[NOTA PREVIA: CON MOTIVO DEL
“DOSSIER” DEDICADO AL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE INGMAR BERGMAN QUE COORDINO
PARA EL PRÓXIMO NÚMERO DE “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO AQUÍ TRES TEXTOS MÍOS, NO
INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, A MODO DE COMPLEMENTO.]
Como muchos grandes artistas de verdad, Ingmar Bergman se mostraba
muy autocrítico con su propia obra, y una buena muestra de esa severidad hacia
sí mismo la encontramos en la opinión que le merecía Cara a cara al desnudo (1976): “iba
a ser una película sobre sueños y realidad –escribe en su libro de memorias
Linterna mágica (Andanzas, 1988)–. Los sueños debían convertirse en realidad
palpable. La realidad debía diluirse y convertirse en sueño. Unas pocas veces
he conseguido moverme entre sueño y realidad sin esfuerzo: “Persona”, “Noche de
circo”, “El silencio”, “Gritos y susurros”. Esta vez fue más difícil. El empeño
exigía una inspiración que me falló. Las secuencias oníricas resultaron
sintéticas, la realidad difusa. Hay alguna que otra escena sólida y Liv Ullmann
luchó como un león. Gracias a su fuerza y a su talento la película se tiene en
pie. Pero ni siquiera ella pudo salvar la culminación, el grito primal que no
fue más que el fruto de una lectura entusiasta pero mal digerida. El
agotamiento artístico me hacía muecas a través del tenue entramado”. Sorprende,
sobre todo en estos tiempos de imbéciles empapados en arrogancia hasta extremos
nauseabundos (y no digamos nombres), que alguien de la categoría de Bergman –o
de la de Alfred Hitchcock: echen un vistazo a lo que llega a decir de muchos de
sus films en el libro-entrevista que le dedicó François Truffaut–, demuestre tanta
dureza hacia una creación suya que, si bien es cierto que no se encuentra entre
lo mejor de su brillantísima filmografía, es una película cuyo visionado merece
muchísimo la pena.
Cara a cara al desnudo –recordemos que, en España, donde el film se estrenó en
julio de 1977, el distribuidor añadió el “al
desnudo” en el título para añadirle morbo al asunto: eran los tiempos del
“destape” y el cine “S”–, como digo, es una obra más que interesante que, en
cierto sentido, puede verse como una especie de cierre del camino explorado por
Bergman con sus anteriores Pasión
(1969), La carcoma (1971) y, sobre
todo, Secretos de un matrimonio
(1973), todas ellas sendas introspecciones de los estragos de la vida familiar,
si bien es con la citada en último lugar con la que guarda un vínculo más
estrecho, no solo porque coinciden en la misma pareja protagonista –Liv Ullmann
y Erland Josephson–, o en que ambas eran producciones para televisión que luego
conocieron sendos montajes abreviados para el cine –la versión televisiva de Cara a cara al desnudo ronda los 200
minutos–, sino también porque, desde cierto punto de vista, Cara a cara al desnudo puede entenderse
como una especie de “secuela” de Secretos
de un matrimonio: la Dra. Jenny
Issakson de Cara a cara al desnudo
bien podría ser la Marianne
de Secretos de un matrimonio. Pero
hay una diferencia fundamental: mientras que, en Secretos de un matrimonio, asistíamos al proceso de deterioro de
una pareja, en Cara a cara al desnudo
la acción se centra en el componente femenino de un matrimonio que –se intuye– ya
se encuentra deteriorado desde hace tiempo: el esposo de Jenny, de quien tan
solo conocemos su nombre (Erik), jamás aparece en pantalla –al menos, en el
montaje para cine; sí lo hace, al parecer, en la versión para televisión, que
lamento desconocer, interpretado por el actor Sven Lindberg–, siendo en todo
momento una presencia en off, o mejor
dicho, una ausencia constante. Ausencia
sobre la cual Bergman llama la atención desde el principio con el dato de que
dicho personaje se encuentra de viaje de negocios, mientras su esposa atiende a
sus pacientes en el centro psiquiátrico donde trabaja como terapeuta. Al mismo
tiempo, Jenny pasa esos días de soledad en compañía de sus abuelos (Gunnar
Björnstrand y Aino Taube). También sabemos que Jenny y su marido son padres de
una niña, Anna (Helene Friberg), la cual se encuentra asimismo alejada del
hogar familiar porque está pasando unos días en un campamento para escolares. Más
tarde, conversando con el Dr. Tomas Jacobi (Erland Josephson), un colega que se
siente atraído por ella y que no tardará en insinuársele al poco de conocerla,
Jenny le confiesa entre otras cosas que, aprovechando esa ausencia de su
marido, se cita con un amante al cual, por cierto, tampoco veremos jamás.
Bergman enfatiza, prácticamente desde
el primer momento –quizá demasiado, y puede que fuera eso una de las razones de
su insatisfacción hacia el resultado de esta película–, el tono subjetivo de la
narración, de manera que el espectador sigue en todo momento el desarrollo de
la trama desde la perspectiva de Jenny, una psiquiatra que, paradójicamente,
acaba sufriendo ella misma un trastorno mental muy similar a los que trata a
diario a sus pacientes y que acabará conduciéndola a un intento de suicidio. Hay,
en este sentido, una cierta “brusquedad” en la planificación del realizador,
que le confiere a Cara a cara al desnudo
un tono más seco y crispado que el de Secretos
de un matrimonio: abundan los primeros planos, los reencuadres y el juego
con el enfoque y desenfoque dentro de un mismo encuadre, lo cual, unido a la
austeridad de los escenarios y el tono neutro de la fotografía de Sven Nykvist,
contribuye a conferirle al film una atmósfera opresiva y claustrofóbica. Puede
entenderse, con escaso margen de error, que con esta planificación Bergman
pretende “acorralar” a Jenny, algo que resulta particularmente notorio en la
extraordinaria secuencia de su confesión a Tomas en la habitación del hospital
donde está reponiéndose de su ingestión casi mortal de barbitúricos: Bergman
“clava” la cámara en el personaje –y en su admirable actriz: una impresionante
Liv Ullmann–, combinando el primer plano y el plano medio mientras Jenny
desgrana sus angustiosos recuerdos de infancia, en particular, el terror que
sentía cuando su abuela la castigaba encerrándola en un armario a causa del
miedo que le producía la oscuridad.
En una añeja crítica publicada en Dirigido por…, José María Latorre ya
señalaba que una de las ideas más interesantes –y desoladoras– de esta
magnífica película se apunta al principio del relato, y está puesta en boca de
un colega de Jenny: que la psiquiatría no sirve para curar las enfermedades
mentales. De ahí la tremenda paradoja que se produce cuando es la propia Jenny,
una especialista de la mente, la que acaba cayendo en una profunda depresión,
fruto de sus traumáticos recuerdos infantiles, unida a una asfixiante sensación
de soledad y desamparo que se ve incapaz de apaciguar y que se acentúa por el
abandono, siquiera temporal, por parte de su marido y de su hija, en un proceso
paranoico que Bergman visualiza por medio de un progresivo aumento del tono
onírico. Resultan admirables todas las escenas de Jenny en casa de sus abuelos,
tanto las que dibujan la relación emocional que la vincula a los ancianos –cf.
ese momento en que les espía, con ternura, viendo cómo la abuela se levanta de
la cama detrás del abuelo el cual, en un gesto de senilidad, ha salido de su
dormitorio en plena noche tan solo para comprobar si el reloj de carillón del
salón sigue funcionando–, como sobre todo los fragmentos “pesadillescos” que
expresan el deterioro mental de Jenny: Bergman siempre ha demostrado ser un
maestro a la hora de enseñar sueños y pesadillas, y aquí brillan con luz propia
ese momento, escalofriante, de la inquietante aparición de esa anciana con un
extraño ojo negro en el dormitorio de la protagonista que acosa de forma
recurrente los pensamientos de Jenny (en una escena caracterizada, además, por
una magistral utilización del sonido: el tic-tac del reloj que precede obsesivamente
a la aparición de la anciana; el silencio que se produce cuando tiene lugar
aquélla; el angustioso “grito mudo” de Jenny al verla); o la secuencia onírica
en la que una inconsciente Jenny, debatiéndose entre la vida y la muerte tras
la sobredosis de pastillas, recorre una serie de habitaciones con un extraño
atuendo medieval (sic), y encontrándose en ella fragmentos abstractos de su
propio pasado, tales como sus abuelos, sus pacientes y sus propios padres,
prematuramente fallecidos en un accidente, y que culmina en una metafórica
incineración/ entierro en vida de la propia Jenny llevada a cabo por ella
misma.
No obstante, acaso lo más conseguido
de Cara a cara al desnudo resida –por
más que, como hemos visto, su propio autor no se sintiera satisfecho del
resultado– en ese brillante vaivén entre la realidad y la fantasía, la vigilia
y el sueño, de manera que hay momentos en los cuales cuesta diferenciar entre
unos y otros, dada la forma como Bergman vincula e incluso podría decirse que
“unifica” ambos niveles de percepción por medio de la elección de un
determinado encuadre: véase al respecto la magnífica escena de la visita de
Jenny a la casa de una paciente, y que concluye con su agresión sexual a manos
de dos hombres ocultos en la vivienda, que Bergman culmina alrededor de un
plano general fijo de larga duración, construido de tal manera que la pared que
separa dos habitaciones, situado en medio del encuadre, produce un singular
efecto de “pantalla partida” que, además de acentuar, por su artificio, la
ambigüedad del momento (¿la escena es real o fruto de la imaginación de
Jenny?), sugiere, sotto vocce, parte
del meollo del relato: el paso de lo real a lo imaginario, o la diferencia
entre la realidad y el sueño, puede ser a veces tan estrecho que basta con dar
un paso, ir de una habitación a otra, para encontrarse de repente –y
literalmente– en otra dimensión de la mente.
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