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sábado, 23 de junio de 2018

Centenario de INGMAR BERGMAN (y 3): “FANNY Y ALEXANDER”



[NOTA PREVIA: CON MOTIVO DEL “DOSSIER” DEDICADO AL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE INGMAR BERGMAN QUE COORDINO PARA EL PRÓXIMO NÚMERO DE “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO AQUÍ TRES TEXTOS MÍOS, NO INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, A MODO DE COMPLEMENTO.]

Como explicaba Ingmar Bergman en su extraordinario libro de memorias Linterna mágica, en un principio no estaba previsto que Fanny y Alexander (1982) fuera su último trabajo para el cine: “La decisión de colgar la cámara cinematográfica no resultó especialmente dramática y fue surgiendo durante la filmación de “Fanny y Alexander”. (…) Siempre he sufrido de lo que se llama vientre nervioso, una calamidad tan ridícula como humillante. Mis intestinos han saboteado mis esfuerzos con una refinada e inagotable riqueza inventiva. (…) Parecería pues que el demonio interior, ha pesar de todo, ha derrotado mi afición a hacer cine. No es así. Desde hace más de veinte años sufro de insomnio crónico. (…) El agotamiento viene con la vulnerabilidad de la noche, el cambio de las proporciones, el dar vueltas a actuaciones estúpidas y humillantes, el arrepentimiento de maldades irreflexivas o intencionadas. (…) El tercer motivo de mi decisión es el envejecimiento, un fenómeno que ni lamento ni celebro. La solución de los problemas es cada vez más lenta, la concepción de las escenas provoca una mayor preocupación, la toma de decisiones es muy lenta, me siento paralizado por dificultades práctica imprevistas. Con el cansancio aumenta también mi meticulosidad. Cuanto más cansado, más quisquilloso: mis sentidos se aguzan hasta el máximo y veo limitaciones y defectos por todas partes”. Fanny y Alexander fue, oficialmente, su último trabajo para el cine, por más que, oficiosamente, supusiera una nueva y ni mucho menos postrera incursión de su autor en la televisión. Recordemos que Bergman había realizado anteriormente para la mal llamada “pequeña pantalla” telefilms como Herr Sleeman kommer (1957), Venetianskan (1958), Rabies (1958), Oväder (1960), Ett drömspel (1963), Don Juan (1965), El rito (1969) –que conoció estreno en cines fuera de Suecia, entre ellos los de España–, el documental Farö dokument (1970), la famosa miniserie Secretos de un matrimonio (1973) –de la cual llevó a cabo un montaje para cines de 168 minutos–, Misantropen (1974), La flauta mágica (1975) –también exhibida en cines fuera de Suecia–, el también documental Farö-dokument 1979 (1979) y De la vida de las marionetas (1980) –que también conoció estreno cinematográfico–, y tras Fanny Alexander, catorce de sus nada menos que quince largometrajes posteriores –la excepción sería el corto documental Karins ansikte (1984)– fueron para televisión. La película que aquí nos ocupa conoció, asimismo, dos montajes, uno para cines de 188 minutos –que fue el que se alzó con cuatro premios Oscar, los correspondientes a Mejor Película de Habla No Inglesa, Fotografía (Sven Nykvist), Dirección Artística (Anna Asp y Susanne Lingheim) y Vestuario (Marik Vos-Lundh)–, y otro para televisión, de 312 minutos, repartidos en cinco episodios. Bergman siempre consideró que el montaje televisivo era el mejor; no podemos menos que darle la razón, hasta el punto de que el presente comentario se fundamenta precisamente en este montaje.


El testamento cinematográfico de Ingmar Bergman
El cineasta afirmaba haber partido de sus propios recuerdos para elaborar el libreto de Fanny y Alexander, en particular la historia real de su hermana, la escritora Margareta Bergman (1922-2006), y la infancia infeliz que sufrió por culpa de su autoritario padre, un sacerdote luterano. Margareta Bergman sería por tanto la inspiración del personaje de la pequeña Fanny (Pernilla Allwin), si bien esta última acaba siendo una figura relativamente secundaria dentro de la trama, habida cuenta que la mayor parte de la misma está vista desde la perspectiva de su hermano Alexander (Bertil Guve), en cierto sentido el alter ego del propio Bergman. Se dice que la primera intención del cineasta era que el personaje de ficción inspirado en su propia madre, Emelie Ekdahl, corriera a cargo de Liv Ullmann, mientras que el del obispo Vergerus lo interpretaría Max Von Sydow. Pero ninguno de estos dos extraordinarios intérpretes habituales en su filmografía pudo estar presente en este proyecto, como consecuencia de una ajustada agenda laboral en el caso de Ullmann, y como resultado del malentendido que surgió con su representante norteamericano en el caso de Von Sydow, a quien siempre le dolió no haber figurado en la última producción cinematográfica del maestro sueco. Sus personajes corrieron a cargo, respectivamente, de Ewa Fröling y Jan Malmsjö, por más que otros habituales de la filmografía bergmaniana sí que pudieron estar presentes, tal es el caso de Erland Josephson, Harriet Andersson, Gunnar Björnstrand y Jarl Kulle; anotemos, como curiosidad y en roles asimismo secundarios, la presencia en el elenco de futuras figuras del cine sueco que luego han llevado a cabo carreras con proyección internacional, tal es el caso de Pernilla August y de unos muy fugaces Lena Olin y Peter Stormare. Coproducida con Francia y la antigua República Federal Alemana, y con un coste equivalente a unos 6 millones de dólares, Fanny y Alexander fue en su momento la película más cara de la cinematografía sueca. Casi 7 millones de dólares fue su recaudación final solo en cines norteamericanos, con lo que cabe especular con escaso margen de error de que su funcionamiento comercial a nivel internacional fue bastante bueno, teniendo en cuenta sus características; en España, y según la poco fiable base de datos de la web del Ministerio de Cultura, recaudó el equivalente a casi 800.000 euros actuales y convocó a algo más de medio millón de espectadores.  

“Fanny y Alexander”: la serie
El montaje para televisión de Fanny y Alexander se divide en cinco capítulos, “La familia Ekdhal celebra la Navidad” (de una hora y media aproximadamente), “El fantasma”, “El descanso” (ambos de algo más de media hora), “Acontecimientos de verano” (poco menos de una hora) y “Demonios” (cerca de hora y media). [Nota bene: Los títulos de los episodios y sus respectivas duraciones en DVD están tomados de la edición española originalmente editada por Cameo y reeditada por A Contracorriente.]


“Prólogo”.
El primer capítulo o primer acto viene precedido por un Prólogo que, como no podía ser menos tratándose de su autor, es de una admirable densidad. Nos hallamos en la Suecia de principios del siglo XX. El pequeño Alexander juega en uno de los grandes salones de la mansión Ekdhal, dejando volar su imaginación; a partir de esta premisa, Bergman crea un admirable cortometraje de atmósfera fantastique en el cual la mirada infantil, en combinación con la tonalidad mágica de la fotografía (gran trabajo, como siempre, de Sven Nykvist), da pie a imágenes poéticas de tanta belleza como ese instante en el cual Alexander ve o cree ver la estatua de una figura femenina cobrando “vida”, o ese otro, ominoso, en el que la figura de la mismísima Muerte atraviesa la estancia dejándose entrever tras el mobiliario. Se trata, asimismo, de una manera de indicar que vamos a asistir a un relato en el que la belleza de la imaginación desatada, vitalista, de un niño va a tener el contrapunto severo, realista, del final de la existencia.



Primer acto: “La familia Ekdhal celebra la Navidad”.
 “La familia Ekdhal celebra la Navidad” gira, como su título indica, alrededor de la celebración de dicha festividad en el hogar de la familia protagonista. Bergman dibuja con admirable precisión el ritual social de la reunión de los componentes del clan Ekdhal alrededor de la matriarca Helena (Gunn Wallgren). Recuperando en parte el tono aparentemente festivo, pero en el fondo tremendamente amargo, de Sonrisas de una noche de verano (1955), la celebración de la Navidad en la casa de los Ekdhal no tarda en revelar su carácter secreto de conmemoración hipócrita bajo la cual se ocultan no pocos trapos sucios. Los esqueletos escondidos en el armario de los Ekdhal son tan variopintos como el viejo amante judío de la anciana Helena, Isak Jacobi (Erland Josephson); la relación adúltera que el extravertido Gustav (Jarl Kulle) mantiene con la criada Maj (Pernilla August); o la enfermiza relación de amor-odio de Carl (Börje Ahlstedt) y su esposa Alma (Mona Malm), a la que hace tiempo ya que no ama, pero a la que es incapaz de abandonar. Este panorama humano se muestra, en primer lugar, describiendo minuciosamente la (falsa) fachada de felicidad de los personajes, manifestada como digo en una celebración navideña donde los amos comparten mesa con las criadas, todos cantan y bailan formando una rúa que atraviesa los principales salones de la mansión, los niños juegan a sus anchas, y hasta los adultos se comportan temporalmente como niños (escena en la que Carl divierte a sus sobrinos apagando un candelabro… con una ventosidad); pero, a la hora de la verdad, cuando la fiesta termina y de puertas adentro, no tardan en aflorar el dolor y el resentimiento: durante esa misma rúa, el ya envejecido Oscar Ekdhal (Allan Edwall), marido de la mucho más joven Emelie (Ewa Fröling) y padre de Fanny y Alexander, tiene que soltarse del resto del grupo y detenerse a recuperar el aliento sentado en unos escalones, primer signo de su muerte cercana; por su parte, Lydia (Christina Schollin), la esposa de Gustav, no puede reprimir su deseo de abofetear a la insolente criada y amante de su marido, Maj, uno de sus pocos consuelos a la hora de convivir con las infidelidades de su esposo; y, en la soledad de su dormitorio –en una secuencia de una dureza asfixiante–, Carl da rienda suelta a la repugnancia que le provoca Alma, en un nuevo apunte sobre las relaciones de pareja que giran alrededor del asco que una persona siente hacia la otra tan amarga como las apuntadas en Los comulgantes (1963), La hora del lobo (1968) o, naturalmente y para no alargarnos, Secretos de un matrimonio.  


Segundo acto: “El fantasma”.
En el segundo acto, “El fantasma”, se hace hincapié en algo que también aparecía anotado en el primer episodio: la presencia del teatro, motivo visual y dramático recurrente dentro del cine de Bergman a modo de contrapunto de las tragedias cotidianas. En el primer episodio hemos visto a Oscar Ekdhal pronunciando un emotivo discurso de Navidad ante la compañía teatral que dirige Filip Landahl (Gunnar Björnstrand), donde se pone de relieve el amor de aquél por el teatro y por los componentes de la compañía. En este segundo episodio, Oscar sufre un ataque, el mismo que le pondrá a las puertas de la muerte, mientras está ensayando una escena del Hamlet de William Shakespeare donde encarna, paradójicamente, al fantasma: antes de fallecer, el propio Oscar reirá débilmente ante esta ironía. “El fantasma” explora un tema asimismo muy bergmaniano, el del miedo a la muerte y la posibilidad de vida en el más allá –recuérdese la extraordinaria El rostro (1958)–, en esta ocasión a través de los temores del imaginativo Alexander, a quien le aterroriza acercarse al lecho de su padre moribundo, y al que, finalmente, verá o creerla verlo aparecerse en forma de fantasma que deambula tristemente por diversos rincones de la mansión Ekdhal. Un momento llama la atención, dada su elevada intensidad dramática: esa escena en la que, de madrugada, Fanny y Alexander se acercan al salón, atraídos por los alaridos de dolor de su madre mientras vela el ataúd abierto de su difunto marido; la cámara adopta el punto de vista de los niños, mostrando en plano general fijo las puertas correderas de ese salón ligeramente entreabiertas, de manera que vemos a través de ellas el cadáver de Oscar reposando en su ataúd y a la histérica Emelie gritando mientras atraviesa de izquierda a derecha la estancia.


Tercer acto: “El descanso”.
Si en “El fantasma” hemos visto una clara referencia al célebre drama shakespeariano, en el tercer episodio, “El descanso”, la trama de este último parece cobrar vida a partir del momento en que entra en las vidas de Emelie y sus hijos un siniestro personaje: el obispo Edvard Vergerus (Jan Malmsjö). Para desesperación de Alexander, el obispo Vergerus seduce a su madre y la convence para que se case con ella y se venga a vivir junto a sus hijos a la casa que comparte con su madre Blenda Vergerus (Marianne Aminoff), su hermana soltera Henrietta (Kerstin Tidelius) y la enferma y silenciosa tía Emma (Sonya Hedenbratt), en lo que no cuesta nada ver cierta transposición del argumento de Hamlet: a mayor ahondamiento, la propia Emelie le dice a su hijo que no se convierta él en un nuevo Hamlet, a la vista del odio feroz y sin condiciones que siente hacia el obispo y ahora su padrastro, que ha venido a reemplazar el lugar de su progenitor original. La actitud rebelde e inconformista de Alexander ya ha quedado patente en el episodio anterior, cuando le hemos visto junto a su hermana Fanny participando en la comitiva fúnebre de su padre y escupiendo en voz baja tacos y obscenidades, es decir, llevando la contraria a su manera a la pompa y circunstancia de la ceremonia. Una actitud que le llevará a darse de cruces con la brutal intolerancia del obispo Vergerus, con dramáticos resultados: en escenas como aquélla en la cual Alexander se ve obligado a reconocerle al obispo y en presencia de su madre que se ha inventado una historia que ha circulado por su escuela, o en la posterior y más contundente –y ya en el siguiente episodio, “Acontecimientos de verano”– del terrible castigo que  el obispo le inflige por contarle a la criada Justina (Harriet Andersson) otra historia en torno a cómo murieron la primera esposa y las dos hijas del obispo, véase cómo Bergman crea tensión mediante esos primeros planos de la mano del religioso cerca de la cabeza de Alexander, tocándole con el dedo, acariciándole el pelo, sujetándole por la nuca o cerrando con ira su puño, dependiendo del grado de control que pretende ejercer sobre el niño y la resistencia que el pequeño ofrece dentro de sus posibilidades.


Cuarto acto: “Acontecimientos de verano”.
“Acontecimientos de verano” se centra en algo que ya hemos apuntado, la descripción de la claustrofóbica estancia de Emelie y sus hijos en la casa del obispo Vergerus una vez consumada la unión matrimonial de la primera con el último. Del mismo modo que, en “El fantasma”, Bergman ha creado una atmósfera de recogimiento a partir de la muerte del personaje de Oscar Ekdahl, y que se traduce estéticamente en una serie de escenas, las del funeral de este personaje inmediatamente anteriores a la partida de la comitiva fúnebre, en las que el vestuario de riguroso luto de los personajes contrasta con el lujoso decorado de la mansión ricamente adornada –en lo que puede verse una recuperación y al mismo tiempo una depuración de la estética propuesta en su día por el cineasta en Gritos y susurros (1972)–, en “Acontecimientos de verano” la atmósfera es, por el contrario, tensa y asfixiante, sostenida en base al contraste que se produce entre los personajes de Emelie y sus hijos por un lado, y el obispo Vergerus, sus familiares y sus criadas por otro. Ello se traduce en momentos tan magníficos como la llegada de Emelie y los niños a la casa del obispo y su primera cena juntos, cargada de una soterrada electricidad emocional, o tras el ya mencionado momento del castigo que el religioso le inflige a Alexander por su rebeldía, esa inquietante escena onírica –que vuelve a recordar al momento culminante de El rostro– en la que el niño es encerrado en el ático de la casa…, y en su imaginación se le aparecen los fantasmas de las hijas del obispo, reprochándole sus mentiras y aterrorizándole. Ni que decir tiene que, siguiendo esa misma cadena de contrastes, los imperfectos pero vitalistas Ekdahl se revelan aquí unos seres humanos muy preferibles a los rígidos e inhumanos Vergerus.  


Quinto acto: “Demonios”.
El quinto acto o episodio, “Demonios”, que al igual que el primero casi podría considerarse un largometraje independiente por duración y sobre todo por lo compacto de su contenido, si no fuera en este caso por su (lógica) dependencia del resto de la serie a nivel argumental, ahonda todavía más en los elementos fantastiques de “El fantasma” y “Acontecimientos de verano”. Una primera muestra la hallamos en el clímax de la extraordinaria secuencia en la que el judío Isak Jacobi irrumpe en la casa del obispo Vergerus y, con el aparente propósito de comprarle un baúl antiguo a cambio de una fuerte suma, lo que hace es rescatar a los niños, llevándoselos consigo escondidos en ese mueble; sorprendentemente, Jacobi consigue engañar al obispo “creando” a voluntad una especie de imagen mental de Fanny y Alexander en su habitación, cuando en realidad ya están escondidos en el baúl. Esta, nunca mejor dicho, “fuga” onírica, inesperada porque no proviene de la fértil mente infantil de Alexander sino de un personaje adulto, hace explícito lo que Fanny y Alexander tiene, en su conjunto, de implícito canto al poder de la imaginación en circunstancias adversas. Imaginación que se desata a partir del momento en que los niños son escondidos por Jacobi en su propia casa, un lugar laberíntico repleto de hermosos objetos de anticuario en el que cada rincón parece una llamada a lo mágico.


No es de extrañar, en este sentido, que en semejante decorado se produzcan nuevos momentos fantásticos, todos ellos de insuperable calidad: la magnífica secuencia del cuento en hebreo que Jacobi les lee a Fanny y Alexander, cuyo poder evocativo y reflexivo despierta de nuevo la mente del niño (escenas oníricas como la nocturna de Alexander y su madre en el desierto a la luz de las antorchas; o ese momento –estilo El séptimo sello (1957)– de la polvorienta marcha de penitentes encabezada por la criada Justina, cuya herida real en una mano aquí se ha convertido, por obra y gracia de la imaginación de Alexander, en estigmas en ambas manos como los de Cristo); la secuencia nocturna en la que Alexander se pierde por la casa de Jacobi, tras haber salido de su habitación para orinar, y tiene un aterrador encuentro con… ¡Dios!, en realidad un enorme y siniestro títere manejado por el sobrino de Jacobi, Aron (Mats Bergman, hijo del realizador); a renglón seguido, ese momento indescriptible en el cual Aron lleva a Alexander a que vea otra de las raras posesiones de Jacobi: una momia… que todavía mueve débilmente la cabeza; y la extraña escena de Alexander con el ambiguo hermano de Aron, Ismael (la actriz Stina Ekblad), cuyo diálogo con el niño se superpone, en montaje paralelo, con el terrible acontecimiento que pondrá fin a la vida del obispo Vergerus, víctima accidental del fuego del quinqué que ha convertido a la inválida tía Emma en una mortal antorcha humana.


Pero, dejando aparte toda esta admirable parte onírica, “Demonios” ofrece dos secuencias melodramáticamente perfectas: el diálogo a tres bandas de Gustav y Carl Ekdahl con el obispo Vergerus, con los dos primeros intentando convencer al segundo de que tramite el divorcio de Emelie, por más que el obispo, firme en sus convicciones, exige a su vez la devolución de los niños “secuestrados” por Jacobi so pena de acudir a la policía, una secuencia magistral por la precisión de la planificación y la lección de arte dramático que brindan Jarl Kulle, Börje Ahlstedt y Jan Malmsjö; y la secuencia, de resonancias casi shakespearianas, en la cual Emelie suministra al obispo Vergerus un caldo con somníferos destinado a dejarle fuera de combate mientras ella le abandona definitivamente. Posteriormente, resulta lógico que, en la secuencia en la cual Emelie y la abuela Helena escuchan la declaración que efectúa el superintendente de policía Jespersson (Carl Billquist) sobre las circunstancias de la muerte del obispo Vergerus y la tía Emma, Bergman inserte un plano del religioso carbonizado y en agonía tras un primer plano de Emelie, sugiriendo de este modo que la mujer es consciente de que es responsable, siquiera indirectamente, de la muerte de su marido, al que dejó paralizado con sus somníferos y sin posibilidad de huir de las llamas que acabaron con su existencia.


“Epílogo”.
Fanny y Alexander concluye con un bello Epílogo, que se abre sobre la imagen de dos recién nacidas metidas en sus cunas –una de ellas es la hija de la ahora viuda Emelie y su difunto esposo, la otra es la niña que Gustav Ekdahl ha concebido con la criada Maj–, ambas puestas en relación con el resto de la familia, comiendo alrededor de una enorme mesa, por mediación de un movimiento de cámara. Bergman contrapone el exaltado discurso vitalista de Gustav alrededor de esa misma mesa, feliz por el nacimiento de su nueva hija y por haber recuperado para su familia a Emelie, Fanny y Alexander, con la melancolía de las siguientes escenas: los problemas cotidianos de los Ekdhal no han terminado –la criada Maj llora ante Helena y Emelie porque Gustav pretende solucionarle la vida y la de su pequeña “poniéndole” un negocio que a ella no le gusta…–; y, camino de ir a ver a su abuela, Alexander tiene un último encontronazo en un pasillo con el nuevo fantasma que, lamentablemente, se ha incorporado para siempre a su vida: el del obispo Vergerus. En la escena final, Helena le lee a Alexander, apoyado en su regazo, un fragmento de Un ensueño, de August Strindberg, también conocida en castellano como El sueño (1901), y que es la obra de teatro que Emelie quiere que ella y Helena interpreten juntas en el escenario. Antes, cerca del final de “Demonios”, hemos visto al director de la compañía de teatro antaño financiada por Oscar y Emelie Ekdahl, el Sr. Filip Landahl, quejándose amargamente ante un colega por la baja calidad de las obras que, a falta de dinero, se ven obligados a representar con tal de subsistir: “El gusto del público, Sr. Morsing. Ya no quieren oír las canciones de gigantes. Se contentan con oír tararear a los enanos”; ¡una reflexión que, lamentablemente, sigue estando vigente en buena parte del actual mundo de la cultura!



Pero, como decía, Fanny y Alexander concluye con la lectura de un fragmento de Un ensueño / El sueño, de Strindberg, una obra de teatro que no por casualidad gira alrededor de la visita a la Tierra por parte de una hija de Dios que termina desengañada al comprobar por sí misma la mediocridad de la existencia humana. El fragmento que lee Helena dice así: “La mentira y la realidad son una. Todo puede acontecer. Todo es sueño y verdad. El tiempo y el espacio no existen. Y sobre la frágil base de la realidad, la imaginación teje su tela, y diseña nuevas formas, nuevos destinos”. Dejando aparte el hecho de que la cita de Strindberg es un resumen perfecto de buena parte de la entraña de un film que, como este de Bergman, está construido alrededor de las frágiles fronteras que separan la así llamada fantasía de la denominada realidad, ¿acaso no puede verse, también, como una maravillosa definición aplicable por igual al teatro y al cine, dos artes que para el autor de Fanny y Alexander siempre fueron intercambiables?

   

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