[ADVERTENCIA: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UNA VERSIÓN REVISADA DE MI CRÍTICA PUBLICADA EN
EL NÚM. 450 DE “DIRIGIDO POR…”.] La última película de Mike Leigh, Mr. Turner (ídem, 2014), se aleja con
decisión de las convenciones del film biográfico al uso, para mostrarnos de
manera atípica y personal un retrato humano y mordaz de quien probablemente
fuera el pintor británico más audaz, atrevido e innovador de su época.
Contraviniendo ese tópico según el
cual Mike Leigh tan solo sabe
planificar-en-función-del-movimiento-de-sus-actores (?) —lo cual viene a ser
sino una versión suavizada de esa
corriente de opinión que sigue firmemente convencida de que los méritos de la
cinematografía británica son más teatrales
que fílmicos—, la primera y bellísima
secuencia de Mr. Turner es un contundente ejemplo de la capacidad de
su realizador para sugerir ideas exclusivamente mediante la elección del
encuadre. Un hermoso plano general del paisaje holandés, molino de viento
incluido, iluminado bajo la luz del crepúsculo da paso a un lento travelling lateral de derecha a
izquierda de la imagen, aparentemente siguiendo el paseo de dos mujeres con el
traje típico holandés que avanzan hacia la cámara, rematando la escena con un
suave reencuadre que nos descubre la silueta de un hombre en lo alto de un
promontorio que está trazando esbozos en su bloc: el pintor británico J.M.W.
Turner (Timothy Spall). Es decir: la película arranca con una imagen —ese plano
general del paisaje holandés— que parece indicarnos que, en efecto, vamos a ver
un film sobre la vida de un artista que se va a esforzar en reproducir en
pantalla las más famosas imágenes y hasta los colores característicos de la
obra del pintor biografiado, un poco salvando las distancias como hiciera
Vincente Minnelli con Van Gogh en El loco
del pelo rojo (Lust for Life, 1956); pero, a partir de esa imagen estática
y «artística» a lo Víctor Erice o Isaki Lakuesta, Leigh traza, como digo, un
movimiento de cámara que rompe ese estatismo y resitúa la imagen «a ras del
suelo» (el paseo de dos campesinas); y, a renglón seguido, reencuadra hacia el
hombre embebido por la belleza de ese paisaje y su afán de llevar a cabo una
captura del mismo.
Dicho de otro modo: Mr. Turner no es una recreación de la
obra de J.M.W. Turner (1775-1851), por más que no evite la misma, la cual está
en todo momento dramáticamente justificada; tampoco es, ni mucho menos, aquello
que suele denominarse un biopic al
uso, dado que no pretende abarcar la totalidad de la existencia del pintor
porque se centra en sus últimos años (salvo algunas breves, y oportunas,
referencias verbales a su infancia y juventud); Mr. Turner más bien pretende ser el retrato de un hombre que además
era un gran artista, o si se prefiere, el retrato de un gran artista desde un
punto de vista humano.
Cayendo en la tentación de hacer uso
de unos términos pictóricos (fáciles, lo reconozco, a la hora de referirnos a
un film de estas características), Mr.
Turner vendría a ser un dibujo impresionista
de la vida del pintor, llevado a cabo mediante rápidas pinceladas sobre momentos relevantes de esa última etapa de su
existencia: su relación con el también pintor Benjamin Robert Haydon
(1786-1846) —encarnado en el film por Martin Savage—, quien suele acudir a Turner
para que le preste dinero con el cual paliar su acuciante situación económica;
su enfrentamiento con John Constable (1776-1837) —a cargo del actor James Fleet—,
a quien insulta gravemente delante de sus colegas de la academia de arte
corrigiéndole una de sus pinturas mediante una sola pincelada en rojo y un par
de retoques con su uña (sic); o la relación que le vinculó a la viuda Sophia
Booth (Marion Bailey), con la que convivió hasta su muerte, a los 76 años de
edad, que tuvo lugar inmediatamente después de que pronunciara sus famosas —y
reales— últimas palabras: «¡El Sol es
Dios!».
Pero Mr. Turner no es solo eso (que ya es mucho), sino también el
retrato en profundidad de su protagonista, un personaje singular que bajo su
apariencia huraña y presuntuosa esconde un alma sensible, bondadosa e
inteligente que lucha por mantener su personalidad propia y su integridad
artística en el contexto de un mundo, el del arte de su época, todavía incapaz
de ver hasta qué punto está avanzada su pintura, la misma que con sus marinas
tempestuosas de cielos borrascosos está ya diluyendo las formas en beneficio de
la luz y el color en sí mismos considerados, o lo que es casi lo mismo, está
llamando a gritos al impresionismo. La película ofrece, a través de la lucha de
Turner contra el canon pictórico de su tiempo, una dura y a la vez mordaz
digresión sobre la pedantería que envuelve al así llamado mundo del arte,
mostrado como un entorno plagado de imbéciles que se llenan la boca con
elevados conceptos intelectuales en su afán de clasificar, ergo domesticar, el
insondable misterio de la creación artística. Un ejemplo de lo afirmado lo
hallamos en la espléndida secuencia en la que un lechuguino pagado de sí mismo,
John Ruskin (Joshua McGuire), afirma que la pintura de Turner es muy superior a
la de otro pintor amante de la temática de las marinas, Claude Lorrain
(1600-1682), la cual le parece insulsa; Turner replica que «Claude Lorrain era un genio» y,
sarcástico, le pide a Ruskin que le dé su opinión sobre dos tipos de comida...,
dándole a entender, a él y a otros imbéciles de su calaña, que antes de pasarse
de listo y dejarse cegar por lo moderno
también hay que saber guardar el debido respeto a los artistas que
desarrollaron sus creaciones en otra época, y por tanto bajo otras
circunstancias: de Lorrain, se dice, pintaba sus marinas desde tierra firme, al contrario que Turner, y este, lejos de
despreciarlo por el mero hecho de ser diferente a él, respeta su punto de vista
y valora su obra en sí misma considerada. Cámbiese pintura por cine, y véase
cómo dicha reflexión sigue siendo perfectamente válida.
Al margen de su (brillante) discurso
sobre la creación artística, Mr. Turner
es, asimismo, una de las obras más cálidas y humanas de Leigh. Cierto: hay en
ella mucho de ese dibujo de personajes antisociales e iconoclastas propio del
autor de Grandes ambiciones, Naked (Indefenso) o Happy, un cuento sobre la felicidad, pero también considerables
dosis del Leigh más psicológicamente introspectivo, ácido y comprensivo con las
debilidades de las personas de Secretos y
mentiras, Todo o nada, El secreto de Vera Drake y Another Year. Resultan excelentes, en
este sentido, las escenas que en la primera mitad del metraje, muestran la
relación cariñosa de Turner hacia su anciano padre, William (Paul Jesson). Todo
está mostrado mediante una puesta en escena repleta de ingeniosas soluciones,
que confieren al relato esa tonalidad sobria y contenida tan característica de
su autor y donde brilla a una altura excepcional la labor de sus magníficos
intérpretes —empezando por un genial Timothy Spall, y acabando por todos y cada
uno de los componentes del reparto—, pero también lo hacen los recursos
expresivos de un cineasta excesivamente comparado con Ken Loach por su
fidelidad compartida a la tradición realista del cine británico, pero que se
diferencia del firmante de El viento que
agita la cebada en una mayor capacidad de elaboración de sus imágenes.
Leigh se mantiene fiel a ese tipo de
planificación a base de planos generales de larga duración, de inspiración
teatral pero de resultados eminentemente cinematográficos, que da pie a
momentos tan excelentes como la llegada de Turner a su casa inmediatamente
después de ese viaje a Holanda que ha abierto el relato, en particular la
escena en la que toca el pecho y el sexo de su criada Hannah (Dorothy
Atkinson), en un gesto perfectamente ilustrativo del tipo de relación que se da
entre ellos; o ese momento extraordinario, en el cual tras haberse encarado con
Haydon y accedido a prestarle al menos cincuenta de las cien libras que le
suplica para subsistir (sugiriendo de este modo algo que se confirmará más
adelante: que el propio Turner tampoco anda sobrado de dinero), vemos a Haydon
cómo va alejándose al fondo del plano, mientras Turner y otros colegas comentan
de qué modo Haydon ha terminado convirtiéndose en un paria de la sociedad
artística como consecuencia de sus radicales ideas y la falta de respeto hacia quien no las comparte.
Pero también hay instantes en los que
Leigh hace gala de otros recursos no tan habituales en él y que pueden provocar
cierto rechazo por interpretarse como una especie de —horror— traición hacia el estilo característico
de un cineasta que no ha hecho otra cosa sino mejorar, perfeccionar y
evolucionar desde el principio de su carrera. Es el caso, por ejemplo, de ese
gran momento en que, para poder ver por sí mismo la violencia de una tormenta
en alta mar a fin de incorporarla a sus pinturas, Turner se hace atar al palo
mayor de un navío, soportando, la lluvia, la nieve y el frío; lo relevante de
la escena reside en el hecho de que Leigh la planifica mostrándonos la
demencial hazaña de Turner, pero sin caer en la tentación de insertar los
consabidos contraplanos desde el punto de vista del pintor, dado que lo que le
interesa resaltar no es lo que el artista está viendo, sino lo que tiene de
relevante su gesto de cara a su exploración personal de las posibilidades del
arte. Un artista que, además, está mostrado no como alguien pagado de sí mismo,
que lo sabe todo y no acepta los consejos de nadie, sino por el contrario como
una persona siempre dispuesta a aprender de los demás. Salvo ese sarcástico
momento en que un ya envejecido Turner suelta una risotada burlona ante un par
de pinturas prerrafaelitas, de las que se mofa por lo que tienen de teórico retroceso al arte figurativo, el
protagonista demuestra que también es alguien abierto a sugerencias. Véase su
relación con la científico y polímata Mary Somerville (1780-1872) —Lesley
Manville en el film—, en la que queda patente la curiosidad del protagonista
ante todo lo que sea innovación, y lo
que quizá es más importante, su actitud abierta, humilde y respetuosa ante
quienes hacen gala de conocimientos que él no posee; esa secuencia en la que,
paseando en barca con unos amigos, acepta la posibilidad de pintar la que
acabará siendo una de sus más famosas obras, «El Temerario remolcado a dique
seco» (1838); o el momento en que el paso de un tren de vapor le inspira el
famoso «Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste» (1844): una
obra maestra de la pintura, como el film de Mike Leigh lo es del cine, por
descontado.
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