Audrey Hepburn o Mia Farrow fueron invidentes acosadas por asesinos que, aprovechándose de su ceguera, jugaban con ellas a un perverso juego del gato y el ratón en Sola en la oscuridad (Wait Until Dark, 1967, Terence Young) y Terror ciego (Blind Terror/ See No Evil, 1971, Richard Fleischer), respectivamente. Belén Rueda se une a ellas en Los ojos de Julia, y por partida doble, dado que interpreta a dos hermanas gemelas, una de ellas, Sara, ya ciega al principio del relato y como consecuencia de una enfermedad ocular degenerativa, y la otra, la Julia del título, en proceso de pérdida de visión a causa de la misma dolencia. Los ojos de Julia, producción de Guillermo del Toro realizada por Guillem Morales, a partir de un guion de este último escrito en colaboración con Orio Paulo, y que en el momento de escribir estas líneas roza los seis millones de euros de recaudación en taquilla, ha sido recibida entre la crítica española con bastante hostilidad. Hay razones que avalan ese estado de opinión, algunas razonables (valga la redundancia) y otras no. Empezaré por estas últimas. La primera de ellas, el habitual rechazo de cierta crítica ante lo que, sin duda alguna y como suele decirse, puede verse una-descarada-operación-comercial por parte de Guillermo del Toro con vistas a repetir el éxito conseguido con El orfanato (J. A. Bayona, 2007), reincidiendo incluso en el protagonismo femenino de la Rueda en un nuevo rol de mujer-sufridora; hay, incluso, otro lazo en común entre ambas producciones: su intención de suavizar la dureza de sus finales mediante una coda sentimental destinada, en última instancia, a tranquilizar los corazones alterados ante las conclusiones de sendos relatos que parecen pedir a gritos un cierre más duro y definitivo. Desde luego, puede entenderse así, y cada cual tiene el muy respetable derecho de rechazar todo aquello que no le gusta, mas nunca he podido evitar preguntarme el por qué de esta actitud, entendida como un a priori que prejuzga cosas (aquí, películas) antes incluso de haberlas visto, a no ser que quienes lo hacen posean el don de la clarividencia y sepan a ciencia cierta que la película que van a ver es tan-mala-como-yo-ya-me-la-imaginaba, o más bien sufran de algún tipo de complejo de inferioridad que les hace “alzarse” y “crecer” por encima de fenómenos mediáticos que no tienen absolutamente nada de nuevos, habida cuenta de que existen desde que el cine es cine y casi, casi desde que el mundo es mundo.
Otra razón que se ha esgrimido mucho estos días en contra de Los ojos de Julia, y esta de más peso cinematográficamente hablando (estamos hablando de cine y no de fenómenos paranormales ni de zarandajas personales que a quienes leen sobre cine no les interesan en absoluto, y bien que hacen…), consiste en sus debilidades de guion. Efectivamente las mismas existen, hasta el punto de que, como ahora veremos, podemos afirmar con escaso margen de error de que el desarrollo argumental del film es, a simple vista, lo peor del mismo (aunque, como añadiremos más adelante, hay en ese mismo y deficiente guion algunos apuntes dignos de mención). En primer lugar, destacan negativamente lo forzado de algunas situaciones, deviniendo así inverosímiles: un ejemplo notorio lo tenemos en ese momento, por lo demás visualmente vistoso, en que Julia persigue a un hombre misterioso por los oscuros pasillos de la clínica para invidentes, a riesgo de su propia vida: cuesta de creer en la valentía y el arrojo del personaje de Julia en este preciso punto del relato, habida cuenta de que la película prácticamente acaba de arrancar y nada nos ha permitido intuir con anterioridad que en la mujer exista semejante coraje, por muy decidida que la veamos a desentrañar el misterio del aparente suicidio, en realidad asesinato, de su hermana gemela Sara. A ello hay que sumar las convencionales actitudes de algunos de los personajes secundarios que pululan alrededor de la protagonista (a pesar de que, como ya veremos más adelante, dichas actitudes tiene un determinado sentido desde un punto de vista de puesta en escena); así, el inevitable inspector de policía (que, como el buen ladrón, se llama Dimas: Francesc Orella: ¿hay algún tipo de referencia con doble sentido en el nombre del personaje?) que acude a las sucesivas llamadas de socorro de la indefensa Julia sin creérsela en ningún momento; la aparición del personaje de Créspulo (Joan Dalmau), el viejo encargado de mantenimiento del hotel que, casualmente, oye hablar a Julia y se le acerca para informarla sobre hechos relacionados con la muerte de Sara, en un obvio recurso de guion pensado para hacer avanzar la trama toda vez que la misma se encuentra en un punto muerto; o “trucos” pensados para el despiste del respetable, tales como la subrepticia introducción de otros personajes como Blasco (Boris Ruiz), el extraño vecino de Sara y ahora de Julia, o el enfermero en cuya etiqueta de identificación se lee: “Iván” (lo cual dará pie a un mortal equívoco), malabarismos que en sí mismos considerados pueden ser lícitos dentro de un thriller si se insertan con gracia, mas no es el caso, dado que se nota mucho su condición de tales. A todo ello cabe añadir los que, a mi entender, son sin duda los dos peores y más detestables momentos de la película, tanto a nivel de guion (por lo que tienen de truco gratuito) como de realización (por la torpeza de su ejecución): la muerte del ya mencionado personaje de Créspulo, electrocutado en la bañera por la acción de una mano asesina (en una escena que roza lo risible), y sobre todo, la grotesca pesadilla de Julia en la cual su hermana y su propio marido, Isaac (Lluís Homar), ambos difuntos en este punto del relato, se abalanzan sobre ella en su cama e intentan violarla… Evidentemente, el mal sueño de Julia guarda una estrecha relación con sus temores diurnos, pero ello no añade nada sustancial ni a la trama ni al personaje de la protagonista, erigiéndose en un pegote que podría haber desaparecido perfectamente en la mesa de montaje (o reservarse, como suele hacerse en estos casos, para los extras de las posteriores ediciones en DVD/ Blu-ray).
Los ojos de Julia es uno de esos un tanto fastidiosos films que obligan a prestarle atención durante toda la proyección, y a ir separando a lo largo de su metraje el grano de la paja, habida cuenta de que, como acabamos de ver, hay en él motivos que incitan al rechazo: pocas películas se han visto últimamente en las que buenas y malas ideas vayan prácticamente cogidas de la mano, encadenadas unas junto a otras y tan solo separadas de un plano a otro; y más si, como en este caso, se trata de un film que si tan solo se “lee” (su guion), puede incitar a abandonar la sala; pero si se tiene la paciencia de, además, “mirarlo” (“leer” sus imágenes), se puede llegar a “verlo”, siendo el resultado de ese esfuerzo más gratificante de lo que pueda parecer a simple vista. Llegados a este punto, resulta casi una obviedad afirmar lo siguiente: que, tanto de lo que se deriva de una lectura de guion –Julia es una mujer que está perdiendo la vista y que quiere averiguar qué se esconde tras el aparente suicidio de su hermana gemela Sara—, como de lo que se infiere de su puesta en escena, Los ojos de Julia es una película sobre la mirada. Lo que se ve y lo que no se ve, la oscuridad y la luz, lo que se sabe con certeza y lo que únicamente se intuye, forma parte intrínseca de un relato que propone, sotto vocce, un más que estimable discurso sobre el punto de vista, y que a mi entender eleva el interés de la propuesta por encima de sus debilidades argumentales.
El aspecto más llamativo (y trabajado) de Los ojos de Julia reside en la descripción del asesino. No desvelo nada al decir que, en efecto, hay alguien que ha asesinado a Sara, empujándola a ahorcarse, dado que eso queda perfectamente claro desde la primera secuencia, y que a continuación acosa y luego también pretende acabar con la vida de Julia. Sin embargo, a pesar de esa aparente certeza (hemos visto que alguien patea el taburete sobre el cual está subida Sara con la soga al cuello), y sobre todo, de la convicción que tiene Julia de que su hermana no se ha quitado la vida por propia decisión (aunque pesan en contra de aquélla argumentos como la soledad de Sara y su posible desesperación tras comprobar que la operación para devolverle la vista no ha dado resultado), lo más sorprendente reside en la inesperada fuerza que tiene la presencia en off del responsable de esa muerte. No voy a desvelar aquí quién es el asesino, habida cuenta de que muchos de quienes lean esto probablemente ya habrán visto la película o leído algo al respecto, y teniendo en cuenta además de que la personalidad del personaje me parece, precisamente, lo menos interesante del mismo, más que nada porque la descripción de su entorno y circunstancias personales parecen una excusa para dar pie a un enésimo guiño al Psicosis (Pyscho, 1960) hitchcockiano, madre posesivo-castradora incluida. Me parece mucho más atractiva la descripción que proporcionan a Julia los personajes que le hablan del misterioso acompañante de su hermana: el camarero del restaurante le explica que se trataba de un hombre corriente y sin nada en especial, hasta el punto de que, tan sólo una semana después de haberle visto, es incapaz de precisar si era una persona alta o baja o de qué color eran sus cabellos; Créspulo no resulta menos impreciso en su descripción, pero añade un matiz inquietante al mismo: se trata, dice, de alguien que es como “una sombra”, una persona que está a la vista de todo el mundo pero en quien nadie se fija porque es anodino, vulgar, insignificante. Dicho de otra manera: el asesino es un “hombre invisible” que se esconde en los pliegues de la sociedad, que se mueve en la oscuridad de lo mediocre, que no destaca en nada y a quien nadie le importa, pero que a pesar de ello quiere que alguien le escuche: le ame; en cierto sentido, el propio Créspulo es otro “hombre invisible” que sabe reconocer a un semejante: un viejo limpiador en quien nadie se fija y que vive en los bajos de un hotel/una sociedad, donde solo están cómodos los clientes ricos-y-guapos que se lo puede permitir. No es casualidad, pues, que sus víctimas sean precisamente mujeres ciegas: mujeres que podrán amarle sin verle, sin ver su vulgaridad, su mediocridad, y a las cuales podrá defender, dominar, acaso conseguir que le amen, manejándolas a su antojo, a su capricho. Tampoco es casual que esas víctimas sean, además, dos mujeres atractivas e idénticas como primero Sara y luego Julia: mujeres muy “visibles”, o como suele decirse, “de bandera”, que si no fuera por su invidencia jamás se habrían dignado fijarse en ese hombrecillo al que ni siquiera habrían visto. Hay en el film un gran momento relacionado con todo esto: el movimiento de cámara subjetiva, desde el punto de vista del criminal, que parte del sótano del hotel donde se aloja Créspulo (al que acaba de asesinar), sube las escaleras y se cruza con Julia y los policías que acaban de irrumpir en el hall del establecimiento, sin que ninguno de los presentes se fije en él. Sería hasta cierto puno fácil pensar en el famoso “hombre sin atributos” de Robert Musil, si no fuera porque, a diferencia de este último, el asesino de Los ojos de Julia odia su condición de “hombre invisible”, pues desea precisamente que alguien se fije en él, “le mire”, “le vea” y le ame, y al no conseguirlo ha derivado su resentimiento en una rabia homicida.
Otro aspecto interesante, y asimismo bien trabajado en la película, consiste en la digresión sobre la mirada que se plantea alrededor del hecho de que Julia esté perdiendo la vista y la estrecha relación que guarda ello con la presencia/ausencia del “hombre invisible” que la ronda y con sus propios temores personales. Para empezar, se sugiere que el marido de Julia, Isaac, tuvo en el pasado una aventura extramatrimonial con Sara; en palabras de la propia Julia, ella ya les perdonó el agravio a ambos, pero todavía no ha podido perdonarse a sí misma el no haber sabido superar ese trance; flota en el dibujo de la relación de Julia con Isaac el eco de ese adulterio cometido, extraña y paradójicamente, con otra mujer idéntica a la esposa engañada (que hay un evidente parecido entre las gemelas va más allá del hecho de que ambas estén interpretadas por Belén Rueda: ello tiene un peso específico en la entraña del relato: recuérdese al camarero incapaz de describirle a Julia el aspecto físico del acompañante de Sara, en una conversación iniciada precisamente por el equívoco inicial de aquél al confundir a Julia con su difunta gemela; ello refuerza, además, el paradójico contraste que ya hemos mencionado entre la protagonista y el “hombre invisible”: a Julia, o a Sara, todo el mundo las ve y las recuerda con claridad: al “hombre invisible”, no). Se nos dice que, como consecuencia de su enfermedad, la vista de Julia va empeorando, viéndolo todo cada vez más y más oscuro, y que la tensión y la ansiedad pueden derivar en ataques que irán acentuando esa progresiva ceguera hasta que sea definitiva. Ello opera, por un lado, como un mecanismo narrativo destinado a crear suspense (a medida que crece el miedo en Julia, corre el riesgo de quedarse ciega en el momento más inoportuno); pero también funciona a modo de contrapunto psicológico que define la manera como Julia ve las cosas: no solo empieza a perder la visión de las cosas como consecuencia de su enfermedad, sino también ella tiene una visión “oscura”, pesimista, de la existencia, de tal manera que su ceguera física y su “ceguera” emocional van al unísono.
Guillem Morales destaca esa forma sombría que tiene Julia de ver lo que está a su alrededor: abundan las escenas nocturnas o las que se desarrollan en interiores poco o prácticamente nada iluminados, e incluso en la mayoría de las (pocas) escenas diurnas el cielo está gris, hay escasa luz solar o llueve. El mundo en el que parecen vivir los personajes es, por tanto, un lugar frío, gris, sin colores llamativos: sin auténtica vida. De este modo, la odisea de Julia adquiere tintes trágicos, que si bien no se terminan de perfilar en beneficio de la trama de suspense propiamente dicha, cuanto menos queda el planteamiento de la crónica de la soledad cada vez más acentuada de una mujer que va sufriendo traiciones y pérdidas constantes: la pérdida de su hermana (que le traicionó con su marido), la de su marido (que le traicionó con su hermana) y la de su visión (que, en los momentos de peligro, cuando más la necesita, también la “traiciona”). Hay otra idea de puesta en escena, acaso un tanto obvia pero en este sentido muy efectiva, que refuerza el componente subjetivo del relato: en un determinado momento del relato, Julia pierde la vista y es sometida urgentemente a una operación cuyos resultados no se conocerán con exactitud hasta dos semanas más tarde, obligando mientras tanto a la protagonista a llevar una venda en los ojos que no se podrá quitar antes de que transcurra el plazo de curación, so pena de perder la vista definitivamente (¿un guiño al Steven Spielberg de Minority Report, ídem, 2002?). A partir de ese momento, y durante buena parte del metraje, la planificación escamotea al espectador los rostros de todos los personajes que están alrededor de Julia, en lo que puede verse tanto una ingeniosa manera de visualizar la ceguera de la protagonista de forma que pueda ser entendida/compartida por el espectador (ni Julia ni el público ve las caras de las personas con las cuales la primera está hablando), como una visualización del estado anímico de Julia, para la cual dejar de ver, de reconocer, a quien tiene cerca de ella equivale a desconfiar, a recelar: la protagonista se niega a permanecer en el hospital y exige pasar el resto de postoperatorio en la casa de su hermana, donde se empeña en estar sola y únicamente acabará aceptando, no sin vencer muchas dificultades, la compañía y ayuda de Iván, el enfermero que la atiende pacientemente…
Algunas de las mejores cosas de esta irregular pero a la postre atractiva Los ojos de Julia las hallamos, en definitiva, en el talento, que vuelve a brillar intermitentemente, de Guillem Morales, confirmando los buenos pronósticos que auguraban su muy curiosa ópera prima, El habitante incierto (2004), uno de los mejores debuts del tristón cine español de esta última década, de la cual el realizador retoma cierto dominio para planificar el espacio fílmico, y la habilidad para convertir un decorado en un pequeño universo reconcentrado y lleno de pequeñas esquinas desde las cuales puede acechar una amenaza. Aparte de los ya indicados, resulta justo señalar otros buenos momentos de esta película, los cuales, insisto, la elevan por encima de sus abundantes defectos de guion. Está ese instante en que alguien coloca su mano sobre el hombro de Julia a espaldas de esta última, durante el funeral de Sara, y que la protagonista acepta, creyendo que se trata de la mano de Isaac: un gesto tópico, cierto, pero bien dosificado y resuelto, que resulta eficaz. Está la secuencia en la cual Julia visita el centro clínico para invidentes y asiste en silencio, hasta que es descubierta, a una conversación entre mujeres ciegas que se están cambiando de ropa en el vestuario; también es verdad que el momento está, de nuevo, excesivamente forzado a nivel de guion, pero su resolución hace gala de atmósfera y una rara inquietud. Hay detalles que tienen fuerza, como el de la cuerda atada alrededor de la casa de Sara y que conduce –no por casualidad— a la vivienda de la Sra. Soledad (Julia Gutiérrez Caba), a modo de simbólico cordón umbilical. Está, asimismo, buena parte de la secuencia del enfrentamiento final de Julia con el asesino; sobre todo, ese momento excelentemente resuelto en el cual este último va iluminando la habitación con el flash de su cámara, de tal manera que en la pantalla se va alternando, en una especie de montaje en paralelo, la oscuridad y la luz, con un resultado por una vez nada cargante, al contrario de lo que suele ser lo habitual en estos casos. Es una pena, vuelvo a insistir, que el exceso de situaciones forzadas del guion redunde en fragmentos demasiado alargados, sobre todo en su tercio final –la secuencia en la casa de Blasco; la que tiene lugar en el piso del asesino y que incluye la inesperada intervención de Lía (Andrea Hermosa), la hija de Blasco—, por más que incluso en esos instantes se perciba una habilidad superior a la media del cine español en este tipo de productos y que, a mi entender, sitúa Los ojos de Julia a un nivel de resultados superior al de El orfanato, su más inmediata predecesora en el empeño de convertir a Belén Rueda en algo así como la scream queen titular del actual cine fantástico español.
Otra razón que se ha esgrimido mucho estos días en contra de Los ojos de Julia, y esta de más peso cinematográficamente hablando (estamos hablando de cine y no de fenómenos paranormales ni de zarandajas personales que a quienes leen sobre cine no les interesan en absoluto, y bien que hacen…), consiste en sus debilidades de guion. Efectivamente las mismas existen, hasta el punto de que, como ahora veremos, podemos afirmar con escaso margen de error de que el desarrollo argumental del film es, a simple vista, lo peor del mismo (aunque, como añadiremos más adelante, hay en ese mismo y deficiente guion algunos apuntes dignos de mención). En primer lugar, destacan negativamente lo forzado de algunas situaciones, deviniendo así inverosímiles: un ejemplo notorio lo tenemos en ese momento, por lo demás visualmente vistoso, en que Julia persigue a un hombre misterioso por los oscuros pasillos de la clínica para invidentes, a riesgo de su propia vida: cuesta de creer en la valentía y el arrojo del personaje de Julia en este preciso punto del relato, habida cuenta de que la película prácticamente acaba de arrancar y nada nos ha permitido intuir con anterioridad que en la mujer exista semejante coraje, por muy decidida que la veamos a desentrañar el misterio del aparente suicidio, en realidad asesinato, de su hermana gemela Sara. A ello hay que sumar las convencionales actitudes de algunos de los personajes secundarios que pululan alrededor de la protagonista (a pesar de que, como ya veremos más adelante, dichas actitudes tiene un determinado sentido desde un punto de vista de puesta en escena); así, el inevitable inspector de policía (que, como el buen ladrón, se llama Dimas: Francesc Orella: ¿hay algún tipo de referencia con doble sentido en el nombre del personaje?) que acude a las sucesivas llamadas de socorro de la indefensa Julia sin creérsela en ningún momento; la aparición del personaje de Créspulo (Joan Dalmau), el viejo encargado de mantenimiento del hotel que, casualmente, oye hablar a Julia y se le acerca para informarla sobre hechos relacionados con la muerte de Sara, en un obvio recurso de guion pensado para hacer avanzar la trama toda vez que la misma se encuentra en un punto muerto; o “trucos” pensados para el despiste del respetable, tales como la subrepticia introducción de otros personajes como Blasco (Boris Ruiz), el extraño vecino de Sara y ahora de Julia, o el enfermero en cuya etiqueta de identificación se lee: “Iván” (lo cual dará pie a un mortal equívoco), malabarismos que en sí mismos considerados pueden ser lícitos dentro de un thriller si se insertan con gracia, mas no es el caso, dado que se nota mucho su condición de tales. A todo ello cabe añadir los que, a mi entender, son sin duda los dos peores y más detestables momentos de la película, tanto a nivel de guion (por lo que tienen de truco gratuito) como de realización (por la torpeza de su ejecución): la muerte del ya mencionado personaje de Créspulo, electrocutado en la bañera por la acción de una mano asesina (en una escena que roza lo risible), y sobre todo, la grotesca pesadilla de Julia en la cual su hermana y su propio marido, Isaac (Lluís Homar), ambos difuntos en este punto del relato, se abalanzan sobre ella en su cama e intentan violarla… Evidentemente, el mal sueño de Julia guarda una estrecha relación con sus temores diurnos, pero ello no añade nada sustancial ni a la trama ni al personaje de la protagonista, erigiéndose en un pegote que podría haber desaparecido perfectamente en la mesa de montaje (o reservarse, como suele hacerse en estos casos, para los extras de las posteriores ediciones en DVD/ Blu-ray).
Los ojos de Julia es uno de esos un tanto fastidiosos films que obligan a prestarle atención durante toda la proyección, y a ir separando a lo largo de su metraje el grano de la paja, habida cuenta de que, como acabamos de ver, hay en él motivos que incitan al rechazo: pocas películas se han visto últimamente en las que buenas y malas ideas vayan prácticamente cogidas de la mano, encadenadas unas junto a otras y tan solo separadas de un plano a otro; y más si, como en este caso, se trata de un film que si tan solo se “lee” (su guion), puede incitar a abandonar la sala; pero si se tiene la paciencia de, además, “mirarlo” (“leer” sus imágenes), se puede llegar a “verlo”, siendo el resultado de ese esfuerzo más gratificante de lo que pueda parecer a simple vista. Llegados a este punto, resulta casi una obviedad afirmar lo siguiente: que, tanto de lo que se deriva de una lectura de guion –Julia es una mujer que está perdiendo la vista y que quiere averiguar qué se esconde tras el aparente suicidio de su hermana gemela Sara—, como de lo que se infiere de su puesta en escena, Los ojos de Julia es una película sobre la mirada. Lo que se ve y lo que no se ve, la oscuridad y la luz, lo que se sabe con certeza y lo que únicamente se intuye, forma parte intrínseca de un relato que propone, sotto vocce, un más que estimable discurso sobre el punto de vista, y que a mi entender eleva el interés de la propuesta por encima de sus debilidades argumentales.
El aspecto más llamativo (y trabajado) de Los ojos de Julia reside en la descripción del asesino. No desvelo nada al decir que, en efecto, hay alguien que ha asesinado a Sara, empujándola a ahorcarse, dado que eso queda perfectamente claro desde la primera secuencia, y que a continuación acosa y luego también pretende acabar con la vida de Julia. Sin embargo, a pesar de esa aparente certeza (hemos visto que alguien patea el taburete sobre el cual está subida Sara con la soga al cuello), y sobre todo, de la convicción que tiene Julia de que su hermana no se ha quitado la vida por propia decisión (aunque pesan en contra de aquélla argumentos como la soledad de Sara y su posible desesperación tras comprobar que la operación para devolverle la vista no ha dado resultado), lo más sorprendente reside en la inesperada fuerza que tiene la presencia en off del responsable de esa muerte. No voy a desvelar aquí quién es el asesino, habida cuenta de que muchos de quienes lean esto probablemente ya habrán visto la película o leído algo al respecto, y teniendo en cuenta además de que la personalidad del personaje me parece, precisamente, lo menos interesante del mismo, más que nada porque la descripción de su entorno y circunstancias personales parecen una excusa para dar pie a un enésimo guiño al Psicosis (Pyscho, 1960) hitchcockiano, madre posesivo-castradora incluida. Me parece mucho más atractiva la descripción que proporcionan a Julia los personajes que le hablan del misterioso acompañante de su hermana: el camarero del restaurante le explica que se trataba de un hombre corriente y sin nada en especial, hasta el punto de que, tan sólo una semana después de haberle visto, es incapaz de precisar si era una persona alta o baja o de qué color eran sus cabellos; Créspulo no resulta menos impreciso en su descripción, pero añade un matiz inquietante al mismo: se trata, dice, de alguien que es como “una sombra”, una persona que está a la vista de todo el mundo pero en quien nadie se fija porque es anodino, vulgar, insignificante. Dicho de otra manera: el asesino es un “hombre invisible” que se esconde en los pliegues de la sociedad, que se mueve en la oscuridad de lo mediocre, que no destaca en nada y a quien nadie le importa, pero que a pesar de ello quiere que alguien le escuche: le ame; en cierto sentido, el propio Créspulo es otro “hombre invisible” que sabe reconocer a un semejante: un viejo limpiador en quien nadie se fija y que vive en los bajos de un hotel/una sociedad, donde solo están cómodos los clientes ricos-y-guapos que se lo puede permitir. No es casualidad, pues, que sus víctimas sean precisamente mujeres ciegas: mujeres que podrán amarle sin verle, sin ver su vulgaridad, su mediocridad, y a las cuales podrá defender, dominar, acaso conseguir que le amen, manejándolas a su antojo, a su capricho. Tampoco es casual que esas víctimas sean, además, dos mujeres atractivas e idénticas como primero Sara y luego Julia: mujeres muy “visibles”, o como suele decirse, “de bandera”, que si no fuera por su invidencia jamás se habrían dignado fijarse en ese hombrecillo al que ni siquiera habrían visto. Hay en el film un gran momento relacionado con todo esto: el movimiento de cámara subjetiva, desde el punto de vista del criminal, que parte del sótano del hotel donde se aloja Créspulo (al que acaba de asesinar), sube las escaleras y se cruza con Julia y los policías que acaban de irrumpir en el hall del establecimiento, sin que ninguno de los presentes se fije en él. Sería hasta cierto puno fácil pensar en el famoso “hombre sin atributos” de Robert Musil, si no fuera porque, a diferencia de este último, el asesino de Los ojos de Julia odia su condición de “hombre invisible”, pues desea precisamente que alguien se fije en él, “le mire”, “le vea” y le ame, y al no conseguirlo ha derivado su resentimiento en una rabia homicida.
Otro aspecto interesante, y asimismo bien trabajado en la película, consiste en la digresión sobre la mirada que se plantea alrededor del hecho de que Julia esté perdiendo la vista y la estrecha relación que guarda ello con la presencia/ausencia del “hombre invisible” que la ronda y con sus propios temores personales. Para empezar, se sugiere que el marido de Julia, Isaac, tuvo en el pasado una aventura extramatrimonial con Sara; en palabras de la propia Julia, ella ya les perdonó el agravio a ambos, pero todavía no ha podido perdonarse a sí misma el no haber sabido superar ese trance; flota en el dibujo de la relación de Julia con Isaac el eco de ese adulterio cometido, extraña y paradójicamente, con otra mujer idéntica a la esposa engañada (que hay un evidente parecido entre las gemelas va más allá del hecho de que ambas estén interpretadas por Belén Rueda: ello tiene un peso específico en la entraña del relato: recuérdese al camarero incapaz de describirle a Julia el aspecto físico del acompañante de Sara, en una conversación iniciada precisamente por el equívoco inicial de aquél al confundir a Julia con su difunta gemela; ello refuerza, además, el paradójico contraste que ya hemos mencionado entre la protagonista y el “hombre invisible”: a Julia, o a Sara, todo el mundo las ve y las recuerda con claridad: al “hombre invisible”, no). Se nos dice que, como consecuencia de su enfermedad, la vista de Julia va empeorando, viéndolo todo cada vez más y más oscuro, y que la tensión y la ansiedad pueden derivar en ataques que irán acentuando esa progresiva ceguera hasta que sea definitiva. Ello opera, por un lado, como un mecanismo narrativo destinado a crear suspense (a medida que crece el miedo en Julia, corre el riesgo de quedarse ciega en el momento más inoportuno); pero también funciona a modo de contrapunto psicológico que define la manera como Julia ve las cosas: no solo empieza a perder la visión de las cosas como consecuencia de su enfermedad, sino también ella tiene una visión “oscura”, pesimista, de la existencia, de tal manera que su ceguera física y su “ceguera” emocional van al unísono.
Guillem Morales destaca esa forma sombría que tiene Julia de ver lo que está a su alrededor: abundan las escenas nocturnas o las que se desarrollan en interiores poco o prácticamente nada iluminados, e incluso en la mayoría de las (pocas) escenas diurnas el cielo está gris, hay escasa luz solar o llueve. El mundo en el que parecen vivir los personajes es, por tanto, un lugar frío, gris, sin colores llamativos: sin auténtica vida. De este modo, la odisea de Julia adquiere tintes trágicos, que si bien no se terminan de perfilar en beneficio de la trama de suspense propiamente dicha, cuanto menos queda el planteamiento de la crónica de la soledad cada vez más acentuada de una mujer que va sufriendo traiciones y pérdidas constantes: la pérdida de su hermana (que le traicionó con su marido), la de su marido (que le traicionó con su hermana) y la de su visión (que, en los momentos de peligro, cuando más la necesita, también la “traiciona”). Hay otra idea de puesta en escena, acaso un tanto obvia pero en este sentido muy efectiva, que refuerza el componente subjetivo del relato: en un determinado momento del relato, Julia pierde la vista y es sometida urgentemente a una operación cuyos resultados no se conocerán con exactitud hasta dos semanas más tarde, obligando mientras tanto a la protagonista a llevar una venda en los ojos que no se podrá quitar antes de que transcurra el plazo de curación, so pena de perder la vista definitivamente (¿un guiño al Steven Spielberg de Minority Report, ídem, 2002?). A partir de ese momento, y durante buena parte del metraje, la planificación escamotea al espectador los rostros de todos los personajes que están alrededor de Julia, en lo que puede verse tanto una ingeniosa manera de visualizar la ceguera de la protagonista de forma que pueda ser entendida/compartida por el espectador (ni Julia ni el público ve las caras de las personas con las cuales la primera está hablando), como una visualización del estado anímico de Julia, para la cual dejar de ver, de reconocer, a quien tiene cerca de ella equivale a desconfiar, a recelar: la protagonista se niega a permanecer en el hospital y exige pasar el resto de postoperatorio en la casa de su hermana, donde se empeña en estar sola y únicamente acabará aceptando, no sin vencer muchas dificultades, la compañía y ayuda de Iván, el enfermero que la atiende pacientemente…
Algunas de las mejores cosas de esta irregular pero a la postre atractiva Los ojos de Julia las hallamos, en definitiva, en el talento, que vuelve a brillar intermitentemente, de Guillem Morales, confirmando los buenos pronósticos que auguraban su muy curiosa ópera prima, El habitante incierto (2004), uno de los mejores debuts del tristón cine español de esta última década, de la cual el realizador retoma cierto dominio para planificar el espacio fílmico, y la habilidad para convertir un decorado en un pequeño universo reconcentrado y lleno de pequeñas esquinas desde las cuales puede acechar una amenaza. Aparte de los ya indicados, resulta justo señalar otros buenos momentos de esta película, los cuales, insisto, la elevan por encima de sus abundantes defectos de guion. Está ese instante en que alguien coloca su mano sobre el hombro de Julia a espaldas de esta última, durante el funeral de Sara, y que la protagonista acepta, creyendo que se trata de la mano de Isaac: un gesto tópico, cierto, pero bien dosificado y resuelto, que resulta eficaz. Está la secuencia en la cual Julia visita el centro clínico para invidentes y asiste en silencio, hasta que es descubierta, a una conversación entre mujeres ciegas que se están cambiando de ropa en el vestuario; también es verdad que el momento está, de nuevo, excesivamente forzado a nivel de guion, pero su resolución hace gala de atmósfera y una rara inquietud. Hay detalles que tienen fuerza, como el de la cuerda atada alrededor de la casa de Sara y que conduce –no por casualidad— a la vivienda de la Sra. Soledad (Julia Gutiérrez Caba), a modo de simbólico cordón umbilical. Está, asimismo, buena parte de la secuencia del enfrentamiento final de Julia con el asesino; sobre todo, ese momento excelentemente resuelto en el cual este último va iluminando la habitación con el flash de su cámara, de tal manera que en la pantalla se va alternando, en una especie de montaje en paralelo, la oscuridad y la luz, con un resultado por una vez nada cargante, al contrario de lo que suele ser lo habitual en estos casos. Es una pena, vuelvo a insistir, que el exceso de situaciones forzadas del guion redunde en fragmentos demasiado alargados, sobre todo en su tercio final –la secuencia en la casa de Blasco; la que tiene lugar en el piso del asesino y que incluye la inesperada intervención de Lía (Andrea Hermosa), la hija de Blasco—, por más que incluso en esos instantes se perciba una habilidad superior a la media del cine español en este tipo de productos y que, a mi entender, sitúa Los ojos de Julia a un nivel de resultados superior al de El orfanato, su más inmediata predecesora en el empeño de convertir a Belén Rueda en algo así como la scream queen titular del actual cine fantástico español.
Excelente análisis. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarespantosisima pelicula.
ResponderEliminarno solo el guion es ridiculo escena tras escenas, y los personajes actuan "porque lo dice la trama" (que la vieja vecina se llame Soledad debe de ser la guinda del ingenio guionistico; y ese vecino salido, digno de alguna de Ozores), sino que la realizacion acaba hundiendolo todo mas: el ultimo tramo ocultando la cara del asesino (o de la niña) es digno de un gag de Austin Powers, asi como todo el ridiculo final psicosiano o lo de los flash a lo VENTANA INDISCRETA. No teniamos ya bastantes referencias en EL ORFANATO?? Eso si, la coda ñoña que no falte.
una pena, porque EL HABITANTE INCIERTO tenia no poco interes. Aqui Morales ha reculado claramente. Pero ojala le funcione la maniobra -economicamente, se entiende- y le dejen volar por libre.
saludos!
F
PD: Tomas, noto cierta inisitencia en tus textos por darle palos a presuntas corrientes criticas o a lo que han dicho otros... Que mas da?!?!
Buenas tardes, F:
ResponderEliminarNo, creo que es importante hacer referencia a la opinión de los demás (naturalmente, sin insultar a nadie), y llevar la contraria si es preciso (nunca por sistema, solo si es preciso), porque de este modo se ejercita un derecho que tenemos todos: el derecho a replicar. Creo, además, que la réplica, justa y ponderada, de otras opiniones ayuda a que el pensamiento único no se imponga e incita a la reflexión. Estoy firmemente convencido de que replicar una opinión siempre es saludable y contribuye a hacernos más libres. Callar ante las opiniones ajenas hace que estas se hagan más fuertes, y de este modo no hay debate, sino adoctrinamiento. ¡Yo mismo soy continuamente replicado en este blog! Y me parece muy bien, es lo que tiene que ser. Hablar sobre cine no es solo hablar sobre las películas, las cuales, cierto, son la base del asunto, sino también hablar de las opiniones que las películas generan a su alrededor, a favor o en contra. El único límite de la réplica es, como digo siempre, el respeto hacia la persona a la que se replica, el respeto a las opiniones de los demás.
Un abrazo.
Muchas gracias maestro por la disgresión y ser capaz de matizar y ampliar la mirada del crítico que en ocasiones parte de ideas precondebidas, y repite como un eco (o un loro) opiniones previas. A la película se la sentenció en su pase del festival de Sitges y pocos han sido capaces de darle una oportunidad. Estoy seguro que el tiempo la pondrá en su sitio, me refiero a nivel de reconocimiento cinematográfico puesto que el favor de público ya lo tiene, que será mejor que al que se la ha empeñido ahora, eso está claro. Me recordó a Angustia, otra película catalana defenestrada en su momento, pero que es como Los Ojos de Julia una estimulante reflexión sobre el papel de la mirada en el cine. Seguramente no pasará a los anales del cine, pero probablemente no es tan mala como se ha afirmado hasta ahora.
ResponderEliminarSoy Argentina, recién venog de verla y la película es una de mis favoritas, excelente Guillermo del Toro, y BELÉN RUEDA. Mi amigo y yo casi nos infartamos jajajajaja
ResponderEliminarFelicidades
Hola me queda claro que es mala la peli la primera hora es la más interesante. Y se viene todo abajo cuando se descubre la verdadera identidad del asesino. Aquí mi pregunta es si Julia sabía de la traición de su marido porque lo perdonó porque se sorprende cuando el policía se lo confiesa? Otra duda quien era el novio de Sara con quien fue al hotel ? El verdadero Iván o ángel no entiendo en qué momento él lo asesinó y tomó su identidad ? La llave que encuentra Julia que abre? Muchas dudas y muchos espacios en blancos
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