[NOTA PREVIA: CON MOTIVO DEL
“DOSSIER” DEDICADO AL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE INGMAR BERGMAN QUE COORDINO
PARA EL PRÓXIMO NÚMERO DE “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO AQUÍ TRES TEXTOS MÍOS, NO
INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, A MODO DE COMPLEMENTO.]
Como explicaba Ingmar Bergman en su
extraordinario libro de memorias Linterna
mágica, en un principio no estaba previsto que Fanny y Alexander (1982) fuera su último trabajo para el cine: “La decisión de colgar la cámara
cinematográfica no resultó especialmente dramática y fue surgiendo durante la
filmación de “Fanny y Alexander”. (…) Siempre he sufrido de lo que se llama
vientre nervioso, una calamidad tan ridícula como humillante. Mis intestinos
han saboteado mis esfuerzos con una refinada e inagotable riqueza inventiva.
(…) Parecería pues que el demonio interior, ha pesar de todo, ha derrotado mi
afición a hacer cine. No es así. Desde hace más de veinte años sufro de
insomnio crónico. (…) El agotamiento viene con la vulnerabilidad de la noche,
el cambio de las proporciones, el dar vueltas a actuaciones estúpidas y
humillantes, el arrepentimiento de maldades irreflexivas o intencionadas. (…)
El tercer motivo de mi decisión es el envejecimiento, un fenómeno que ni
lamento ni celebro. La solución de los problemas es cada vez más lenta, la
concepción de las escenas provoca una mayor preocupación, la toma de decisiones
es muy lenta, me siento paralizado por dificultades práctica imprevistas. Con
el cansancio aumenta también mi meticulosidad. Cuanto más cansado, más
quisquilloso: mis sentidos se aguzan hasta el máximo y veo limitaciones y
defectos por todas partes”. Fanny y Alexander fue, oficialmente, su último trabajo para el cine, por más que,
oficiosamente, supusiera una nueva y ni mucho menos postrera incursión de su
autor en la televisión. Recordemos que Bergman había realizado anteriormente
para la mal llamada “pequeña pantalla” telefilms como Herr Sleeman kommer (1957), Venetianskan
(1958), Rabies (1958), Oväder (1960), Ett drömspel (1963), Don Juan
(1965), El rito (1969) –que conoció
estreno en cines fuera de Suecia, entre ellos los de España–, el documental Farö dokument (1970), la famosa
miniserie Secretos de un matrimonio
(1973) –de la cual llevó a cabo un montaje para cines de 168 minutos–, Misantropen (1974), La flauta mágica (1975) –también exhibida en cines fuera de Suecia–,
el también documental Farö-dokument 1979
(1979) y De la vida de las marionetas
(1980) –que también conoció estreno cinematográfico–, y tras Fanny Alexander, catorce de sus nada
menos que quince largometrajes posteriores –la excepción sería el corto
documental Karins ansikte (1984)–
fueron para televisión. La película que aquí nos ocupa conoció, asimismo, dos
montajes, uno para cines de 188 minutos –que fue el que se alzó con cuatro
premios Oscar, los correspondientes a Mejor Película de Habla No Inglesa, Fotografía
(Sven Nykvist), Dirección Artística (Anna Asp y Susanne Lingheim) y Vestuario
(Marik Vos-Lundh)–, y otro para televisión, de 312 minutos, repartidos en cinco
episodios. Bergman siempre consideró que el montaje televisivo era el mejor; no
podemos menos que darle la razón, hasta el punto de que el presente comentario
se fundamenta precisamente en este montaje.
El testamento cinematográfico de Ingmar Bergman
El cineasta afirmaba haber partido de
sus propios recuerdos para elaborar el libreto de Fanny y Alexander, en particular la historia real de su hermana, la
escritora Margareta Bergman (1922-2006), y la infancia infeliz que sufrió por
culpa de su autoritario padre, un sacerdote luterano. Margareta Bergman sería
por tanto la inspiración del personaje de la pequeña Fanny (Pernilla Allwin),
si bien esta última acaba siendo una figura relativamente secundaria dentro de
la trama, habida cuenta que la mayor parte de la misma está vista desde la
perspectiva de su hermano Alexander (Bertil Guve), en cierto sentido el alter
ego del propio Bergman. Se dice que la primera intención del cineasta era que
el personaje de ficción inspirado en su propia madre, Emelie Ekdahl, corriera a
cargo de Liv Ullmann, mientras que el del obispo Vergerus lo interpretaría Max
Von Sydow. Pero ninguno de estos dos extraordinarios intérpretes habituales en
su filmografía pudo estar presente en este proyecto, como consecuencia de una
ajustada agenda laboral en el caso de Ullmann, y como resultado del
malentendido que surgió con su representante norteamericano en el caso de Von
Sydow, a quien siempre le dolió no haber figurado en la última producción
cinematográfica del maestro sueco. Sus personajes corrieron a cargo,
respectivamente, de Ewa Fröling y Jan Malmsjö, por más que otros habituales de
la filmografía bergmaniana sí que pudieron estar presentes, tal es el caso de
Erland Josephson, Harriet Andersson, Gunnar Björnstrand y Jarl Kulle; anotemos,
como curiosidad y en roles asimismo secundarios, la presencia en el elenco de
futuras figuras del cine sueco que luego han llevado a cabo carreras con
proyección internacional, tal es el caso de Pernilla August y de unos muy
fugaces Lena Olin y Peter Stormare. Coproducida con Francia y la antigua
República Federal Alemana, y con un coste equivalente a unos 6 millones de
dólares, Fanny y Alexander fue en su
momento la película más cara de la cinematografía sueca. Casi 7 millones de
dólares fue su recaudación final solo en cines norteamericanos, con lo que cabe
especular con escaso margen de error de que su funcionamiento comercial a nivel
internacional fue bastante bueno, teniendo en cuenta sus características; en España,
y según la poco fiable base de datos de la web del Ministerio de Cultura,
recaudó el equivalente a casi 800.000 euros actuales y convocó a algo más de
medio millón de espectadores.
“Fanny y Alexander”: la serie
El montaje para televisión de Fanny y Alexander se divide en cinco
capítulos, “La familia Ekdhal celebra la Navidad ” (de una hora y media aproximadamente),
“El fantasma”, “El descanso” (ambos de algo más de media hora),
“Acontecimientos de verano” (poco menos de una hora) y “Demonios” (cerca de
hora y media). [Nota bene: Los
títulos de los episodios y sus respectivas duraciones en DVD están tomados de
la edición española originalmente editada por Cameo y reeditada por A
Contracorriente.]
“Prólogo”.
El primer capítulo o primer acto
viene precedido por un Prólogo que, como no podía ser menos tratándose de su
autor, es de una admirable densidad. Nos hallamos en la Suecia de principios del
siglo XX. El pequeño Alexander juega en uno de los grandes salones de la
mansión Ekdhal, dejando volar su imaginación; a partir de esta premisa, Bergman
crea un admirable cortometraje de atmósfera fantastique
en el cual la mirada infantil, en combinación con la tonalidad mágica de la
fotografía (gran trabajo, como siempre, de Sven Nykvist), da pie a imágenes poéticas
de tanta belleza como ese instante en el cual Alexander ve o cree ver la
estatua de una figura femenina cobrando “vida”, o ese otro, ominoso, en el que
la figura de la mismísima Muerte atraviesa la estancia dejándose entrever tras
el mobiliario. Se trata, asimismo, de una manera de indicar que vamos a asistir
a un relato en el que la belleza de la imaginación desatada, vitalista, de un
niño va a tener el contrapunto severo, realista, del final de la existencia.
Primer acto: “La familia Ekdhal celebra la Navidad ”.
“La familia Ekdhal celebra la Navidad ” gira, como su
título indica, alrededor de la celebración de dicha festividad en el hogar de
la familia protagonista. Bergman dibuja con admirable precisión el ritual
social de la reunión de los componentes del clan Ekdhal alrededor de la
matriarca Helena (Gunn Wallgren). Recuperando en parte el tono aparentemente
festivo, pero en el fondo tremendamente amargo, de Sonrisas de una noche de verano (1955), la celebración de la Navidad en la casa de los
Ekdhal no tarda en revelar su carácter secreto de conmemoración hipócrita bajo
la cual se ocultan no pocos trapos sucios. Los esqueletos escondidos en el
armario de los Ekdhal son tan variopintos como el viejo amante judío de la
anciana Helena, Isak Jacobi (Erland Josephson); la relación adúltera que el
extravertido Gustav (Jarl Kulle) mantiene con la criada Maj (Pernilla August); o
la enfermiza relación de amor-odio de Carl (Börje Ahlstedt) y su esposa Alma
(Mona Malm), a la que hace tiempo ya que no ama, pero a la que es incapaz de
abandonar. Este panorama humano se muestra, en primer lugar, describiendo
minuciosamente la (falsa) fachada de felicidad de los personajes, manifestada
como digo en una celebración navideña donde los amos comparten mesa con las
criadas, todos cantan y bailan formando una rúa que atraviesa los principales
salones de la mansión, los niños juegan a sus anchas, y hasta los adultos se
comportan temporalmente como niños (escena en la que Carl divierte a sus
sobrinos apagando un candelabro… con una ventosidad); pero, a la hora de la
verdad, cuando la fiesta termina y de puertas adentro, no tardan en aflorar el
dolor y el resentimiento: durante esa misma rúa, el ya envejecido Oscar Ekdhal
(Allan Edwall), marido de la mucho más joven Emelie (Ewa Fröling) y padre de
Fanny y Alexander, tiene que soltarse del resto del grupo y detenerse a
recuperar el aliento sentado en unos escalones, primer signo de su muerte cercana;
por su parte, Lydia (Christina Schollin), la esposa de Gustav, no puede
reprimir su deseo de abofetear a la insolente criada y amante de su marido, Maj,
uno de sus pocos consuelos a la hora de convivir con las infidelidades de su esposo;
y, en la soledad de su dormitorio –en una secuencia de una dureza asfixiante–,
Carl da rienda suelta a la repugnancia que le provoca Alma, en un nuevo apunte
sobre las relaciones de pareja que giran alrededor del asco que una persona
siente hacia la otra tan amarga como las apuntadas en Los comulgantes (1963), La
hora del lobo (1968) o, naturalmente y para no alargarnos, Secretos de un matrimonio.
Segundo acto: “El fantasma”.
En el segundo acto, “El fantasma”, se
hace hincapié en algo que también aparecía anotado en el primer episodio: la
presencia del teatro, motivo visual y dramático recurrente dentro del cine de
Bergman a modo de contrapunto de las tragedias cotidianas. En el primer
episodio hemos visto a Oscar Ekdhal pronunciando un emotivo discurso de Navidad
ante la compañía teatral que dirige Filip Landahl (Gunnar Björnstrand), donde
se pone de relieve el amor de aquél por el teatro y por los componentes de la
compañía. En este segundo episodio, Oscar sufre un ataque, el mismo que le pondrá
a las puertas de la muerte, mientras está ensayando una escena del Hamlet de William Shakespeare donde encarna,
paradójicamente, al fantasma: antes de fallecer, el propio Oscar reirá
débilmente ante esta ironía. “El fantasma” explora un tema asimismo muy
bergmaniano, el del miedo a la muerte y la posibilidad de vida en el más allá –recuérdese
la extraordinaria El rostro (1958)–,
en esta ocasión a través de los temores del imaginativo Alexander, a quien le
aterroriza acercarse al lecho de su padre moribundo, y al que, finalmente, verá
o creerla verlo aparecerse en forma de fantasma que deambula tristemente por diversos
rincones de la mansión Ekdhal. Un momento llama la atención, dada su elevada
intensidad dramática: esa escena en la que, de madrugada, Fanny y Alexander se
acercan al salón, atraídos por los alaridos de dolor de su madre mientras vela
el ataúd abierto de su difunto marido; la cámara adopta el punto de vista de
los niños, mostrando en plano general fijo las puertas correderas de ese salón
ligeramente entreabiertas, de manera que vemos a través de ellas el cadáver de
Oscar reposando en su ataúd y a la histérica Emelie gritando mientras atraviesa
de izquierda a derecha la estancia.
Tercer acto: “El descanso”.
Si en “El fantasma” hemos visto una
clara referencia al célebre drama shakespeariano, en el tercer episodio, “El
descanso”, la trama de este último parece cobrar vida a partir del momento en
que entra en las vidas de Emelie y sus hijos un siniestro personaje: el obispo
Edvard Vergerus (Jan Malmsjö). Para desesperación de Alexander, el obispo Vergerus
seduce a su madre y la convence para que se case con ella y se venga a vivir
junto a sus hijos a la casa que comparte con su madre Blenda Vergerus (Marianne
Aminoff), su hermana soltera Henrietta (Kerstin Tidelius) y la enferma y
silenciosa tía Emma (Sonya Hedenbratt), en lo que no cuesta nada ver cierta
transposición del argumento de Hamlet:
a mayor ahondamiento, la propia Emelie le dice a su hijo que no se convierta él
en un nuevo Hamlet, a la vista del odio feroz y sin condiciones que siente
hacia el obispo y ahora su padrastro, que ha venido a reemplazar el lugar de su
progenitor original. La actitud rebelde e inconformista de Alexander ya ha
quedado patente en el episodio anterior, cuando le hemos visto junto a su
hermana Fanny participando en la comitiva fúnebre de su padre y escupiendo en
voz baja tacos y obscenidades, es decir, llevando la contraria a su manera a la
pompa y circunstancia de la ceremonia. Una actitud que le llevará a darse de
cruces con la brutal intolerancia del obispo Vergerus, con dramáticos
resultados: en escenas como aquélla en la cual Alexander se ve obligado a
reconocerle al obispo y en presencia de su madre que se ha inventado una
historia que ha circulado por su escuela, o en la posterior y más contundente –y
ya en el siguiente episodio, “Acontecimientos de verano”– del terrible castigo
que el obispo le inflige por contarle a
la criada Justina (Harriet Andersson) otra historia en torno a cómo murieron la
primera esposa y las dos hijas del obispo, véase cómo Bergman crea tensión
mediante esos primeros planos de la mano del religioso cerca de la cabeza de
Alexander, tocándole con el dedo, acariciándole el pelo, sujetándole por la
nuca o cerrando con ira su puño, dependiendo del grado de control que pretende
ejercer sobre el niño y la resistencia que el pequeño ofrece dentro de sus
posibilidades.
Cuarto acto: “Acontecimientos de verano”.
“Acontecimientos de verano” se centra
en algo que ya hemos apuntado, la descripción de la claustrofóbica estancia de
Emelie y sus hijos en la casa del obispo Vergerus una vez consumada la unión matrimonial
de la primera con el último. Del mismo modo que, en “El fantasma”, Bergman ha
creado una atmósfera de recogimiento a partir de la muerte del personaje de
Oscar Ekdahl, y que se traduce estéticamente en una serie de escenas, las del
funeral de este personaje inmediatamente anteriores a la partida de la comitiva
fúnebre, en las que el vestuario de riguroso luto de los personajes contrasta
con el lujoso decorado de la mansión ricamente adornada –en lo que puede verse
una recuperación y al mismo tiempo una depuración de la estética propuesta en
su día por el cineasta en Gritos y
susurros (1972)–, en “Acontecimientos de verano” la atmósfera es, por el
contrario, tensa y asfixiante, sostenida en base al contraste que se produce
entre los personajes de Emelie y sus hijos por un lado, y el obispo Vergerus,
sus familiares y sus criadas por otro. Ello se traduce en momentos tan
magníficos como la llegada de Emelie y los niños a la casa del obispo y su
primera cena juntos, cargada de una soterrada electricidad emocional, o tras el
ya mencionado momento del castigo que el religioso le inflige a Alexander por
su rebeldía, esa inquietante escena onírica –que vuelve a recordar al momento
culminante de El rostro– en la que el
niño es encerrado en el ático de la casa…, y en su imaginación se le aparecen
los fantasmas de las hijas del obispo, reprochándole sus mentiras y
aterrorizándole. Ni que decir tiene que, siguiendo esa misma cadena de
contrastes, los imperfectos pero vitalistas Ekdahl se revelan aquí unos seres humanos
muy preferibles a los rígidos e inhumanos Vergerus.
Quinto acto: “Demonios”.
El quinto acto o episodio,
“Demonios”, que al igual que el primero casi podría considerarse un
largometraje independiente por duración y sobre todo por lo compacto de su
contenido, si no fuera en este caso por su (lógica) dependencia del resto de la
serie a nivel argumental, ahonda todavía más en los elementos fantastiques de “El fantasma” y
“Acontecimientos de verano”. Una primera muestra la hallamos en el clímax de la
extraordinaria secuencia en la que el judío Isak Jacobi irrumpe en la casa del
obispo Vergerus y, con el aparente propósito de comprarle un baúl antiguo a
cambio de una fuerte suma, lo que hace es rescatar a los niños, llevándoselos
consigo escondidos en ese mueble; sorprendentemente, Jacobi consigue engañar al
obispo “creando” a voluntad una especie de imagen
mental de Fanny y Alexander en su habitación, cuando en realidad ya están
escondidos en el baúl. Esta, nunca mejor dicho, “fuga” onírica, inesperada
porque no proviene de la fértil mente infantil de Alexander sino de un
personaje adulto, hace explícito lo que Fanny
y Alexander tiene, en su conjunto, de implícito canto al poder de la
imaginación en circunstancias adversas. Imaginación que se desata a partir del
momento en que los niños son escondidos por Jacobi en su propia casa, un lugar
laberíntico repleto de hermosos objetos de anticuario en el que cada rincón
parece una llamada a lo mágico.
No es de extrañar, en este sentido,
que en semejante decorado se produzcan nuevos momentos fantásticos, todos ellos
de insuperable calidad: la magnífica secuencia del cuento en hebreo que Jacobi
les lee a Fanny y Alexander, cuyo poder evocativo y reflexivo despierta de
nuevo la mente del niño (escenas oníricas como la nocturna de Alexander y su
madre en el desierto a la luz de las antorchas; o ese momento –estilo El séptimo sello (1957)– de la
polvorienta marcha de penitentes encabezada por la criada Justina, cuya herida
real en una mano aquí se ha convertido, por obra y gracia de la imaginación de
Alexander, en estigmas en ambas manos como los de Cristo); la secuencia
nocturna en la que Alexander se pierde por la casa de Jacobi, tras haber salido
de su habitación para orinar, y tiene un aterrador encuentro con… ¡Dios!, en
realidad un enorme y siniestro títere manejado por el sobrino de Jacobi, Aron (Mats
Bergman, hijo del realizador); a renglón seguido, ese momento indescriptible en
el cual Aron lleva a Alexander a que vea otra de las raras posesiones de
Jacobi: una momia… que todavía mueve débilmente la cabeza; y la extraña escena
de Alexander con el ambiguo hermano de Aron, Ismael (la actriz Stina Ekblad),
cuyo diálogo con el niño se superpone, en montaje paralelo, con el terrible
acontecimiento que pondrá fin a la vida del obispo Vergerus, víctima accidental
del fuego del quinqué que ha convertido a la inválida tía Emma en una mortal
antorcha humana.
Pero, dejando aparte toda esta
admirable parte onírica, “Demonios” ofrece dos secuencias melodramáticamente
perfectas: el diálogo a tres bandas de Gustav y Carl Ekdahl con el obispo
Vergerus, con los dos primeros intentando convencer al segundo de que tramite
el divorcio de Emelie, por más que el obispo, firme en sus convicciones, exige
a su vez la devolución de los niños “secuestrados” por Jacobi so pena de acudir
a la policía, una secuencia magistral por la precisión de la planificación y la
lección de arte dramático que brindan Jarl Kulle, Börje Ahlstedt y Jan Malmsjö;
y la secuencia, de resonancias casi shakespearianas, en la cual Emelie
suministra al obispo Vergerus un caldo con somníferos destinado a dejarle fuera
de combate mientras ella le abandona definitivamente. Posteriormente, resulta
lógico que, en la secuencia en la cual Emelie y la abuela Helena escuchan la
declaración que efectúa el superintendente de policía Jespersson (Carl
Billquist) sobre las circunstancias de la muerte del obispo Vergerus y la tía
Emma, Bergman inserte un plano del religioso carbonizado y en agonía tras un
primer plano de Emelie, sugiriendo de este modo que la mujer es consciente de
que es responsable, siquiera indirectamente, de la muerte de su marido, al que
dejó paralizado con sus somníferos y sin posibilidad de huir de las llamas que
acabaron con su existencia.
“Epílogo”.
Fanny y Alexander concluye con un bello Epílogo, que se abre sobre la imagen de dos recién
nacidas metidas en sus cunas –una de ellas es la hija de la ahora viuda Emelie
y su difunto esposo, la otra es la niña que Gustav Ekdahl ha concebido con la
criada Maj–, ambas puestas en relación con el resto de la familia, comiendo alrededor
de una enorme mesa, por mediación de un movimiento de cámara. Bergman
contrapone el exaltado discurso vitalista de Gustav alrededor de esa misma
mesa, feliz por el nacimiento de su nueva hija y por haber recuperado para su
familia a Emelie, Fanny y Alexander, con la melancolía de las siguientes
escenas: los problemas cotidianos de los Ekdhal no han terminado –la criada Maj
llora ante Helena y Emelie porque Gustav pretende solucionarle la vida y la de
su pequeña “poniéndole” un negocio que a ella no le gusta…–; y, camino de ir a
ver a su abuela, Alexander tiene un último encontronazo en un pasillo con el
nuevo fantasma que, lamentablemente, se ha incorporado para siempre a su vida:
el del obispo Vergerus. En la escena final, Helena le lee a Alexander, apoyado
en su regazo, un fragmento de Un ensueño,
de August Strindberg, también conocida en castellano como El sueño (1901), y que es la obra de teatro que Emelie quiere que
ella y Helena interpreten juntas en el escenario. Antes, cerca del final de
“Demonios”, hemos visto al director de la compañía de teatro antaño financiada
por Oscar y Emelie Ekdahl, el Sr. Filip Landahl, quejándose amargamente ante un
colega por la baja calidad de las obras que, a falta de dinero, se ven
obligados a representar con tal de subsistir: “El gusto del público, Sr. Morsing. Ya no quieren oír las canciones de
gigantes. Se contentan con oír tararear a los enanos”; ¡una reflexión que,
lamentablemente, sigue estando vigente en buena parte del actual mundo de la
cultura!
Pero, como decía, Fanny y Alexander concluye con la
lectura de un fragmento de Un ensueño
/ El sueño, de Strindberg, una obra
de teatro que no por casualidad gira alrededor de la visita a la Tierra por parte de una
hija de Dios que termina desengañada al comprobar por sí misma la mediocridad
de la existencia humana. El fragmento que lee Helena dice así: “La mentira y la realidad son una. Todo puede
acontecer. Todo es sueño y verdad. El tiempo y el espacio no existen. Y sobre
la frágil base de la realidad, la imaginación teje su tela, y diseña nuevas
formas, nuevos destinos”. Dejando aparte el hecho de que la cita de
Strindberg es un resumen perfecto de buena parte de la entraña de un film que,
como este de Bergman, está construido alrededor de las frágiles fronteras que
separan la así llamada fantasía de la denominada realidad, ¿acaso no puede
verse, también, como una maravillosa definición aplicable por igual al teatro y
al cine, dos artes que para el autor de Fanny
y Alexander siempre fueron intercambiables?
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