubrimiento final –si bien precedido de diversas intuiciones previas al
respecto– de que, detrás de las apariciones del fantasma del anterior habitante
de la casa de Peggy y sus hijos –el anciano Bill Wilkins (Bob Adrian)–, no hay
sino la presencia de un ente demoníaco. Todo esto resulta comprensible, hasta
cierto punto, dada su condición de secuela, en virtud de lo cual hay que
ofrecer más-de-lo-mismo, si bien con algunas variantes, a fin de que no se note
demasiado la dependencia de la nueva película con respecto a la original. A
ello hay que añadir, además, puntuales influencias –ya presentes en Expediente Warren– a El exorcista (The Exorcist, 1973,
William Friedkin) o a Poltergeist
(Fenómenos extraños) (Poltergeist, 1982, Tobe Hooper). Por todo lo cual, Expediente Warren: El caso Enfield
vendría a ser, según algunos (entre los que no me incluyo), la enésima demostración
de la-falta-de-originalidad-del-cine-comercial-norteamericano, etcétera,
etcétera; discurso viejo y desfasado donde los haya.
Desde
otro punto de vista, el hecho de que El
caso Enfield sea, precisamente, una variante o una reformulación del primer
Expediente Warren es lo que le
confiere un interés adicional. Llegados a este punto, no se trata ni mucho
menos de defender a ultranza al realizador James Wan por el hecho, dirán, de
que se trata de un cineasta que me interesa, hasta el punto de haberle dedicado
un estudio publicado en papel (2), e
incluso de haber “defendido” una (otra) secuela aparentemente tan
“indefendible” como Fast & Furious 7
(Furious 7, 2015) (3); suponiendo,
claro está, que haya que “defender” a alguien por el mero hecho de que te gusta
o te resulta interesante. Expediente
Warren: El caso Enfield vuelve a demostrar algo muy evidente dentro del
cine de Wan: que el director no desprecia hacer una secuela, tanto da que sea
de una franquicia ajena –Fast &
Furious 7–, como de una propia –Insidious
Capítulo 2 (Insidious: Chapter 2, 2013), continuación de la que, para mi
gusto, sigue siendo su mejor película hasta la fecha, Insidious (ídem, 2010)–; y que, cuando no ha aceptado hacer
secuelas de un film propio –las de Saw
(ídem, 2004)–, ha hecho gala de una notable prudencia.
Expediente Warren: El
caso Enfield logra algo que Wan no consiguió en
su peor película hasta la fecha, Insidious:
Capítulo 2: construir una secuela que, con todos los inconvenientes
inherentes a su condición de continuación con fines comerciales (la explotación
de un filón), sabe sacar provecho de ese carácter de franquicia. Por ejemplo, y
volviendo a algo que ya hemos comentado, El
caso Enfield repite formalmente la presentación de la familia protagonista ya
ensayada en el primer Expediente Warren,
travellings recorriendo la vivienda
incluidos; pero esta repetición establece, por así decirlo, una “pauta” que
acaba siendo engañosa para el espectador, habida cuenta de que, en esta
ocasión, la presentación de la casa de los Hodgson no sirve para darle pistas
al público sobre dónde se va a manifestar el horror y dónde, quizá, no; por el
contrario, se le crea a la audiencia una falsa sensación de espacios seguros e inseguros, la cual no tarda en romperse a partir del momento en
que, literalmente, cualquier rincón del decorado es propicio a la manifestación
del terror. En un momento dado, a la pequeña Jenny, objetivo principal de las
fuerzas del Mal, la vemos dormir en compañía de su madre y sus hermanos en el salón
de la vivienda (un espacio, en principio, “seguro”), y de repente, la vemos
atravesar (¿despierta, dormida?) el techo de la sala y yendo a parar,
mágicamente, de regreso a su dormitorio, espacio “inseguro” en cuanto lugar
elegido por el Mal para manifestarse con frecuencia. Naturalmente que habrá
quien interprete esto como una “trampa” por parte del realizador, copartícipe
del guion junto con Carey y Chad Hayes y David Leslie Johnson. ¿Pero acaso no
es “coherente”, si es que de coherencia puede hablarse en una película de
género fantástico, que en ella pueda suceder cualquier cosa imposible?
De hecho, lo sobrenatural no
parece tener aquí límite geográfico alguno, pudiendo manifestarse tanto en el
interior de esa pequeña tienda de campaña de juguete donde los niños tienen
montado un zootropo del Hombre Torcido (el inefable Javier Botet), como en una
humilde sala de estar y a través de las inesperadas interferencias en un
aparato de televisión con mando a distancia, pasando por un armarito de las
tuberías donde la poseída Jenny consigue encajar su cuerpo de manera
inverosímil, esa cocina en la que la presencia de lo maligno se manifiesta a
través de una serie de cuchillos clavados en una mesa, o ese sótano anegado que
se convierte en un escenario que parece extraído de la notable Silencio desde el mal (Dead Silence,
2007).
Wan
asume, con honestidad y hasta sus últimas consecuencias, la condición de
secuela de El caso Enfield. Una
actitud en la cual podemos interpretar, si bien quizá apurando mucho, una
postura similar a la de los cultivadores del cine fantástico japonés, quienes
gustan no tanto de ofrecer algo “original” (suponiendo, claro está, que eso
exista en cine) como, sobre todo, de plantear variantes de esquemas clásicos
tradicionales y perfectamente reconocibles: recordemos, al respecto, ejemplos
paradigmáticos como los de Hideo Nakata y Takashi Shimizu, y que, si bien
formado profesionalmente en Occidente, Wan es de origen oriental. Pero no es
solo esa asunción honesta y sincera de lo que está haciendo: esto último de
poco valdría si no viniese respaldado por un trabajo de realización que se
sitúa muy por encima de lo que plantea, casi arrancando interés y fuerza de
donde no lo hay. A pesar de algunos momentos convencionalmente resueltos –cf.
el montaje de planos cortos con fondo musical que sirve a Wan para ubicar la
acción en Londres, que recuerda a las escenas “musicales” de presentación de
las distintas ciudades del mundo donde se ubicaba la acción de Fast & Furious 7–, o que remiten en
exceso a lo ya visto en el primer Expediente
Warren, El caso Enfield convence
gracias a la intensidad e inventiva de sus mejores fragmentos.
El
vigor de la puesta en escena de Wan se percibe, de nuevo y sin ir más lejos, en
la secuencia preliminar ambientada en la casa de Amityville. De entrada, tiene
su gracia que, en vez de abrir dicha secuencia de la manera tradicional, es
decir, mediante un plano general exterior de la fachada de la célebre vivienda
“encantada”, con sus dos famosos ventanales parecidos a ojos brillando a la luz
de una tormenta con gran aparato eléctrico, lo que hace Wan es colocar la
cámara dentro de la buhardilla de la casa, enfocando los famosos ventanales
desde el interior, y creando unos segundos de incertidumbre, los cuales se
despejan tan pronto como se superpone en pantalla el rótulo “Amityville, 1976”.
También demuestra una notable habilidad e inventiva a la hora de visualizar, de
nuevo, los famosos asesinatos cometidos por Ronald DeFeo Jr. –y más a la vista
de un precedente tan estupendo como el de Terror
en Amityville (The Amityville Horror, 1979, Stuart Rosenberg) (4)–: Lorraine Warren “sale” de su
cuerpo durante una sesión de espiritismo en el salón de la casa, y “conecta” con
DeFeo, hasta el punto de colocarse a ratos en el lugar del asesino, cargando su
rifle y descargándolo sobre los cuerpos de su familia; así, en vez de mostrar
en contraplano a la familia de DeFeo recibiendo los disparos, lo que hace Wan es
cortar y, por salto de montaje, “aparecen” sobre los cadáveres las manchas de
sangre de sus heridas mortales.
El
componente onírico está más acentuado que en el primer Expediente Warren, acercando El
caso Enfield a un terreno muy similar al de las dos entregas de Insidious (tres, si añadimos la mediocre
segunda secuela firmada por Leigh Whannell, colaborador habitual de Wan aquí
ausente por completo). Ya hemos mencionado el momento en que Jenny es
arrastrada a su dormitorio a través del techo del salón. Podemos añadir, en el
prólogo de Amityville, el primer encuentro de Lorraine con una monja de aspecto
demoníaco (Bonnie Aarons) y la visión premonitoria en la que presencia la
horrible muerte de su esposo Ed (Patrick Wilson); en particular una secuencia
aterradora, sin duda alguna una de las mejores que haya propuesto su autor: la
que tiene lugar en casa de los Warren, cuando Lorraine queda encerrada en el
despacho de su marido, y la sombra de la monja diabólica recorre las paredes de
la estancia hasta detenerse detrás del cuadro al óleo que de ella ha pintado Ed
tras verla en una de sus pesadillas: la imagen de las manos de la monja
saliendo de detrás de la pared y sujetando el retrato es antológica.
La
inventiva se halla presente en otros momentos puramente fantastiques. Esa escena, muy spielbergiana, en la que el pequeño
Billy recibe la inquietante visita de un coche de bomberos de juguete que
parece funcionar por voluntad propia. La ya famosa secuencia –muy publicitada,
por no decir reventada, en los
tráileres– en la que Jenny observa horrorizada cómo los numerosos crucifijos
que adornan las paredes de su dormitorio se ponen cabeza abajo por sí solos
(convirtiéndose, así, en señales del Anticristo), momentos antes de una nueva y
aterradora aparición del espectro de Bill Witkins brotando de la oscuridad por el
extremo derecho del encuadre. La magnífica escena en la que Ed Warren interroga
al espíritu de Bill Witkins, después de que este haya tomado posesión del
cuerpo de Jenny: Wan la resuelve, de forma tan sencilla como inquietante,
mediante una serie de encuadres en los cuales vemos en primer plano a Ed, a la
izquierda del cuadro, y a la derecha, la figura sentada en el sillón,
desenfocada de manera que no percibimos con claridad si se trata de Jenny o del
fantasma del anciano. Expediente Warren:
El caso Enfield hace gala de tanta pericia en sus mejores momentos, y de
tanta solvencia incluso en los peores o más intrascendentes, logrando mantener
la tensión y el interés en todo momento, que se hace perdonar sus defectos, más
de guion que de otra cosa.
(4) Véase mi
artículo publicado en el núm. 358 de Imágenes
de Actualidad, junio 2015: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2015/05/imagenes-de-actualidad-de-junio-2015-la.html
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