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viernes, 31 de diciembre de 2010

TERROR EN LA ESPAÑA FRANQUISTA: “BALADA TRISTE DE TROMPETA”


Vaya por delante que considero a Álex de la Iglesia el mejor cineasta español de su generación y que sus películas, con todas sus irregularidades, por regla general me interesan. No obstante, ello no me impide reconocer que su más reciente propuesta, Balada triste de trompeta (2010), me parece total y absolutamente fallida; me atrevería a decir, incluso, que se trata de una tremenda equivocación por parte del realizador bilbaíno el haberla afrontado de la manera como lo ha hecho, aparentemente con un exceso de precipitación, pues de la misma ha surgido una película que se pretende ácida y subversiva, y que no es sino petardista y de brocha gorda, por más que esté llena, paradójicamente, de algunas ideas dignas de mención. Dicho de otra forma: Balada triste de trompeta es un film absurdo, y tan desquiciado y desequilibrado como sus personajes; lo cual, sin duda alguna, puede interpretarse como algo deliberado por parte de su guionista y director, pero dicha pretensión no se traduce adecuadamente en imágenes: una cosa es que la película adopte el punto de vista enloquecido de sus protagonistas, cierto, y otra bien distinta es que esa perspectiva demencial esté asumida por el realizador hasta el punto de afectar la propia estructura narrativa del film y la coherencia de lo que se quiere contar: los personajes, en efecto, pueden estar locos, y el director puede mostrar esa locura, pero sin caer en el error de asumirla como propia, si es que realmente pretende que el espectador perciba algo más que el delirio de unas mentes enfermas. A pesar de todo ello, y de otras muchas cosas más que pueden (y deben) apuntarse en el saldo de lo negativo, Balada triste de trompeta no es un film vacío: lo que plantea es interesante, a ratos mucho; pero, por desgracia, a mi entender lo cuenta mal. Y, honestamente, lamento la pobreza del resultado no solo porque De la Iglesia me interesa como cineasta, sino también porque en Balada triste de trompeta había los suficientes elementos con posibilidades de llevar a cabo con ellos una gran película.

El arranque mismo del film ya indica, con claridad y coherencia, algunas de las escasas virtudes y los más abundantes defectos de la nueva propuesta del realizador. Asistimos a un violentísimo episodio de la guerra civil española (¿hubo alguno que no lo fuera?) que se inicia con una representación circense llevada a cabo por dos clowns, uno que hace de payaso tonto (Santiago Segura) y el otro de payaso listo (Fofito), en el humilde escenario de una localidad que está siendo bombardeada por los nacionales; el público asistente es mayoritariamente infantil, y los payasos se esfuerzan por entretener a los pequeños para abstraerles del peligro de muerte que les rodea, en una escena que guarda indudables ecos del arranque de ¡Ay, Carmela! (1990), la adaptación llevada a cabo por Carlos Saura de la famosa obra de teatro homónima de José Sanchís Sinisterra. La tensión del momento alcanza su punto culminante con la irrupción en el lugar de un fervoroso capitán miliciano (Fernando Guillén Cuervo), quien recluta a la fuerza al payaso tonto y a todo aquél que sea capaz de empuñar un arma para repeler el ataque de los nacionales, que tienen cercado el pueblo. Todo ello desemboca en una batalla que concluye con la masacre de los milicianos y la captura, junto a otros prisioneros, del payaso tonto, herido en combate. Si, en ese saldo positivo, podemos anotar la paradójica situación que provoca el que un hombre vestido de payaso y con peluca de mujer se vea, pocos minutos después, involucrado en una carga suicida contra un enemigo muy superior (y que lo haga, además, machete en mano: “Así les darás más miedo”, le espeta el oficial miliciano), ese apunte –mero apunte— se diluye bajo el peso del efectismo de la resolución de la secuencia, que ahoga esta y cualquier otra sugerencia en beneficio del impacto gratuito: De la Iglesia sabe filmar, cierto, pero la planificación de la batalla, cuya coreografía deja bastante que desear y en la línea de la estética instaurada (guste o no) por Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1997), así como el abuso del montaje corto (bastante insólito en De la Iglesia, y no le sienta bien), que estará presente a lo largo de todo el metraje, malogran de entrada las propuestas de este arranque que se pretende vigoroso y acaba siendo más bien confuso. Lo de hacer de Samuel Fuller será mejor dejarlo para otro día que uno esté más inspirado.

Prácticamente lo afirmado hasta aquí vale para el resto del metraje, consistente como dicho en el planteamiento de ideas con posibilidades que el propio cineasta se encarga de ir destrozando sistemáticamente a base de subrayados. Vayamos siguiendo el devenir de la trama. Recordemos que el payaso tonto ha sido hecho prisionero por los nacionales; pues bien, el personaje tiene un hijo, el pequeño Javier, el cual visita a su padre poco después de que este último haya sido hecho prisionero; vuelve a hacerlo tiempo después, en el presidio en el cual está recluido; y, finalmente, intenta una desesperada maniobra de evasión de su progenitor del interior de las obras del Valle de los Caídos (sic), donde está cumpliendo trabajos forzosos. La escena de la primera conversación con el padre prisionero tiene un pase, por más que resulta harto convencional: el hombre, todavía con los restos de su maquillaje y vestuario como payaso tonto, intenta tranquilizar a su hijo diciéndole que no le va a pasar nada, por más que sepa con seguridad que eso no será así. La conversación en la cárcel hace gala de la demagogia que, asimismo, irá impregnando el relato en sus peores momentos: Javier le dice a su padre que de mayor quiere ser como él, un payaso tonto, pero aquél le replica que no: que tiene que ser un payaso triste, porque no ha “tenido infancia…”, y que tiene que sobrevivir en base a una motivación muy concreta: la venganza; puede alegarse que lo que pretende De la Iglesia con esta escena es ofrecer una versión paródica de tantas y tantas conversaciones “trascendentales” entre padres e hijos características del melodrama tradicional, o que se trata, en definitiva, de una caricatura a tono con lo que va a venir a continuación; pero, sea como fuere, el resultado no tiene fuerza, ni melodramática (pues no emociona) ni sarcástica (tampoco divierte). ¿Y qué decir de la disparatada secuencia del intento de rescate del padre por parte de un ya adolescente Javier en las obras del Valle de los Caídos?: aparte de inverosímil y resuelta sin gracia, no hace otra cosa que volver a poner de manifiesto el carácter demagógico del guion: resulta que el oficial franquista que supervisa las obras –o que pasaba por allí: tampoco queda claro—, el coronel Salcedo (Sancho Gracia), es el mismo que dirigía las tropas nacionales en la batalla del principio, el mismo al cual el payaso tonto roció accidentalmente con sus lágrimas artificiales (chiste fácil que provoca, cómo no, que desde entonces el militar se-la-tenga-jurada), y el mismo que acabará matando al payaso tonto y al cual más adelante el adulto Javier se reencontrará, casualmente (“casualidad” que no es sino otro capricho de guion), para aplicarle aquello que se conoce como justicia poética, pero ya volveremos sobre eso…

La acción da un importante salto temporal: nos hallamos ahora en el Madrid de 1973. El ya adulto Javier (Carlos Areces) se ofrece para trabajar como payaso triste en la modesta compañía circense que oficialmente dirige el jefe de pista (Manuel Tejada: a De la Iglesia le gusta recuperar buenos intérpretes de carácter), pero que en la práctica está gobernada por la estrella del circo: Sergio (Antonio de la Torre), quien hace de payaso tonto. En la misma compañía trabaja como trapecista una chica, Natalia (Carolina Bang), que es la amante de Sergio. El conflicto que se va a producir entre estos tres personajes se plantea de inmediato y sin medias tintas: Javier es pacífico, silencioso, introvertido y de físico poco agraciado, mientras que, por el contrario, Sergio es violento, gritón y tan explosivo como una bomba a punto de estallar, pero a pesar de ello consigue que los-niños-le-adoren. La secuencia en la cual a Sergio le presentan a Javier en la roulotte del primero está resuelta, nuevamente, con brocha gorda: los gritos de Sergio se contraponen a la timidez de Javier; y otra vez, asoma la demagogia: a la pregunta de Sergio a Javier sobre por qué quiere ser payaso, Javier replica que por qué lo es Sergio, y este contesta: “Porque si no lo fuera, sería un asesino”; “Yo también”, añade Javier; hay que decir, en honor a la verdad, que durante un par de segundos De la Iglesia sabe crear una tensión dramática en el cruce de miradas de los personajes en este preciso instante (Carlos Areces y, sobre todo, Antonio de la Torre, quien carga las tintas con aparente conciencia de estar encarnando a un personaje que es poco más que un pelele, contribuyen a ello). Poco antes de esta escena, hemos visto a Javier quedándose obnubilado ante la primera aparición en pantalla de Natalia, que De la Iglesia visualiza de un modo irónicamente “sublime” (por más que, en el fondo, sea también muy convencional): la hermosa muchacha aparece colgada boca abajo de su cuerda de ejercicios e iluminada en contrapicado por la luz solar. Huelga añadir que Javier queda, asimismo, “colgado” de Natalia pero que ella, como le indican de inmediato (subrayado), “ya tiene dueño”, lo cual unido a su brutal contraste con Sergio bastará para sembrar la semilla del (previsible) conflicto. A partir de ese momento, el nudo del relato girará en torno a la progresiva tensión sexual que se da entre Javier y Natalia, y la tensión violenta que se entabla a su vez entre Javier y el celoso Sergio. En el dibujo de esta última aparecen indudables ecos de la que posiblemente sea la mejor película de De la Iglesia, Muertos de risa (1999), otro relato demente en torno al odio de dos cómicos, si bien, y curiosamente, en Balada triste de trompeta el realizador resuelve elípticamente las mayoría de escenas en las cuales Sergio, en el papel de payaso tonto, y Javier, en el de payaso triste, comparten el escenario del circo donde actúan, salvo en aquélla –tampoco particularmente brillante— en la cual se produce un accidente que casi acaba en tragedia cuando ambos están trabajando con un elefante y un bebé.

El conflicto a tres bandas entre Javier, Sergio y Natalia hubiese podido dar mucho más juego sobre el papel, habida cuenta de que no cuesta demasiado ver en él una suerte de representación simbólica de la guerra civil o, si se prefiere, de las tristemente célebres “dos Españas”, de tal manera que Javier vendría a ser el símbolo de la España republicana, o mejor dicho, de la España de los vencidos (no creo que De la Iglesia haya querido plantear la película en términos políticos), mientras que Sergio lo sería de la España franquista, o expresado de otra forma, de la España más rancia y carpetovetónica, y Natalia podría entenderse como la personificación de España misma, vista en su sentido más “carnal”: la península ibérica cuya “geografía” se disputan los representantes de las “dos Españas”, la “vencedora” y la “vencida” en una guerra fratricida, y que comparten el deseo de poseer / follar / hostiar a alguien que, tal y como se sugiere en más de un momento del relato por más que, ay, De la Iglesia no se atreva a llevarlo hasta sus últimas consecuencias (Balada triste de trompeta es un film más cauto de lo que parece), en el fondo es una masoquista que le gusta ser poseída / follada / hostiada. De este modo, el debate de Natalia entre sus dos pretendientes parece querer reflejar en el fondo la tragedia de una España cuyos hijos se dividen (y, me temo, siguen divididos) entre la tradición y la modernidad, lo viejo y lo nuevo, enfrascados en una pelea de monigotes o, tal y como De la Iglesia la plantea, de payasos en un circo de mala muerte. Una idea con posibilidades, es verdad, que el realizador dilapida, en primer lugar, bajo el peso de un guion que no se sostiene por ningún lado (se nota, y mucho, la ausencia de su habitual co-guionista Jorge Guerricaechevarría, quien podría haber llevado a cabo los ajustes que, a simple vista, necesitaba semejante libreto); pero, si bien es verdad que los guiones no siempre son lo mejor del cine de su director, sino más bien su característico sentido de la imagen y del humor, que en muchas ocasiones le ha servido para remontar los irregulares argumentos de más de una película suya, Balada triste de trompeta acaba siendo la triste excepción que confirma la regla.

De ahí que haya muchos, demasiados momentos en los cuales se tiene la penosa sensación de que la ferocidad del relato no es más que una burda cortina de humo destinada a paliar las deficiencias dramáticas y estructurales de una trama que, además de ser un completo disparate, no encuentra en el trabajo de puesta en escena de su realizador el adecuado tratamiento asimismo disparatado. Ya he señalado que De la Iglesia confunde la locura de sus protagonistas con su visualización mediante una puesta en escena, por así decirlo, también “loca”, en una mala superposición de forma y fondo que, lejos de enriquecer el film, lo empobrece alarmantemente. El ritmo es rapidísimo, a tono, es de suponer, con el torbellino mental y emocional de los personajes, pero el resultado no es trepidante, sino atropellado y confuso: hay momentos en los cuales apenas hay tiempo para apreciar algunas bonitas imágenes que, casi de manera casual, se le “escapan” por aquí y por allá a nuestro hombre porque, a pesar de todo, sabe hacer cine: señalo ese momento en el cual, tras haber sufrido la brutal agresión por parte de Javier, Sergio es transportado al veterinario (el único facultativo que hay cerca del lugar)… a lomos del elefante del circo, convertido así en improvisada ambulancia; o, poco después, la escena, resuelta fuera de campo, de la apresurada curación del destrozado rostro de Sergio por parte del veterinario (Luis Varela), que si por algo brilla es gracias a la prestación, absolutamente genial, de la siempre magnífica Terele Pávez en el papel de la mujer del veterinario: la actriz proporciona aquí la medida exacta de crudeza, esperpento y humor negro que se echa en falta, lamentablemente, en el resto del metraje.

El problema es que, pretendiendo ser una obra grotesca y caricaturesca en torno a unos personajes asimismo delirantes y extremados, Balada triste de trompeta acaba siendo un mero fuego de artificio que ni profundiza ni saca partido de lo que plantea, contentándose con revolcarse en la gratuidad. El resultado es un film que está lleno de secuencias “de impacto” que no aportan nada relevante al devenir del relato: el ejemplo más palmario es la bochornosa secuencia de la primera cena de Javier con los miembros de la compañía circense en el restaurante, durante la cual vuelve a reincidirse, por enésima vez, en el temperamento brutal de Sergio, mostrándole contando chistes execrables y dándole una paliza, una más, a Natalia: el momento en el cual Sergio se folla a Natalia apoyándola contra la luna del restaurante, mientras al otro lado del cristal está escondido un aterrorizado Javier, es digno de una comedia sexy italiana de los setenta al servicio de Alvaro Vitali. Hay, incluso, una escena de una torpeza supina, que parece incluso mal ensamblada en la mesa de montaje: aquélla en la cual, viendo que se acerca un furioso Sergio, a Javier no se le ocurre un sitio mejor para esconderse que la caravana que comparte el primero con Natalia, la cual se halla en ese preciso instante en ropa interior; finalmente, Natalia y Javier acaban escondiéndose juntos en un pequeño compartimento de la caravana, mientras el iracundo Sergio entra en el vehículo hecho una fiera; pues bien, la escena se corta ahí, dando la impresión de que la misma tenía que ser más larga…

Es de agradecer que De la Iglesia no se mire con simpatía a ninguno de sus protagonistas, por más que intente destacar, con irregular acierto, el carácter desdichado del personaje de Javier, cierto patetismo en el del desalmado Sergio (escena en la cual llora por la calle porque ahora, con el rostro deformado, los niños ya no le quieren), y la condición de Natalia de víctima del maltrato masculino. En última instancia, Javier y Sergio, y en menor medida Natalia, son monstruos, y lo que les ocurre no hace sino ir poniendo de relieve su monstruosidad: Javier acabará dando rienda suelta a sus impulsos violentos largo tiempo reprimidos destrozando la cara de Sergio y la suya propia (véase cómo se “maquilla” para siempre de payaso, con la ayuda de un lavado de cara con sosa cáustica y una plancha caliente aplicada en sus mejillas y labios); y el nuevo rostro de Sergio vendrá a ser una especie de exteriorización de su monstruo interior. Pero el problema, gran problema de Balada triste de trompeta es que esa monstruosidad, esa payasada siniestra, quiere ser a la vez un reflejo indirecto y desquiciado de una época asimismo “monstruosa” y “apayasada”: la de los últimos coletazos del franquismo, visualizada mediante numerosas referencias a la cultura popular de la época (el No-Do, Eurovisión, los Payasos de la Tele, Kojak, el baño de Fraga en Palomares, las apariciones televisivas de Torcuato Fernández Miranda y Arias Navarro, etc., etc.). Y no solo no lo consigue, sino que cuando intenta forzar ese paralelismo, surgen entonces las ideas más desaprovechadas del conjunto: el insufrible bloque en el cual, como ya hemos mencionado líneas atrás, un Javier fugitivo de la justicia tras agredir a Sergio y haberse escondido en el bosque, va a parar a manos del coronel Salcedo, el asesino de su padre (del cual, claro, se vengará…), y que culmina con la referencia a una de las famosas cacerías de Francisco Franco y con el chiste fácil del instante en que Javier muerde la mano del Generalísimo (Juan Viadas); la gratuita secuencia en el cine donde se proyecta una película protagonizada por Raphael –Sin un adiós (1970), de Vicente Escrivá—, en la cual el popular cantante interpreta, asimismo maquillado de payaso, la canción Balada triste de trompeta que da título al film de De la Iglesia; o el momento en que, en plena persecución de su adorada Natalia, Javier acaba siendo testigo privilegiado nada menos que del asesinato de Carrero Blanco (resulta impagable, nuevamente por demagógico, ese fugaz instante en el cual el demente Javier se tropieza con los asesinos de ETA huyendo en coche del lugar del atentado y les pregunta: “¿Y vosotros de qué circo sois?”).

El clímax de la función tiene lugar en el escenario del Valle de los Caídos, no tanto para cerrar circularmente el relato como para dar pie a una de esas aparatosas resoluciones tan del gusto de De la Iglesia; y hay que reconocer que, aún siendo en sus líneas generales una tontería que se alarga más allá de lo necesario (véase, sin ir más lejos, el penoso y prescindible episodio protagonizado por el motorista acrobático del circo), la secuencia hace gala en determinados instantes no solo de la pericia técnica del bilbaíno, sino también de algún que otro apunte jugoso, aunque asimismo falto de desarrollo: el interior del tristemente famoso monumento funerario está repleto de calaveras de “los caídos” (sic), lo cual confiere a estas escenas una fugaz pero curiosa ambientación macabra que recuerda a la caverna de los matarifes tejanos de The Texas Chainsaw Massacre 2 (Tobe Hooper, 1986). No es la única referencia que se puede apuntar: Tim Burton se lleva la palma en cuanto a guiños, tanto en lo que se refiere a la ambientación circense (más burtoniana que felliniana), como a la del decorado de la Casa del Terror del parque de atracciones –hay ciertos ecos de la de Ed Wood (ídem, 1994)—, el diseño aterrador del payaso triste –Carlos Areces, con sus quemaduras y sus metralletas, parece uno de los clowns que salían en Batman vuelve (Batman Returns, 1992)— y algunos instantes en lo alto de la cruz del Valle de los Caídos –que evocan vagamente la catedral abandonada de Batman (ídem, 1989)—, previo paso por el monte Rushmore de Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959, Alfred Hitchcock). Pero todo esto no tendría importancia, e incluso sería lo de menos, si la película que contiene esas referencias hubiese estado a la altura de lo que prometía.

CON ESTE COMENTARIO CONCLUYO MIS ENTRADAS EN ESTE BLOG PARA EL AÑO 2010. TAN SOLO ME QUEDA DESEAR A LOS LECTORES QUE TIENEN LA SANTA PACIENCIA DE AGUANTAR MIS ELUCUBRACIONES (Y A LOS QUE NO, TAMBIÉN) UN FELIZ AÑO NUEVO. POR AQUÍ NOS VEMOS EN 2011.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

“DIRIGIDO POR…” ENERO 2011, YA A LA VENTA



Dirigido por… acaba el año 2010 y a la vez empieza 2011 con fuerza, publicando en su núm. 407, entre otras muchas cosas, las críticas de Más allá de la vida (Hereafter, 2010), de Clint Eastwood, que es la película de portada, Camino a la libertad (The Way Back, 2010), de Peter Weir, y Cisne negro (Black Swan, 2010), de Darren Aronofsky, además de incluir una entrevista con este último a propósito de su nuevo film. La revista también propone, entre sus principales contenidos, la primera entrega de un dossier dedicado al cine negro norteamericano, el cual tiene la particularidad de que, al contrario de lo habitual, está constituido por films en su mayoría muy poco conocidos en España, bien sea porque nunca conocieron estreno comercial en nuestro país, bien porque lo tuvieron hace ya muchos años y ha sido muy difícil volver a verlos desde entonces, lo cual encuadraría a este dossier en la línea del reciente que dedicó la revista a películas fantásticas poco o nada conocidas entre nosotros bajo el genérico Rare Cult Movies. Este mes, he contribuido a este dossier de cine negro comentando dos títulos:



Moonrise (1948), de Frank Borzage, respecto a la cual empiezo diciendo: “A falta de conocer por mí mismo el grueso de su filmografía –que muy poca gente debe conocer en su totalidad: la misma abarca más de cien títulos rodados entre 1913 y 1961–, y habida cuenta de que se trata de una película que he visto (descubierto) en fecha reciente, en este preciso instante no dudaría en incluir “Moonrise” entre las obras maestras de Frank Borzage”.


The Lineup (1958), “uno de los primeros films policíacos de Don Siegel en los cuales se percibe mejor la influencia del “western”, así como una especie de pequeño anticipo de algunas de sus mejores contribuciones posteriores al policíaco protagonizado por los así llamados agentes de la ley y el orden”.




Las reseñas de El último bailarín de Mao (Mao’s Last Dancer, 2010), de Bruce Beresford, Las Crónicas de Narnia: la travesía del Viajero del Alba (The Chronicles of Narnia: The Voyage of the Dawn Treader, 2010), de Michael Apted, y Tron: Legacy (ídem, 2010), de Joseph Kosinski, completan mi trabajo para este número de la revista.

jueves, 23 de diciembre de 2010

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” ENERO 2011, YA A LA VENTA


Ya es año nuevo en Imágenes de Actualidad. El núm. 309 de la revista correspondiente al primer mes de 2011 ya se encuentra en la calle, y se presenta cargado de avances fotográficos de algunos de los títulos que, se espera, sean algunos de los más taquilleros de los próximos doce meses, empezando por la popular película que acapara la portada, Piratas del Caribe: en mareas misteriosas (Pirates of the Caribbean: On Stranger Tides, 2011, Rob Marshall), y continuado con cuatro films “punteros” más, tal y como se espera que sean Cowboys & Aliens (Jon Favreau, 2011), Caperucita Roja (Red Riding Hood, 2011, Catherine Hardwicke), Green Lantern (Martin Campbell, 2011) y Cars 2 (ídem, 2011, John Lasseter y Brad Lewis). Paradójicamente, este número también viene lleno con los estrenos cinematográficos previstos para el mes de enero, entre los cuales hay al menos tres de cineastas de gran prestigio: Clint Eastwood estrena su Más allá de la vida (Hereafter, 2010), Peter Weir hace otro tanto con Camino a la libertad (The Way Back, 2010), y Darren Aronofsky presenta en nuestro país su elogiada Cisne negro (Black Swan, 2010). Ha sido a propósito de esta última que he aprovechado la ocasión para comentar, en la sección Cult Movie, una película de la cual ya hablé extensamente en este mismo blog (véase: http://elcineseguntfv.blogspot.com/2009/10/revisitando-dario-argento-suspiria-y.html), que también tiene el mundo del ballet clásico como telón de fondo y de la que hace tiempo que se comenta la posibilidad de una nueva versión protagonizada, asimismo, por la misma protagonista de Cisne negro, esto es, Natalie Portman. Me refiero, claro está, a Suspiria (ídem, 1977), de Dario Argento: ““Suzy Bannion decidió perfeccionar sus estudios de ballet en la más famosa escuela europea de danza, la célebre academia de Friburgo. Partió un día a las nueve de la mañana del aeropuerto de Nueva York y llegó a Alemania a las diez y cinco, hora local”. Con estas palabras pronunciadas por una voz en “off”, el equivalente al “érase una vez...” de tantos cuentos de hadas, empieza “Suspiria”, una de las mejores películas de Dario Argento (Roma, 7 de septiembre de 1940). A mediados de los setenta, este realizador se había formado un notable prestigio y popularidad gracias al éxito internacional de sus tres primeros largometrajes –“El pájaro de las plumas de cristal” (1969), “El gato de las nueve colas” (1970), “Cuatro moscas sobre terciopelo gris” (1971)– y del quinto –“Rojo oscuro” (1975)–, todos ellos inscritos en el “thriller” italiano conocido como “giallo” (su cuarta película fue la poco conocida comedia “Le cinque giornate” (1973), protagonizada por Adriano Celentano)”.

viernes, 10 de diciembre de 2010

“SCIFIWORLD” DE DICIEMBRE 2010, YA A LA VENTA



El memorable Señor de las Tinieblas encarnado por Tim Curry en Legend (ídem, 1985, Ridley Scott) acapara la portada del núm. 33 de Scifiworld, dentro de un casi monográfico dedicado a demonios, poseídos, exorcismos y otras criaturas infernales. Mi contribución gira precisamente en torno al tema de las posesiones y las sectas maléficas en el cine fantástico, dentro de las cuales las satánicas son las que se llevan la palma, si bien también hago referencia de pasada a posesiones no demoníacas y a otros cultos paganos: “Los recientes estrenos de “Paranormal Activity 2” (ídem, 2010), de Tod Williams, y de “El último exorcismo” (The Last Exorcism, 2010), de Daniel Stamm, han servido para recordarnos la existencia de una considerable parcela del cine fantástico centrada en una temática que ha dado mucho juego: la de las posesiones maléficas, bien sean satánicas (las más recurridas, como por ejemplo en las dos películas que acabamos de citar), o de otra índole. Una temática que propone, ni que sea en segundo término, una inquietante posibilidad que pone en cuestión uno de los principios rectores de la condición humana, la certeza de que cada persona rige su cuerpo y su voluntad por sí misma, y que se ven alteradas radicalmente ante la idea de que un ser alieno a nosotros, de procedencia sobrenatural y dotado de poderes paranormales, se introduzca en nuestro interior, manipule nuestro cuerpo, controle nuestra mente y domine nuestra alma a su antojo, convirtiéndonos en su esclavo y obligándonos a hacer todo tipo de abominaciones en contra de nuestro parecer”.

lunes, 6 de diciembre de 2010

HAMBRE DE CINE DE AUTOR: “UNCLE BOONMEE RECUERDA SUS VIDAS PASADAS”

Por más que entre nosotros ya había conocido un (fugaz) estreno la película que cimentó buena parte de su actual prestigio, Tropical Malady (Sud pralad, 2004), Apichatpong Weerasethakul ha logrado estrenar, con una mayor repercusión, su último largometraje, Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Loong Boonmee raleuk chat, 2010), gracias al renombre alcanzado por la Palma de Oro ganada en el último Festival de Cannes y a los buenos oficios del coproductor español, Lluís Miñarro, para lograr distribución española. A falta de conocer por mí mismo Tropical Malady ni ninguno de sus otros doce cortometrajes, cuatro largometrajes y dos contribuciones a otros tantos largos colectivos que ha venido realizando desde 1993 y hasta el momento actual, parto de la base de que, como no he visto sus anteriores películas, no puedo hacerme una idea global sobre el conjunto de su obra (ni lo pretendo, careciendo de ese conocimiento); pero tengo claro que como un film, cualquier film, tiene que ser válido en sí mismo considerado, y que por tanto puedo hablar de Apichatpong Weerasethakul sobre la base de Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas y de lo que esta película (me) sugiere, no puedo menos que empezar diciendo que me ha decepcionado profundamente. Vuelvo a insistir en que, sin haber visto el resto de su obra, no voy a pronunciarme sobre la valía de este cineasta tailandés; pero al menos por ahora y dejando para el futuro valoraciones globales definitivas, la oferta de este largometraje me parece todo lo más curiosa, e incluso no exenta de ideas interesantes desde un punto de vista teórico (o, como suele decirse, sobre el papel), pero a todas luces insuficiente.

Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas –incomprensible título castellano, dicho sea de paso: ¿por qué “Uncle Boonmee…” y no “Tío Boonmee…”, cuando esto último es lo que se lee en la copia en versión original subtitulada que se ha estrenado en España?— arranca con una secuencia que en buena medida introduce gran parte del sentido del film. Campos de Tailandia; es por la tarde, o por la noche (el tono apagado de la fotografía, probablemente empleando el filtro de luz nocturna popularmente conocido como “noche americana” –de ahí, recuerden, la famosa película homónima de François Truffaut—, no lo deja muy claro). Vemos, en un plano general de considerable duración, a un búfalo atado a un árbol; hay un poco de niebla en la atmósfera (incluso se advierte claramente a los pies del árbol cómo va brotando esa niebla del suelo…). La imagen pasa a un plano más cerrado sobre la cabeza del animal, a medio camino entre el primer plano y el plano medio, y advertimos que el búfalo mueve la cabeza como si mirara hacia un determinado sector del bosque cercano; poco después, la cuerda que ata al búfalo se afloja y este se libera, internándose en el bosque. Un hombre, aparentemente un campesino del lugar, sigue el rastro del animal para no perderlo. Subrepticiamente, entre la maleza surge una oscura figura, a medio camino de un hombre y un simio, cuyos ojos rojos brillan misteriosamente en la oscuridad… A pesar de la concurrencia de elementos fantásticos que acabamos de describir (una niebla que parece emanar del propio suelo, algo invisible que capta la atención del búfalo y le hace encaminarse hacia el bosque, un extraño ser de inquietante apariencia), el tono del relato es sobrio y contemplativo: sobriedad y tonalidad contemplativa que van a presidir la mayor parte de la trama. Con el mismo tono bajo, la película pasa a presentar a los principales personajes: el tío Boonmee (Thanapat Saisaymar), dueño de una granja, y su amiga y antigua cuñada la tía Jen (Jenjira Pongpas), hermana de la esposa del primero, fallecida como luego sabremos diecinueve años atrás. Boonmee, aparentemente un sexagenario (calculado a ojo: su esposa, se nos dice, tenía 42 años cuando falleció, suponiendo que ambos fueran de la misma edad), se encuentra gravemente enfermo: sufre un problema renal que, también se nos dice, acabará con su vida a corto o medio plazo; no obstante, Boonmee sigue trabajando en su granja junto a sus empleados como uno más, decidido a no dejarse abatir.

Se produce a continuación una secuencia crucial. Boonmee y Jen cenan en la compañía de un hombre joven que ayuda al primero en la granja y le hace las curas que necesita para drenar su riñón (más tarde, se les unirá otro joven ayudante de Boonmee procedente de Laos); de repente, se les aparece el fantasma de la esposa de Boonmee y hermana de Jen, la cual, pasada la sorpresa inicial, se une a ellos en la mesa, entablando una amigable conversación; no será el único fenómeno paranormal de la noche: al rato, se presenta allí un ser idéntico al hombre-mono que hemos intuido en la oscuridad de la selva al principio del relato, o como él mismo se denomina, un Mono Fantasma que no es sino un hijo de Boonmee desaparecido en el pasado y que, como él mismo relata, acabó convirtiéndose en una criatura de la selva tras aparearse con una hembra de esa misteriosa especie… A pesar de la irrupción de semejantes prodigios, el tono sigue siendo sobrio y cotidiano, sin el menor asomo de efectismo: apenas la sencilla transparencia que visualiza al espectro de la difunta esposa de Boonmee, o los ya mencionados brillantes ojos rojos del Mono Fantasma. De este modo, se concreta algo que ya se intuía en la primera secuencia y que aquí queda confirmado por completo: la convivencia entre lo fantástico y lo cotidiano en un contexto marcado por la presencia de la naturaleza (algo, según parece, habitual en el cine de Apichatpong Weerasethakul). Nada de todo esto está mal, e incluso está visualizado de manera bastante atractiva, pero tampoco llega a ser apasionante: ni esa convivencia entre lo maravilloso y la realidad cotidiana llega a tener toda la fuerza que sería de desear, ni la poca que tiene al principio se mantiene en los siguientes minutos, diluyéndose en beneficio del gusto del realizador por sostener la duración de los planos más allá de lo estrictamente necesario a nivel narrativo, y sin que se perciba en ese mantenimiento del encuadre, preferentemente en plano fijo, poco más que una mera delectación esteticista: un amor del plano por el plano, de la imagen por la imagen. Dicho de otra manera: el realizador propone, e incluso plantea, una idea poética como es esa mencionada convivencia natural y sin estridencias entre lo Real y lo Fantástico, pero su puesta en escena, sencilla y sin estridencias, cierto, pero tampoco particularmente expresiva, no embellece esa idea, haciéndole perder buena parte de su carga teóricamente poética. Se trata, por tanto, de un apunte que se queda en lo simpático y bienintencionado, pero carente de fuerza alguna; no hace falta traer a colación a Murnau, Browning, Tourneur o Terence Fisher para saber a qué me refiero: basta con recordar apenas unos minutos del Mizoguchi de Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953), por poner un ejemplo de cine oriental bien conocido por todos (supongo…), e incluso, sin salirnos del ámbito del cine tailandés de género, la eficacia de producciones sin ínfulas de autoría como Nang Nak (Nonzee Nimibutr, 1999) o Shutter (ídem, 2004, Banjong Pisanthanakun y Parkpoom Wongpoom).

Hay, posteriormente, un par de episodios fantastiques de cierto interés, sobre todo el primero que mencionaremos ahora. Me refiero en primer lugar a la visualización de la curiosa leyenda de una princesa enamorada de uno de los jóvenes porteadores de su palanquín; lo más interesante, empero, no se produce alrededor de esa historia de amor imposible entre la aristócrata, una mujer que tras su velo oculta un rostro desfigurado, y el porteador que dice amarla, por lo demás convencionalmente planteada y resuelta (planos/contraplanos de la princesa y el porteador mientras este último carga con el palanquín junto a sus compañeros; la mano de la princesa acariciando la cabeza del joven); lo mejor reside en lo que ocurre a continuación, cuando la mujer rechaza a su amante, convencida de que en realidad lo que este anhela es su posición aristocrática y que cuando la mira a la cara no se fija en ella, sino que piensa en la hermosa muchacha que le devuelve el reflejo de su rostro en el agua del estanque al pie de una cascada: la princesa es atraída, seducida y finalmente carnalmente poseída por un espíritu del agua en forma de pez, en el que posiblemente sea el mejor momento del film, hábilmente resuelto y logrando eludir, por muy poco, el ridículo. Peor funciona el segundo gran momento fantastique al que me refiero, bien planteado pero más decepcionantemente resuelto, mediante el cual se visualiza la muerte del tío Boonmee. Siguiendo el consejo del fantasma de su esposa, el enfermo Boonmee, la tía Jen y sus amigos atraviesan la selva, llegan al lugar donde moran los Monos Fantasmas (hay varios observándoles desde la distancia) y acaban entrando en unas profundas cuevas, en lo cual puede entenderse como una especie de versión “naturalizada” de un descenso al inframundo: el lugar donde, dicen, nació Boonmee, y al cual ahora acude para morir. El mayor atractivo de la secuencia se descarga en los planos casi subjetivos y en cámara móvil de los personajes penetrando en lo más profundo de la caverna, por más que el movimiento de la cámara y la disposición del espacio fílmico puedan recordar el descenso a los “infernales” burdeles de Fellini-Satiricón (Fellini-Satyricon, 1969); mas, por desgracia para el realizador tailandés, el resultado no es ni mucho menos comparable en lo que a fuerza narrativa e inventiva visual se refiere… Y, con franqueza, la forma como se expresa el momento en el cual la vida abandona el cuerpo enfermo del tío Boonmee, la apertura por parte del espectro de su esposa de la espita que vacía la bolsa de plástico con el suero que necesita para drenar su riñón, derramándose el líquido por el suelo como si fuera sangre, es un recurso más bien pobre.

Si, llegados a este punto, la oferta de Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas es poco más que la de un pequeño film exótico, que se deja ver en sus mejores momentos (los menos) y que probablemente no pretende tampoco ir mucho más allá de lo que plantea (la sencillez de sus ideas así lo sugiere), con lo cual es muy posible que todo lo que se haya dicho de él no haya hecho sido deformar sus auténticas intenciones e incluso lo haya perjudicado, la película aloja sus peores momentos en sus minutos finales. Tras la muerte del tío Boonmee, se procede a visualizar su funeral, en una secuencia poco menos que decorativa. A continuación, los aproximadamente diez minutos finales deparan una especie de coda fantástica por medio de la introducción de un nuevo personaje: un joven sacerdote budista perteneciente a la familia del protagonista. El momento más curioso, en este sentido, se produce del siguiente modo: la tía Jen y una adolescente, suponemos, perteneciente a la familia del difunto (¿se han dado cuenta de que este film no para de decirle cosas en voz alta y de plantearle suposiciones al espectador?: no lo digo como un elogio), están en una habitación y echadas sobre la cama, primero contando el dinero que familiares y amigos han aportado al funeral de Boonmee en forma de último respeto al fallecido, y luego viendo la televisión; antes hemos visto cómo el joven sacerdote budista no podía conciliar el sueño en el templo; obedeciendo a un impulso, el muchacho visita a Jen y a la adolescente en su habitación, diciéndoles que no puede dormir y que le dejen quedarse con ellas; luego pide permiso para tomar una ducha; Apichatpong Weerasethakul muestra al sacerdote duchándose casi en tiempo real (le dedica un plano fijo de considerable duración); al salir del cuarto de baño, y cuando él y la tía Jen convienen en irse los dos a cenar, se produce entonces la coda fantastique a la que me refiero: el sacerdote, desde la puerta, vuelve a mirar al lecho, y se ve a sí mismo y a la tía Jen, junto a la adolescente, mirando el televisor. La coda se repite poco después: en montaje paralelo, vemos a Jen y al sacerdote cenando en un local con karaoke, y de nuevo, y se supone (nueva suposición) que al mismo tiempo, a Jen y al sacerdote con la chica en la habitación donde miran la televisión. Este inesperado desdoblamiento de los personajes puede entenderse de múltiples maneras, entre ellas como un subrayado que vuelve a insistir en la dualidad Fantasía-Realidad que subyace en el fondo de un relato en el cual, como hemos visto, personas de carne y hueso conviven con armonía con fantasmas amorosos e hijos perdidos transformados en hombres-mono. La idea, vuelvo a insistir, está bien en sí misma considerada, pero su plasmación deja mucho que desear, y más cuando se llega a ella después de casi dos horas de un metraje lleno de muchos, muchos planos que no parecen pretender otra cosa que alargar el relato en aras de la delectación esteticista: la prolija descripción que he ofrecido del tedioso final del relato es una buena prueba de lo afirmado. Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas acaba siendo, en definitiva, un antídoto para saciar determinada hambre de cine de autor.

sábado, 4 de diciembre de 2010

EL HOMBRE INVISIBLE: “LOS OJOS DE JULIA”


Audrey Hepburn o Mia Farrow fueron invidentes acosadas por asesinos que, aprovechándose de su ceguera, jugaban con ellas a un perverso juego del gato y el ratón en Sola en la oscuridad (Wait Until Dark, 1967, Terence Young) y Terror ciego (Blind Terror/ See No Evil, 1971, Richard Fleischer), respectivamente. Belén Rueda se une a ellas en Los ojos de Julia, y por partida doble, dado que interpreta a dos hermanas gemelas, una de ellas, Sara, ya ciega al principio del relato y como consecuencia de una enfermedad ocular degenerativa, y la otra, la Julia del título, en proceso de pérdida de visión a causa de la misma dolencia. Los ojos de Julia, producción de Guillermo del Toro realizada por Guillem Morales, a partir de un guion de este último escrito en colaboración con Orio Paulo, y que en el momento de escribir estas líneas roza los seis millones de euros de recaudación en taquilla, ha sido recibida entre la crítica española con bastante hostilidad. Hay razones que avalan ese estado de opinión, algunas razonables (valga la redundancia) y otras no. Empezaré por estas últimas. La primera de ellas, el habitual rechazo de cierta crítica ante lo que, sin duda alguna y como suele decirse, puede verse una-descarada-operación-comercial por parte de Guillermo del Toro con vistas a repetir el éxito conseguido con El orfanato (J. A. Bayona, 2007), reincidiendo incluso en el protagonismo femenino de la Rueda en un nuevo rol de mujer-sufridora; hay, incluso, otro lazo en común entre ambas producciones: su intención de suavizar la dureza de sus finales mediante una coda sentimental destinada, en última instancia, a tranquilizar los corazones alterados ante las conclusiones de sendos relatos que parecen pedir a gritos un cierre más duro y definitivo. Desde luego, puede entenderse así, y cada cual tiene el muy respetable derecho de rechazar todo aquello que no le gusta, mas nunca he podido evitar preguntarme el por qué de esta actitud, entendida como un a priori que prejuzga cosas (aquí, películas) antes incluso de haberlas visto, a no ser que quienes lo hacen posean el don de la clarividencia y sepan a ciencia cierta que la película que van a ver es tan-mala-como-yo-ya-me-la-imaginaba, o más bien sufran de algún tipo de complejo de inferioridad que les hace “alzarse” y “crecer” por encima de fenómenos mediáticos que no tienen absolutamente nada de nuevos, habida cuenta de que existen desde que el cine es cine y casi, casi desde que el mundo es mundo.

Otra razón que se ha esgrimido mucho estos días en contra de Los ojos de Julia, y esta de más peso cinematográficamente hablando (estamos hablando de cine y no de fenómenos paranormales ni de zarandajas personales que a quienes leen sobre cine no les interesan en absoluto, y bien que hacen…), consiste en sus debilidades de guion. Efectivamente las mismas existen, hasta el punto de que, como ahora veremos, podemos afirmar con escaso margen de error de que el desarrollo argumental del film es, a simple vista, lo peor del mismo (aunque, como añadiremos más adelante, hay en ese mismo y deficiente guion algunos apuntes dignos de mención). En primer lugar, destacan negativamente lo forzado de algunas situaciones, deviniendo así inverosímiles: un ejemplo notorio lo tenemos en ese momento, por lo demás visualmente vistoso, en que Julia persigue a un hombre misterioso por los oscuros pasillos de la clínica para invidentes, a riesgo de su propia vida: cuesta de creer en la valentía y el arrojo del personaje de Julia en este preciso punto del relato, habida cuenta de que la película prácticamente acaba de arrancar y nada nos ha permitido intuir con anterioridad que en la mujer exista semejante coraje, por muy decidida que la veamos a desentrañar el misterio del aparente suicidio, en realidad asesinato, de su hermana gemela Sara. A ello hay que sumar las convencionales actitudes de algunos de los personajes secundarios que pululan alrededor de la protagonista (a pesar de que, como ya veremos más adelante, dichas actitudes tiene un determinado sentido desde un punto de vista de puesta en escena); así, el inevitable inspector de policía (que, como el buen ladrón, se llama Dimas: Francesc Orella: ¿hay algún tipo de referencia con doble sentido en el nombre del personaje?) que acude a las sucesivas llamadas de socorro de la indefensa Julia sin creérsela en ningún momento; la aparición del personaje de Créspulo (Joan Dalmau), el viejo encargado de mantenimiento del hotel que, casualmente, oye hablar a Julia y se le acerca para informarla sobre hechos relacionados con la muerte de Sara, en un obvio recurso de guion pensado para hacer avanzar la trama toda vez que la misma se encuentra en un punto muerto; o “trucos” pensados para el despiste del respetable, tales como la subrepticia introducción de otros personajes como Blasco (Boris Ruiz), el extraño vecino de Sara y ahora de Julia, o el enfermero en cuya etiqueta de identificación se lee: “Iván” (lo cual dará pie a un mortal equívoco), malabarismos que en sí mismos considerados pueden ser lícitos dentro de un thriller si se insertan con gracia, mas no es el caso, dado que se nota mucho su condición de tales. A todo ello cabe añadir los que, a mi entender, son sin duda los dos peores y más detestables momentos de la película, tanto a nivel de guion (por lo que tienen de truco gratuito) como de realización (por la torpeza de su ejecución): la muerte del ya mencionado personaje de Créspulo, electrocutado en la bañera por la acción de una mano asesina (en una escena que roza lo risible), y sobre todo, la grotesca pesadilla de Julia en la cual su hermana y su propio marido, Isaac (Lluís Homar), ambos difuntos en este punto del relato, se abalanzan sobre ella en su cama e intentan violarla… Evidentemente, el mal sueño de Julia guarda una estrecha relación con sus temores diurnos, pero ello no añade nada sustancial ni a la trama ni al personaje de la protagonista, erigiéndose en un pegote que podría haber desaparecido perfectamente en la mesa de montaje (o reservarse, como suele hacerse en estos casos, para los extras de las posteriores ediciones en DVD/ Blu-ray).

Los ojos de Julia es uno de esos un tanto fastidiosos films que obligan a prestarle atención durante toda la proyección, y a ir separando a lo largo de su metraje el grano de la paja, habida cuenta de que, como acabamos de ver, hay en él motivos que incitan al rechazo: pocas películas se han visto últimamente en las que buenas y malas ideas vayan prácticamente cogidas de la mano, encadenadas unas junto a otras y tan solo separadas de un plano a otro; y más si, como en este caso, se trata de un film que si tan solo se “lee” (su guion), puede incitar a abandonar la sala; pero si se tiene la paciencia de, además, “mirarlo” (“leer” sus imágenes), se puede llegar a “verlo”, siendo el resultado de ese esfuerzo más gratificante de lo que pueda parecer a simple vista. Llegados a este punto, resulta casi una obviedad afirmar lo siguiente: que, tanto de lo que se deriva de una lectura de guion –Julia es una mujer que está perdiendo la vista y que quiere averiguar qué se esconde tras el aparente suicidio de su hermana gemela Sara—, como de lo que se infiere de su puesta en escena, Los ojos de Julia es una película sobre la mirada. Lo que se ve y lo que no se ve, la oscuridad y la luz, lo que se sabe con certeza y lo que únicamente se intuye, forma parte intrínseca de un relato que propone, sotto vocce, un más que estimable discurso sobre el punto de vista, y que a mi entender eleva el interés de la propuesta por encima de sus debilidades argumentales.

El aspecto más llamativo (y trabajado) de Los ojos de Julia reside en la descripción del asesino. No desvelo nada al decir que, en efecto, hay alguien que ha asesinado a Sara, empujándola a ahorcarse, dado que eso queda perfectamente claro desde la primera secuencia, y que a continuación acosa y luego también pretende acabar con la vida de Julia. Sin embargo, a pesar de esa aparente certeza (hemos visto que alguien patea el taburete sobre el cual está subida Sara con la soga al cuello), y sobre todo, de la convicción que tiene Julia de que su hermana no se ha quitado la vida por propia decisión (aunque pesan en contra de aquélla argumentos como la soledad de Sara y su posible desesperación tras comprobar que la operación para devolverle la vista no ha dado resultado), lo más sorprendente reside en la inesperada fuerza que tiene la presencia en off del responsable de esa muerte. No voy a desvelar aquí quién es el asesino, habida cuenta de que muchos de quienes lean esto probablemente ya habrán visto la película o leído algo al respecto, y teniendo en cuenta además de que la personalidad del personaje me parece, precisamente, lo menos interesante del mismo, más que nada porque la descripción de su entorno y circunstancias personales parecen una excusa para dar pie a un enésimo guiño al Psicosis (Pyscho, 1960) hitchcockiano, madre posesivo-castradora incluida. Me parece mucho más atractiva la descripción que proporcionan a Julia los personajes que le hablan del misterioso acompañante de su hermana: el camarero del restaurante le explica que se trataba de un hombre corriente y sin nada en especial, hasta el punto de que, tan sólo una semana después de haberle visto, es incapaz de precisar si era una persona alta o baja o de qué color eran sus cabellos; Créspulo no resulta menos impreciso en su descripción, pero añade un matiz inquietante al mismo: se trata, dice, de alguien que es como “una sombra”, una persona que está a la vista de todo el mundo pero en quien nadie se fija porque es anodino, vulgar, insignificante. Dicho de otra manera: el asesino es un “hombre invisible” que se esconde en los pliegues de la sociedad, que se mueve en la oscuridad de lo mediocre, que no destaca en nada y a quien nadie le importa, pero que a pesar de ello quiere que alguien le escuche: le ame; en cierto sentido, el propio Créspulo es otro “hombre invisible” que sabe reconocer a un semejante: un viejo limpiador en quien nadie se fija y que vive en los bajos de un hotel/una sociedad, donde solo están cómodos los clientes ricos-y-guapos que se lo puede permitir. No es casualidad, pues, que sus víctimas sean precisamente mujeres ciegas: mujeres que podrán amarle sin verle, sin ver su vulgaridad, su mediocridad, y a las cuales podrá defender, dominar, acaso conseguir que le amen, manejándolas a su antojo, a su capricho. Tampoco es casual que esas víctimas sean, además, dos mujeres atractivas e idénticas como primero Sara y luego Julia: mujeres muy “visibles”, o como suele decirse, “de bandera”, que si no fuera por su invidencia jamás se habrían dignado fijarse en ese hombrecillo al que ni siquiera habrían visto. Hay en el film un gran momento relacionado con todo esto: el movimiento de cámara subjetiva, desde el punto de vista del criminal, que parte del sótano del hotel donde se aloja Créspulo (al que acaba de asesinar), sube las escaleras y se cruza con Julia y los policías que acaban de irrumpir en el hall del establecimiento, sin que ninguno de los presentes se fije en él. Sería hasta cierto puno fácil pensar en el famoso “hombre sin atributos” de Robert Musil, si no fuera porque, a diferencia de este último, el asesino de Los ojos de Julia odia su condición de “hombre invisible”, pues desea precisamente que alguien se fije en él, “le mire”, “le vea” y le ame, y al no conseguirlo ha derivado su resentimiento en una rabia homicida.

Otro aspecto interesante, y asimismo bien trabajado en la película, consiste en la digresión sobre la mirada que se plantea alrededor del hecho de que Julia esté perdiendo la vista y la estrecha relación que guarda ello con la presencia/ausencia del “hombre invisible” que la ronda y con sus propios temores personales. Para empezar, se sugiere que el marido de Julia, Isaac, tuvo en el pasado una aventura extramatrimonial con Sara; en palabras de la propia Julia, ella ya les perdonó el agravio a ambos, pero todavía no ha podido perdonarse a sí misma el no haber sabido superar ese trance; flota en el dibujo de la relación de Julia con Isaac el eco de ese adulterio cometido, extraña y paradójicamente, con otra mujer idéntica a la esposa engañada (que hay un evidente parecido entre las gemelas va más allá del hecho de que ambas estén interpretadas por Belén Rueda: ello tiene un peso específico en la entraña del relato: recuérdese al camarero incapaz de describirle a Julia el aspecto físico del acompañante de Sara, en una conversación iniciada precisamente por el equívoco inicial de aquél al confundir a Julia con su difunta gemela; ello refuerza, además, el paradójico contraste que ya hemos mencionado entre la protagonista y el “hombre invisible”: a Julia, o a Sara, todo el mundo las ve y las recuerda con claridad: al “hombre invisible”, no). Se nos dice que, como consecuencia de su enfermedad, la vista de Julia va empeorando, viéndolo todo cada vez más y más oscuro, y que la tensión y la ansiedad pueden derivar en ataques que irán acentuando esa progresiva ceguera hasta que sea definitiva. Ello opera, por un lado, como un mecanismo narrativo destinado a crear suspense (a medida que crece el miedo en Julia, corre el riesgo de quedarse ciega en el momento más inoportuno); pero también funciona a modo de contrapunto psicológico que define la manera como Julia ve las cosas: no solo empieza a perder la visión de las cosas como consecuencia de su enfermedad, sino también ella tiene una visión “oscura”, pesimista, de la existencia, de tal manera que su ceguera física y su “ceguera” emocional van al unísono.

Guillem Morales destaca esa forma sombría que tiene Julia de ver lo que está a su alrededor: abundan las escenas nocturnas o las que se desarrollan en interiores poco o prácticamente nada iluminados, e incluso en la mayoría de las (pocas) escenas diurnas el cielo está gris, hay escasa luz solar o llueve. El mundo en el que parecen vivir los personajes es, por tanto, un lugar frío, gris, sin colores llamativos: sin auténtica vida. De este modo, la odisea de Julia adquiere tintes trágicos, que si bien no se terminan de perfilar en beneficio de la trama de suspense propiamente dicha, cuanto menos queda el planteamiento de la crónica de la soledad cada vez más acentuada de una mujer que va sufriendo traiciones y pérdidas constantes: la pérdida de su hermana (que le traicionó con su marido), la de su marido (que le traicionó con su hermana) y la de su visión (que, en los momentos de peligro, cuando más la necesita, también la “traiciona”). Hay otra idea de puesta en escena, acaso un tanto obvia pero en este sentido muy efectiva, que refuerza el componente subjetivo del relato: en un determinado momento del relato, Julia pierde la vista y es sometida urgentemente a una operación cuyos resultados no se conocerán con exactitud hasta dos semanas más tarde, obligando mientras tanto a la protagonista a llevar una venda en los ojos que no se podrá quitar antes de que transcurra el plazo de curación, so pena de perder la vista definitivamente (¿un guiño al Steven Spielberg de Minority Report, ídem, 2002?). A partir de ese momento, y durante buena parte del metraje, la planificación escamotea al espectador los rostros de todos los personajes que están alrededor de Julia, en lo que puede verse tanto una ingeniosa manera de visualizar la ceguera de la protagonista de forma que pueda ser entendida/compartida por el espectador (ni Julia ni el público ve las caras de las personas con las cuales la primera está hablando), como una visualización del estado anímico de Julia, para la cual dejar de ver, de reconocer, a quien tiene cerca de ella equivale a desconfiar, a recelar: la protagonista se niega a permanecer en el hospital y exige pasar el resto de postoperatorio en la casa de su hermana, donde se empeña en estar sola y únicamente acabará aceptando, no sin vencer muchas dificultades, la compañía y ayuda de Iván, el enfermero que la atiende pacientemente…

Algunas de las mejores cosas de esta irregular pero a la postre atractiva Los ojos de Julia las hallamos, en definitiva, en el talento, que vuelve a brillar intermitentemente, de Guillem Morales, confirmando los buenos pronósticos que auguraban su muy curiosa ópera prima, El habitante incierto (2004), uno de los mejores debuts del tristón cine español de esta última década, de la cual el realizador retoma cierto dominio para planificar el espacio fílmico, y la habilidad para convertir un decorado en un pequeño universo reconcentrado y lleno de pequeñas esquinas desde las cuales puede acechar una amenaza. Aparte de los ya indicados, resulta justo señalar otros buenos momentos de esta película, los cuales, insisto, la elevan por encima de sus abundantes defectos de guion. Está ese instante en que alguien coloca su mano sobre el hombro de Julia a espaldas de esta última, durante el funeral de Sara, y que la protagonista acepta, creyendo que se trata de la mano de Isaac: un gesto tópico, cierto, pero bien dosificado y resuelto, que resulta eficaz. Está la secuencia en la cual Julia visita el centro clínico para invidentes y asiste en silencio, hasta que es descubierta, a una conversación entre mujeres ciegas que se están cambiando de ropa en el vestuario; también es verdad que el momento está, de nuevo, excesivamente forzado a nivel de guion, pero su resolución hace gala de atmósfera y una rara inquietud. Hay detalles que tienen fuerza, como el de la cuerda atada alrededor de la casa de Sara y que conduce –no por casualidad— a la vivienda de la Sra. Soledad (Julia Gutiérrez Caba), a modo de simbólico cordón umbilical. Está, asimismo, buena parte de la secuencia del enfrentamiento final de Julia con el asesino; sobre todo, ese momento excelentemente resuelto en el cual este último va iluminando la habitación con el flash de su cámara, de tal manera que en la pantalla se va alternando, en una especie de montaje en paralelo, la oscuridad y la luz, con un resultado por una vez nada cargante, al contrario de lo que suele ser lo habitual en estos casos. Es una pena, vuelvo a insistir, que el exceso de situaciones forzadas del guion redunde en fragmentos demasiado alargados, sobre todo en su tercio final –la secuencia en la casa de Blasco; la que tiene lugar en el piso del asesino y que incluye la inesperada intervención de Lía (Andrea Hermosa), la hija de Blasco—, por más que incluso en esos instantes se perciba una habilidad superior a la media del cine español en este tipo de productos y que, a mi entender, sitúa Los ojos de Julia a un nivel de resultados superior al de El orfanato, su más inmediata predecesora en el empeño de convertir a Belén Rueda en algo así como la scream queen titular del actual cine fantástico español.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

“DIRIGIDO POR…” DICIEMBRE 2010, YA A LA VENTA



El nuevo film del para mí muy horrible cineasta Alejandro González Iñárritu (es una opinión personal que, naturalmente, no tiene por qué ser compartida), Biutiful, es el principal tema de portada del núm. 406 de Dirigido por…, el cual incluye, entre otros muchos temas, la segunda parte del dossier dedicado a Ernst Lubitsch, dentro del cual aparecen las dos contribuciones mías que anuncié el mes pasado.




La primera es una antología de Remordimiento (Broken Lullaby, 1932), bien conocida entre los cinéfilos por tratarse de una arriesgada incursión de su autor en el género del melodrama realizada, además, en un momento en el cual estaba triunfando en Hollywood con sus comedias y comedias musicales. “Si no fuera porque hacer afirmaciones taxativas siempre comporta el riesgo de equivocarse por completo, y a la vista de una filmografía donde se acumulan, entre otras muchas y magníficas películas, un puñado de obras maestras (…), me sentiría tentado de afirmar con rotundidad que “Remordimiento” me parece no sólo el mejor film de Ernst Lubitsch sino también una de las mejores películas de la historia del cine. Probablemente exagero, pero este pensamiento me acecha desde la primera vez que vi esta obra a mi entender inconmensurable y rebosante tanto de emoción y humanidad como de virtuosa formulación cinematográfica, una de esas raras y sublimes ocasiones en las cuales se ha dado una feliz y completa armonía entre la generosidad de lo que se cuenta y la generosidad del cómo se cuenta. Intelecto y arte, fondo y forma, combinados en un todo”. Lo voté entre mis 25 favoritos de todos los tiempos en la añeja selección que se hizo con motivo del núm. 200 de Dirigido por…, y seguiría haciéndolo.




Mi segundo artículo engloba a su vez el comentario de las dos películas que fueron preparadas por Lubitsch pero que finalmente completó Otto Preminger. Me refiero en primer lugar, a La zarina (A Royal Scandal, 1945): “nueva versión de la obra de teatro de Melchior Lengyel «The Czarina» que el propio Lubitsch había realizado durante el silente con el título de “La frivolidad de una dama” (Forbidden Paradise, 1924). Otto Preminger, que acababa de firmar su famosa “Laura” (ídem, 1944), se puso al frente de “La zarina”, film que Lubitsch produjo, además de trabajar en el guión y dirigir los ensayos. A pesar de ello, y de la adscripción de la película al género de la comedia, se nota que la misma es una obra de Preminger y no de Lubitsch en lo que al trabajo tras las cámaras se refiere, no dándose aquí la singular (y feliz) simbiosis que se produjo en “Deseo” (Desire, 1936), producida por Lubitsch y dirigida por Frank Borzage sin que casi se note la diferencia entre uno y otro (aunque, desde luego, la haya)”.




El otro film comentado es uno por el cual, lo reconozco, siento una especial debilidad que, sospecho, poca gente comparte, dado que siempre se ha tratado de una película muy discutida: That Lady in Ermine (1948), comedia musical inédita en España y emitida por televisión y editada en DVD como La dama de armiño: “una película regocijantemente divertida cuya singularidad nace de su indescriptible combinación de géneros (comedia musical, parodia del cine de aventuras, cine fantástico), y de su mirada irónica y descreída sobre todos ellos, prueba palpable de que Lubitsch fue un precursor de la posmodernidad antes de que nadie hubiese oído hablar de ella”. Añadir, finalmente, que mi contribución a este número de Dirigido por… se completa con la crítica de un film radicalmente distinto: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte: 1ª parte (Harry Potter and the Deadly Hallows: Part I, 2010, David Yates).