[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] En Solo los amantes
sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013), Jim Jarmusch hace gala a ratos
de ese repelente distanciamiento propio del intelectual pagado de sí mismo que
parece mirarse por encima del hombro el cine de vampiros, con la conciencia que
no es sino un mero punto de partida “innoble” para que él, un Artista con
mayúsculas, pueda modelar a su gusto un material más “noble”. No es la primera
vez que su cine transmite esta sensación cuando ha usado códigos genéricos,
digamos, convencionales para elaborar a partir de los mismos su discurso: ya
ocurría en la lejana Bajo el peso de la
ley (Down by Law, 1986) en relación a las convenciones del “género
carcelario”, y sobre todo en la fallida Dead
Man (ídem, 1995) respecto al western;
no así, empero, en la que me sigue pareciendo su mejor película hasta la fecha,
Ghost Dog, el camino del samurái
(Ghost Dog: The Way of the Samurai, 1999), donde había un equilibrio entre la
asunción de las convenciones de otro género codificado, el policíaco, y el
discurso de su autor. Empero, la mirada de Jarmusch hacia el cine de vampiros
es tan heterodoxa como lo era la arrojada en Ghost Dog, el camino del samurái con respecto al thriller, por más que el resultado me
parezca menos conseguido. Digamos que en Solo
los amantes sobreviven hay una mayor conciencia por parte de su director de
estar tratando un género que, por muchas y muy diversas razones, le resulta
ajeno —por más que en su cine no falten las connotaciones fantásticas;
recuérdese, por ejemplo, la aparición del fantasma de Elvis Presley en Mystery Train (ídem, 1989)—, y
precisamente por eso mismo lo aborda con una frialdad, digamos,
“instrumental”.
Dicho de otro
modo, los vampiros protagonistas del film son, más que nunca, “metáforas” o
“símbolos” (táchese lo que no proceda) para exponer otras cosas. En este
sentido, hay que reconocer que Jarmusch hace gala de una notable honestidad, en
cuanto no intenta hacer una “película de vampiros” (aunque, como digo, tampoco
arrincona por completo las convenciones de las mismas) y ni tan siquiera
trabajar una atmósfera en el sentido más fantastique
del término (lo cual no significa que, en ocasiones, el film no sea muy
atmosférico). Lo único que impide que Solo
los amantes sobreviven llegue a ser la gran película que podría haber sido
es que, al contrario que Ghost Dog, el
camino del samurái, esa utilización instrumental de las convenciones del
género cinematográfico “vampiros” carece de la potencia visual y la capacidad
expresiva que sí atesoraba aquélla en su empleo de los tropos del thriller policíaco; más que una cuestión
de estilo o habilidad a la hora de manipular esas convenciones, es una cuestión
de intensidad y fuerza en el manejo de las mismas; puede que eso se deba a que,
por esa cuestión de sintonía personal o sencillamente por su sensibilidad y
carácter, Jarmusch parece sentirse más cercano al género del thriller que al de terror. En cualquier
caso, se nota.
Solo los amantes sobreviven tiene un
arranque muy bello. A un plano picado sobre un tocadiscos en marcha, en el cual
suena una versión de la canción Funnel of
Love, de Wanda Jackson, interpretada por SQÜRL —la banda del propio
Jarmusch— y Madeline Follin, le siguen por encadenado otros planos, asimismo en
picado, que relacionan a Eve (Tilda Swinton), tumbada en su dormitorio, y Adam
(Tom Hiddleston), que hace otro tanto en el sofá de su vivienda. Hemos visto
cómo la cámara efectúa un movimiento rotatorio sobre la platina en la que gira
el vinilo, y sigue rotando sobre Eve y Adam, estableciendo así, como digo, una
relación entre los personajes y la música (pronto sabremos que Adam es
compositor, y Eve, una melómana), y acaso sugiriendo al mismo tiempo, en virtud
de ese movimiento circular, “cerrado”, que los protagonistas son personajes
también cerrados en sí mismos,
aislados del mundo. Impresión que el devenir del relato no tardará en
confirmar: Adam y Eve son vampiros, y por tanto, viven siempre de noche; su
existencia es solitaria: el primero reside en Detroit, y la segunda, en Tánger;
aunque los dos son pareja quizá desde hace siglos, ahora mismo están
separados, pero sin que esa separación sea el resultado de animadversión alguna
entre ellos (tal y como parece sugerir la película, la impresión es que,
aprovechando su condición de inmortales, Adam y Eve se separan unos cuantos
años, o décadas, cuando se cansan de estar juntos, y luego vuelven a
reencontrarse como si tal cosa). A pesar de la compañía y el mutuo afecto que
se profesan el uno al otro este par de no-muertos, ello no obsta para que, en
ocasiones, el peso del muchísimo tiempo vivido no les afecte de un modo u otro:
Adam le encarga a Ian (Anton Yelchin), el joven humano que trabaja para él, una
bala de madera, con la cual juguetea tentado por la posibilidad de poner fin a
una existencia de siglos que ya empieza a aburrirle pegándose un tiro en el corazón…
El aspecto más
interesante y conseguido de Solo los
amantes sobreviven reside en su soterrada pero muy intensa reivindicación
de la cultura. No es casual, en este sentido, que Jarmusch elija a sus vampiros
como acaso los últimos representantes de una especie de seres refinados,
amantes como ya he dicho de la música pero también de la literatura y el
teatro, por señalar aquellos aspectos culturales por los cuales muestran
aprecio: las viejas grabaciones en vinilo que escuchan Adam y Eve en la
mencionada primera secuencia (la vampiresa además aparece, como digo, tumbada y
rodeada de antiguos volúmenes); las guitarras eléctricas que colecciona Adam y
que le proporciona Ian, quien por cierto ignora por completo la condición de
no-muerto de su cliente y, para él, medio amigo (en lo cual puede verse un
guiño malévolo a la tradición, instaurada por la literatura y el cine, del
“criado humano” a lo Renfield puesto al servicio, en este caso
inconscientemente, de un vampiro); la escena en la cual Adam se detiene a
escuchar, embelesado, la canción de una mujer marroquí, Yasmine (Yasmine
Hamdan)… No por casualidad, entre las más antiguas amistades de los
protagonistas figura nada menos que… ¡Christopher Marlowe! (John Hurt), el anciano
vampiro que le proporciona sangre fresca a Eve en Tánger y que siglos
después todavía continúa reivindicando su autoría sobre las obras de teatro
oficialmente atribuidas a William Shakespeare. Resulta asimismo muy
significativo que los vampiros llamen a los seres humanos “zombis” (sic), pues
a fin de cuentas ellos, que son “muertos” (o no-muertos), están más “vivos” que
las personas teóricamente vivas, convertidas por el contrario en mediocres
“muertos vivientes”.
La reflexión de
Jarmusch es indiscutiblemente hermosa: los vampiros de Solo los amantes sobreviven son los últimos garantes de una
cultura, y sobre todo, de una forma de entender la vida entera, la cual tan
solo es verdaderamente rica y plena si se utiliza para disfrutar de los parabienes
artísticos creados por la humanidad a lo largo de su historia; los vampiros,
por tanto, gozan del privilegio de tener ante sí una eternidad que llenar con
todas las maravillas culturales concebidas por el pensamiento humano, en tanto
que los que antes fueron “seres humanos” y ahora solo son “zombis” no hacen
sino despreciar toda esa herencia, ese bagaje artístico e intelectual, a favor
de un mundo edificado alrededor del más absoluto de los vacíos. En coherencia
con este planteamiento, Jarmusch muestra los entornos urbanos donde viven sus
vampiros como espacios nocturnos fríos y prácticamente solitarios, tanto da que
sea una Tánger cuyas estrechas callejuelas están
saturadas de portales en la sombra y rincones oscuros donde únicamente asoman
hombres de aspecto torvo anunciando vayan a saber ustedes qué oferta en materia
de sexo, drogas o similares; o las calles de la nocturna Detroit que Adam y Eve
recorren en coche, camino del edificio abandonado y pintarrajeado donde se desharán
del cadáver de Ian: unas calles en las que, paradójicamente, los no-muertos
protagonistas son los únicos seres “vivos” que las transitan.
La propuesta de
Jarmusch es al mismo tiempo tan interesante como irregular, sobre todo en su
primer tercio, el más moroso e innecesariamente diletante dado que el film
tarda un poco en entrar en materia y le cuesta ganar en intensidad.
Hay un momento en que lo demagógico asoma su temible rostro con la introducción de
un nuevo personaje que viene a erigirse en un ejemplo práctico, ergo
personificado, de todo aquello que Jarmusch y “sus” vampiros detestan. Me
refiero a la hermana vampiresa de Eve, Ava (Mia Wasikowska), una no-muerta
que al contrario que aquélla o que Adam, no solo es una bebedora de sangre
indisciplinada y descontrolada —Eve no para de repetir que ahora “[los
vampiros] vivimos en el siglo XXI”, y
recurren al asesinato para alimentarse solo en muy contadas ocasiones: la
primera, como hemos mencionado, subsiste gracias a las raciones de sangre que
le proporciona Marlowe, y Adam, en Detroit, soborna a un médico (el Dr. Watson:
Jeffrey Wright) para que le abastezca del banco de plasma—, sino que además ha
adquirido todos y cada uno de los peores vicios y tics de los “zombis” jóvenes:
el gusto por las fiestas, por divertirse, por colocarse y, obedeciendo a un
impulso caprichoso, alimentarse de la sangre de Ian sin importarle las
consecuencias. Dejando aparte el hecho de que Mia Wasikowska está tan bien como
siempre (al igual que el resto del excelente elenco de la película), y de que
Jarmusch tampoco estira el episodio centrado en Ava antes de que se haga
cargante, es lo único que chirría un poco, por obvio, en un
conjunto donde, a cambio, el cineasta brinda uno de los momentos más bellos de
su carrera: la muerte de Marlowe, envenenado por sangre en mal estado (sic), en
compañía de Adam, Eve y su fiel criado humano Bilal (Slimane Dazi), que
Jarmusch visualiza con la solemnidad que requiere el óbito no ya de un icono
cultural, sino incluso vital: es la humanidad entera la que expira su último
aliento junto con el anciano autor no reconocido de Hamlet... La secuencia final tiene mucho de melancólico:
hambrientos y sin provisión de sangre, Adam y Eve eligen a una pareja de
amantes para saciar su sed; el film concluye con un contraplano, desde el punto
de vista subjetivo de las futuras víctimas de los vampiros, viéndolos acercarse
a ellos/a la cámara, colmillos a punto, antes de fundir a negro, en lo que
puede verse una especie de representación de la imposible reconciliación entre
dos mundos: para los vampiros, los humanos son y siempre serán “zombis”, y para
estos los primeros siempre serán “vampiros”…
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