Forma número 1: el ataúd. Buried (Enterrado) (2009), de Rodrigo Cortés.- Salvando todas las distancias que se quieran, aunque muchas menos de lo que pueda parecer a simple vista, no hay demasiadas diferencias entre el planteamiento dramático de Buried (Enterrado) y el que tenía El asfalto (1966), el estupendo telefilm satírico de Narciso Ibáñez Serrador correspondiente a su famosa serie Historias para no dormir (1964-1982). En aquel se trataba de la abstracta odisea de un hombre (Narciso Ibáñez Menta) que, paseando tranquilamente por una ciudad de paredes de papel y recorrida por vehículos de cartón, quedaba apresado por los pies dentro de un agujero lleno de asfalto reblandecido por el calor, de tal manera que iba hundiéndose poco a poco hasta terminar, literalmente, tragado por el suelo, a pesar de sus súplicas de ayuda, atendidas con fastidio por una serie de funcionarios públicos empeñados en que primero se rellenaran una serie de interminables formularios “imprescindibles” para auxiliarle. Pues bien, en Buried (Enterrado) dicho planteamiento se repite casi al dedillo, al menos en lo que se refiere, insisto, a su construcción dramática y narrativa: aquí es otro hombre, a quien le oímos decir que se llama Paul Conroy (Ryan Reynolds) y que afirma ser un contratista norteamericano que ha ido a trabajar a Iraq para conducir camiones de transporte de material, quien nada más empezar el relato recobra el conocimiento dentro de un sencillo ataúd de madera, donde permanecerá encerrado hasta el final de la narración, a la espera de que se atiendan sus desesperadas demandas de auxilio destinadas a librarle de su angustiosa situación; llamadas de socorro que, al igual que las del desdichado protagonista de El asfalto, serán recibidas y “despachadas” por una serie de personas al otro lado del teléfono empleando, en la mayoría de los casos, el mismo tipo de lenguaje formulario y adocenado mediante el cual suele intentar “domesticarse” el sufrimiento humano (sobre todo si es, como en este caso, ajeno a la persona o personas que no lo padecen y se lo miran desde una lejana, y segura, distancia). Dicho de otro modo, tanto El asfalto como Buried (Enterrado) son, cada una a su manera, sendas diatribas contra la estupidez de las instituciones, la terrible y deshumanizada “burrocracia” que todos padecemos, y una suerte de metáforas de la soledad e impotencia del individuo frente al gigante de los intereses creados y el orden establecido, ese monstruo de múltiples cabezas que mide el valor de una vida humana en función de criterios económicos y/o cuantitativos: aquí, uno es igual a cero. Doy por sentado, a menos que algún día se demuestre lo contrario, que el guionista de Buried (Enterrado), el estadounidense Chris Sparling, debe desconocer El asfalto, y que a fin de cuentas se trata de una simple casualidad producida por la coincidencia en la idea común que relaciona a ambas producciones: las posibilidades de explotación de lo que se conoce como una situación límite.
Naturalmente, como no podía ser menos tratándose como se trata de un telefilm en blanco y negro de alrededor de una hora de duración fechado hace ahora cuarenta y cuatro años, y de un largometraje para el cine de 95 minutos rodado en color y formato panorámico en el año 2009 y estrenado en 2010, también hay enormes diferencias entre El asfalto y Buried (Enterrado). No me refiero solamente, como es lógico, a las derivadas de la evolución del mundo desde que Ibáñez Serrador hizo su telefilm, y que provoca que en la película dirigida por Rodrigo Cortés aparezcan elementos inconcebibles cuando se filmó el primero, esto es, unas circunstancias históricas como la guerra de Iraq y la violenta irrupción nada más empezar el presente siglo del terrorismo de Al Qaeda, y un progreso del estado de la técnica como es la telefonía móvil. Me refiero, más bien, a diferencias formales, o si se prefieren, de puesta en escena. Llegados a este punto, considero que el interés de Buried (Enterrado) se concentra más en lo que cuenta que en cómo lo cuenta, habida cuenta de que, en lo que a esto último se refiere, la evidente limitación (auto)impuesta por el guionista y el realizador, el desafío técnico y artístico que implica el desarrollo de un largometraje entero dentro de un ataúd, se salda a mi entender negativamente, dado que en muchas, demasiadas ocasiones, la película no puede –o no quiere— ir más allá de su enunciado, contentándose con exhibir una esforzada mecánica cinematográfica destinada a realzar al máximo una trama que apenas es una anécdota estirada más allá de lo necesario. Ello no obsta, por descontado, para que en el conjunto no se aprecien algunas sugestivas imágenes, resultado del notable esfuerzo de Cortés por imprimirle al relato un dinamismo físicamente imposible: el cineasta juega con habilidad con todos los recursos que tiene a mano (o, dicho de otra manera, hace literalmente lo que puede), convirtiendo el interior del ataúd en una suerte de mini-escenario teatral en el que se intenta jugar a fondo con las posibilidades visuales de la “cuarta pared”, de tal manera que se conjugan los primeros planos y los planos medios de Ryan Reynolds con constantes juegos de luces propiciados por los focos de luz puestos a disposición del personaje (el mechero, el móvil, las barras de luz artificial), los cuales propician el “cierre” de varias escenas mediante el fundido a negro; todo ello amenizado con movimientos panorámicos de la cámara –hay un momento en el cual vemos un giro de 360º idéntico, por cierto, al llevado a cabo por George Sluizer en Secuestrada (The Vanishing, 1993)—, y con encuadres “fantásticos”, por irreales, que también buscan romper con esa limitación espacial y, en cierto sentido, “airean” tenuemente la trama: un par de subrepticios planos tomados “desde fuera” del ataúd y a través de unas rendijas en la madera, así como un vistoso plano picado combinado con travelling en retroceso, que por unos segundos convierte el ataúd en un simbólico pozo donde el protagonista se siente hundido bajo tierra, olvidado por todos y abandonado a su triste destino.
Nada de esto está mal pero en modo alguno llega a ser apasionante, y menos si tenemos en cuenta que no es más que el soporte visual para una trama que, como ya hemos apuntado al principio de estas líneas y ahora con independencia de sus posibles similitudes con otros precedentes, tampoco va más allá de erigirse en una teóricamente dura pero en la práctica demasiado obvia crítica de la “burrocracia”. Teléfono móvil en mano (¡ni siquiera dentro de un ataúd podemos librarnos del dichoso aparatito!), Paul Conroy lucha por salvar su vida y por buscar consuelo en sus seres queridos, manteniendo a lo largo de horas una serie de desesperadas conversaciones con su esposa, su madre desmemoriada, funcionarios empeñados en darle falsas esperanzas o en pedirle estúpidos datos para verificar su identidad, y con los terroristas islámicos que le han enterrado vivo y le exigen que pida un rescate o que grabe con ese mismo móvil vídeos destinados a los medios de comunicación (el móvil permitirá, de hecho, la única “salida” real al exterior de la acción y de la cámara: véase la breve escena de la rehén emitida por la pequeña pantalla del celular). El problema, gran problema, es que las posibilidades del relato, ya de por sí escasas como consecuencia de la severidad del planteamiento global del largometraje, se agotan mucho antes de que se agote el aire viciado que mantiene con vida a Paul Conroy dentro de su ataúd: a los 45 minutos de metraje prácticamente ya está todo dicho, y lo que es peor, se nota que hasta los responsables del film son conscientes de ello e intentan prolongarlo, a fin de alcanzar una duración estándar, mediante la introducción de nuevos focos de tensión (la serpiente, las ya mencionadas grabaciones on line visualizadas a través del móvil, el bombardeo y las subsiguientes entradas de arena en el ataúd equivalentes a las vías de agua de un barco que naufraga). Rodrigo Cortés estuvo más inspirado en su anterior Concursante (2007), otro relato en torno a una situación límite, por cierto, que en esta esforzada pero inane producción española manufacturada “a la americana” que tan sólo consigue lo que, sospecho, era su principal propósito: llamar la atención.
Naturalmente, como no podía ser menos tratándose como se trata de un telefilm en blanco y negro de alrededor de una hora de duración fechado hace ahora cuarenta y cuatro años, y de un largometraje para el cine de 95 minutos rodado en color y formato panorámico en el año 2009 y estrenado en 2010, también hay enormes diferencias entre El asfalto y Buried (Enterrado). No me refiero solamente, como es lógico, a las derivadas de la evolución del mundo desde que Ibáñez Serrador hizo su telefilm, y que provoca que en la película dirigida por Rodrigo Cortés aparezcan elementos inconcebibles cuando se filmó el primero, esto es, unas circunstancias históricas como la guerra de Iraq y la violenta irrupción nada más empezar el presente siglo del terrorismo de Al Qaeda, y un progreso del estado de la técnica como es la telefonía móvil. Me refiero, más bien, a diferencias formales, o si se prefieren, de puesta en escena. Llegados a este punto, considero que el interés de Buried (Enterrado) se concentra más en lo que cuenta que en cómo lo cuenta, habida cuenta de que, en lo que a esto último se refiere, la evidente limitación (auto)impuesta por el guionista y el realizador, el desafío técnico y artístico que implica el desarrollo de un largometraje entero dentro de un ataúd, se salda a mi entender negativamente, dado que en muchas, demasiadas ocasiones, la película no puede –o no quiere— ir más allá de su enunciado, contentándose con exhibir una esforzada mecánica cinematográfica destinada a realzar al máximo una trama que apenas es una anécdota estirada más allá de lo necesario. Ello no obsta, por descontado, para que en el conjunto no se aprecien algunas sugestivas imágenes, resultado del notable esfuerzo de Cortés por imprimirle al relato un dinamismo físicamente imposible: el cineasta juega con habilidad con todos los recursos que tiene a mano (o, dicho de otra manera, hace literalmente lo que puede), convirtiendo el interior del ataúd en una suerte de mini-escenario teatral en el que se intenta jugar a fondo con las posibilidades visuales de la “cuarta pared”, de tal manera que se conjugan los primeros planos y los planos medios de Ryan Reynolds con constantes juegos de luces propiciados por los focos de luz puestos a disposición del personaje (el mechero, el móvil, las barras de luz artificial), los cuales propician el “cierre” de varias escenas mediante el fundido a negro; todo ello amenizado con movimientos panorámicos de la cámara –hay un momento en el cual vemos un giro de 360º idéntico, por cierto, al llevado a cabo por George Sluizer en Secuestrada (The Vanishing, 1993)—, y con encuadres “fantásticos”, por irreales, que también buscan romper con esa limitación espacial y, en cierto sentido, “airean” tenuemente la trama: un par de subrepticios planos tomados “desde fuera” del ataúd y a través de unas rendijas en la madera, así como un vistoso plano picado combinado con travelling en retroceso, que por unos segundos convierte el ataúd en un simbólico pozo donde el protagonista se siente hundido bajo tierra, olvidado por todos y abandonado a su triste destino.
Nada de esto está mal pero en modo alguno llega a ser apasionante, y menos si tenemos en cuenta que no es más que el soporte visual para una trama que, como ya hemos apuntado al principio de estas líneas y ahora con independencia de sus posibles similitudes con otros precedentes, tampoco va más allá de erigirse en una teóricamente dura pero en la práctica demasiado obvia crítica de la “burrocracia”. Teléfono móvil en mano (¡ni siquiera dentro de un ataúd podemos librarnos del dichoso aparatito!), Paul Conroy lucha por salvar su vida y por buscar consuelo en sus seres queridos, manteniendo a lo largo de horas una serie de desesperadas conversaciones con su esposa, su madre desmemoriada, funcionarios empeñados en darle falsas esperanzas o en pedirle estúpidos datos para verificar su identidad, y con los terroristas islámicos que le han enterrado vivo y le exigen que pida un rescate o que grabe con ese mismo móvil vídeos destinados a los medios de comunicación (el móvil permitirá, de hecho, la única “salida” real al exterior de la acción y de la cámara: véase la breve escena de la rehén emitida por la pequeña pantalla del celular). El problema, gran problema, es que las posibilidades del relato, ya de por sí escasas como consecuencia de la severidad del planteamiento global del largometraje, se agotan mucho antes de que se agote el aire viciado que mantiene con vida a Paul Conroy dentro de su ataúd: a los 45 minutos de metraje prácticamente ya está todo dicho, y lo que es peor, se nota que hasta los responsables del film son conscientes de ello e intentan prolongarlo, a fin de alcanzar una duración estándar, mediante la introducción de nuevos focos de tensión (la serpiente, las ya mencionadas grabaciones on line visualizadas a través del móvil, el bombardeo y las subsiguientes entradas de arena en el ataúd equivalentes a las vías de agua de un barco que naufraga). Rodrigo Cortés estuvo más inspirado en su anterior Concursante (2007), otro relato en torno a una situación límite, por cierto, que en esta esforzada pero inane producción española manufacturada “a la americana” que tan sólo consigue lo que, sospecho, era su principal propósito: llamar la atención.
(continuará...)
Estoy muy de acuerdo contigo en muchas cosas. La película me pareció que estaba hecha con un virtuosismo y una cabeza con las ideas muy claras en el plano técnico pero la historia en si misma me pareció estirada y sin profundidad.
ResponderEliminarTiene momentos muy logrados, como ese plano picado con travelling que mencionas que transmiten muy bien la sensación del personaje y el espectador. La función se salva por la empatía con el protagonista y las ganas, el juicio y la pericia de la realización.
Aún así, hay momentos en que tenía la sensación de estar estancado y sin progresión y había momentos en que me salía de la película. El más alarmante, y el momento en que "salí" completamente de la película es el de la serpiente. Para mi esa parte hacía aguas por todas partes.
Hola, nbk:
ResponderEliminarDe acuerdo con lo de la idea de la serpiente. Da toda la sensación de que está metida con calzador, de cara a alargar un poco más la trama y el metraje. Y es bastante posible, habida cuenta que creo haber leído alguna declaración de Rodrigo Cortés diciendo que la idea de la serpiente y alguna otra fue alguna de las pocas novedades que introdujo en el guión.
Saludos.
No he visto la película pero sí "El asfalto", que me gustó mucho. Transmite la sensación agobio e impotencia de una forma muy original. Genial la música de Waldo de los Ríos.
ResponderEliminarCreo que "Concursante" se anticipó, en cierta forma, a la crisis económica actual.
Hola. También estoy batante de acuerdo con lo que dices, Tomás. El hecho de que el film tenga una similitud en lo narrativo con "El Asfalto" me hizo recordar también lo propuesto en "La cabina" de Antonio Mercero en el 72. Vemos en un simple hombre que queda atrapado, lo fácil que resulta conocer su situación y lo necesario que es la ayuda de la gente (pese a no recivirla); concluyendo con el trágico final de sentirse solo y no poder hacer nada por detener la muerte inmediata. La película es, a mi parecer llevadera, pero sí coincido en que al final, todo se queda en el mal gusto que genera saber que lo que ha sucedido, sólo formará parte del espectador, único testigo de todos los hechos contados. Saludos.
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