[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]
Por un puñado de dólares:
Los siete magníficos (The Magnificent
Seven, 2016), de Antoine Fuqua. Es evidente que
esta nueva versión de Los siete
magníficos no solo pretende evocar el estupendo western homónimo dirigido por John Sturges en 1960, hasta el punto
de que sus personajes protagonistas son, poco más o menos, variantes de los
perfiles originales: el cazador de recompensas Chisolm (Denzel Washington), el
líder de “los siete”, vendría a ser una reinvención de Yul Brynner; el tahúr
Josh Faraday (Chris Pratt), de Steve McQueen; Goodnight Robicheaux (Ethan
Hawke), el infalible francotirador al que, tras años y años experimentando una
vida de violencia, primero como soldado y luego como matón a sueldo, le
tiemblan las manos cada vez que empuña su fusil, equivaldría a Robert Vaughn;
el rudo trampero Jack Horne (Vincent D’Onofrio) vendría a ser Brad Dexter; y el
oriental que acompaña a Robicheaux y se hace llamar Billy Rocks (Byung-hun Lee)
sería un equivalente de James Coburn, más que nada por su pericia con los
cuchillos, si bien es cierto que la presencia de la estrella surcoreana puede
entenderse, también, como un guiño indirecto a la fuente oriental de las dos
versiones de Los siete magníficos,
esto es, la maravillosa Los siete
samuráis (Shichinin no samurai, 1954), del japonés Akira Kurosawa. Por el
resto, difícilmente pueden hallarse equivalencias entre los otros dos
componentes de “los siete”, el pistolero mexicano Vasquez (Manuel García-Rulfo)
y el guerrero piel roja Red Harvest (Martin Sensmeier), y los otros dos
intérpretes de la película de Sturges que todavía no hemos mencionado, Horst
Buchholz y Charles Bronson, a no ser que veamos una relación –muy cogida por
los pelos, lo reconozco– entre el hecho de que el personaje de Buchholz también
era de nacionalidad mexicana, y Bronson interpretó a pieles rojas en numerosas
ocasiones. Pero, más allá de estas y otras posibles concomitancias, me llama
particularmente la atención que en esta nueva versión de Los siete magníficos pueda verse otra referencia, sutil, a otro clásico
del cine de samuráis nipón: Jûsan-ni no
shikaku (1963), de Eiichi Kudô, conocido en Occidente en estos últimos años
gracias al excelente remake firmado
por Tahaski Miike, 13 asesinos
(Jûsan-ni no shikaku, 2010). Lo digo porque hay, al menos, una importante
coincidencia argumental: “los siete” preparan la defensa del pueblo amenazado
por el terrateniente Bartholomew Bogue –un Peter Sarsgaard, sorprendentemente, menos
convincente que de costumbre, y para nada un equivalente del gran Eli Wallach
del film de 1960–, convirtiendo la localidad en una especie de trampa-ratonera
para los hombres de Bogue (tal y como ya ocurría, asimismo, en Los siete samuráis); pero, como en las
películas de Kudô y Miike, el terrateniente se presenta con un auténtico
ejército, muy superior a lo que “los siete” habían previsto, y para más inri, armados con una potente
ametralladora… Puede verse así, del mismo modo que puede entenderse como una
concesión a la espectacularidad del tipo de cine hollywoodiense de hoy en día: estos “siete magníficos”, no lo
olvidemos, son del año 2016, no de 1960; esperar otra cosa sería, es, una
ingenuidad. Pero, dejando aparte esto, y alguna que otra convención de guion –cf.
es evidente, a poco que se haya visto algo de cine made in USA, que Robicheaux, quien la noche antes del ataque del
ejército de Bogue abandona el pueblo, convencido no sin razón de que lo que se
va a vivir al día siguiente será una masacre de inocentes, al final reaparecerá
para luchar, codo con codo y hasta la muerte, al lado de sus compañeros–, como
digo, esta nueva versión de Los siete
magníficos resulta sumamente agradable de ver: está hecha con convicción, y
se nota. Los actores, por lo general, están bien; la variedad racial de estos nuevos
“siete magníficos” logra no tanto modernizarla al gusto “políticamente correcto”
de la actualidad como, sobre todo, conferirle una segunda lectura
inesperadamente densa, sobre todo si tenemos en cuenta, como ya hemos apuntado,
que en esta ocasión el villano no es el forajido mexicano de Sturges, y el
relato tampoco transcurre ahora en México, sino en unos Estados Unidos donde un
norteamericano adinerado, Bogue, explota y asesina a sus semejantes de su misma
identidad por el mero de ser rico, y ellos, pobres; esto, unido a esa variedad
racial antes mencionada, confiere a estos nuevos “siete magníficos” un carácter
metafórico nada despreciable. A ello hay que sumar, como siempre, la pericia de
Antoine Fuqua para las escenas de acción, todas muy bien resueltas, dando por
resultado un film sensiblemente superior a lo que cabía esperar de él.
Sed de venganza: Tarde para la ira (2016), de Raúl
Arévalo. Curro (Luis Callejo) sale de la cárcel,
a donde fue a parar durante siete años por no haber querido pactar una
reducción de condena a cambio de denunciar a los compañeros junto con los
cuales participó como chófer en un atraco. Fuera de prisión no solo le espera
Ana (Ruth Díaz), su novia, que durante todos estos años no ha faltado a ningún
vis-à-vis con él: también lo hace José (Antonio de la Torre), un hombre poco
hablador, taciturno, aparentemente introvertido, pero con un propósito claro. Curro
no tardará en conocerle: José se le acerca, y le explica que la mujer que murió
en ese atraco perpetrado hace siete años era su prometida, y que el hombre mayor
que, como consecuencia de una paliza propinada por los atracadores, quedó en
estado de coma, su padre. Curro se ve forzado a ayudar a José para que
encuentre a los hombres que participaron en ese atraco y que siguen impunes, a
fin de que pueda vengarse de ellos… Tarde
para la ira, ópera prima como realizador del actor Raúl Arévalo, tiene cualidades
que la hacen digna de estima. La primera de ellas, el interesante giro tonal
del primer tercio del relato: la manera como una situación que, al principio,
parece dominada por Curro, aparentemente el más fuerte y duro de los
personajes, de pronto cambia, y es el silencioso José el que, por así decirlo, pasa
a tomar la voz cantante, logrando que, con su aspereza y su determinación, su
sed de venganza, Curro pase a parecer, a su lado, débil, desvalido. El film
juega hábilmente al contraste existente entre los dos protagonistas masculinos
para hacer avanzar una intriga repleta de paradojas. Al principio, mientras
Curro todavía no ha salido de la cárcel, vemos cómo José y Ana devienen amantes
de una noche; resulta lógico pensar que la mujer empieza a estar harta de su
difícil relación personal con Curro, y del sexo limitado a sus encuentros
semanales en el vis-à-vis, y que en consecuencia vea en José la posibilidad de
dar un giro a su existencia; pero luego descubriremos que ha sido José quien se
ha acercado a Ana con vistas a estar cerca de Curro, tenerle controlado y,
luego, utilizarle para sus intenciones. Llama la atención, asimismo, que los
dos primeros asesinatos de los excompañeros de atraco de Curro que comete José
sean explícitos, prolongados, muy violentos: al primero, le apuñala repetidas
veces con un destornillador; al segundo, lo acribilla a tiros en un granero. En
cambio, el tercero y último está resuelto fuera de campo: solo oímos el sonido
del disparo: para José, esta última muerte tiene algo de trámite, de
formulario, de punto final, y, en consecuencia, Arévalo la filma, asimismo, con
frialdad, a distancia. Tarde para la ira
es un buen film, bien sostenido sobre la encomiable labor de los intérpretes,
si bien peca en su contra su recurso a un estilo de feísmo visual, que,
naturalmente, quiere ser (y es) coherente con el tono sombrío, sucio y
deprimente de los personajes y su humilde extracción social, pero que a estas
alturas resulta ya demasiado estereotipado. Me refiero a ese tipo de
planificación cámara en mano y con abundancia de primeros planos, donde no
falta el tropo más saqueado de estos últimos tiempos: la cámara siguiendo a los
personajes como si estuviese, casi, pegada a sus espaldas; como dice el amigo
Diego Salgado, ese “cine de cogotes”
que, a base de reiteraciones, ha devenido una fórmula convencional. Tampoco
falta el homenaje, o guiño, al film noir
estadounidense: véase el plano-secuencia del principio, con la cámara colocada
dentro del coche conducido por Curro durante el atraco, a lo El demonio de las armas (Gun Crazy,
1950, Joseph H. Lewis).
Mamá se muere: Un monstruo viene a verme (A Monster
Calls, 2016), de J.A. Bayona. Al contrario del
que suele ser el parecer general, y como ya he dicho en numerosas ocasiones,
particularmente no veo problema alguno en el hecho de que una película sea,
dicen, “sentimental”, o que sea, siguen diciendo, de las que pretenden “hacer
llorar”. ¡Ojalá hubiese más cine sentimental que nos hiciese llorar! Sin
salirnos del ámbito del cine, del mismo modo que aceptamos (o, si pretendemos
ser ecuánimes, deberíamos aceptar) que se hagan películas sórdidas,
sanguinarias y crueles hasta decir basta, pues para eso existe algo llamado
libertad de expresión –cf. sin alejarnos de este blog: Al interior (À l’intérieur, 2007), de Julien Maury y Alexandre
Bustillo (1)–, igualmente tenemos
que ser permisivos con films enfocados hacia lo sentimental. Evidentemente, ni
un tipo ni otro de cine, o, mejor dicho, de tonalidad cinematográfica (el cine
es, o suele ser, cuestión de tono), son válidos per se, sino en función de cómo están resueltos: del interés de la mirada que el realizador ha sabido imprimir
en ellos. Toda esta digresión viene a cuento a raíz del cine de J.A. Bayona en
general, y de Un monstruo viene a verme
en particular, sobre todo ante la fama cosechada tanto gracias a esta última
película como a sus dos anteriores largometrajes, El orfanato (2007) y Lo
imposible (The Impossible, 2012), de cineasta dotado para “lo sentimental”
y para hacer films que “hacen llorar”. Lo dicho: ¡ojalá fuera así! A falta de
conocer por mí mismo la novela de Patrick Ness en la que se inspira, adaptada
al cine por su mismo autor –y que, a la vista de lo que es la película, pocas
ganas tengo de leer–, Un monstruo viene a
verme me parece tan poco (o nada) conmovedora como ya me lo parecieron en
su momento El orfanato y Lo imposible (2). Y eso que, en teoría, hay material dramático para conmoverse,
o, dicho de otro modo, material dramático teóricamente conmovedor: el pequeño Conor
(Lewis MacDougall) es en el fondo consciente de que su joven madre (Felicity
Jones), enferma de cáncer, se muere, por más que él se niega a aceptar esa
cruel realidad; además, tiene que vivir ese drama, esa tragedia inminente, soportando
a sus compañeros de clase, que le maltratan, a su abuela materna (Sigourney
Weaver), a la que no soporta, y la ausencia del padre (Toby Kebbell), separado
de la madre desde hace tiempo. Ni que decir tiene que el monstruo (voz y gestos
de Liam Neeson) que Conor “convoca” no es sino una expresión de sus miedos, de
su ira, de su desesperación ante el hecho, irrefutable, de que su madre va a
morir. Bayona subraya en todo momento, desde el principio mismo del relato, que
ese monstruo no es real: que es el fruto de los pensamientos atormentados, de
la imaginación desbordada, de un Conor que ha heredado de su madre, pintora, el
gusto por el dibujo, por el arte, por la imaginación. Dicho planteamiento,
en principio correcto, no va más allá de su enunciado: una vez planteada la
situación dramática básica (la enfermedad de la madre), y la consecuencia
directa de la misma (la “invocación” del monstruo), el relato, literalmente, no
avanza, contentándose con ser una variación continua de la situación inicial:
el monstruo le dice a Conor que le va a contar tres historias, una por cada vez
que vaya a visitarle, y que, al final, será el propio Conor quien le contará a
él una cuarta historia, sobre sí mismo; justo al empezar el film, hemos
presenciado una aparatosa pesadilla recurrente de Conor, en la cual el
cementerio cercano a su vivienda, el mismo donde está plantado el tejo que por
las noches se convierte en el monstruo, se hunde, arrastrando consigo a la
madre del niño, a la cual este intenta, infructuosamente, salvar. Este
planteamiento provoca sonrojo, de tan obvio: la pesadilla de Conor es una (evidente)
expresión de su miedo a ver morir a su progenitora, y por descontado, la cuarta
historia, la que acabará contándole al monstruo, no será sino una confesión
sobre su lado oscuro, su muy humano egoísmo: que, en el fondo, desea que todo
acabe de una vez, que su madre muera, para que él y todos los de su entorno
también puedan, por fin, descansar… Pero nada de todo eso está mostrado con la
suficiente fuerza –más allá, como siempre, del buen gusto, más artesanal que
creativo, de Bayona a la hora de elegir y filmar los encuadres, o de realzar
los excelentes efectos visuales–, y en contra de lo que sería deseable, termina
por aburrir. No ayuda la inserción de las largas, interminables y no muy
logradas secuencias de animación mediante las cuales se visualizan los moralizantes
cuentos “con doble sentido” que el monstruo le relata a Conor, y que parecen más
bien un recurso destinado a abaratar costes de producción; o, en particular, el
tono supuestamente “delicado”, en realidad esquivo y timorato, con el que se
muestran las escenas del acoso escolar, las cuales se supone, también, que
deberían conmover, y con franqueza, no lo hacen en absoluto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario