Por más que entre nosotros ya había conocido un (fugaz) estreno la película que cimentó buena parte de su actual prestigio, Tropical Malady (Sud pralad, 2004), Apichatpong Weerasethakul ha logrado estrenar, con una mayor repercusión, su último largometraje, Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Loong Boonmee raleuk chat, 2010), gracias al renombre alcanzado por la Palma de Oro ganada en el último Festival de Cannes y a los buenos oficios del coproductor español, Lluís Miñarro, para lograr distribución española. A falta de conocer por mí mismo Tropical Malady ni ninguno de sus otros doce cortometrajes, cuatro largometrajes y dos contribuciones a otros tantos largos colectivos que ha venido realizando desde 1993 y hasta el momento actual, parto de la base de que, como no he visto sus anteriores películas, no puedo hacerme una idea global sobre el conjunto de su obra (ni lo pretendo, careciendo de ese conocimiento); pero tengo claro que como un film, cualquier film, tiene que ser válido en sí mismo considerado, y que por tanto puedo hablar de Apichatpong Weerasethakul sobre la base de Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas y de lo que esta película (me) sugiere, no puedo menos que empezar diciendo que me ha decepcionado profundamente. Vuelvo a insistir en que, sin haber visto el resto de su obra, no voy a pronunciarme sobre la valía de este cineasta tailandés; pero al menos por ahora y dejando para el futuro valoraciones globales definitivas, la oferta de este largometraje me parece todo lo más curiosa, e incluso no exenta de ideas interesantes desde un punto de vista teórico (o, como suele decirse, sobre el papel), pero a todas luces insuficiente.
Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas –incomprensible título castellano, dicho sea de paso: ¿por qué “Uncle Boonmee…” y no “Tío Boonmee…”, cuando esto último es lo que se lee en la copia en versión original subtitulada que se ha estrenado en España?— arranca con una secuencia que en buena medida introduce gran parte del sentido del film. Campos de Tailandia; es por la tarde, o por la noche (el tono apagado de la fotografía, probablemente empleando el filtro de luz nocturna popularmente conocido como “noche americana” –de ahí, recuerden, la famosa película homónima de François Truffaut—, no lo deja muy claro). Vemos, en un plano general de considerable duración, a un búfalo atado a un árbol; hay un poco de niebla en la atmósfera (incluso se advierte claramente a los pies del árbol cómo va brotando esa niebla del suelo…). La imagen pasa a un plano más cerrado sobre la cabeza del animal, a medio camino entre el primer plano y el plano medio, y advertimos que el búfalo mueve la cabeza como si mirara hacia un determinado sector del bosque cercano; poco después, la cuerda que ata al búfalo se afloja y este se libera, internándose en el bosque. Un hombre, aparentemente un campesino del lugar, sigue el rastro del animal para no perderlo. Subrepticiamente, entre la maleza surge una oscura figura, a medio camino de un hombre y un simio, cuyos ojos rojos brillan misteriosamente en la oscuridad… A pesar de la concurrencia de elementos fantásticos que acabamos de describir (una niebla que parece emanar del propio suelo, algo invisible que capta la atención del búfalo y le hace encaminarse hacia el bosque, un extraño ser de inquietante apariencia), el tono del relato es sobrio y contemplativo: sobriedad y tonalidad contemplativa que van a presidir la mayor parte de la trama. Con el mismo tono bajo, la película pasa a presentar a los principales personajes: el tío Boonmee (Thanapat Saisaymar), dueño de una granja, y su amiga y antigua cuñada la tía Jen (Jenjira Pongpas), hermana de la esposa del primero, fallecida como luego sabremos diecinueve años atrás. Boonmee, aparentemente un sexagenario (calculado a ojo: su esposa, se nos dice, tenía 42 años cuando falleció, suponiendo que ambos fueran de la misma edad), se encuentra gravemente enfermo: sufre un problema renal que, también se nos dice, acabará con su vida a corto o medio plazo; no obstante, Boonmee sigue trabajando en su granja junto a sus empleados como uno más, decidido a no dejarse abatir.
Se produce a continuación una secuencia crucial. Boonmee y Jen cenan en la compañía de un hombre joven que ayuda al primero en la granja y le hace las curas que necesita para drenar su riñón (más tarde, se les unirá otro joven ayudante de Boonmee procedente de Laos); de repente, se les aparece el fantasma de la esposa de Boonmee y hermana de Jen, la cual, pasada la sorpresa inicial, se une a ellos en la mesa, entablando una amigable conversación; no será el único fenómeno paranormal de la noche: al rato, se presenta allí un ser idéntico al hombre-mono que hemos intuido en la oscuridad de la selva al principio del relato, o como él mismo se denomina, un Mono Fantasma que no es sino un hijo de Boonmee desaparecido en el pasado y que, como él mismo relata, acabó convirtiéndose en una criatura de la selva tras aparearse con una hembra de esa misteriosa especie… A pesar de la irrupción de semejantes prodigios, el tono sigue siendo sobrio y cotidiano, sin el menor asomo de efectismo: apenas la sencilla transparencia que visualiza al espectro de la difunta esposa de Boonmee, o los ya mencionados brillantes ojos rojos del Mono Fantasma. De este modo, se concreta algo que ya se intuía en la primera secuencia y que aquí queda confirmado por completo: la convivencia entre lo fantástico y lo cotidiano en un contexto marcado por la presencia de la naturaleza (algo, según parece, habitual en el cine de Apichatpong Weerasethakul). Nada de todo esto está mal, e incluso está visualizado de manera bastante atractiva, pero tampoco llega a ser apasionante: ni esa convivencia entre lo maravilloso y la realidad cotidiana llega a tener toda la fuerza que sería de desear, ni la poca que tiene al principio se mantiene en los siguientes minutos, diluyéndose en beneficio del gusto del realizador por sostener la duración de los planos más allá de lo estrictamente necesario a nivel narrativo, y sin que se perciba en ese mantenimiento del encuadre, preferentemente en plano fijo, poco más que una mera delectación esteticista: un amor del plano por el plano, de la imagen por la imagen. Dicho de otra manera: el realizador propone, e incluso plantea, una idea poética como es esa mencionada convivencia natural y sin estridencias entre lo Real y lo Fantástico, pero su puesta en escena, sencilla y sin estridencias, cierto, pero tampoco particularmente expresiva, no embellece esa idea, haciéndole perder buena parte de su carga teóricamente poética. Se trata, por tanto, de un apunte que se queda en lo simpático y bienintencionado, pero carente de fuerza alguna; no hace falta traer a colación a Murnau, Browning, Tourneur o Terence Fisher para saber a qué me refiero: basta con recordar apenas unos minutos del Mizoguchi de Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953), por poner un ejemplo de cine oriental bien conocido por todos (supongo…), e incluso, sin salirnos del ámbito del cine tailandés de género, la eficacia de producciones sin ínfulas de autoría como Nang Nak (Nonzee Nimibutr, 1999) o Shutter (ídem, 2004, Banjong Pisanthanakun y Parkpoom Wongpoom).
Hay, posteriormente, un par de episodios fantastiques de cierto interés, sobre todo el primero que mencionaremos ahora. Me refiero en primer lugar a la visualización de la curiosa leyenda de una princesa enamorada de uno de los jóvenes porteadores de su palanquín; lo más interesante, empero, no se produce alrededor de esa historia de amor imposible entre la aristócrata, una mujer que tras su velo oculta un rostro desfigurado, y el porteador que dice amarla, por lo demás convencionalmente planteada y resuelta (planos/contraplanos de la princesa y el porteador mientras este último carga con el palanquín junto a sus compañeros; la mano de la princesa acariciando la cabeza del joven); lo mejor reside en lo que ocurre a continuación, cuando la mujer rechaza a su amante, convencida de que en realidad lo que este anhela es su posición aristocrática y que cuando la mira a la cara no se fija en ella, sino que piensa en la hermosa muchacha que le devuelve el reflejo de su rostro en el agua del estanque al pie de una cascada: la princesa es atraída, seducida y finalmente carnalmente poseída por un espíritu del agua en forma de pez, en el que posiblemente sea el mejor momento del film, hábilmente resuelto y logrando eludir, por muy poco, el ridículo. Peor funciona el segundo gran momento fantastique al que me refiero, bien planteado pero más decepcionantemente resuelto, mediante el cual se visualiza la muerte del tío Boonmee. Siguiendo el consejo del fantasma de su esposa, el enfermo Boonmee, la tía Jen y sus amigos atraviesan la selva, llegan al lugar donde moran los Monos Fantasmas (hay varios observándoles desde la distancia) y acaban entrando en unas profundas cuevas, en lo cual puede entenderse como una especie de versión “naturalizada” de un descenso al inframundo: el lugar donde, dicen, nació Boonmee, y al cual ahora acude para morir. El mayor atractivo de la secuencia se descarga en los planos casi subjetivos y en cámara móvil de los personajes penetrando en lo más profundo de la caverna, por más que el movimiento de la cámara y la disposición del espacio fílmico puedan recordar el descenso a los “infernales” burdeles de Fellini-Satiricón (Fellini-Satyricon, 1969); mas, por desgracia para el realizador tailandés, el resultado no es ni mucho menos comparable en lo que a fuerza narrativa e inventiva visual se refiere… Y, con franqueza, la forma como se expresa el momento en el cual la vida abandona el cuerpo enfermo del tío Boonmee, la apertura por parte del espectro de su esposa de la espita que vacía la bolsa de plástico con el suero que necesita para drenar su riñón, derramándose el líquido por el suelo como si fuera sangre, es un recurso más bien pobre.
Si, llegados a este punto, la oferta de Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas es poco más que la de un pequeño film exótico, que se deja ver en sus mejores momentos (los menos) y que probablemente no pretende tampoco ir mucho más allá de lo que plantea (la sencillez de sus ideas así lo sugiere), con lo cual es muy posible que todo lo que se haya dicho de él no haya hecho sido deformar sus auténticas intenciones e incluso lo haya perjudicado, la película aloja sus peores momentos en sus minutos finales. Tras la muerte del tío Boonmee, se procede a visualizar su funeral, en una secuencia poco menos que decorativa. A continuación, los aproximadamente diez minutos finales deparan una especie de coda fantástica por medio de la introducción de un nuevo personaje: un joven sacerdote budista perteneciente a la familia del protagonista. El momento más curioso, en este sentido, se produce del siguiente modo: la tía Jen y una adolescente, suponemos, perteneciente a la familia del difunto (¿se han dado cuenta de que este film no para de decirle cosas en voz alta y de plantearle suposiciones al espectador?: no lo digo como un elogio), están en una habitación y echadas sobre la cama, primero contando el dinero que familiares y amigos han aportado al funeral de Boonmee en forma de último respeto al fallecido, y luego viendo la televisión; antes hemos visto cómo el joven sacerdote budista no podía conciliar el sueño en el templo; obedeciendo a un impulso, el muchacho visita a Jen y a la adolescente en su habitación, diciéndoles que no puede dormir y que le dejen quedarse con ellas; luego pide permiso para tomar una ducha; Apichatpong Weerasethakul muestra al sacerdote duchándose casi en tiempo real (le dedica un plano fijo de considerable duración); al salir del cuarto de baño, y cuando él y la tía Jen convienen en irse los dos a cenar, se produce entonces la coda fantastique a la que me refiero: el sacerdote, desde la puerta, vuelve a mirar al lecho, y se ve a sí mismo y a la tía Jen, junto a la adolescente, mirando el televisor. La coda se repite poco después: en montaje paralelo, vemos a Jen y al sacerdote cenando en un local con karaoke, y de nuevo, y se supone (nueva suposición) que al mismo tiempo, a Jen y al sacerdote con la chica en la habitación donde miran la televisión. Este inesperado desdoblamiento de los personajes puede entenderse de múltiples maneras, entre ellas como un subrayado que vuelve a insistir en la dualidad Fantasía-Realidad que subyace en el fondo de un relato en el cual, como hemos visto, personas de carne y hueso conviven con armonía con fantasmas amorosos e hijos perdidos transformados en hombres-mono. La idea, vuelvo a insistir, está bien en sí misma considerada, pero su plasmación deja mucho que desear, y más cuando se llega a ella después de casi dos horas de un metraje lleno de muchos, muchos planos que no parecen pretender otra cosa que alargar el relato en aras de la delectación esteticista: la prolija descripción que he ofrecido del tedioso final del relato es una buena prueba de lo afirmado. Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas acaba siendo, en definitiva, un antídoto para saciar determinada hambre de cine de autor.
Tras este concienzudo análisis de la cinta, solo comentar que la incapacidad de comprender por mi parte el argumento llega hasta tal punto que interpreté que el monje budista y el muchacho del inicio (Tong?) eran una misma persona. Comparto el resto de percepciones.
ResponderEliminarUna pelicula que no se puede ver a la ligera. Incluso recomendaria verla mas de una vez ya que se perciben nuevas interpretaciones y detalles
ResponderEliminarExcelente pelicula y felicitaciones por el blog
Tomás, esta vez discrepo completamente. Uncle Boonmee "obliga al público a no ser un mero espectador pasivo, sino que busca, ¡ay!, su implicación intelectual, su participación emotiva: le obliga a pensar" ¿Te suena? Este dato no lo has tenido en cuenta, en mi opinión lo que sugiere esta película está muy por encima de cómo lo expone, y aquí reconozco que no es el film más entretenido que he visto.
ResponderEliminarLa escena de la muerte me encantó y, como dice Maria Rosa, creo que el muchacho y el monje son el mismo actor, aquél que ya vimos en Tropical Malady.