[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hace tiempo que el
británico Terence Davies viene ofreciéndonos algunas de las películas más
bellas de estos últimos tiempos –cf. The
Deep Blue Sea (ídem, 2011) (1)
y, este mismo año, Sunset Song (ídem,
2015) (2)–, pero, sinceramente, creo
que ha conseguido lo imposible, superarse a sí mismo, con su más reciente
propuesta: esta hermosísima recreación de la poetisa norteamericana Emily
Dickinson titulada en España –bastante convencionalmente– Historia de una pasión (A Quiet Passion, 2016). Lejos de tratarse
de un biopic al uso, por más que
narra la vida de Dickinson siguiendo un planteamiento aparentemente tradicional,
Davies, también firmante del guion, lo plantea de una manera harto personal.
Historia de una pasión
no evita conferirle cierto carácter de representación
a la biografía de Dickinson, de manera que, en virtud de la elección de los
encuadres, la iluminación, la dirección de actores y el deliberado tono teatral, “antinatural”, de los diálogos, la película toma
conciencia de su propia e intrínseca condición de “película”, e indirectamente,
sugiere de este modo la imposibilidad de que un film, cualquier film, pueda
albergar en toda su profundidad la vida de un personaje histórico. De este
modo, Historia de una pasión no solo
es consciente de su artificio, o si se prefiere, de lo artificioso que es
reconstruir la vida de una persona real convirtiéndola en una ficción
(cinematográfica en este caso, pero también puede ser literaria o teatral),
sino que, además, se vale de esa autoconciencia de sí misma para desarrollar
una ficción que, si bien respeta una determinada cronología de hechos reales
(los de la vida de Dickinson, desde sus años de juventud y hasta su
fallecimiento), en segunda instancia propone una aproximación poética y lírica
a aquéllos. Puede parecer una facilidad redundante por mi parte el calificar de
“poética” a una película que trata precisamente sobre una poetisa; pero, si
recordamos la definición académica de lírica –transmisión de sentimientos,
sensaciones o emociones respecto a una persona u objeto de inspiración–, y que
la lírica suele expresarse por medio del poema, sea este en verso o en prosa, Historia de una pasión sería entonces un
poema, cinematográfico, dedicado a Emily Dickinson.
Historia de una pasión
es, a grandes rasgos, la descripción de la relación de Emily con su entorno. No
es casual, en este sentido, que el film arranque con una secuencia que
transcurre, precisamente, fuera del hogar de los Dickinson. Nos hallamos en una
escuela religiosa para señoritas, en la cual la directora va ordenando a sus
alumnas que se separen en grupos, según tengan o no la firme convicción de
salvar sus almas en base al siguiente criterio: por un lado, las que quieran
dedicar sus vidas a profesar la fe cristiana tomando los hábitos; por otro, las
que quieren poner en peligro su salvación (y, por ende, su “pureza”) accediendo
a contraer matrimonio; y, finalmente, las que quieran ver condenadas sus almas
por no querer aceptar ni la santidad de la vocación ni el sacramento del
matrimonio. Una única muchacha forma parte de este restringido grupo de
pecadoras predispuestas a arder en el Infierno cuando mueran: Emily Dickinson
(encarnada de joven por Emma Bell). Una Emily que no solo no acepta ser
encasillada en ninguna categoría restrictiva y coactiva de su libertad, sino
que además planta cara a la directora, exponiendo sus razonamientos. El sentido
que Davies confiere a esta secuencia por medio de la planificación –que
alterna, en plano/ contraplano, una serie de planos generales/ planos medios de
las alumnas/ la directora y Emily/ la directora elaborados con espléndido
sentido de la composición de imagen– no es tanto la presentación del carácter
librepensador y avanzado de Emily en comparación con el de la mayoría de
mujeres norteamericanas de su época y clase social (que también), como sobre
todo dibujar, mediante la severidad de esos encuadres, la rigidez del sistema
educativo, y por ende, del mundo donde la protagonista ha nacido.
Resulta
paradójico, en este sentido, que tan pronto como, una vez terminados sus
estudios en esa escuela, y de vuelva a su hogar, veamos Emily abriendo los
brazos en cruz, en un gesto de alegría, y exclamando: “¡El hogar!”. Paradoja que no se va a hacer evidente hasta que no
avance la descripción del modo de vida de los Dickinson, en particular del
despotismo, rayano en la tiranía, que ejerce su padre, Edward Dickinson (un
recuperado Keith Carradine), un respetado abogado que, al principio, hace gala
de cierta tolerancia en su comportamiento –cf. no tiene problema alguno en
permitir que Emily baje de noche al salón a escribir su poesía, agradeciéndole
incluso que su hija tenga primero la consideración de pedirle permiso para
hacerlo–, para, a medida que empieza a envejecer, mostrarse cada vez más
huraño, colérico e intolerante.
Hay
tres momentos extraordinarios en este primer tercio del film que expresan
perfectamente aquel carácter de representación al que me refería líneas arriba.
El primero es la escena, resuelta sobre la base de un movimiento de 360º de la
cámara, la cual recorre el salón de los Dickinson, de noche, alumbrado a la
tenue luz de las velas; la cámara va mostrando a Emily y a su familia –su padre;
su madre, Emily Norcross (Joanna Bacon); sus todavía jóvenes hermanos Vinnie
(Rose Williams) y Austin (Benjamin Wainwright)–, recogidos todos dentro de ese
movimiento circular, cerrado en sí mismo, que sugiere magníficamente la
cerrazón y el aislamiento del hogar de los Dickinson, del mundo de Emily, por
mucho que ella lo ame porque lo comparte con quienes son para ella sus seres más
queridos, los miembros de su familia.
El
segundo momento al que me refiero tiene lugar durante un recital de canto al
que asisten los Dickinson: Davies planifica esta asimismo corta secuencia
abriéndola con un plano general fijo de la cantante sobre el escenario,
acompañada por un pianista; de pronto, la quietud del plano se rompe cuando la
cámara se alza lentamente en grúa hacia la derecha del encuadre, deteniéndose
en un par de palcos donde están sentados los Dickinson; resulta perceptible, a
simple vista, que toda la familia está disfrutando con la actuación de la
cantante excepto el padre, quien comenta que le parece “indecoroso” que una mujer se exhiba sobre el escenario de esa
forma, y a continuación también critica la música que la cantante está
interpretando; Emily, divertida ante el comentario de su progenitor, le replica
con suavidad…; tras este paréntesis, esta acotación sobre la psicología de los
personajes, la cámara regresa hacia el escenario, si bien Davies corta el plano
antes de que vuelva a la posición inicial, sugiriendo de este modo que lo
relevante no es ni la cantante ni la música, sino la valoración puritana, en el
borde mismo de lo reaccionario, que acaba de formular el padre de Emily.
El
tercer gran momento de este primer tercio del film es el que expresa
brillantemente el tránsito de la juventud a la madurez en el caso de Emily y
sus hermanos Vinnie y Austin (ahora con los rasgos de Cynthia Nixon, Jennifer
Ehle y Duncan Duff, respectivamente), y de la madurez a la vejez en el de los
patriarcas, que Davies resuelve con otra virtuosa secuencia: una supuesta
sesión fotográfica de los Dickinson, compuesta de una serie de planos que, desde
el punto de vista de la cámara del fotógrafo que les retrata, se van acercando
en lento travelling frontal a cada
uno de los miembros de la familia que están posando para el objetivo del
fotógrafo, a medida que envejecen paulatinamente ante nuestros ojos mediante un
discreto efecto de morphing.
A
pesar de estar hablándonos de Emily Dickinson, la-gran-poetisa-norteamericana,
Davies se centra, sobre todo, en Emily, la de los Dickinson: el retrato de la
mujer, del ser humano llamado Emily con sus virtudes y sus imperfecciones, se
impone sobre el retrato de Emily Dickinson, la artista. Eso no significa, por
descontado, que la película minimice la labor poética de Dickinson; por el
contrario, la poesía se halla presente a lo largo de todo el metraje, si bien
su presencia es sobre todo implícita, a pesar de haber numerosas escenas –o,
más que escenas, planos de corta duración insertados entre escenas más largas o
secuencias más desarrolladas–, en las cuales vemos a Emily escribiendo sus
amados versos. Podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Historia de una pasión es,
cinematográficamente hablando, una especie de equivalente fílmico de lo que en
literatura se denomina poesía en prosa o prosa poética; algo definido, pero a
la vez indefinible; concreto, pero a la vez abstracto; sencillo y al mismo
tiempo sumamente complejo. Esa sensación la desprende Davies, como digo, en
virtud de una minuciosa puesta en escena en apariencia muy sencilla, pero en
realidad extraordinariamente elaborada, en la que la introducción de cada nuevo
personaje, el planteamiento de cada nueva situación, no hace más que reforzar,
por contraste, el perfil psicológico de la protagonista y del resto de
personajes de su entorno.
La
película ofrece cuantiosos ejemplos al respecto. Véase, sin ir más lejos, la
ternura y, sobre todo, la complicidad de la relación de Emily con su hermana
Vinnie: una amistad, un afecto, que está por encima del simple vínculo de
sangre, y que contrasta, sin ir más lejos, con la relación de la protagonista
con su hermano Austin, menos sensible que sus hermanas y más condicionado por
su autoritario padre, en particular en todo lo que tiene que ver con el papel
de “hombre” que la sociedad de su época le tiene reservado: Austin contrae
matrimonio con Susan Gilbert (Jodhi May), una muchacha sencilla a la que Emily
y Vinnie acogen con cariño, dada su bondad, y a la que Emily, en cierto
sentido, toma bajo su protección, sobre todo a partir del momento que se
descubre la reiterada infidelidad de Austin con la señorita Mabel Loomis Todd
(Noémie Schellens). Pero Austin no es un personaje de una pieza, sino alguien
también, como Emily, víctima de las circunstancias: incluso siendo ya un hombre
casado y padre de familia, se ve obligado a seguir obedeciendo a su padre,
quien le exige que no vaya a la recién declarada guerra civil –el padre pagará
la tasa de 500 dólares de la época para que su hijo no tenga que alistarse–,
sin importarle ni su opinión ni que los demás piensen de él que es un cobarde.
Del mismo modo, la fiel Vinnie no dudará en plantar cara a Emily, reprochándole
sus defectos, echándole en cara sus errores, cuando considera que, a pesar de
su enorme inteligencia y exquisita sensibilidad, se ha equivocado.
Como
en anteriores películas de Davies –La
casa de la alegría (The House of Mirth, 2000), The Deep Blue Sea, Sunset
Song–, el matrimonio y la sexualidad (y su insatisfacción) vuelven a estar
presentes. Emily, eternamente soltera, afirma que se siente casada con su
familia; en otras ocasiones, explica que ve muy difícil encontrar a un marido
que la deje ser, sentir, comportarse y vivir como ella quiere (pues sabe que lo
más probable es que un esposo no sea sino una variante de su propio padre). Eso
explica la simpatía que le inspira su cuñada Susan (en tanto es algo que ella no es: una mujer casada, o mejor dicho, una mujer con un hombre que, en teoría, la ama), e indirectamente, la
atracción, imposible de ser correspondida, que siente hacia el reverendo
Wadsworth (Eric Loren), un alma sensible que sabe apreciar el inmenso valor de
sus versos y que, como ella, está atrapado en una convención social –su
matrimonio con su puritana y antipática esposa (Simone Milsdochter)– que le
impide que su mutuo afecto, su comunión de ideas y de almas, pueda ir más allá
de una mera amistad formal. Esa misma impotencia afectiva, esa represión
erótica, se encuentra en la base de la amistad y la admiración que Emily siente
hacia Vryling Buffam (Catherine Bailey), una joven inteligente, aguda y
deslenguada que es todo aquello que Emily no se atreve o no se decide a ser. Es
significativo que, en la escena de la boda de Vryling, Emily llore, y no de
alegría, sino consciente de que, en cierto sentido, el alma de su amiga va a “morir”,
simbólicamente, bajo el peso de una institución, el matrimonio, que supone la muerte en vida para mujeres como Emily,
Vinnie y Vryling, acostumbradas a pensar por su cuenta. Ese mismo trasfondo de
insatisfacción sexual se encuentra en todo lo relativo al Sr. Emmons (Stefan
Menaul), el joven admirador y, en el fondo, pretendiente de Emily al cual esta
le obliga a conversar con ella a distancia, él al pie de la escalera que
conduce a la planta superior de la casa de los Dickinson donde Emily tiene su
dormitorio: Emily, firme en sus convicciones, no quiere ver a Emmons ni a
hombre alguno porque es consciente de que el hombre ideal por el que ella
suspira, sencillamente, no existe, pero, consciente de su debilidad (de su
reprimido apetito sexual), no quiere que un contacto visual le haga debilitarse y cometer un error.
Historia de una pasión es, entre otras muchas cosas, una crónica melancólica sobre el
desamor. La madre de Emily, explica, prefiere mantenerse en silencio y no
intervenir en las conversaciones, porque teme que “mi opinión pueda ser
interpretada como un prejuicio”; huelga añadir de dónde han heredado Emily
y Vinnie su inteligencia y su sensibilidad. Más aún: la madre viste siempre de
negro, como si fuera viuda,
por más que su marido fallece antes que ella y a una edad avanzada; pero, en un
sentido simbólico, la madre siempre ha sido “viuda”: su marido nunca ha
sido el marido que ella hubiese deseado. No es casual que no veamos a la madre
vestida de otro color que no sea negro, en este caso un camisón blanco, sino en
el momento de su agonía y muerte, amorosamente atendida hasta el final por sus
hijas. Estrechamente vinculado con lo que acabamos de mencionar, la descripción
que lleva a cabo el film de la dolencia –la enfermedad de Bright– que acabaría
llevando a Emily Dickinson a la tumba con tan solo 55 años está íntimamente
relacionada con esa insatisfacción a la que no venimos refiriendo: el cuerpo de
Emily enferma, degenera y muere porque –se sugiere– es un cuerpo con un déficit
de amor físico, la carcasa de un alma viva, pero que al mismo tiempo está
atrapada dentro de una carne que agoniza sin haber sido amada. Este año, la
cartelera de nuestro país se está mostrando pródiga en la exhibición de obras
maestras del cine moderno –como siempre, hablo solo por mí: El cuento de la
princesa Kaguya (Kaguyahime
no monogatari, 2013, Isao Takahata), Tres recuerdos de mi
juventud (Trois souvenirs de
ma jeunesse, 2015, Arnaud Desplechin), Mi amigo el gigante (The BFG, 2016, Steven Spielberg), Kubo y las dos
cuerdas mágicas (Kubo and the
Two Strings, 2016, Travis Knight), Elle (ídem, 2016, Paul Verhoeven) y,
naturalmente, Sunset Song–, a
las cuales se une esta inconmensurable Historia de una
pasión.
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