[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] El arranque de Ocho
apellidos vascos (2014) es de los que hacen temer lo peor: Amaia (Clara
Lago), una joven vascuence que acaba de romper con su novio, se pasea por
Sevilla junto con dos amigas, ahogando sus penas en alcohol. Las tres muchachas
entran en un local para seguir bebiendo, y allí presencian casualmente la actuación
de Rafa (Dani Rovira), un joven sevillano que se dedica a hacer chistes a costa
de los tópicos sobre los vascos…, lo cual provoca la reacción airada de Amaia,
que se siente ofendida. A pesar del tono excesivamente crispado de esta primera
secuencia, y de la un tanto desaforada performance
de Clara Lago (luego se entona), la misma marca bien el sentido de farsa que va
a presidir el resto del relato: Rafa demuestra en el escenario que tiene
habilidad para imitar el acento vascuence, esto es, para explotar un tópico
(todos-los-vascos-hablan-así); y Amaia y sus amigas van vestidas de faralaes,
con lo cual también ellas explotan un tópico, en este caso andaluz
(todas-las-andaluzas-se-visten-así). Tal y como se verá a continuación, Ocho apellidos vascos es una comedia
sobre los tópicos que diferencian a vascos y andaluces, la cual tras esa
primera secuencia desafortunada va creciendo en interés gracias a su inesperada
habilidad para construir un enredo humorístico que se sustenta sobre la
falsedad de las apariencias y, sobre todo, la fragilidad de las barreras
culturales y —así las llaman— nacionales que separan a los seres humanos.
Desde luego que Ocho apellidos vascos no propone (ni
creo que lo pretenda) una reflexión profunda sobre las nacionalidades de España,
pero en estos momentos en los cuales la cuestión de los nacionalismos se emplea
como arma política para soliviantar el afán centralista de unos (“españolista”
en el sentido más reaccionario de la expresión) y el anhelo independentista de
otros, resulta refrescante que un film efectúe una burla (suave) sobre la
cuestión “identitaria” que se dirime en el fondo del asunto. Lo más
sorprendente es que lo haga con una destreza mayor de la esperada (al menos,
por mí) por parte del veterano Emilio Martínez-Lázaro, quien con mejor o peor
fortuna ha demostrado —en títulos como Amo
tu cama rica (1992), Los peores años
de nuestra vida (1994) o las dos entregas de El otro lado de la cama (2002-2005)— un interés por los relatos
cómico-románticos centrados en personajes jóvenes, que en esta ocasión se
cristaliza en un film ágil y divertido al que se le puede reprochar que su
misma falta de pretensiones se traduzca en un tratamiento superficial de las
cuestiones de fondo que sugiere pero que no quiere —o no puede— desarrollar en
profundidad. Dicho de otro modo, Ocho
apellidos vascos sería una película extraordinaria si se hubiese atrevido a
ir más allá de la parodia (a ratos, lograda) de los tópicos entre vascos y
andaluces, o si se prefiere, entre norte y sur, por más que el solo hecho de
abordar la cuestión, y de hacerlo del modo en que lo hace —jocoso,
desprejuiciado, frívolo, pero con un punto de respeto que, ¡ay!, quizá es lo
que le impide tener más mordiente del deseable— resulta hasta cierto punto
atípico no ya en el actual panorama de la (ejem)
comedia española como del (otro ejem)
cine español en general.
Sin perjuicio
del mérito de Martínez-Lázaro tras las cámaras —que lo tiene, por más que la
suya sea una labor, en cierto sentido, “invisible”, de puro discreta, que no
por ello inexpresiva—, hay que reconoce que buena parte de la efectividad de Ocho apellidos vascos reside en la
chispa del guión de Borja Cobeaga y Diego San José, quienes juegan hábilmente
con el choque cultural entre norte y sur, sobre todo a partir del crucial
momento en que Rafa, perdidamente enamorado de Amaia a pesar de haber pasado
juntos una noche sin sexo (o, quizá, precisamente por eso), decide, para horror
de sus amigos, viajar al País Vasco no tanto para devolverle a la chica el
bolso que se dejó en su piso como, por descontado, para volver a verla… El
jocoso diálogo de Rafa con sus colegas, quienes temen por la vida de Rafa ante la posibilidad de que Amaia, por el mero
hecho de ser vasca, ¡tenga alguna relación con la banda terrorista ETA! (sic);
o el equívoco que se produce entre “piso
piloto” (¡sic!) y “piso franco”,
con la coletilla de la referencia al siniestro Generalísimo, proporciona la
medida de una película que, cierto, juega sobre conceptos archisabidos y algo
fáciles, pero sabe hacerlo desde una perspectiva tan desenfadada, y tan
consciente de que se ríe de conceptos de por sí risibles, que acaba moviendo a
la simpatía.
Pasado ese
arranque, la película empieza realmente
a partir de la llegada de Rafa al País Vasco, la cual, en otro notable rasgo de
humor, está visualizada enmarcándola en un contexto de tormenta acompañada de
rayos y truenos y justo a la salida del túnel que atraviesa el autobús donde
viaja Rafa, por mediación de un plano subjetivo que viene a erigirse en una jocosa
representación de los miedos del personaje. Será justo en ese autobús donde
Rafa conocerá a Merche (Carmen Machi), a la que toma por vascuence cuando en
realidad, le aclara, es extremeña. Es otro indicio de algo que el film
terminará desarrollando —esto sí— con cierta profundidad: la idea (vieja,
cierto) de que las apariencias engañan, pero que en el contexto del relato se
reconduce a una caricatura aguda aunque quizá excesivamente amable sobre la
estupidez inherente no solo a la conducta humana (esa es otra vieja idea), sino
a la excesiva importancia que se le da a esas particularidades locales, llámese
idioma, política, actitudes, costumbres o incluso cultura, y los efectos
perjudiciales de las mismas cuando se utilizan —mejor dicho: se instrumentalizan—
para marcar diferencias entre las personas y separarlas dolorosamente. Desde
este punto de vista, que Rafa tenga que fingir que es el novio vasco de Amaia,
“Antxón”, delante del padre de la muchacha, Koldo (un Karra Elejalde mejor que
nunca, que ya es decir), base del enredo cómico que sustenta Ocho apellidos vascos, es, según como se
mire, una comedia con fondo trágico, o si se prefiere, una tragedia de fondo
cómico. Resulta sintomático el personaje de Koldo, un pescador vasco con sus
exigencias (en el fondo ingenuas, pero insistentes) de que el supuesto novio de
su hija sea un-vasco-de-pura-cepa, en el sentido más convencional y arquetípico
del concepto (independentista, que sepa hablar euskera, que diga “¡anda, la hostia!” cada dos por tres,
que sea pelotari, y que coma y beba hasta reventar…), y que al final acabará
viendo tambalear sus convicciones tras un largo proceso de descubrimiento tanto
de que “Antxón” no es sino el sevillano Rafa, como de que Merche —que, para
ayudar a Rafa, se hace pasar por la madre de “Antxón”—, de la cual se ha enamorado,
tampoco es una-vasca-de-pura-cepa.
Ocho apellidos vascos se sustenta sobre la idea del fingimiento:
Rafa se hace pasar por “Antxón”, ese vasco estereotipado que, de cara a la
galería, tiene que fingirse miembro de un ala juvenil de ETA, instigador de la kale borroka, que habla euskera con
fluidez, odia todo lo que tenga que ver con el tristemente célebre “Estado
represor” y tiene en su árbol genealógico esos ocho apellidos vascos que obliga
la tradición; Amaia y Merche, ya lo hemos explicado, tienen que fingir que son
la novia y la madre del falso “Antxón”, respectivamente; pero incluso el propio
Koldo “finge”, a su manera, cuando tiene que disfrazar bajo una capa de dureza
el amor que siente por su hija y, al final, también por Amaia, e incluso el
afecto que acaba sintiendo hacia “Antxón”. En base a este planteamiento, Emilio
Martínez-Lázaro solventa el film como si fuera, asimismo, una especie de
representación burlesca, utilizando abundantemente los planos abiertos y
confiando en la destreza de sus (excelentes) actores, con vistas a expresar
cierta teatralidad que resulta coherente con el dramatis personae de un conjunto de personajes que no hacen sino
llevar a cabo su propia y particular “obra de teatro” de cara a los demás; lo
cual da pie a momentos tan logrados (e hilarantes) como aquél en el que Rafa se
hace pasar por “Antxón” en la celda de comisaría ante un grupo de admirados
jóvenes partidarios de la kale borroka
que le toman por una especie de “líder secreto”; la secuencia de la primera
cena “en familia” entre “Antxón”, Amaia y Koldo; o la de la manifestación
anti-española, con el apurado protagonista improvisando una extraña arenga
política para animar a sus compañeros, que guarda ciertos ecos del célebre gag
de la manifestación obrera de Tiempos
modernos (Modern Times, 1936, Charles Chaplin). El burlesco final en
Sevilla, con Amaia haciendo realidad el sueño romántico de Rafa gracias a una
calesa… y la contratación de Los del Río cantando “Sevilla tiene un color
especial” (¡), pone en evidencia lo que Ocho
apellidos vascos tiene, en última instancia, de teatro de títeres humanos
modelados por el peso de tradiciones enquistadas.
Esta película, como el "Pagafantas" de Cobeaga, es un programa de sketches alargado. El cine es otra cosa.
ResponderEliminarMe alegra mucho que una comedia española sea líder en taquilla, además sin gran despliegue publicitario, con el tradicional boca-oreja de toda la vida. No comparto el pesimismo hacia el actual estado del género en España, el año pasado se estrenó la, para mi, divertidísima "Tres bodas de más" y aunque fuera un poco bluff, "La gran familia española" era una peli digna. Esperemos que Gómez Pereira se anime a retomar el género, en los 90 dejó buenos trabajos.
ResponderEliminarTomás, una pregunta: en la cabecera de la página de facebook de este blog tienes dos fotos; en la pequeña aparece Rebecca Romijn en una escena de "Femme fatale" de De Palma, pero ¿de qué actriz son los ojazos azules de la foto grande?
ResponderEliminarBuenos días, Iker:
ResponderEliminarSon de la misma actriz, en la misma película.
Saludos.