[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] I Am a Ghost (ídem,
2012), film escrito y dirigido por H.P. Mendoza e inédito en salas españolas pero
comercializado en formato doméstico por la firma Tema/Cameo, arranca con una
imagen que coincide exactamente con su final: la pantalla está en negro, y un
siniestro sonido no identificable inunda la banda sonora de una película que,
por cierto, tiene en esa utilización dramática de la pista de sonido una de sus
mejores bazas expresivas. De repente, pasamos a un plano general diurno de una
casa unifamiliar de estilo sureño. Una serie de planos nos detallan el
edificio, primero su puerta de acceso principal, y luego su interior:
escaleras, pasillos, habitaciones… Este pequeño “prólogo”, o si se prefiere
secuencia de introducción, concluye con un nuevo plano de una escalera, por la
cual desciende una mujer joven vestida de blanco de pies a cabeza (Emily: Anna
Ishida), mientras se superpone el título de la película: “I Am a Ghost”.
Esta inmediata
asociación de ideas entre la imagen de la muchacha y la inserción del rótulo
donde figura el título del film, y que al mismo tiempo nos está sugiriendo que
Emily “es” un fantasma, no es la única que el realizador lleva a cabo por medio
del montaje. Hay al respecto un momento que me parece magnífico, por su manera
sencilla pero tremendamente eficaz de expresar la naturaleza fantástica de la situación que retrata
mediante dos simples cortes de montaje: Mendoza emplea un plano general para
mostrarnos a Emily, frente a la puerta de la casa, disponiéndose a salir para
hacer compras (la vemos y oímos repasar la lista de la compra); la joven se
coloca una gorra blanca atada bajo la barbilla (cuya antigüedad ya sugiere que
Emily es un personaje del pasado), coge una cesta y abre la puerta; a
continuación, el realizador inserta un nuevo plano de la puerta, pero tomado
desde el exterior de la casa y con la cámara, por tanto, frente a esa puerta,
la cual vemos que se abre… ¡sola!; el siguiente plano nos muestra a Emily de
nuevo dentro de la casa, cerrando la puerta y dejando la cesta con la compra en
el suelo mientras se quita el sombrero: podemos entender que se trata de una elipsis
(es decir, que quizá ha transcurrido un lapso de tiempo entre que Emily ha
salido a comprar y ha regresado), pero la celeridad con que Mendoza monta estos
tres planos sugiere algo que se confirmará poco después: que Emily en realidad nunca ha salido de la casa porque es un
espíritu atrapado en ella.
Sin embargo,
antes de llegar a la revelación del carácter espectral del personaje de Emily
(revelación relativa, habida cuenta de que el espectador atento ya se habrá
dado cuenta, dada la naturaleza anómala de la planificación, de esa
característica de la muchacha), el film aparentemente se “entretiene” en
mostrarnos los quehaceres diarios de la protagonista: cómo se despierta por la
mañana en su dormitorio; cómo se prepara el desayuno (huevos fritos); cómo, mientras
desayuna, hace un extraño gesto de amenaza con un cuchillo (alzándolo con la
mano izquierda por encima de su cabeza); cómo se mira en el espejo del cuarto
de baño y exclama: “¡Oh, Dios mío!”,
al mismo tiempo que vemos su mano derecha envuelta en una toalla con una mancha
de sangre; cómo sonríe al mirar la foto de una familia y luego rompe a llorar
(su mano derecha ya no presenta herida alguna); como ya hemos explicado, cómo
sale a hacer la compra; cómo quita el polvo de una habitación y se detiene al
oír un ruido que procede del ático, al cual se accede por una escalera de
caracol; o cómo recorre un pasillo con un cubo y una fregona, se detiene ante
una habitación, mira a su interior, exclama: “¡Nada!”, y de pronto, asustada, deja caer los bártulos que llevaba
en las manos y echa a correr asustada… Todo es más o menos raro, sobre todo
teniendo en cuenta que no se ve ni se oye a nadie más en la casa, pero no tarda
en devenir algo completamente anormal
a partir del momento en que el realizador va repitiendo esos mismos gestos
empleando, asimismo, idénticos encuadres, de manera que se sugiere algo que se
confirmará poco después: que, de acuerdo con esa idea según la cual los
fantasmas no hacen sino repetir después de muertos los gestos y desplazamientos
que hacían en vida, Emily está atrapada en una especie de bucle
espacio-temporal sin darse cuenta de ello.
El punto de
inflexión al respecto reside en el momento en que Emily, o Emily la fantasma,
entra en contacto con la voz de una mujer, Sylvia (Jeannie Barroga), que tan
solo oye en una determinada habitación —la que, explica Emily, perteneció a su
madre— y que dice ser una médium contratada por la familia (se supone que viva)
que habita en la casa y que le ha pedido que expulse de la misma al espíritu de
Emily. Llegados a este punto del relato, resulta difícil no pensar en Los otros (2001), de Alejandro Amenábar,
quien a su vez se inspiró en El sexto
sentido (The Sixth Sense, 1999), de M. Night Shyamalan, quien a su vez se
inspiró en Carnival of Souls (1962),
de Herk Harvey. La diferencia estriba en que, en I Am a Ghost, el “estoy-muerta-y-no-lo-sabía” de la protagonista no
es la conclusión, sino el punto de partida de un relato que, a partir de ese
momento, plantea —al menos, en teoría— una singular variante de los relatos de
casas encantadas desde el insólito punto de vista de un alma en pena que, al
contrario de lo que suele ser usual, está tan asustada ante la conciencia de
ser un fantasma y estar habitando en una dimensión espacio-temporal que no es la
suya, como sobre todo ante la posibilidad, hasta ese momento completamente
ignorada por ella, de que en esa misma casa haya otro fantasma que —afirma Sylvia— no es sino la otra mitad de su
propia personalidad escindida y que a ella, que hasta hace poco estaba
convencida de que seguía estando con vida, la asusta, tal y como un espectro
venido del más allá asusta a cualquier persona viviente. De hecho, puestos a
ser retorcidos, y si aceptamos que —tal y como insiste Sylvia— Emily padece un
trastorno de personalidad múltiple, ¿qué nos impide pensar que la propia Sylvia
no es sino otra personalidad oculta
de Emily, una muchacha atormentada por fugaces recuerdos del pasado que ella se
ha empeñado en olvidar y que implican acontecimientos tan traumáticos como el abandono
de su padre a manos de una madre que la odiaba, haber protagonizado estallidos
de violencia que casi acaban con la vida de su hermana pequeña, ser abandonada
en esa casa por su madre con la esperanza de que muriera pronto, o salvajemente
asesinada por un hombre a cuchilladas en el mismo dormitorio de la madre?
I Am a Ghost es, como digo, un film
teóricamente interesante y bastante atractivo en sus líneas generales, por más
que en la práctica la gracia del planteamiento no siempre encuentre una resolución
a la altura de la misma. Ello no obsta para que no atesore momentos excelentes,
tal es el caso de la ya mencionada secuencia fantastique de la (falsa) salida de la casa de Emily supuestamente
para ir a comprar; y de otra, asimismo, harto llamativa: aquélla en la que la
protagonista, una vez informada por Sylvia de su naturaleza espectral y de que
la casa no se encuentra realmente en
el mundo de los vivos, decide “romper” su rutina fantasmal y abre la puerta de
la casa para ver qué hay en el exterior: lo que ve es una oscuridad total, una
nada absoluta, que Mendoza visualiza mediante un espectacular plano, de nuevo
con la cámara en el exterior de la vivienda, en el cual vemos a Emily en el
dintel de la puerta mientras el objetivo se va alejando paulatinamente hasta
convertir esa puerta en un minúsculo punto de luz en medio de las tinieblas,
para luego reencuadrar lentamente hacia el ángulo original y mostrarnos a una
aterrorizada Emily gritando, pero cuyos alaridos están suprimidos de la pista
de sonido: solo cuando cierra la puerta y se aleja de la misma, oímos esos
gritos.
Pese a todo, no puede evitarse que la propuesta acabe sosteniéndose más sobre la singularidad de la premisa dramática que sobre un trabajo de puesta en escena imaginativo tan solo en los momentos que hemos destacado. Por el resto, H.P. Mendoza se limita a aplicar cierta mecánica asociativa entre los encuadres que ha mostrado sobre todo en el primer tercio del relato y los que se van añadiendo a continuación, con vistas a conseguir, por medio de variaciones en la planificación, proporcionar una especie de sentido al sinsentido: por ejemplo, repite los mismos ángulos, pero más cerrados, en aquellas escenas destinadas a ilustrar la visualización completa de los temores de Emily, caso del extraño gesto con el cuchillo mientras desayuna (el cual, previsiblemente, se descarga sobre el dorso de su mano derecha, la misma que vemos herida y sangrando cuando la joven visita el cuarto de baño); o recurre a la repetición de los encuadres abiertos con los que nos ha mostrado la rutina de Emily por la casa, pero en esta ocasión incorporando la imagen duplicada de la muchacha viéndose por primera vez a sí misma llevando a cabo esas acciones; también incorpora, subrepticiamente, la pantalla partida en dos, y en un momento dado, la subdivide todavía más, llevando el concepto al paroxismo. La idea, como digo, es válida, pero su resolución deviene un tanto mecánica y en el borde de la obviedad. Tampoco resulta muy convincente el clímax del relato, la aparición del “monstruo” (Rick Burkhardt) que, en vida, anidaba en el interior de Emily obligándola a hacer daño a los demás y a cometer suicidio, y que, tras la muerte de Emily/de ambos, sigue atrapado en la misma casa. El “monstruo” en cuestión es un hombre desnudo y sin ojos en las cuencas que contrasta sobremanera con la frágil figura de la muchacha, pero sus apariciones son lo menos convincente del relato. Queda para el final un nuevo apunte de gran inquietud: una vez que Emily y el “monstruo” hacen frente juntos a lo que en el fondo no son sino los miedos de una misma persona dividida en dos personalidad antitéticas, y al contrario de lo que le ha prometido la voz de la médium Sylvia —que vería ese famoso “túnel de luz” hacia el cual las almas se dirigen a su descanso eterno—, la casa y los dos espectros que la habitan terminan sumiéndose en esa oscuridad impenetrable que, como decía al principio, es la misma con la que se abre el film.
Excelente reseña.
ResponderEliminarVi la película hace poco y me sorprendió gratamente.
La alusión al psicoanálisis es obvia por la noción de la repetición fantasmática de una escena original y obviamente la disociación cómo trastorno, que si no hubiera sido nombrada tan explícitamente de ese modo habría abierto el mar de posibilidades interpretativas.
Me pareció interesante la alusión a la nada, y su manera simple pero efectiva de graficarla a lo largo de toda la cinta y me parece que en ese sentido, con sus debilidades y fortalezas la cinta es un comentario y un síntoma de tiempos en que una vacuidad ominosa se hace presente en la forma de un sin sentido que empuja hacia la disolución, el suicidio y la muerte.
Totalmente de acuerdo con que lo más flaco de la cinta fue el tratamiento del hombre del ático. Pésimo, infantil y obvio maquillaje, demasiado coreográfico y rompe completamente con la limpieza del resto del film.
De todos modos una película para volver a ver y pensar...