[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.]
Buena parte de la acción de Aguas
tranquilas (Futatsume no mado, 2014) guarda relación con elementos
acuáticos, bien sea el mar que rodea al escenario principal de la trama (la
isla de Amami), la del baño que comparten el adolescente Kaito (Nijiro Murakami)
y su padre Atsushi (Jun Murakami) cuando el primero viaja a Tokio para visitar
a su progenitor, o la de la tormenta que se desata cerca del final. En sus
primeras escenas, el océano golpea con furia las rocas alrededor de la isla
bajo el cielo gris del atardecer, casi como anunciando la turbulencia que se va
a desatar tan pronto caiga la noche. Cuando esta llega, ese sutil augurio se
confirma: mientras a lo lejos, en el pueblo, los lugareños celebran una fiesta
con bailes y canciones tradicionales, Kaito pasea por la playa, cerca de la
orilla, y descubre, flotando boca abajo, el cadáver de un hombre con la espalda
tatuada; asustado, el chico echa a correr; pero no es la única persona presente
en el lugar: muy cerca, viéndolo todo, está Kyoko (Jun Oshinaga), una adolescente
de su edad.
Kaito vive con su madre, Misaki (Makiko
Watanabe), divorciada de su padre, y no siente mucho apego hacia ella, como
consecuencia de las largas ausencias de la mujer fuera del hogar para atender a
su empleo. De hecho, Kaito está lleno de esa rabia tan característica de la
adolescencia, y por eso es radical en sus convicciones. Por ejemplo, en lo que
se refiere al agua, y si bien sabe nadar, a Kaito le asusta meterse en el mar,
pues le parece peligroso. No es el caso de su amiga y compañera de clase Kyoko,
más bien todo lo contrario: en una de las primeras secuencias la vemos bucear,
vestida con su uniforme de colegiala y con calcetines (sic), cerca de las rocas
donde Kaito ha ido a visitar al viejo Kamejiro (Fujio Tokita), quien se
encuentra pescando; Kyoko emerge ante ellos, cual sirena o como la diosa del
amor Venus, pero Kaito le reprocha que nade en el mar y que además lo haga con la
ropa puesta. El contraste es evidente: Kaito le tiene miedo al mar (en la
mencionada secuencia nocturna, le vemos mojándose tímidamente los pies), y a
ese temor hay que añadir el descubrimiento del cadáver, el cual, como
descubriremos más adelante, guarda una relación con la vida de Kaito y de su
madre mucho más de estrecha de lo que pueda parecer a simple vista. En cambio,
Kyoko no solo no le tiene miedo, sino que incluso le gusta nadar vestida, tanta
es su comodidad en el líquido elemento.
Este es uno de los muchos contrastes,
sencillos pero mostrados con gran sensibilidad, que propone la guionista y
realizadora Naomi Kawase para narrar en Aguas
tranquilas varios procesos de madurez. Están, por un lado, los de los
personajes más jóvenes y, por tanto, más necesitados de evolución, los
mencionados Kaito y Kyoko, pero no son los únicos. Contrariamente a lo que
pudiera parecer, en Aguas tranquilas
los adultos también están sometidos a una evolución madurativa: Isa (Miyuki
Matsuda), la madre de Kyoko, sufre una enfermedad terminal y se prepara para
morir; Tetsu (Tetta Sugimoto), el padre de Kyoko y marido de la anterior, se
prepara, a su vez, para ver morir a su esposa; Atsushi, el asimismo mencionado
padre de Kaito, redescubre el placer de la compañía de su hijo, a punto de
convertirse en un hombre, al que hacía tiempo que no veía; incluso la, como
hemos apuntado, aparentemente fría y distante madre de Kaito es, en realidad,
una mujer repleta de secretos y matices, sobre todo en lo que atañe a su manera
de paliar su soledad.
Diversos elementos naturales marcan esas
evoluciones. En el caso de Kaito y Kyoko, como ya hemos mencionado, es el agua.
También lo es, en parte, en el de Atsuhi, a quien, como ya hemos apuntado,
vemos estrechar lazos afectivos con su hijo compartiendo un baño tradicional en
Tokio, y asimismo lo es para Misaki, cuyo secreto más oscuro —el hombre muerto
encontrado en la playa era un amante con el que se relacionaba a espaldas de su
hijo— se revela en una noche de tormenta que evoca, indirectamente, el mar
revuelto de la noche en la que Kaito descubrió el cadáver. El personaje de Isa,
de quien se nos dice que es chamán, está puesto en relación con el gigantesco árbol
que está plantado justo delante de su casa y cuya visión y sombra la reconfortan:
el árbol, centenario, lejos de recordarle su propia mortalidad y que su vida
está a punto de apagarse, tranquiliza su espíritu reafirmándola en su amor a la
vida. En cambio Tetsu, que atiende un puesto de comidas, hace frente a la
muerte de su esposa dando muerte, con ayuda del tío Kome, a una cabra: asumiendo,
por tanto, que la muerte no es el fin de la existencia, sino una parte
intrínseca de la misma. De hecho, la primera vez que hemos visto a Kamejiro ha
sido, precisamente, degollando a otra cabra y vertiendo su sangre en un cuenco,
en un gesto que al mismo tiempo tiene algo de ritual y de paradójico respeto
por la vida: en la segunda degollación, el anciano acaricia al animal que acaba
de desangrar, como agradeciéndole que su sacrificio contribuya a dar sustento a
los vivos. Pero, sin duda alguna, es lo que atañe al vínculo entre Kaito y
Kyoko y a la muerte de la madre de esta última, dado que estos tres personajes
se encuentran estrechamente relacionados entre sí, donde Aguas tranquilas alcanza sus mayores niveles de intensidad y
poesía.
Es evidente que el miedo de Kaito al
mar es un reflejo simbólico de su miedo a la existencia; miedo a vivir que,
como hemos visto, Kyoko tiene más superado que su compañero, algo que se
expresa en su facilidad y comodidad para meterse y sumergirse en el mar (ergo,
en la vida misma) incluso con la ropa
puesta: ese típico “uniforme de colegiala” japonesa que expresa los pocos
años de la chica Ambos adolescentes se aman, pero es Kyoko la que toma la
iniciativa, diciéndole a Kaito que deberían tener relaciones sexuales y
exigiéndole que el chico le diga claramente que la quiere. Más adelante, vemos
a Kaito llevar a Kyoko en su bicicleta, como suele hacer; pero, en esta
ocasión, la chica carga su peso sobre las espaldas del chico, dificultándole el
pedaleo; Kaito le pide a Kyoko que no se apoye encima suyo de esa manera, pero
la chica hace caso omiso hasta que, inevitablemente, pierden el equilibrio y se
caen: puede verse en esta situación, aparentemente inicua, otra simbólica
representación del miedo de Kaito al amor de Kyoko, consciente de que será un
“peso” que deberá cargar sobre sus espaldas para siempre o como mínimo durante
mucho tiempo, y que llevar ese “peso” consigo conlleva, como todo en la vida,
el riesgo a “caerse”: a equivocarse. No es casual, en este sentido, y en
coherencia con todo lo que hemos expuesto hasta ahora, que la consumación del
amor de Kaito y Kyoko no se produzca hasta después de las duras catarsis que
deben atravesar ambos: la segunda, la muerte de su madre; y el primero, si no
la muerte de su progenitora, en cierto sentido sí la “muerte” de la concepción
que Kaito tenía de ella, unido al descubrimiento de que su madre es, a fin de
cuentas, como Kyoko o cualquier otro ser humano, alguien con deseos e impulsos carnales
que satisfacer, y a la que la separación/ausencia del marido/padre ha arrojado
a los brazos de un desconocido. Será después de toda esta crucial cadena de
acontecimientos cuando por fin veremos a Kaito y Kyoko buceando juntos, y desnudos
(una vez superado el miedo al mar/a la vida de él, y la ingenuidad de ella), y
haciendo el amor en la orilla de la playa, al amparo de la vegetación.
Más lírico es, si cabe, todo lo que
concierne a los últimos días del personaje de Isa. Ya hemos mencionado el
estrecho vínculo que se da entre ella y el árbol que hay frente a su casa: Isa
y los suyos descansan a la sombra de ese árbol, cuyas ramas les amparan de la
luz solar a modo de enorme claustro materno vegetal. Y, por más que acaso Naomi
Kawase abusa un poco del tradicional plano en contrapicado que permite intuir
la luz del sol filtrándose entre el ramaje, hay que reconocer que en este caso utiliza
este recurso clásico y un tanto desgastado con gran coherencia en relación a lo
que narra: ese plano en contrapicado se corresponde en muchas ocasiones con el punto
de vista subjetivo de la agonizante Isa, aunque puede interpretarse como un
humilde reconocimiento al sol, como fuente de luz y de vida, desde la
perspectiva de los humanos a los que ilumina y proporciona calor. En la primera
secuencia, como asimismo se ha apuntado, los habitantes de la isla celebran una
fiesta tradicional; en el último tercio del relato, el marido y la hija de Isa,
así como sus mejores amigos, se congregan alrededor de su lecho de muerte,
cantando y bailando temas antiguos que reconfortan a la pobre mujer en sus
últimos minutos, en una secuencia bellísima y emocionante hasta el llanto, que
no puede menos que hacer pensar en la serena planificación de un Yasuhiro Ozu o
en el extraordinario epílogo de Vivir
(Ikiru, 1952), de Akira Kurosawa. Kawase demuestra, con Aguas tranquilas, que es una digna heredera de otros grandes
cineastas nipones con sentido de lo telúrico: pienso no solo en Kurosawa, sino
también en el Hiroshi Teshigahara de La
mujer de la arena (Suna no onna, 1964), o el Shôhei Imamura de El profundo deseo de los dioses
(Kamigami no fukaki yokubô, 1968) y La
balada de Narayama (Narayama bushikô, 1983), con las cuales Aguas tranquilas guarda ciertos puntos
de contacto. La diferencia, sensible pero en absoluto peyorativa, es que la
realizadora imprime a su película un estilo que, si bien mira con respeto a sus
ilustres precedentes, también sabe distanciarse de los mismos mediante una
puesta en escena moderna (en el mejor sentido de la expresión), que combina el
peso de esa solemne tradición con la aparente liviandad y el dinamismo de los
encuadres proporcionado por las actuales cámaras digitales ultraligeras, consiguiendo
englobar en un conjunto casi perfecto la sensualidad de las escenas de la isla con
el tono, más abrupto y semi-documental, del episodio que transcurre en unas
calles de Tokio despersonalizadas y para nada turísticas. Puede verse Aguas tranquilas como una especie de
melodrama panteísta pasado por el filtro del realismo cotidiano.
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