Como si formara parte de un ciclo temporal predeterminado,
las circunstancias que favorecieron la producción de esta versión de Drácula (Dracula, 1979) fueron bastante
parecidas a las que alumbraron la realización, casi cincuenta años antes, de la
famosa adaptación de Drácula (Dracula,
1931) realizada por Tod Browning. Del mismo modo que esta última vio la luz con
vistas a aprovechar el gran éxito que había tenido el actor Bela Lugosi en los
escenarios representando la adaptación teatral de la novela de Bram Stoker
escrita por Hamilton Deane y John L. Balderstone, el remake dirigido por John Badham sería en gran medida resultado del
triunfo cosechado por el actor Frank Langella en los escenarios de Broadway con
un nuevo montaje de la obra de teatro de Deane y Balderston representado en
1977. A ello hay que añadir otros factores ambientales no menos decisivos, como
el auge del cine de terror de finales de los setenta: téngase en cuenta que Drácula sería producida tan solo un año
después que La noche de Halloween (Halloween,
1978, John Carpenter) y el mismo que Alien,
el octavo pasajero (Alien, 1979, Ridley Scott), por poner un par de
ejemplos.
Si bien la obra de teatro de Deane y Balderston se representó
en Broadway por primera vez en 1927, con Lugosi como protagonista, sería el
montaje de 1977 el que lanzaría a la fama a Langella y daría pie a la película
de Badham. Destaquemos que este montaje contaba con decorados y vestuario
diseñados por el prestigioso ilustrador Edward Gorey, ya empleados en un
montaje de 1971, cuyo diseño en blanco y negro causó auténtica sensación.
Langella estuvo haciendo el papel durante ocho meses consecutivos, hasta que se
marchó a Inglaterra para rodar el film, siendo reemplazado por el malogrado
Raúl Julia. Badham, nacido en Gran Bretaña en 1939 pero que ha desarrollado su
carrera como realizador en los Estados Unidos, ha confesado en más de una
ocasión que Drácula no fue un
accidente en su carrera, sino un proyecto surgido de un interés personal hacia
el mismo desde el día que asistió en Nueva York a una representación de la obra
de teatro protagonizada por Langella. Por esas fechas la Universal, la misma
productora de la clásica versión de Browning, se había hecho eco del éxito de
Langella en Broadway y había empezado a especular con la posibilidad de un remake. Si bien puede parecer extraño
que al final acabaran confiándole las riendas del proyecto a alguien que tan solo
acreditaba hasta ese momento una serie de trabajos para televisión y, sobre
todo, una película tan diferente a Drácula
como Fiebre del sábado noche (Saturday
Night Fever, 1977), lo cierto es que, según el propio Badham, “tuve mucha suerte, pues precisamente por el
hecho de haber tenido tanto éxito con “Fiebre del sábado noche” mucha gente de
la industria tenía fe en mí”.
Drácula cuenta con un guion
escrito por W.D. Richter. Responsable de una variopinta serie de libretos
–entre ellos Nickelodeón: Así empezó
Hollywood (Nickelodeon, 1976, Peter Bogdanovich), La invasión de los ultracuerpos (Invasion of the Body Snatchers,
1978, Philip Kaufman), La tienda (Needful
Things, 1993, Fraser Heston,) o A casa
por vacaciones (Home for the Holidays, 1995, Jodie Foster)– y director de
un rarísimo film de culto, The Adventures
of Buckaroo Banzai Across the Eight Dimension (1984) –increíble pastiche de
ciencia ficción con Peter Weller, John Lithgow, Ellen Barkin, Jeff Goldblum y
Christopher Lloyd–, Richter conocía a Badham por esa época y ambos habían hecho
muy buenas migas, hasta el punto que el primero propuso al segundo para que
dirigiera otra película que había escrito, el melodrama carcelario Brubaker (ídem, 1980), que al final
realizó Stuart Rosenberg, con Robert Redford de protagonista. Richter invirtió
diez semanas de trabajo intensivo en el guion de Drácula, haciendo mucho caso de diversas sugerencias de Badham,
entre ellas hacer una nueva versión de la obra de Stoker en la que se
potenciara el atractivo seductor del personaje y que a la vez respetara la
estructura de la adaptación teatral de Deane y Balderston, pero que al mismo
tiempo estuviera espiritualmente más próxima al libro original que a aquélla.
Tanto es así que Richter confiesa haber escrito el guion pensando, sobre todo,
en la novela de Stoker y no tanto en su versión teatral, que había visto hacía
años pero que prefirió expresamente no revisar a fin de conseguir que el guion
fuera lo más fresco e innovador posible. Eso explica algunos singulares cambios
respecto a otras versiones, como por ejemplo que aquí Drácula no exhiba sus
famosos colmillos, que Van Helsing sea padre de Mina y el Dr. Seward lo sea a
su vez de Lucy, o que esta última sea el principal interés amoroso del vampiro
en vez de Mina.
Frank Langella, en el papel de Drácula, era la elección
lógica tanto del director como de la Universal, habida cuenta que el film se
había montado en parte gracias a él, y eso a pesar de que el actor contaba con
escasa experiencia ante las cámaras –previamente había intervenido en títulos
como El misterio de las doce sillas, La mansión bajo los árboles o La ira de Dios–, aunque posteriormente
se ha prodigado en multitud de películas, por lo general en papeles de
carácter. El resto del reparto se completó con un elenco de auténtico lujo. Sir
Laurence Olivier, uno de los más prestigiosos actores británicos de todos los
tiempos, encarnaría a Abraham Van Helsing, enemigo acérrimo de Drácula. Otro
gran actor inglés, Donald Pleasence, tendría a su cargo el papel del Dr.
Seward. Kate Nelligan, estupenda actriz canadiense luego vista en El ojo de la aguja, Frankie y Johnny, El príncipe
de las mareas, Lobo o Las normas de la casa de la sidra,
interpretaría a Lucy. También destacan las presencias de intérpretes británicos
como Trevor Eve en el papel de Jonathan Harker, Jan Francis en el de Mina y
Tony Haygarth en el del demente Renfield.
Con un presupuesto de 10 millones de dólares, medio-alto para
los parámetros de la época, Drácula
se rodó entre finales de octubre de 1978 y principios de febrero de 1979 en los
auténticos escenarios ingleses donde transcurre su acción, más concretamente en
la zona de Cornwall. La localidad de Tintagel, el hotel King Arthur’s Castle
–un establecimiento que cerraba durante el invierno y que, convenientemente
remodelado, fue convertido en el sanatorio mental del Dr. Seward– y sobre todo
el castillo de St. Michael’s Mount –transformado, por obra y gracia de los
decoradores, en la abadía de Carfax, lugar donde reposa el vampiro durante el
día– fueron los enclaves elegidos. Albert Whitlock, uno de los grandes nombres
de los efectos especiales de la historia del cine, se hizo cargo de las matte paintings, es decir, pinturas
sobre vidrio que se empleaban como fondos en diversos planos trucados para
reproducir falsos paisajes o escenarios. Roy Arbogast estuvo a cargo de los
efectos mecánicos, sobre todo los relativos al vuelo de murciélagos, las
escenas en las que Drácula baja por las paredes o la maqueta del navío que
naufraga al principio del relato. Uno de los trucajes más sencillos fue, en su
momento, uno de los más celebrados: aquella escena en la que Drácula atraviesa
una ventana abierta de un salto y se transforma en lobo.
La labor de los actores proporcionó las anécdotas más jugosas
de un rodaje que, por lo demás, transcurrió sin graves incidentes. Langella
recuerda que una de las mayores dificultades que tuvo que afrontar residió en
la adaptación de su manera de interpretar al personaje en el teatro a la hora
de hacerlo ante las cámaras, pues sobre el escenario su interpretación
resultaba más irónica y menos romántica que en el cine. Una dificultad añadida
se debió a la escasez de tiempo para preparar su papel: según el actor,
concluyó su última representación de la obra de teatro en Broadway un sábado y
el lunes ya se encontraba en Inglaterra rodando. También tuvo que hacer frente
a un considerable desafío físico el día que estuvo alrededor de 14 horas
rodando la escena de la muerte de Drácula, colgado del palo mayor de un barco y
destruido por la luz del sol, sujeto con cables a unos doce metros del suelo
(sic).
Cuando Laurence Olivier rodó Drácula, su edad –sobrepasaba los 70 años– y en particular sus
problemas de salud –por esa época acababa de salir de un duro tratamiento
contra el cáncer– habían mermado notablemente sus fuerzas, aunque el gran actor
se entregaba a su trabajo con su profesionalidad de siempre. Badham recuerda
que Olivier siempre estuvo dispuesto a rodar en persona algunos momentos
físicamente fatigosos, aunque en ocasiones contó con un doble para las escenas
peligrosas, por ejemplo, la secuencia de la pelea final de Van Helsing y Harker
contra Drácula en la bodega del barco con el que intenta huir, junto con Lucy,
reposando ambos dentro de una caja: “El
doble de Olivier se llamaba Harry (no recuerdo ahora su apellido). En una
escena en la que Olivier tenía que correr por el manicomio, atravesar una
puerta y descubrir a un bebé que ha sido atacado por un vampiro, le dije: “Si
te parece bien será Harry quien lo haga”. Y él me respondió: “No, no. Quiero
hacerlo. Es más: ¡debo hacerlo!”. Y lo hizo, corrió por el pasillo, pero
despacio. Y cuando digo “despacio” quiero decir “MUY DESPACIO”. Se detuvo en la
puerta, se me quedó mirando, puso una expresión triste y me dijo: “Bueno… Creo
que al final necesitaremos a Harry…””. Las penurias físicas de Olivier no
terminaron ahí, pues otro día, rodando en exteriores una crucial escena en la
que Van Helsing, Seward y Harker detienen a Lucy, quien trata de llegar al
castillo de Drácula conduciendo una pequeña calesa tirada por un caballo, la
tensión dramática de la misma jugó una mala pasada al actor. Tras varias tomas,
la actriz Kate Nelligan, sugestionada por el calor emocional de la escena, en
la cual tenía que blandir un bastón para fustigar a su caballo, se dejó llevar
y, “saliéndose del guion”, propinó un bastonazo a Olivier en el hombro. Dicha
improvisación gustó tanto a Badham que decidió conservarla tal y como se ve en
la película.
Estrenada en los Estados Unidos a mediados de 1979, Drácula se saldó con un relativo éxito o
fracaso comercial, según se mire: recaudó en los Estados Unidos unos 10.500.000
dólares, cubriendo por tanto algo más de su coste de producción, pero sin
llegar a ser el triunfo taquillero que la Universal esperaba conseguir. Tras Drácula se escondía, la intención de
aprovechar el boom del cine de terror
de finales de los setenta, pero el film resultante no tuvo nada que ver con la
moda psycho-killer imperante en el
momento de su estreno, lo cual explicaría, dada su condición de película a
contracorriente, su escasa acogida comercial. No obstante, el film acabó dando
mucho dinero en su posterior explotación en vídeo, aumentando desde entonces su
condición de cult-movie, si bien es
verdad que acabó siendo un punto y aparte en la carrera de su director y del
cine fantástico de su época.
Las reticencias que todavía puede suscitar esta excelente
versión de Drácula residen en el
nombre de su realizador, John Badham, cineasta conocido sobre todo por Fiebre del sábado noche y por diversos
exponentes del cine de acción de los ochenta, como El trueno azul (Blue Thunder, 1982) o Juegos de guerra (War Games, 1983), por citar los más logrados, y
luego firmante de productos progresivamente peores (Cortocircuito, Procedimiento
ilegal, Dos pájaros a tiro, Colegas a la fuerza, La asesina, A la hora señalada, Incógnito).
En cualquier caso, con independencia de agrado o rechazo que puedan suscitar
sus films, hay dos cosas que también están claras: a) Badham nunca ha alardeado
de pretensiones artísticas, lo cual no debe entenderse como una excusa pero
tampoco como un agravio: sus películas, sobre todo las últimas, son tan
impersonales que ni se merecen ser objeto de agrias discusiones; y b) siendo
así, no se explica que Badham consiguiera tan interesantes resultados con Drácula, lo que permite sospechar que,
en determinadas circunstancias (personales, de producción), más de un
realizador anodino o poco estimulante se ha crecido, casualmente o no, ante
proyectos de género fantástico: recuérdense los casos de Richard Donner y La profecía (The Omen, 1976) o el de Mary Reilly (ídem, 1996), para el que
suscribe una de las mejores películas de Stephen Frears (dicho así, en voz
baja, para que nadie se enfade).
Tras Drácula,
versión Badham, se escondía, a priori,
la intención de aprovechar el boom
del cine de terror de finales de los setenta mediante una nueva adaptación a lo
grande de la obra teatral de Deane y Balderston sobre el personaje de Stoker.
Sin embargo, el film resultante no tuvo, por fortuna, nada que ver con los
pronósticos más pesimistas: va más allá de sus orígenes teatrales de una manera
totalmente cinematográfica, e incluso ofrece una lectura en profundidad sobre
el personaje que está espiritualmente más cerca del libro de Stoker que de la
pieza de Deane y Balderston; es una película absolutamente ajena a la moda de psycho-killers imperante en el momento
de su estreno, y casi a contracorriente del resto del cine norteamericano de la
época; y, mal que pese, la interpretación de Langella es soberbia, innovadora y
personal, en una caracterización que nada tiene que ver ni con las anteriores
de Bela Lugosi y Christopher Lee ni con la posterior de Gary Oldman en Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s
Dracula, 1992, Francis Ford Coppola). Tierno y cruel, seductor y corruptor o,
como sugiere Roberto Cueto, byroniano
–en su muy recomendable libro Cien bandas
sonoras de la historia del cine (Nuer Ediciones, 1996)–, el Drácula de
Badham y Langella logró lo que no conseguiría James V. Hart en su guion para la
versión de Coppola: delimitar las connotaciones románticas del personaje, pero
sin destruir sus características malignas y transgresoras. El romanticismo de
esta versión de Drácula no tiene nada
que ver con el devaluado, degradado y descafeinado sentido actual del término,
sino que está más cerca de aquél que lo entendía como exaltación, furiosa y
apasionada, de los sentimientos: amor y odio, pasión y dolor, cólera y ternura.
Drácula traza un espléndido
contraste –tan bien dibujado como en los mejores films de la Hammer– entre la
sociedad victoriana, cerrada y represora, y la liberación sensitiva propuesta
por el vampiro. A partir de la singular variación de los personajes de Stoker,
en la que, como hemos visto, Lucy ahora es la hija del Dr. Seward y prometida
de Jonathan Harker, mientras que Mina tiene por padre al profesor Van Helsing,
la película ofrece un atrevido discurso moral: Drácula vampiriza primero a
Mina, joven frágil y enfermiza a la que convierte no en una mujer voluptuosa,
sino en un engendro que pasea tristemente por unos sórdidos túneles mineros, y
a continuación elige a Lucy, muchacha fuerte y temperamental, para que sea su
reina en el más allá. Por otro lado, hay un agudo enfrentamiento entre los
cazadores de vampiros, un Van Helsing tenaz y vengativo, un Harker mediocre e
indigno de Lucy, y un Seward pragmático y comilón, contra un Drácula que les
supera en todos los conceptos, de gestos elegantes, educación refinada y sofisticada
inteligencia.
La película marca diferencias con otras versiones, anteriores
y posteriores, desde su primera secuencia: con el excepcional acompañamiento
musical de la música de John Williams, en la que sin duda es una de sus mejores
composiciones, y mientras se suceden los títulos de crédito, la cámara sobrevuela
el océano y se acerca a la imponente figura de un castillo –en realidad, un
soberbio matte painting de Albert
Whitlock–, cuya silueta se recorta a la luz del atardecer sobre un acantilado a
la orilla del mar; pero, atención, la cámara no “penetra” en el castillo, sino
que lo sobrevuela, yendo más allá, hacia la línea del horizonte marino… Una manera
de indicarnos, ya de entrada, que esta versión de Drácula no transcurrirá, en
todo o en parte, en el castillo del conde, sino
que va más allá. Y, efectivamente, en la siguiente secuencia ya vemos un
barco, el Démeter, navegando con torpeza en medio de una terrible tempestad
nocturna; un barco en el que –como saben, de antemano, los lectores de Stoker– viaja
Drácula, llegando ya a su destino, las costas de Inglaterra, después de haberse
cebado con la sangre de la tripulación del Démeter, cuyos escasos
supervivientes intentan, inútilmente, deshacerse de él arrojándole por la borda
dentro de la caja donde, escondido, reposa.
Las escenas inmediatamente posteriores están magníficamente
construidas. Tenemos, primero, una somera descripción del sórdido ambiente del
manicomio –por aquel entonces no eran, como ahora, residencias psiquiátricas– del Dr. Seward, en el que los orates,
aterrorizados por los relámpagos y los truenos que acompañan a esa misma
tempestad que está azotando al Démeter, convierten el recinto en una especie de
antro infernal que, salvando las distancias, guarda ecos de ese genial relato
satírico de Edgar Allan Poe titulado –dependiendo de las traducciones– El método del doctor Alquitrán y el profesor
Pluma. Paralelamente, asistimos a la presentación de Lucy y Mina en el
dormitorio de esta última: la primera –ya lo hemos apuntado–, fuerte y
decidida, una mujer avanzada a su tiempo, la segunda, débil y enfermiza; de
hecho, la fortaleza de Lucy –una excelente Kate Nelligan, en una interpretación
que la convierte para mi gusto, y aun a riesgo de exagerar, en la mejor “novia
de Drácula” de la historia del cine–, está puesta de manifiesto desde el
momento en que su padre, el Dr. Seward, pide que la llamen para que, en medio
del tumulto de dementes asustados, venga a ayudar a una paciente, Annie (Janine
Duvitski), a calmar a su bebé.
No es casual, por tanto, que sea Mina, tan pronto se queda
sola en el dormitorio, la primera en acudir, a distancia, a la llamada
silenciosa pero poderosa del vampiro: la joven se levanta de la cama, mira por
la ventana, ver al Démeter acercándose peligrosamente a las rocas contra las
cuales, finalmente, encallará, y echa a correr bajo la lluvia hacia el lugar
del naufragio. Una vez allí, mojada,
será la primera en ver a Drácula convertido, en primer lugar, en lobo, y una
vez dentro de la cueva donde el animal se ha refugiado, en un hombre, tumbado
en el suelo y de espaldas a la cámara: su chaqueta tiene un cuello y unos puños
velludos cuyo pelaje es idéntico al del lobo que hemos visto momentos antes;
pero, a pesar de la apariencia humana del personaje, sigue habiendo en él algo animalesco: Mina se agacha al lado del
conde, y de la manga de la chaqueta de este último sale, lentamente, su mano,
moviendo los dedos como si fueran las
patas de una araña, hasta “atrapar” la mano de Mina, en lo que podemos
interpretar como un guiño a Drácula,
príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1965, Terence
Fisher); guiño que, en cierta medida, Badham repetirá en ese plano posterior de
la mano del vampiro levantando la tapa de la caja donde reposa una vez
instalado en la abadía de Carfax.
Drácula derrocha belleza y
elegancia, sugerencias y poder expresivo. Por ejemplo, la fascinante actuación gestual de Langella, y la elegancia con
la que Badham la filma, y que recalca, paradójicamente, la condición no-humana
del personaje. A tales efectos, Drácula lleva a cabo ante los demás (sus
potenciales víctimas) una suerte de representación
teatral en una secuencia, la de la cena en casa del Dr. Seward, que
posiblemente sea el fragmento más hermoso de la carrera de su director: su
entrada en el salón; su forma de desprenderse de la capa, cazada al vuelo por
el criado; sus gestos con las manos, y sus miradas, cuando sugestiona a Mina
hasta colocarla al borde del desmayo, y a continuación la hipnotiza; su manera
de rechazar, cortésmente, la cena y el vino que le sirven; la forma como mira
la sangre que brota del dedo de Swales (Teddy Turner), el criado del Dr.
Seward, que se ha cortado accidentalmente mientras trinchaba un asado; y, en
particular, el vals con Lucy que cierra la secuencia, y que no hace más que
afianzar los lazos que le unirán con ella.
Después de la cena, Lucy se levanta de la cama que comparte
con Mina y desciende a la planta baja de la casa. La vivienda está silenciosa y
a oscuras. La joven se acerca a una ventana y mira al exterior; de repente,
algo se agita bruscamente a su lado, detrás de una cortina que, agitada de tal
modo, parece por un momento la capa de Drácula; pero no: es Harker, su
prometido, quien acaba de asustar a Lucy. Significativamente, ese “susto” no lo
suministra Drácula, como sería lo convencional, lo “terroríficamente correcto”,
sino un personaje, Harker, que en el fondo “amenaza” a Lucy con el “terror” de
una vida anodina y gris. La pareja sale al jardín y, una vez allí, se besa. La
cámara, en semipicado, efectúa una panorámica hacia arriba que muestra, sobre
la barandilla de piedra del piso superior, la mano de Drácula posándose sobre
ella, y luego, al conde, mirando, silencioso y amenazador, a la pareja. A
continuación, en otra excelente escena, Drácula trepa por la pared, como un
reptil –detalle este sacado de la novela de Stoker y poco explotado por el cine
y la televisión: Las cicatrices de
Drácula (Scars of Dracula, 1970, Roy Ward Baker), el Count Dracula (1977) televisivo de Philip Saville, Drácula de Bram Stoker–, se introduce en
el dormitorio de Mina, y bebe su sangre. La inicialmente aterrorizada Mina da
rienda suelta a la sensualidad que despierta en ella ese vampiro cuya presencia
intuyó en la lejanía, acercándose por el océano, a través de esa misma ventana
que el conde acaba de usar para entrar en su alcoba y poseerla. La secuencia se
cierra con Lucy y Harker, sentados en el invernadero, mientras oyen de fondo el
aullido del mismo lobo que Mina vio saltar del Démeter aquella fatídica noche.
Tras la muerte de Mina, misteriosamente desangrada, el conde
invita al Dr. Seward y a su hija a cenar. El doctor le dice a su hija que no
deberían asistir, pues esa misma noche llegará en tren su amigo Abraham Van
Helsing, padre de la difunta Mina, para recoger el cadáver de su hija. Pero
Lucy insiste en acudir a esa cena, dice, para no ser descortés con el conde… si
bien la atracción que empieza a sentir hacia el mismo ya es más que evidente
(e, insistamos de nuevo, Kate Nelligan la matiza espléndidamente con su
magnífica interpretación). Camino de la abadía de Carfax a bordo de la calesa
que ha enviado Drácula –la misma calesa sin conductor de la cual se valió el
conde la noche antes para viajar hasta la casa de Seward–, Lucy escucha, a lo
lejos, aullidos de lobos: de nuevo el lobo como símbolo de la sexualidad animal
y como llamada a la sensualidad, tal y como luego sugeriría Angela Carter en su
libro de relatos La cámara sangrienta,
fuente de inspiración de Neil Jordan para En
compañía de lobos (The Company of Wolves, 1984). Aullidos que, como digo,
acompañan a Lucy en su viaje al encuentro de Drácula y que, por medio de un
ingenioso encadenado sonoro, se mezclan y al mismo tiempo se ponen en relación
con el silbato del tren que se detiene en la estación de Whitby, del cual descenderá
la mayor amenaza para Drácula: Van Helsing.
La llegada de Lucy a la abadía de Carfax está rematada con un
espectacular efecto estético y escenográfico: la joven llama a la enorme puerta
de doble hoja y, de repente, esta se abre, lentamente, para mostrarnos el salón
de la abadía y la mesa del comedor cubiertos por docenas y docenas de velas, en
una idea que Coppola retomaría, corregida y aumentada, para su Drácula de Bram Stoker. Una idea que,
como recordarán los lectores de Dirigido
por… o de su libro El cine fantástico,
no era del agrado de José María Latorre, que aun gustándole esta película la
consideraba uno de sus puntos flacos, cuando a mi entender creo que expresa muy
bien la idea que, de esta manera, Lucy entra en un mundo mágico y a la vez
artificial, expresamente preparado por Drácula para seducirla. No por
casualidad, la conversación de Drácula y Lucy mientras cenan está resuelta por
Badham en una serie de precisos primeros planos de ambos comensales en planos/
contraplanos ligera y progresivamente más cerrados, coincidiendo con el mayor
grado de aproximación emocional entre ambos personajes. Las velas sobre la
mesa, colocadas a modo de focos de luz desenfocados, crean un efecto irreal y a
la vez enfermizo como consecuencia del empleo de teleobjetivos que, por una vez
y sin que sirva de precedente, se revelan adecuados para expresar la
“vampirización” física y psíquica que está sufriendo Lucy –por más que sea de
buen grado– a manos del conde, expresada en esos encuadres y esas lentes que no
hacen sino escrutar los rostros de los personajes de una manera casi obscena.
Una buena prueba del rigor con el cual está construido el
film reside en un espléndido detalle visual de esta misma secuencia: tras la
apertura de las puertas de la abadía, y antes de que la muchacha y el conde se
sienten a cenar, vemos a Lucy entrar en el recinto; entonces, Badham inserta un
espléndido plano general en semipicado sobre la muchacha, vista a través de una
telaraña; sobre la misma se pasea una araña, desplazándose lentamente hacia el
punto del plano en el cual coinciden ambas, la araña y Lucy; y, justo en ese
preciso instante, el plano se corta y aparece Drácula para recibir a la joven,
como esa araña que acaba de atrapar a su víctima en la red que ha preparado al
efecto. Más avanzada la proyección, en la escena en la que Harker visita a una
vampirizada Lucy en la habitación acolchada del manicomio donde su padre se ha
visto obligada a encerrarla, Badham recurre a un encuadre muy similar, buscando
–y consiguiendo– una equivalencia con el plano en semipicado que hemos
comentado con anterioridad: ahora es otro plano general, también en semipicado,
en el cual vemos a Lucy acercándose, amenazadoramente, a Harker, visto ambos a
través del techo enrejado de la celda que, desde ese ángulo, asimismo parece
una especie de telaraña, pero de metal.
La presencia animal en el Drácula
de Badham es constante. El conde sobrevive al naufragio del Démeter
transformado en lobo. Momentos antes, hemos visto su garra, medio lupina y
medio humana, brotando de la caja que usa como ataúd para descansar y
desgarrando el cuello de uno de los marineros que intentaba arrojarle por la
borda. El pelaje del lobo aparece en el cuello y los puños de la chaqueta que
Drácula lleva puesta cuando Mina le descubre en la cueva de la playa y,
recordemos, su mano se mueve como una araña para coger la mano de Mina. También
parece una araña la mano que vemos abriendo la tapa de la caja-ataúd de Drácula
en la abadía de Carfax, o la que se posa sobre la barandilla de la casa del Dr.
Seward mientras el vampiro espía a Lucy y Harker desde el balcón. Un aullido de
lobo, repetimos, expresa elípticamente la posesión de Mina a manos de Drácula.
Los lobos aúllan mientras Lucy se dirige a la abadía para cenar con el conde.
Una araña, volvamos a recordar, avanza sobre su tela justo encima de Lucy
cuando entra en la abadía, precediendo a la entrada en escena de la “araña” más
peligrosa: Drácula. La vampirizada Lucy también parece una araña cuando acosa y
casi muerde en la yugular a un timorato Harker. A todo ello hay que añadir que,
además, el conde se transforma en murciélago, y ataca a su siervo humano,
Renfield, antes de asistir a la cena en casa del Dr. Seward (es decir, para
acudir a la misma, por así decirlo, “cenado”). Más tarde, veremos a Renfield
–como en la novela de Stoker– comiendo insectos, a modo de imitación a pequeña
escala de la actividad depredadora de su amo.
Descubierta su condición vampírica por Van Helsing, Drácula huye
del acoso al que le somete este último con un espejo, unas ristras de ajos y
una Sagrada Forma convirtiéndose en lobo (en un plano tan sencillo y a la vez tan
eficaz: Drácula salta por la ventana, con el marco de la misma dividiendo en
dos el encuadre, de modo que vemos al conde saltando por el lado derecho del
plano, y ya está convertido en lobo cuando sale por el lado izquierdo del
encuadre). Vuelve a transformarse en murciélago cuando Van Helsing y Harker
intentan matarle en la abadía, y bajo esta forma casi consigue matar a Harker.
Y de nuevo es un lobo cuando acude velozmente hacia el manicomio de Seward para
rescatar a Lucy. Los caballos tienen un papel relevante en la función: unos
equinos negros tiran de la calesa sin conductor con la cual Drácula se desplaza
para cenar con Seward y con la que Lucy hace lo mismo para acudir a su cita con
el conde; a la luz del crepúsculo, Drácula cabalga un caballo negro y se
presenta en el cementerio para presentar sus respetos a Lucy y Van Helsing por
la muerte de Mina; luego, Van Helsing se fija que el caballo del conde se
encabrita ante la tumba de Mina, y al anochecer, utiliza un caballo blanco para
detectar la tumba del vampiro que ha matado al bebé de la demente Annie,
sepultura que no es otra que la de su hija Mina [Nota bene: Por más que en el film no se especifica, la creencia consiste
en que un caballo virgen es lo adecuado para localizar los lugares de reposo de
los no muertos.]; cerca del final, Drácula azuza con el poder de su mente a los
caballos que tiran del carruaje que transporta la enorme caja-ataúd dentro de
la cual reposa junto a su amada Lucy.
El proceso de seducción de Lucy por Drácula deja bien claro
que, para este último, la primera tiene un interés especial que no tenía la
difunta Mina. Resulta asimismo significativo que dicho proceso de seducción se
alterne, en paralelo, con la llegada de Van Helsing, el ataque de la
vampirizada Mina al bebé de Annie, las primeras sospechas de Van Helsing de que
un vampiro es el responsable de los acontecimientos y, en particular, la
excelente y sórdida secuencia en las catacumbas que culmina con Van Helsing
atravesando con una larga estaca el corazón de su hija vampiresa. Mientras
estos terribles acontecimientos se suceden, Drácula y Lucy viven una love story al margen de todos esos
horrores, como si no fueran con ellos, cuando en realidad son parte
determinante de los mismos. El conde y la joven salen al jardín de la abadía,
donde Drácula/ Langella exclama una de las más famosas frases de la adaptación
de Deane y Balderston popularizada por Bela Lugosi: cuando, al oír aullar a los
lobos, el vampiro exclama: “¡Los hijos de
la noche! ¡Qué triste es su música!”; y, poco después, la pareja de amantes
se besa por primera vez. La noche siguiente, mientras Van Helsing y Seward
andan detrás de la vampiresa Mina, Drácula irrumpe en el dormitorio de Lucy
para vampirizarla, pero el tratamiento de la secuencia es muy diferente a la
escena de seducción vampírica de Mina. Cuando el conde besa a la joven en la
cama, la imagen da paso –en una secuencia, asimismo, muy criticada en su
momento– a un onírico fragmento fantastique,
a base de siluetas negras –las de Drácula y Mina– sobre un turbio fondo rojo, e
imágenes superpuestas de las velas colocadas en la mesa de comedor de la abadía
durante la cena y de un murciélago volando; considerada por algunos, entre
ellos quien esto suscribe, un “alarde
esteticista innecesario” (sic), la audacia de la secuencia consiste,
precisamente, en su forma gráfica de expresar cómo Lucy se halla inmersa,
atrapada, en un mundo de fantasía, donde los conceptos de tiempo y espacio son –literalmente–
otros. La secuencia se cierra
recuperando un famoso detalle de la novela de Stoker presente, asimismo, en Drácula, príncipe de las tinieblas y en Drácula de Bram Stoker: el vampiro se
araña el pecho con una uña y le da de beber su propia sangre a Lucy.
Curiosamente, en la secuencia que acabamos de mencionar se
hace patente uno de los detalles más curiosos del film: que Drácula no exhibe
los clásicos colmillos del personaje. No es la única variación particular en
torno a las convenciones del mito del vampiro que lleva a cabo el film. Tampoco
luce colmillos la vampiresa Mina; pero, en cambio, la vampirizada Lucy los deja
entrever en la mencionada escena en la que está a punto de atacar a Harker en
la celda del manicomio, y en la escena final a bordo del Zarina Catalina.
Asimismo, a pesar de que la película respeta la convención de que los vampiros
no se reflejan en los espejos en la secuencia que comparten Drácula y Van
Helsing en el salón, o en la escena del examen del cadáver de Mina con un
espejo de mano, en cambio antes hemos visto cómo Mina se refleja en el agua del
charco donde Van Helsing ha perdido el crucifijo la primera vez que se presenta
ante él convertida en vampiresa. Otra variante reside en el hecho de que, a
pesar de haber acabado con ella con la estaca, Van Helsing deba asegurarse de
que Mina no volverá a alzarse como no muerta extirpándole el corazón con un
bisturí. El fragmento en el que Van Helsing y Harker se enfrentan a Drácula en
la abadía pone en cuestión otras convenciones sobre los vampiros: el conde se materializa, literalmente, ante sus
enemigos como si fuese capaz de volverse invisible; el vampiro le aclara a Van
Helsing que no es cierto que tenga que dormir durante el día, pues le basta con
mantenerse refugiado de la luz del sol; y, en la escena en la que Harker planta
cara a Drácula con una cruz de madera, el conde resiste el dolor de la quemadura
que le provoca el objeto sagrado hasta que el mismo estalla en llamas.
El clímax del film está a la altura de todo lo que le precede.
Van Helsing, Seward y Harker siguen el rastro del carruaje que transporta a Drácula
y Lucy hasta la localidad costera de Scarborough, donde averiguan que la caja
ha sido trasladada a un barco rumano que acaba de salir del puerto: el Zarina
Catalina. Seward se queda en tierra, y Van Helsing y Harker suben a bordo. De
manera circular, el Drácula de Badham,
que ha arrancado a bordo de un barco, concluye en otro. Van Helsing y Harker
encuentran a Drácula y Lucy, los amantes malditos, durmiendo juntos en la misma
caja. La pelea que se produce a continuación, excelentemente filmada, culmina
con Van Helsing clavado en la pared de la bodega con la misma estaca con la que
intentaba atravesar el pecho del conde, pero que, con sus últimas fuerzas,
lanza un gancho de metal colgado de una cadena que se clava en la espalda de
vampiro mientras este intenta matar a Harker. Este último aprovecha la ocasión
que se le brinda, poniendo en marcha la polea automática que enrolla la cadena
y alza a Drácula hasta lo más alto del palo mayor del barco, exponiéndole a la
luz del sol. La secuencia es visualmente poderosísima: Drácula, gran Langella,
intentando arrancarse el gancho de la espalda, revolviéndose como un tiburón
arponeado y gruñendo como un animal; la planificación de la destrucción del
vampiro, que alterna planos generales y primeros planos del conde con planos
generales y planos de detalle del abrasador disco solar; Lucy, gran Nelligan,
gritando desesperada mientras presencia, impotente, la agonía de su amante; una
Lucy que, a la muerte de Drácula, pierde sus incipientes colmillos, la manifestación
de una sexualidad libre y desbordada, de nuevo reprimida por la moralidad
imperante.
La escena con la que se cierra el film, cuando tras la
destrucción de Drácula su capa se aleja volando sobre el mar mientras Lucy
sonríe enigmáticamente, mientras oímos –de nuevo– el aullido de un lobo, ha
sido objeto de diversas interpretaciones. En su momento se habló de una
conclusión abierta de cara a una posible secuela. Badham siempre se ha mostrado
muy impreciso al respecto, alegando que su intención era proponer un final no
convencional. En cualquier caso, recuerda al de una anterior película de
vampiros, Sombras en la oscuridad
(House of Dark Shadows, 1971, Dan Curtis), con la que la de Badham guarda más
de un punto de contacto: aparte del hecho de presentar también a un vampiro,
Barnabas Collins (Jonathan Frid), como un elegante forastero dispuesto a
perturbar la paz social y el orden establecido, anticipa la relación que en el
film de Badham se da entre Drácula y Renfield con la que, en Sombras en la oscuridad, tiene lugar
entre Barnabas y su siervo Willie (John Karlen), y preludia su escena final con ese golpe de efecto postrero en el cual
vemos un murciélago alzando el vuelo donde, un segundo antes, yacía el cuerpo
empalado de Barnabas.
Excelente análisis de una de las versiones, injustamente olvidada, de la novela más veces trasladada al cine. Lo cierto es que cualquier película, por buena que sea (y esta lo es, aunque no sea la mejor), tiene muy difícil destacar en este subgénero, el de adaptaciones de "Drácula", repleto de creaciones rayanas en la categoría de obra maestra. Mi preferida: la de Fisher de 1958, sin despreciar las de Murnau, Browning, Melford, Coppola, Herzog o esta misma de Badham. Invito al lector interesado en el tema a que visite mi revisión de casi todas las adaptaciones, o al menos las principales, en https://humanodivinoymas.blogspot.com/2016/08/dracula-principe-de-las-tinieblas-y-rey_11.html, o mi reflexión sobre las relaciones entre la película de Fisher y la obra de Stoker, en https://humanodivinoymas.blogspot.com/2016/10/dracula-de-la-literatura-al-mito.html
ResponderEliminarEl único problema que tengo con esta película es mío. O sea, que el problema lo tengo yo, no a película, que es prácticamente perfecta. Y es que veo a Frank Langella y pienso en El Puma y "Pavo Real"... en serio, maravilloso film.
ResponderEliminar¡Ja, ja, ja! ¡Cierto! ¡Sobre todo, el peinado!
ResponderEliminarSin quitarle ningún merito me parece que tanto la novela como las películas de Drácula tienen un error. Tras tanto tiempo de vampiro lo lógico es que hubiese vampirizado a muchísima gente, todo un ejercito de vampiros. Y sobre todo cuando va a Londres.
ResponderEliminarNo, si en la primera mordida los mató; para convertir en vampiro, se requieren 3 mordidas, sin llegar a matar a la víctima.
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