Vaya por delante que considero a Álex de la Iglesia el mejor cineasta español de su generación y que sus películas, con todas sus irregularidades, por regla general me interesan. No obstante, ello no me impide reconocer que su más reciente propuesta, Balada triste de trompeta (2010), me parece total y absolutamente fallida; me atrevería a decir, incluso, que se trata de una tremenda equivocación por parte del realizador bilbaíno el haberla afrontado de la manera como lo ha hecho, aparentemente con un exceso de precipitación, pues de la misma ha surgido una película que se pretende ácida y subversiva, y que no es sino petardista y de brocha gorda, por más que esté llena, paradójicamente, de algunas ideas dignas de mención. Dicho de otra forma: Balada triste de trompeta es un film absurdo, y tan desquiciado y desequilibrado como sus personajes; lo cual, sin duda alguna, puede interpretarse como algo deliberado por parte de su guionista y director, pero dicha pretensión no se traduce adecuadamente en imágenes: una cosa es que la película adopte el punto de vista enloquecido de sus protagonistas, cierto, y otra bien distinta es que esa perspectiva demencial esté asumida por el realizador hasta el punto de afectar la propia estructura narrativa del film y la coherencia de lo que se quiere contar: los personajes, en efecto, pueden estar locos, y el director puede mostrar esa locura, pero sin caer en el error de asumirla como propia, si es que realmente pretende que el espectador perciba algo más que el delirio de unas mentes enfermas. A pesar de todo ello, y de otras muchas cosas más que pueden (y deben) apuntarse en el saldo de lo negativo, Balada triste de trompeta no es un film vacío: lo que plantea es interesante, a ratos mucho; pero, por desgracia, a mi entender lo cuenta mal. Y, honestamente, lamento la pobreza del resultado no solo porque De la Iglesia me interesa como cineasta, sino también porque en Balada triste de trompeta había los suficientes elementos con posibilidades de llevar a cabo con ellos una gran película.
El arranque mismo del film ya indica, con claridad y coherencia, algunas de las escasas virtudes y los más abundantes defectos de la nueva propuesta del realizador. Asistimos a un violentísimo episodio de la guerra civil española (¿hubo alguno que no lo fuera?) que se inicia con una representación circense llevada a cabo por dos clowns, uno que hace de payaso tonto (Santiago Segura) y el otro de payaso listo (Fofito), en el humilde escenario de una localidad que está siendo bombardeada por los nacionales; el público asistente es mayoritariamente infantil, y los payasos se esfuerzan por entretener a los pequeños para abstraerles del peligro de muerte que les rodea, en una escena que guarda indudables ecos del arranque de ¡Ay, Carmela! (1990), la adaptación llevada a cabo por Carlos Saura de la famosa obra de teatro homónima de José Sanchís Sinisterra. La tensión del momento alcanza su punto culminante con la irrupción en el lugar de un fervoroso capitán miliciano (Fernando Guillén Cuervo), quien recluta a la fuerza al payaso tonto y a todo aquél que sea capaz de empuñar un arma para repeler el ataque de los nacionales, que tienen cercado el pueblo. Todo ello desemboca en una batalla que concluye con la masacre de los milicianos y la captura, junto a otros prisioneros, del payaso tonto, herido en combate. Si, en ese saldo positivo, podemos anotar la paradójica situación que provoca el que un hombre vestido de payaso y con peluca de mujer se vea, pocos minutos después, involucrado en una carga suicida contra un enemigo muy superior (y que lo haga, además, machete en mano: “Así les darás más miedo”, le espeta el oficial miliciano), ese apunte –mero apunte— se diluye bajo el peso del efectismo de la resolución de la secuencia, que ahoga esta y cualquier otra sugerencia en beneficio del impacto gratuito: De la Iglesia sabe filmar, cierto, pero la planificación de la batalla, cuya coreografía deja bastante que desear y en la línea de la estética instaurada (guste o no) por Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1997), así como el abuso del montaje corto (bastante insólito en De la Iglesia, y no le sienta bien), que estará presente a lo largo de todo el metraje, malogran de entrada las propuestas de este arranque que se pretende vigoroso y acaba siendo más bien confuso. Lo de hacer de Samuel Fuller será mejor dejarlo para otro día que uno esté más inspirado.
Prácticamente lo afirmado hasta aquí vale para el resto del metraje, consistente como dicho en el planteamiento de ideas con posibilidades que el propio cineasta se encarga de ir destrozando sistemáticamente a base de subrayados. Vayamos siguiendo el devenir de la trama. Recordemos que el payaso tonto ha sido hecho prisionero por los nacionales; pues bien, el personaje tiene un hijo, el pequeño Javier, el cual visita a su padre poco después de que este último haya sido hecho prisionero; vuelve a hacerlo tiempo después, en el presidio en el cual está recluido; y, finalmente, intenta una desesperada maniobra de evasión de su progenitor del interior de las obras del Valle de los Caídos (sic), donde está cumpliendo trabajos forzosos. La escena de la primera conversación con el padre prisionero tiene un pase, por más que resulta harto convencional: el hombre, todavía con los restos de su maquillaje y vestuario como payaso tonto, intenta tranquilizar a su hijo diciéndole que no le va a pasar nada, por más que sepa con seguridad que eso no será así. La conversación en la cárcel hace gala de la demagogia que, asimismo, irá impregnando el relato en sus peores momentos: Javier le dice a su padre que de mayor quiere ser como él, un payaso tonto, pero aquél le replica que no: que tiene que ser un payaso triste, porque no ha “tenido infancia…”, y que tiene que sobrevivir en base a una motivación muy concreta: la venganza; puede alegarse que lo que pretende De la Iglesia con esta escena es ofrecer una versión paródica de tantas y tantas conversaciones “trascendentales” entre padres e hijos características del melodrama tradicional, o que se trata, en definitiva, de una caricatura a tono con lo que va a venir a continuación; pero, sea como fuere, el resultado no tiene fuerza, ni melodramática (pues no emociona) ni sarcástica (tampoco divierte). ¿Y qué decir de la disparatada secuencia del intento de rescate del padre por parte de un ya adolescente Javier en las obras del Valle de los Caídos?: aparte de inverosímil y resuelta sin gracia, no hace otra cosa que volver a poner de manifiesto el carácter demagógico del guion: resulta que el oficial franquista que supervisa las obras –o que pasaba por allí: tampoco queda claro—, el coronel Salcedo (Sancho Gracia), es el mismo que dirigía las tropas nacionales en la batalla del principio, el mismo al cual el payaso tonto roció accidentalmente con sus lágrimas artificiales (chiste fácil que provoca, cómo no, que desde entonces el militar se-la-tenga-jurada), y el mismo que acabará matando al payaso tonto y al cual más adelante el adulto Javier se reencontrará, casualmente (“casualidad” que no es sino otro capricho de guion), para aplicarle aquello que se conoce como justicia poética, pero ya volveremos sobre eso…
La acción da un importante salto temporal: nos hallamos ahora en el Madrid de 1973. El ya adulto Javier (Carlos Areces) se ofrece para trabajar como payaso triste en la modesta compañía circense que oficialmente dirige el jefe de pista (Manuel Tejada: a De la Iglesia le gusta recuperar buenos intérpretes de carácter), pero que en la práctica está gobernada por la estrella del circo: Sergio (Antonio de la Torre), quien hace de payaso tonto. En la misma compañía trabaja como trapecista una chica, Natalia (Carolina Bang), que es la amante de Sergio. El conflicto que se va a producir entre estos tres personajes se plantea de inmediato y sin medias tintas: Javier es pacífico, silencioso, introvertido y de físico poco agraciado, mientras que, por el contrario, Sergio es violento, gritón y tan explosivo como una bomba a punto de estallar, pero a pesar de ello consigue que los-niños-le-adoren. La secuencia en la cual a Sergio le presentan a Javier en la roulotte del primero está resuelta, nuevamente, con brocha gorda: los gritos de Sergio se contraponen a la timidez de Javier; y otra vez, asoma la demagogia: a la pregunta de Sergio a Javier sobre por qué quiere ser payaso, Javier replica que por qué lo es Sergio, y este contesta: “Porque si no lo fuera, sería un asesino”; “Yo también”, añade Javier; hay que decir, en honor a la verdad, que durante un par de segundos De la Iglesia sabe crear una tensión dramática en el cruce de miradas de los personajes en este preciso instante (Carlos Areces y, sobre todo, Antonio de la Torre, quien carga las tintas con aparente conciencia de estar encarnando a un personaje que es poco más que un pelele, contribuyen a ello). Poco antes de esta escena, hemos visto a Javier quedándose obnubilado ante la primera aparición en pantalla de Natalia, que De la Iglesia visualiza de un modo irónicamente “sublime” (por más que, en el fondo, sea también muy convencional): la hermosa muchacha aparece colgada boca abajo de su cuerda de ejercicios e iluminada en contrapicado por la luz solar. Huelga añadir que Javier queda, asimismo, “colgado” de Natalia pero que ella, como le indican de inmediato (subrayado), “ya tiene dueño”, lo cual unido a su brutal contraste con Sergio bastará para sembrar la semilla del (previsible) conflicto. A partir de ese momento, el nudo del relato girará en torno a la progresiva tensión sexual que se da entre Javier y Natalia, y la tensión violenta que se entabla a su vez entre Javier y el celoso Sergio. En el dibujo de esta última aparecen indudables ecos de la que posiblemente sea la mejor película de De la Iglesia, Muertos de risa (1999), otro relato demente en torno al odio de dos cómicos, si bien, y curiosamente, en Balada triste de trompeta el realizador resuelve elípticamente las mayoría de escenas en las cuales Sergio, en el papel de payaso tonto, y Javier, en el de payaso triste, comparten el escenario del circo donde actúan, salvo en aquélla –tampoco particularmente brillante— en la cual se produce un accidente que casi acaba en tragedia cuando ambos están trabajando con un elefante y un bebé.
El conflicto a tres bandas entre Javier, Sergio y Natalia hubiese podido dar mucho más juego sobre el papel, habida cuenta de que no cuesta demasiado ver en él una suerte de representación simbólica de la guerra civil o, si se prefiere, de las tristemente célebres “dos Españas”, de tal manera que Javier vendría a ser el símbolo de la España republicana, o mejor dicho, de la España de los vencidos (no creo que De la Iglesia haya querido plantear la película en términos políticos), mientras que Sergio lo sería de la España franquista, o expresado de otra forma, de la España más rancia y carpetovetónica, y Natalia podría entenderse como la personificación de España misma, vista en su sentido más “carnal”: la península ibérica cuya “geografía” se disputan los representantes de las “dos Españas”, la “vencedora” y la “vencida” en una guerra fratricida, y que comparten el deseo de poseer / follar / hostiar a alguien que, tal y como se sugiere en más de un momento del relato por más que, ay, De la Iglesia no se atreva a llevarlo hasta sus últimas consecuencias (Balada triste de trompeta es un film más cauto de lo que parece), en el fondo es una masoquista que le gusta ser poseída / follada / hostiada. De este modo, el debate de Natalia entre sus dos pretendientes parece querer reflejar en el fondo la tragedia de una España cuyos hijos se dividen (y, me temo, siguen divididos) entre la tradición y la modernidad, lo viejo y lo nuevo, enfrascados en una pelea de monigotes o, tal y como De la Iglesia la plantea, de payasos en un circo de mala muerte. Una idea con posibilidades, es verdad, que el realizador dilapida, en primer lugar, bajo el peso de un guion que no se sostiene por ningún lado (se nota, y mucho, la ausencia de su habitual co-guionista Jorge Guerricaechevarría, quien podría haber llevado a cabo los ajustes que, a simple vista, necesitaba semejante libreto); pero, si bien es verdad que los guiones no siempre son lo mejor del cine de su director, sino más bien su característico sentido de la imagen y del humor, que en muchas ocasiones le ha servido para remontar los irregulares argumentos de más de una película suya, Balada triste de trompeta acaba siendo la triste excepción que confirma la regla.
De ahí que haya muchos, demasiados momentos en los cuales se tiene la penosa sensación de que la ferocidad del relato no es más que una burda cortina de humo destinada a paliar las deficiencias dramáticas y estructurales de una trama que, además de ser un completo disparate, no encuentra en el trabajo de puesta en escena de su realizador el adecuado tratamiento asimismo disparatado. Ya he señalado que De la Iglesia confunde la locura de sus protagonistas con su visualización mediante una puesta en escena, por así decirlo, también “loca”, en una mala superposición de forma y fondo que, lejos de enriquecer el film, lo empobrece alarmantemente. El ritmo es rapidísimo, a tono, es de suponer, con el torbellino mental y emocional de los personajes, pero el resultado no es trepidante, sino atropellado y confuso: hay momentos en los cuales apenas hay tiempo para apreciar algunas bonitas imágenes que, casi de manera casual, se le “escapan” por aquí y por allá a nuestro hombre porque, a pesar de todo, sabe hacer cine: señalo ese momento en el cual, tras haber sufrido la brutal agresión por parte de Javier, Sergio es transportado al veterinario (el único facultativo que hay cerca del lugar)… a lomos del elefante del circo, convertido así en improvisada ambulancia; o, poco después, la escena, resuelta fuera de campo, de la apresurada curación del destrozado rostro de Sergio por parte del veterinario (Luis Varela), que si por algo brilla es gracias a la prestación, absolutamente genial, de la siempre magnífica Terele Pávez en el papel de la mujer del veterinario: la actriz proporciona aquí la medida exacta de crudeza, esperpento y humor negro que se echa en falta, lamentablemente, en el resto del metraje.
El problema es que, pretendiendo ser una obra grotesca y caricaturesca en torno a unos personajes asimismo delirantes y extremados, Balada triste de trompeta acaba siendo un mero fuego de artificio que ni profundiza ni saca partido de lo que plantea, contentándose con revolcarse en la gratuidad. El resultado es un film que está lleno de secuencias “de impacto” que no aportan nada relevante al devenir del relato: el ejemplo más palmario es la bochornosa secuencia de la primera cena de Javier con los miembros de la compañía circense en el restaurante, durante la cual vuelve a reincidirse, por enésima vez, en el temperamento brutal de Sergio, mostrándole contando chistes execrables y dándole una paliza, una más, a Natalia: el momento en el cual Sergio se folla a Natalia apoyándola contra la luna del restaurante, mientras al otro lado del cristal está escondido un aterrorizado Javier, es digno de una comedia sexy italiana de los setenta al servicio de Alvaro Vitali. Hay, incluso, una escena de una torpeza supina, que parece incluso mal ensamblada en la mesa de montaje: aquélla en la cual, viendo que se acerca un furioso Sergio, a Javier no se le ocurre un sitio mejor para esconderse que la caravana que comparte el primero con Natalia, la cual se halla en ese preciso instante en ropa interior; finalmente, Natalia y Javier acaban escondiéndose juntos en un pequeño compartimento de la caravana, mientras el iracundo Sergio entra en el vehículo hecho una fiera; pues bien, la escena se corta ahí, dando la impresión de que la misma tenía que ser más larga…
Es de agradecer que De la Iglesia no se mire con simpatía a ninguno de sus protagonistas, por más que intente destacar, con irregular acierto, el carácter desdichado del personaje de Javier, cierto patetismo en el del desalmado Sergio (escena en la cual llora por la calle porque ahora, con el rostro deformado, los niños ya no le quieren), y la condición de Natalia de víctima del maltrato masculino. En última instancia, Javier y Sergio, y en menor medida Natalia, son monstruos, y lo que les ocurre no hace sino ir poniendo de relieve su monstruosidad: Javier acabará dando rienda suelta a sus impulsos violentos largo tiempo reprimidos destrozando la cara de Sergio y la suya propia (véase cómo se “maquilla” para siempre de payaso, con la ayuda de un lavado de cara con sosa cáustica y una plancha caliente aplicada en sus mejillas y labios); y el nuevo rostro de Sergio vendrá a ser una especie de exteriorización de su monstruo interior. Pero el problema, gran problema de Balada triste de trompeta es que esa monstruosidad, esa payasada siniestra, quiere ser a la vez un reflejo indirecto y desquiciado de una época asimismo “monstruosa” y “apayasada”: la de los últimos coletazos del franquismo, visualizada mediante numerosas referencias a la cultura popular de la época (el No-Do, Eurovisión, los Payasos de la Tele, Kojak, el baño de Fraga en Palomares, las apariciones televisivas de Torcuato Fernández Miranda y Arias Navarro, etc., etc.). Y no solo no lo consigue, sino que cuando intenta forzar ese paralelismo, surgen entonces las ideas más desaprovechadas del conjunto: el insufrible bloque en el cual, como ya hemos mencionado líneas atrás, un Javier fugitivo de la justicia tras agredir a Sergio y haberse escondido en el bosque, va a parar a manos del coronel Salcedo, el asesino de su padre (del cual, claro, se vengará…), y que culmina con la referencia a una de las famosas cacerías de Francisco Franco y con el chiste fácil del instante en que Javier muerde la mano del Generalísimo (Juan Viadas); la gratuita secuencia en el cine donde se proyecta una película protagonizada por Raphael –Sin un adiós (1970), de Vicente Escrivá—, en la cual el popular cantante interpreta, asimismo maquillado de payaso, la canción Balada triste de trompeta que da título al film de De la Iglesia; o el momento en que, en plena persecución de su adorada Natalia, Javier acaba siendo testigo privilegiado nada menos que del asesinato de Carrero Blanco (resulta impagable, nuevamente por demagógico, ese fugaz instante en el cual el demente Javier se tropieza con los asesinos de ETA huyendo en coche del lugar del atentado y les pregunta: “¿Y vosotros de qué circo sois?”).
El clímax de la función tiene lugar en el escenario del Valle de los Caídos, no tanto para cerrar circularmente el relato como para dar pie a una de esas aparatosas resoluciones tan del gusto de De la Iglesia; y hay que reconocer que, aún siendo en sus líneas generales una tontería que se alarga más allá de lo necesario (véase, sin ir más lejos, el penoso y prescindible episodio protagonizado por el motorista acrobático del circo), la secuencia hace gala en determinados instantes no solo de la pericia técnica del bilbaíno, sino también de algún que otro apunte jugoso, aunque asimismo falto de desarrollo: el interior del tristemente famoso monumento funerario está repleto de calaveras de “los caídos” (sic), lo cual confiere a estas escenas una fugaz pero curiosa ambientación macabra que recuerda a la caverna de los matarifes tejanos de The Texas Chainsaw Massacre 2 (Tobe Hooper, 1986). No es la única referencia que se puede apuntar: Tim Burton se lleva la palma en cuanto a guiños, tanto en lo que se refiere a la ambientación circense (más burtoniana que felliniana), como a la del decorado de la Casa del Terror del parque de atracciones –hay ciertos ecos de la de Ed Wood (ídem, 1994)—, el diseño aterrador del payaso triste –Carlos Areces, con sus quemaduras y sus metralletas, parece uno de los clowns que salían en Batman vuelve (Batman Returns, 1992)— y algunos instantes en lo alto de la cruz del Valle de los Caídos –que evocan vagamente la catedral abandonada de Batman (ídem, 1989)—, previo paso por el monte Rushmore de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959, Alfred Hitchcock). Pero todo esto no tendría importancia, e incluso sería lo de menos, si la película que contiene esas referencias hubiese estado a la altura de lo que prometía.
CON ESTE COMENTARIO CONCLUYO MIS ENTRADAS EN ESTE BLOG PARA EL AÑO 2010. TAN SOLO ME QUEDA DESEAR A LOS LECTORES QUE TIENEN LA SANTA PACIENCIA DE AGUANTAR MIS ELUCUBRACIONES (Y A LOS QUE NO, TAMBIÉN) UN FELIZ AÑO NUEVO. POR AQUÍ NOS VEMOS EN 2011.
El arranque mismo del film ya indica, con claridad y coherencia, algunas de las escasas virtudes y los más abundantes defectos de la nueva propuesta del realizador. Asistimos a un violentísimo episodio de la guerra civil española (¿hubo alguno que no lo fuera?) que se inicia con una representación circense llevada a cabo por dos clowns, uno que hace de payaso tonto (Santiago Segura) y el otro de payaso listo (Fofito), en el humilde escenario de una localidad que está siendo bombardeada por los nacionales; el público asistente es mayoritariamente infantil, y los payasos se esfuerzan por entretener a los pequeños para abstraerles del peligro de muerte que les rodea, en una escena que guarda indudables ecos del arranque de ¡Ay, Carmela! (1990), la adaptación llevada a cabo por Carlos Saura de la famosa obra de teatro homónima de José Sanchís Sinisterra. La tensión del momento alcanza su punto culminante con la irrupción en el lugar de un fervoroso capitán miliciano (Fernando Guillén Cuervo), quien recluta a la fuerza al payaso tonto y a todo aquél que sea capaz de empuñar un arma para repeler el ataque de los nacionales, que tienen cercado el pueblo. Todo ello desemboca en una batalla que concluye con la masacre de los milicianos y la captura, junto a otros prisioneros, del payaso tonto, herido en combate. Si, en ese saldo positivo, podemos anotar la paradójica situación que provoca el que un hombre vestido de payaso y con peluca de mujer se vea, pocos minutos después, involucrado en una carga suicida contra un enemigo muy superior (y que lo haga, además, machete en mano: “Así les darás más miedo”, le espeta el oficial miliciano), ese apunte –mero apunte— se diluye bajo el peso del efectismo de la resolución de la secuencia, que ahoga esta y cualquier otra sugerencia en beneficio del impacto gratuito: De la Iglesia sabe filmar, cierto, pero la planificación de la batalla, cuya coreografía deja bastante que desear y en la línea de la estética instaurada (guste o no) por Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1997), así como el abuso del montaje corto (bastante insólito en De la Iglesia, y no le sienta bien), que estará presente a lo largo de todo el metraje, malogran de entrada las propuestas de este arranque que se pretende vigoroso y acaba siendo más bien confuso. Lo de hacer de Samuel Fuller será mejor dejarlo para otro día que uno esté más inspirado.
Prácticamente lo afirmado hasta aquí vale para el resto del metraje, consistente como dicho en el planteamiento de ideas con posibilidades que el propio cineasta se encarga de ir destrozando sistemáticamente a base de subrayados. Vayamos siguiendo el devenir de la trama. Recordemos que el payaso tonto ha sido hecho prisionero por los nacionales; pues bien, el personaje tiene un hijo, el pequeño Javier, el cual visita a su padre poco después de que este último haya sido hecho prisionero; vuelve a hacerlo tiempo después, en el presidio en el cual está recluido; y, finalmente, intenta una desesperada maniobra de evasión de su progenitor del interior de las obras del Valle de los Caídos (sic), donde está cumpliendo trabajos forzosos. La escena de la primera conversación con el padre prisionero tiene un pase, por más que resulta harto convencional: el hombre, todavía con los restos de su maquillaje y vestuario como payaso tonto, intenta tranquilizar a su hijo diciéndole que no le va a pasar nada, por más que sepa con seguridad que eso no será así. La conversación en la cárcel hace gala de la demagogia que, asimismo, irá impregnando el relato en sus peores momentos: Javier le dice a su padre que de mayor quiere ser como él, un payaso tonto, pero aquél le replica que no: que tiene que ser un payaso triste, porque no ha “tenido infancia…”, y que tiene que sobrevivir en base a una motivación muy concreta: la venganza; puede alegarse que lo que pretende De la Iglesia con esta escena es ofrecer una versión paródica de tantas y tantas conversaciones “trascendentales” entre padres e hijos características del melodrama tradicional, o que se trata, en definitiva, de una caricatura a tono con lo que va a venir a continuación; pero, sea como fuere, el resultado no tiene fuerza, ni melodramática (pues no emociona) ni sarcástica (tampoco divierte). ¿Y qué decir de la disparatada secuencia del intento de rescate del padre por parte de un ya adolescente Javier en las obras del Valle de los Caídos?: aparte de inverosímil y resuelta sin gracia, no hace otra cosa que volver a poner de manifiesto el carácter demagógico del guion: resulta que el oficial franquista que supervisa las obras –o que pasaba por allí: tampoco queda claro—, el coronel Salcedo (Sancho Gracia), es el mismo que dirigía las tropas nacionales en la batalla del principio, el mismo al cual el payaso tonto roció accidentalmente con sus lágrimas artificiales (chiste fácil que provoca, cómo no, que desde entonces el militar se-la-tenga-jurada), y el mismo que acabará matando al payaso tonto y al cual más adelante el adulto Javier se reencontrará, casualmente (“casualidad” que no es sino otro capricho de guion), para aplicarle aquello que se conoce como justicia poética, pero ya volveremos sobre eso…
La acción da un importante salto temporal: nos hallamos ahora en el Madrid de 1973. El ya adulto Javier (Carlos Areces) se ofrece para trabajar como payaso triste en la modesta compañía circense que oficialmente dirige el jefe de pista (Manuel Tejada: a De la Iglesia le gusta recuperar buenos intérpretes de carácter), pero que en la práctica está gobernada por la estrella del circo: Sergio (Antonio de la Torre), quien hace de payaso tonto. En la misma compañía trabaja como trapecista una chica, Natalia (Carolina Bang), que es la amante de Sergio. El conflicto que se va a producir entre estos tres personajes se plantea de inmediato y sin medias tintas: Javier es pacífico, silencioso, introvertido y de físico poco agraciado, mientras que, por el contrario, Sergio es violento, gritón y tan explosivo como una bomba a punto de estallar, pero a pesar de ello consigue que los-niños-le-adoren. La secuencia en la cual a Sergio le presentan a Javier en la roulotte del primero está resuelta, nuevamente, con brocha gorda: los gritos de Sergio se contraponen a la timidez de Javier; y otra vez, asoma la demagogia: a la pregunta de Sergio a Javier sobre por qué quiere ser payaso, Javier replica que por qué lo es Sergio, y este contesta: “Porque si no lo fuera, sería un asesino”; “Yo también”, añade Javier; hay que decir, en honor a la verdad, que durante un par de segundos De la Iglesia sabe crear una tensión dramática en el cruce de miradas de los personajes en este preciso instante (Carlos Areces y, sobre todo, Antonio de la Torre, quien carga las tintas con aparente conciencia de estar encarnando a un personaje que es poco más que un pelele, contribuyen a ello). Poco antes de esta escena, hemos visto a Javier quedándose obnubilado ante la primera aparición en pantalla de Natalia, que De la Iglesia visualiza de un modo irónicamente “sublime” (por más que, en el fondo, sea también muy convencional): la hermosa muchacha aparece colgada boca abajo de su cuerda de ejercicios e iluminada en contrapicado por la luz solar. Huelga añadir que Javier queda, asimismo, “colgado” de Natalia pero que ella, como le indican de inmediato (subrayado), “ya tiene dueño”, lo cual unido a su brutal contraste con Sergio bastará para sembrar la semilla del (previsible) conflicto. A partir de ese momento, el nudo del relato girará en torno a la progresiva tensión sexual que se da entre Javier y Natalia, y la tensión violenta que se entabla a su vez entre Javier y el celoso Sergio. En el dibujo de esta última aparecen indudables ecos de la que posiblemente sea la mejor película de De la Iglesia, Muertos de risa (1999), otro relato demente en torno al odio de dos cómicos, si bien, y curiosamente, en Balada triste de trompeta el realizador resuelve elípticamente las mayoría de escenas en las cuales Sergio, en el papel de payaso tonto, y Javier, en el de payaso triste, comparten el escenario del circo donde actúan, salvo en aquélla –tampoco particularmente brillante— en la cual se produce un accidente que casi acaba en tragedia cuando ambos están trabajando con un elefante y un bebé.
El conflicto a tres bandas entre Javier, Sergio y Natalia hubiese podido dar mucho más juego sobre el papel, habida cuenta de que no cuesta demasiado ver en él una suerte de representación simbólica de la guerra civil o, si se prefiere, de las tristemente célebres “dos Españas”, de tal manera que Javier vendría a ser el símbolo de la España republicana, o mejor dicho, de la España de los vencidos (no creo que De la Iglesia haya querido plantear la película en términos políticos), mientras que Sergio lo sería de la España franquista, o expresado de otra forma, de la España más rancia y carpetovetónica, y Natalia podría entenderse como la personificación de España misma, vista en su sentido más “carnal”: la península ibérica cuya “geografía” se disputan los representantes de las “dos Españas”, la “vencedora” y la “vencida” en una guerra fratricida, y que comparten el deseo de poseer / follar / hostiar a alguien que, tal y como se sugiere en más de un momento del relato por más que, ay, De la Iglesia no se atreva a llevarlo hasta sus últimas consecuencias (Balada triste de trompeta es un film más cauto de lo que parece), en el fondo es una masoquista que le gusta ser poseída / follada / hostiada. De este modo, el debate de Natalia entre sus dos pretendientes parece querer reflejar en el fondo la tragedia de una España cuyos hijos se dividen (y, me temo, siguen divididos) entre la tradición y la modernidad, lo viejo y lo nuevo, enfrascados en una pelea de monigotes o, tal y como De la Iglesia la plantea, de payasos en un circo de mala muerte. Una idea con posibilidades, es verdad, que el realizador dilapida, en primer lugar, bajo el peso de un guion que no se sostiene por ningún lado (se nota, y mucho, la ausencia de su habitual co-guionista Jorge Guerricaechevarría, quien podría haber llevado a cabo los ajustes que, a simple vista, necesitaba semejante libreto); pero, si bien es verdad que los guiones no siempre son lo mejor del cine de su director, sino más bien su característico sentido de la imagen y del humor, que en muchas ocasiones le ha servido para remontar los irregulares argumentos de más de una película suya, Balada triste de trompeta acaba siendo la triste excepción que confirma la regla.
De ahí que haya muchos, demasiados momentos en los cuales se tiene la penosa sensación de que la ferocidad del relato no es más que una burda cortina de humo destinada a paliar las deficiencias dramáticas y estructurales de una trama que, además de ser un completo disparate, no encuentra en el trabajo de puesta en escena de su realizador el adecuado tratamiento asimismo disparatado. Ya he señalado que De la Iglesia confunde la locura de sus protagonistas con su visualización mediante una puesta en escena, por así decirlo, también “loca”, en una mala superposición de forma y fondo que, lejos de enriquecer el film, lo empobrece alarmantemente. El ritmo es rapidísimo, a tono, es de suponer, con el torbellino mental y emocional de los personajes, pero el resultado no es trepidante, sino atropellado y confuso: hay momentos en los cuales apenas hay tiempo para apreciar algunas bonitas imágenes que, casi de manera casual, se le “escapan” por aquí y por allá a nuestro hombre porque, a pesar de todo, sabe hacer cine: señalo ese momento en el cual, tras haber sufrido la brutal agresión por parte de Javier, Sergio es transportado al veterinario (el único facultativo que hay cerca del lugar)… a lomos del elefante del circo, convertido así en improvisada ambulancia; o, poco después, la escena, resuelta fuera de campo, de la apresurada curación del destrozado rostro de Sergio por parte del veterinario (Luis Varela), que si por algo brilla es gracias a la prestación, absolutamente genial, de la siempre magnífica Terele Pávez en el papel de la mujer del veterinario: la actriz proporciona aquí la medida exacta de crudeza, esperpento y humor negro que se echa en falta, lamentablemente, en el resto del metraje.
El problema es que, pretendiendo ser una obra grotesca y caricaturesca en torno a unos personajes asimismo delirantes y extremados, Balada triste de trompeta acaba siendo un mero fuego de artificio que ni profundiza ni saca partido de lo que plantea, contentándose con revolcarse en la gratuidad. El resultado es un film que está lleno de secuencias “de impacto” que no aportan nada relevante al devenir del relato: el ejemplo más palmario es la bochornosa secuencia de la primera cena de Javier con los miembros de la compañía circense en el restaurante, durante la cual vuelve a reincidirse, por enésima vez, en el temperamento brutal de Sergio, mostrándole contando chistes execrables y dándole una paliza, una más, a Natalia: el momento en el cual Sergio se folla a Natalia apoyándola contra la luna del restaurante, mientras al otro lado del cristal está escondido un aterrorizado Javier, es digno de una comedia sexy italiana de los setenta al servicio de Alvaro Vitali. Hay, incluso, una escena de una torpeza supina, que parece incluso mal ensamblada en la mesa de montaje: aquélla en la cual, viendo que se acerca un furioso Sergio, a Javier no se le ocurre un sitio mejor para esconderse que la caravana que comparte el primero con Natalia, la cual se halla en ese preciso instante en ropa interior; finalmente, Natalia y Javier acaban escondiéndose juntos en un pequeño compartimento de la caravana, mientras el iracundo Sergio entra en el vehículo hecho una fiera; pues bien, la escena se corta ahí, dando la impresión de que la misma tenía que ser más larga…
Es de agradecer que De la Iglesia no se mire con simpatía a ninguno de sus protagonistas, por más que intente destacar, con irregular acierto, el carácter desdichado del personaje de Javier, cierto patetismo en el del desalmado Sergio (escena en la cual llora por la calle porque ahora, con el rostro deformado, los niños ya no le quieren), y la condición de Natalia de víctima del maltrato masculino. En última instancia, Javier y Sergio, y en menor medida Natalia, son monstruos, y lo que les ocurre no hace sino ir poniendo de relieve su monstruosidad: Javier acabará dando rienda suelta a sus impulsos violentos largo tiempo reprimidos destrozando la cara de Sergio y la suya propia (véase cómo se “maquilla” para siempre de payaso, con la ayuda de un lavado de cara con sosa cáustica y una plancha caliente aplicada en sus mejillas y labios); y el nuevo rostro de Sergio vendrá a ser una especie de exteriorización de su monstruo interior. Pero el problema, gran problema de Balada triste de trompeta es que esa monstruosidad, esa payasada siniestra, quiere ser a la vez un reflejo indirecto y desquiciado de una época asimismo “monstruosa” y “apayasada”: la de los últimos coletazos del franquismo, visualizada mediante numerosas referencias a la cultura popular de la época (el No-Do, Eurovisión, los Payasos de la Tele, Kojak, el baño de Fraga en Palomares, las apariciones televisivas de Torcuato Fernández Miranda y Arias Navarro, etc., etc.). Y no solo no lo consigue, sino que cuando intenta forzar ese paralelismo, surgen entonces las ideas más desaprovechadas del conjunto: el insufrible bloque en el cual, como ya hemos mencionado líneas atrás, un Javier fugitivo de la justicia tras agredir a Sergio y haberse escondido en el bosque, va a parar a manos del coronel Salcedo, el asesino de su padre (del cual, claro, se vengará…), y que culmina con la referencia a una de las famosas cacerías de Francisco Franco y con el chiste fácil del instante en que Javier muerde la mano del Generalísimo (Juan Viadas); la gratuita secuencia en el cine donde se proyecta una película protagonizada por Raphael –Sin un adiós (1970), de Vicente Escrivá—, en la cual el popular cantante interpreta, asimismo maquillado de payaso, la canción Balada triste de trompeta que da título al film de De la Iglesia; o el momento en que, en plena persecución de su adorada Natalia, Javier acaba siendo testigo privilegiado nada menos que del asesinato de Carrero Blanco (resulta impagable, nuevamente por demagógico, ese fugaz instante en el cual el demente Javier se tropieza con los asesinos de ETA huyendo en coche del lugar del atentado y les pregunta: “¿Y vosotros de qué circo sois?”).
El clímax de la función tiene lugar en el escenario del Valle de los Caídos, no tanto para cerrar circularmente el relato como para dar pie a una de esas aparatosas resoluciones tan del gusto de De la Iglesia; y hay que reconocer que, aún siendo en sus líneas generales una tontería que se alarga más allá de lo necesario (véase, sin ir más lejos, el penoso y prescindible episodio protagonizado por el motorista acrobático del circo), la secuencia hace gala en determinados instantes no solo de la pericia técnica del bilbaíno, sino también de algún que otro apunte jugoso, aunque asimismo falto de desarrollo: el interior del tristemente famoso monumento funerario está repleto de calaveras de “los caídos” (sic), lo cual confiere a estas escenas una fugaz pero curiosa ambientación macabra que recuerda a la caverna de los matarifes tejanos de The Texas Chainsaw Massacre 2 (Tobe Hooper, 1986). No es la única referencia que se puede apuntar: Tim Burton se lleva la palma en cuanto a guiños, tanto en lo que se refiere a la ambientación circense (más burtoniana que felliniana), como a la del decorado de la Casa del Terror del parque de atracciones –hay ciertos ecos de la de Ed Wood (ídem, 1994)—, el diseño aterrador del payaso triste –Carlos Areces, con sus quemaduras y sus metralletas, parece uno de los clowns que salían en Batman vuelve (Batman Returns, 1992)— y algunos instantes en lo alto de la cruz del Valle de los Caídos –que evocan vagamente la catedral abandonada de Batman (ídem, 1989)—, previo paso por el monte Rushmore de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959, Alfred Hitchcock). Pero todo esto no tendría importancia, e incluso sería lo de menos, si la película que contiene esas referencias hubiese estado a la altura de lo que prometía.
CON ESTE COMENTARIO CONCLUYO MIS ENTRADAS EN ESTE BLOG PARA EL AÑO 2010. TAN SOLO ME QUEDA DESEAR A LOS LECTORES QUE TIENEN LA SANTA PACIENCIA DE AGUANTAR MIS ELUCUBRACIONES (Y A LOS QUE NO, TAMBIÉN) UN FELIZ AÑO NUEVO. POR AQUÍ NOS VEMOS EN 2011.
Muy de acuerdo en todo lo que expones. Al terminar de verla me quedó cierta sensación (seguramente equivocada) de que el problema de este film es la posición de su creador. No sé, creo que si Alex de la Iglesia siguiese siendo solo Alex de la Iglesia y no el presidente de la Academia, y a pesar de sus evidentes fallos de guión, la película hubiese sido otra cosa.
ResponderEliminarFeliz año a ti también, y muchísimas gracias por tu trabajo.
Una vez más, completamente de acuerdo con lo que comentas. A pesar de su aparente valentía y voluntad de salto al vacío, "Balada triste de trompeta" es un constante quiero y no puedo. Todo el entramado está expuesto y rodado con tanta precipitación que está a un paso de la vergüenza ajena. Y no hay mejores ejemplos que los que has puesto, la escena de acción del principio y la conversación del protagonista con Santiago Segura una vez capturado.
ResponderEliminarPero a pesar de todo esto y de que no me cabe duda de que De La Iglesia ha patinado, hay algo en ella que me la hace algo simpática. Tal vez sea lo que tiene en común con otra rareza reciente, "Bruc: el desafío": que por fin parece que los cineastas españoles empiezan a salirse del papel pautado y hacer lo que en Hollywood ya hicieron desde "El nacimiento de una nación" o "Murieron con las botas puestas". O sea, darle las patadas que haga falta a la propia historia del país para contar las historias que quieren contar, y no asépticos resúmenes a lo Reader's Digest.
O puede que sea la buena labor de Carlos Areces. O que De La Iglesia haya tenido los cojones de echar sal a la herida de las dos Españas en un momento en que los omnipresentes fantasmas del franquismo se han revelado como fastidiosamente corpóreos. No me parece casual, en ese sentido, que uno de los escenarios clave de la película sea el Valle de los Caídos, un símbolo de la grandilocuencia y el catetismo del régimen que todavía sigue protagonizando polémicas y que se le ha atragantado a todos los gobiernos democráticos del país, que no saben qué hacer con él.
Lo que no significa, claro, que BTDT me parezca una buena película, porque evidentemente no lo es.
Ante todo, Feliz Año nuevo,
ResponderEliminara mí, en cambio, me ha parecido una de las mejores no ya de su director, sino del cine español en años y una de las 10 mejores del año (la mejor película española del año diría que ha sido "La mujer sin piano" y extranjera, "La cinta blanca"). Una apabullante y demoledora visión de Alex de la Iglesia sobre la discrepancia de pareceres.
Paciencia nosotros?, de eso nada. Todo un privilegio poder leer siempre textos tan interesantes y tan enriquecedores, aunque no coincidamos en opinión, siempre se aprende de ellos.
Hola a todos y feliz año!
ResponderEliminarRespetando toda opinion, estoy más de acuerdo con Crowley que con los demás, me gustó mucho. Los excesos, es lo que tienen, a veces se cae en el ridículo pero el balance es más positivo que negativo. Entre los protagonistas, Areces está perfecto, de los secundarios, todos pero es que Tejada es un actor de una clase y sutileza que le viene bien a la película.
Eso sí, estoy deacuerdo en lo de Guerricaechevarría, habría equilibrado algo más el ritmo del film.
Por último, volviendo a lo que dice Tomás sobre la escena del armario que parece cortada...¿material para el DVD?
Pues a mi esta película me parece muy superior a la infame "Los crímenes de Oxford", o a la inenarrable "Perdita Durango". Bendita astracanada hispánica, para mi muy superior a la bazofia "made in Hollywood". Tomás, para mi el cine Usa no produce una obra maestra desde que Coppola dirigió "El padrino 2" (y creo que se la hizo un amigo, porque quién se puede creer que los dos Padrinos y ese infame bodrio llamado "Tetro" los hizo la misma persona).
ResponderEliminarA mí personalmente me parecio correcta e incluso con ratos de buen cine,pero creo que el cine de Alex de la Iglesia tiene dos defectos que aquí se acentúan:la exageración y la tendencia a ser un cine vacio.Pero repito,es mi modesta opinión.
ResponderEliminarLa escena final en la cruz del Valle de los Caídos me recordó mucho al género gótico clásico ("El fantasma de la ópera", el jorobado de "Nôtre Dame de Paris" o el final del Frankenstein de James Whale).
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