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miércoles, 31 de marzo de 2010

“DESAPARICIONES” – “GREEN ZONE” – “EL ESCRITOR”

UN BUEN WESTERN DE RON HOWARD: DESAPARICIONES (THE MISSING, 2003).
Una película que, lejos de ser una maravilla, pero bastante mejor de lo que se dijo en su momento, es Desapariciones, contra todo pronóstico uno de los trabajos más solventes –si no el que más— de Ron Howard, realizador cuya “mala fama” entre la prensa especializada europea se ha labrado gracias a una filmografía tan correcta como insulsa y que, dentro del western, cuenta con un precedente tan dudoso como es la infame Un horizonte muy lejano (Far and Away, 1992). Otra de las razones que fomentaron el rechazo hacia Desapariciones ya antes de haberse estrenado fue una equivocada campaña publicitaria basada en sus supuestos parecidos con Centauros del desierto (The Searchers, 1956). Imagínense: ¡el firmante de 1,2,3… Splash (Splash, 1983), Cocoon (ídem, 1985) y Llamaradas (Backdraft. 1991) poniendo sus sucias manos encima de John Ford! Con semejantes antecedentes, y a la vista de la actual pereza a la hora de valorar el cine en función de criterios de puesta en escena, no es de extrañar que Desapariciones fuera olímpicamente despreciada por los guardianes de la moral y el buen gusto “posmodernos”(sic).

Dejando de lado purismos idiotas, pues lo cierto es que Desapariciones nada tiene que ver con Centauros del desierto más allá de que en ambas se produzca el secuestro de una muchacha blanca por parte de unos pieles rojas, el film de Ron Howard da la sorpresa al descubrirse como un relato honesto, construido con bastante solidez y resuelto con respeto y cierto gusto. A diferencia que en otras ocasiones –cf. Apolo 13 (Apollo 13, 1995), Una mente maravillosa (A Beautiful Mind, 2001)—, el director no pretende ser trascendente, sino que se contenta con narrar de manera sencilla, directa y eficaz un argumento de lo más clásico, servido por el guionista Ken Kaufman a partir de la novela de Thomas Edison The Last Ride. Una mujer que supera la treintena, Maggie Gilkeson (Cate Blanchett), vive en Nuevo Méjico junto a sus dos hijas, una adolescente (Lilly: Evan Rachel Wood) y otra más pequeña (Dot: Jenna Boyd). Maggie comparte su vida con Brake (Aaron Eckhart) y se gana el sustento como curandera. La reaparición de su padre, Samuel Jones (Tommy Lee Jones), un curtido trampero con cabellera y ropa de indio que precisamente abandonó a la madre de Maggie para irse a vivir con los pieles rojas –como el protagonista de Yuma (Run of the Arrow, 1957, Samuel Fuller)—, reabre viejas heridas emocionales entre ambos. Lilly es secuestrada por un grupo de apaches capitaneado por el hechicero Chidin (Eric Schweig), quien previamente ha torturado hasta la muerte a Brake, lo cual obliga a Maggie a aparcar sus rencillas y pedirle a su padre que le ayude a rescatar a Lilly aprovechando sus dotes como rastreador.

Como si se tratara de un western de Anthony Mann, los hermosos paisajes naturales de Desapariciones funcionan a modo de contrapunto dramático en relación con el carácter y los sentimientos de los personajes. A pesar de que las relaciones que se dan entre ellos –la aversión de Maggie hacia el progenitor que la abandonó siendo niña, el deseo de Samuel de reconciliarse con su hija sintiéndose a las puertas de la vejez, la admiración de la pequeña Dot hacia ese abuelo de aspecto mitológico— y la evolución que experimentan los mismos –el restablecimiento del amor paterno-filial entre Samuel y Maggie, la madurez que alcanza Lilly en manos de sus crueles secuestradores— se inscriben en el terreno del estereotipo, Howard demuestra aquí una notable pericia a la hora de combinar esos elementos dramáticos con una puesta en escena atenta a lo físico y a su correspondencia con lo emocional. De este modo, la belleza de un bosque puede albergar un paisaje de horror indecible, como en la escena del descubrimiento que hace Maggie del asesinato de Brake y su ayudante mejicano y del secuestro de Lilly, sin duda una de las mejores de la película. Una estrecha cañada atravesada a caballo de noche puede devenir una trampa mortal por culpa de una riada: Samuel salva a Dot de morir ahogada y, de este modo, estrecha lazos con su familia (se gana el agradecimiento de su hija y esta última tiene que aceptar los mocasines de india que su padre le regala a Dot para reemplazar los zapatos que la niña ha perdido en el torrente). Un viejo poblado de piedra abandonado deviene un espacio para el descanso, la reflexión e incluso la magia (véase la secuencia en la que Samuel y sus amigos pieles rojas ahuyentan el conjuro maléfico que Chidin ha arrojado sobre Maggie a distancia: sorprende gratamente la sobriedad con que Howard la resuelve). Una meseta puede servir como parapeto para que Samuel y Maggie se defiendan a tiros de los apaches y para que, aislados allá arriba, ambos puedan pedirse perdón el uno con el otro. La aridez del paisaje se corresponde, asimismo, con el tono del relato, que oscila según las ocasiones entre lo descriptivo, lo cruel y lo violento: la relación amorosa entre Maggie y Brake está mostrada como algo más rutinario que romántico; Chidin tortura sádicamente a un fotógrafo, al que obliga a sacar fotos de las chicas que ha secuestrado, arrojándole un veneno a los ojos; los soldados que comanda el teniente Ducharme (Val Kilmer) saquean la casa de la familia cuyos miembros han sido asesinados por los apaches de Chidin y se niegan a ayudar a Maggie en su rescate; Samuel le entrega un arma a la pequeña Dot en el momento en que avistan a los apaches y le explica cómo debe afinar la puntería; por el contrario, una mujer secuestrada por los apaches, enloquecida por la muerte de su bebé, usa la pistola que Lilly le tiende durante su intento de fuga para suicidarse…


ARMAS DE DESTRUCCIÓN MASIVA: GREEN ZONE: DISTRITO PROTEGIDO (GREEN ZONE, 2010), DE PAUL GREENGRASS.
Está muy claro que, tanto en lo que se refiere al cine como incluso a la vida misma, resulta recomendable mantener cierta actitud socrática: no hay que comulgar con piedras de molino, pero tampoco dejar que las ideas personales se conviertan en algo monolítico e inmovilista, y procurar que de vez en cuando entre un poco de aire fresco que permita la apertura hacia cosas nuevas o la renovación de las viejas. He despotricado más de una vez con respecto al realizador británico Paul Greengrass, el cual hasta ahora tan sólo me había convencido, y mucho, con su magnífico docudrama Bloody Sunday (Domingo sangriento) (Bloody Sunday, 2002) (si bien, y hay que sacar de nuevo a colación a Sócrates, puede que esté equivocado en mi apreciación al respecto: Quim Casas, cuyo criterio respeto mucho, escribía hace poco que Bloody Sunday le parecía el film más endeble de su director (¿más que, ¡cielos!, Extraña petición / The Theory of Flight, 1998…?)). También renegaba hace poco, en mi comentario de la para mí insufrible En tierra hostil (entrada del 4 de febrero de 2010), de la poca alegría que me inspiran, por regla general, las películas que se han realizado en torno a la guerra de Irak. Pues bien, todo tiene sus excepciones, ya que contra todo pronóstico Green Zone: distrito protegido me ha parecido el mejor film que he visto hasta la fecha sobre ese conflicto y uno de los mejores trabajos de Greengrass, aún siendo, paradójicamente, la película sobre Irak con el planteamiento más convencional y hollywoodiense de todas las que se han realizado a día de hoy.

Comprendo que a muchos puede parecerles, y con razón, que lo que explica el film es, a estas alturas, demasiado obvio: que la acción bélica de los Estados Unidos sobre Irak no fue tanto para derrocar al dictador Saddam Hussein como para favorecer los intereses petrolíferos norteamericanos en la zona (véase, sin ir más lejos, el plano general sobre la refinería que cierra el relato), y que la excusa que se utilizó a nivel internacional para “justificar” la guerra y darle una especie de aureola de “justa” o de “santa” fue la de afirmar que el gobierno iraquí disponía de grandes arsenales de armas de destrucción masiva preparadas para ser utilizadas contra objetivos occidentales, en connivencia con los terroristas islámicos de Al-Qaeda; todo ello favorecido, claro está, por el clima de psicosis vivido a raíz del atentado al World Trade Center de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, abordado en parte por el propio Greengrass en su muy decepcionante, superficial y demagógica United 93 (ídem, 2006). Todo esto está explicado, además, de manera convencional mediante el siguiente procedimiento, tan tradicional dentro del cine estadounidense de todos los tiempos, consistente en tomar a un personaje protagonista en funciones de “héroe”, aquí el oficial del ejército norteamericano en Irak Roy Miller (Matt Damon), y seguir sus movimientos de principio a fin, de tal manera que a medida que este último va “descubriendo” la verdad (que las famosas armas de destrucción masiva no existían), lo hace asimismo el espectador. Pero si bien es verdad que todo lo que cuenta Green Zone no tiene absolutamente nada de novedoso a estas alturas, no es menos cierto que, de entre todas las últimas películas sobre el conflicto iraquí, la de Greengrass es la única que lo dice todo en voz alta y clara; y lo hace, además, con gran habilidad.

Green Zone vuelve a demostrar que, en cine, no es tan interesante lo que se cuenta como el cómo se cuenta. En este sentido, creo que Greengrass recupera aquí en parte ese sentido de lo inmediato, de lo urgente, que estaba tan presente y, sobre todo, tan bien plasmado en Bloody Sunday; y a pesar, bien cierto, de que reincide en el estilo “documental” con el cual se ha hecho famoso, en particular gracias a sus dos aportaciones a la serie de acción de Jason Bourne protagonizada asimismo por Damon, el resultado aquí no resulta tan confuso como en estas últimas y hace gala de un sentido de la planificación y del detalle altamente superiores. La razón de que Green Zone acabe resultando más convincente que otros trabajos de Mr. Greengrass estriba en que, allí donde El mito de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) y El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum, 2007) fracasaban en su intento de explorar en profundidad la psicología de un personaje, Jason Bourne, prácticamente inexistente como tal (a lo cual no ayudaba demasiado, más bien al contrario, la penosa interpretación de Damon, mal actor donde los haya); asimismo, allí donde United 93 también fracasaba, su intento de “reconstrucción verista” del 11-S, al final plagada de tópicos propios del cine comercial hollywoodiense, Green Zone sale airosa por todo lo contrario: 1º) porque no se esfuerza en absoluto en describir la psicología del personaje de Roy Miller, admitiendo de entrada que no es más que lo es que: un héroe made in USA (y otro tanto puede afirmarse del resto de estereotipados personajes, caso del burócrata, el jefe de operaciones secretas, la periodista manipuladora o el militar fascistoide encarnados, respectivamente, por Greg Kinnear, Brendan Gleeson, Amy Ryan y Jason Isaacs); y 2º) como tampoco se esfuerza en reconstruir “hechos reales”, puede jugar a placer con los acontecimientos y sin miedo a recurrir a convenciones que, dentro del contexto de una película de Hollywood, resultan coherentes.

De todo ello se deduce algo realmente interesante. El héroe que encarna Damon está visto en todo momento como tal: es el Héroe Americano, con mayúsculas, luchando en la guerra de Irak; ayuda, en este sentido, la inexpresividad de Matt Damon, al igual que lo hacía en la extraordinaria película de Robert De Niro El buen pastor (The Good Shepherd, 2006), de tal manera que si en esta última Damon era la viva imagen del funcionario frío y gris, una especie de “hombre sin atributos” a lo Robert Musil pero dotado de un escalofriante poder para decidir sobre la vida y la muerte de otros seres humanos, en Green Zone el Miller de Damon es un héroe “clásico” metido con calzador en una guerra sucia y, por ende, real, donde un personaje hollywoodiense no tiene cabida porque pertenece a una dimensión, la de la ficción cinematográfica más convencional, que choca de frente con la realidad brusca y contundente de una guerra todavía tan fresca en el inconsciente colectivo. Me parece extraordinario al respecto ese apunte final en el cual Miller está a punto de detener al personaje que puede ayudar a resolver decisivamente la guerra en Irak, el general Al Rawi (Yigal Naor; impresionante actor, dicho sea de paso), lo cual facilitaría, dentro de otro nivel de interpretación, un “final feliz” para el conflicto bélico: un final “de Hollywood”. Pero no: antes de poder capturarle, Al Rawi es asesinado por el vengativo iraquí al que apodan “Freddy” (Khalid Abdalla), quien a continuación se vuelve hacia Miller y le dice, poco más o menos, que él no es quien para decidir el destino de su país; o, dicho de otro modo, que el Héroe Americano no tiene nada que hacer en el Mundo Real, y que no cabe un happy end en un contexto trágicamente real cuya resolución todavía no se ha producido. No es el único apunte certero que ayuda a enriquecer esta película de planteamiento tradicional pero resolución ágil, vigorosa y menos complaciente de lo que puede parecer a simple vista: véase la descripción, quizás demasiado breve (el espectador, o al menos yo, se queda con las ganas de saber más), del funcionamiento de la Green Zone o Zona Verde, donde burócratas privilegiados y periodistas comodones se regodean alrededor de una piscina llena de chicas en bikini mientras se produce a su alrededor una auténtica masacre de civiles iraquíes; esa secuencia en la cual Miller conduce a Freddy a través de los calabozos para que le ayude a traducir lo que dice un prisionero iraquí, momento inquietante lleno de apuntes tales como los prisioneros iraquíes arrodillados, con las manos a la espalda y capuchas negras cubriendo totalmente sus cabezas, que retrotraen a las tristemente célebres imágenes difundidas de los presos de Guantámano, o la sordidez nada disimulada de esos mismos calabozos cortesía de los Estados Unidos; y la crudeza de las escenas de violencia, que en medio de su espectacularidad sabe detenerse en detalles humanos: así, el terror de las mujeres y niños pequeños ante la brutal irrupción de Miller y sus hombres en la vivienda donde Al Rawi se ha reunido en secreto con el resto de sus subalternos, o ese grotesco instante en el cual Freddy pierde su pierna ortopédica (sic) pero, a pesar de ello, intenta aún a la pata coja mantener su dignidad ante el interrogatorio de Miller.


A LA SOMBRA DE FRITZ LANG: EL ESCRITOR (THE GHOST WRITER, 2010), DE ROMAN POLANSKI.
Por más que la sombra de Alfred Hitchcock suele planear sobre cualquier película susceptible de crear esa suspensión de la incredulidad popularmente conocida como suspense, creo que el más reciente film de Roman Polanski es mucho más langiano que hitchcockiano. No lo digo sólo porque el personaje que centra la “autobiografía” que debe reescribir anónimamente un escritor sin nombre (Ewan McGregor), el cual ha sido contratado por una poderosa editorial a tales efectos, sea un ex primer ministro de Inglaterra (Pierce Brosnan) que se apellida Lang; ni tampoco porque la primera secuencia de la película contenga un explícito homenaje a uno de los mejores momentos del último film de Fritz Lang, el extraordinario Los crímenes del doctor Mabuse (Die 1000 augen des Dr. Mabuse, 1960): ese coche estacionado a bordo de un ferry, que obstaculiza la salida de los demás vehículos porque su conductor no se encuentra sentado al volante (el cadáver del dueño de aquel coche aparecerá en una playa un par de planos después de esta primera secuencia), remite al gran plano picado sobre el coche cuyo conductor ha sido asesinado, en este caso al volante y mientras estaba detenido ante un semáforo en rojo, de la película de Lang. La influencia de este último sobre El escritor, más que en detalles tan concretos como los que acabamos de mencionar, se percibe suavemente en la tonalidad del film, narrado con una puesta en escena que exhibe un mal llamado “clasicismo” –término que hoy en día suele salir a relucir, curiosa y paradójicamente, cada vez que alguien hace una película bien planificada, narrada con sobriedad, componiendo los encuadres en función de la luz, el espacio y profundidad de campo y el movimiento de los actores, y tomándose su tiempo para explicar cosas, como si todo esto ya no formara parte del lenguaje “habitual” no ya del cine, sino del arte y la cultura en general—, mezclándolo con una tonalidad fría y desapasionada, que mira a los personajes de frente y sin compasión, empezando por el propio protagonista, ese escritor contratado para reescribir anónimamente, en funciones de “negro” (o “escritor fantasma”), la “autobiografía” del mencionado ex primer ministro inglés, Adam Lang, el cual se convierte así en una entelequia que hace pensar, si bien de una manera muy distinta y salvando todas las distancias del mundo, a la que mencionábamos líneas arriba en relación al Héroe Americano que encarna Matt Damon en Green Zone. La diferencia estriba en que el escritor presentado por Polanski es un ser humano reconocible y dibujado con matices, al contrario que el estereotipo (sea o no deliberado) del film de Paul Greengrass; y precisamente en el dibujo del protagonista es donde afloran muchos de los rasgos característicos de la personalidad, en este caso, del propio Polanski: “su” escritor no anda lejos de los atribulados personajes protagonistas de otras aventuras cinematográficas suyas que se enfrentan a circunstancias extraordinarias que nunca terminan de comprender del todo, peripecias narradas además con un poso de ironía o cierto humor soterrado muy propio de los cineastas originarios del Este de Europa, por más que, y a pesar de su interés, El escritor sea una película más cerca del Polanski más “intrigante”, el de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), Chinatown (ídem, 1974) o sobre todo el del film al que quizás más se le parece, Frenético (Frantic, 1988), que del Polanski más excéntrico –cf. Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967)—, turbador –cf. Repulsión (Repulsion, 1965), El quimérico inquilino (Le locataire, 1976)— o visualmente más refinado –Tess (ídem, 1979)—, sin que ello sea óbice para que en El escritor contenga apuntes de excentricidad, turbiedad y estética refinada.

Acaso lo más relevante de esta película sea la notable sensación de soledad que arrastra el protagonista en todo momento, incluso cuando está rodeado de otras personas; de hecho, la compañía de los demás hace más patente esa soledad: por ejemplo, cuando él y su agente, Rick (Jon Bernthal), se reúnen con los representantes de la editorial que le encarga la “autobiografía” de Lang, John Maddox y Sidney Kroll (unos fugaces James Belushi y Timothy Hutton), hay momentos en los cuales los demás hablan de su trabajo como si él no estuviese presente, y sólo consigue captar la atención de los editores cuando propone un enfoque del libro que puede ser interesante para ellos (“interesante” equivale aquí a “comercial”: el único lenguaje que parece entender todo el mundo hoy en día es el del dinero). Al escritor, como ya hemos apuntado, nunca se le menciona por su nombre o apellido; para los demás es un ser anónimo y sin personalidad “humana”: Adam Lang siempre le llama “tío” (sic), familiaridad que al protagonista le complace hasta que la secretaria del político, Amelia Bly (Kim Cattrall), le aclara que Lang llama así a toda la gente de cuyo nombre no se acuerda… El escritor explica de sí mismo que mantuvo en el pasado una relación con una mujer, sin dar mayores detalles al respecto; aparte de eso, sólo sabemos que anda escaso de trabajo y de dinero, de ahí que acepte trabajar como “negro” para Lang y la editorial. El nudo del relato gira en torno a la curiosidad que despierta en el protagonista el hecho de que su predecesor en el encargo, el hombre que escribió la primera versión de la “autobiografía” de Lang y que es el mismo cuyo cuerpo sin vida apareció en la playa, falleció en circunstancias poco claras, lo cual le lleva a indagar hasta límites peligrosos y recalca todavía más su soledad: el escritor no deja de ser un hombre solitario, un don nadie, enfrentado a una maquinaria de poder que le sobrepasa a todas luces.

Coherente con este planteamiento dramático, Polanski convierte las peripecias de este nuevo “hombre sin atributos” en un viaje inquietante a un mundo que le excluye, que le rechaza, que le mira menos como a un hombre que como a un insecto. De ahí, vuelvo a insistir, que Polanski construya muchas escenas e incluso numerosos encuadres recalcando la presencia “anómala” del protagonista en un contexto que no es el suyo: la manera de filmar al escritor mientras corrige la primera versión de las supuestas memorias de Lang en un frío despacho dotado de un enorme ventanal tras el cual asoma un paisaje húmedo y gris; el momento en el cual Lang, su esposa Ruth (Olivia Williams), su secretaria Amelia y el resto de sus colaboradores ven las noticias por televisión, construido de tal manera que el protagonista, también presente en ese preciso instante, se aparta de la pantalla de televisión como lo que es: una “molestia” temporalmente necesaria para las personas bajo las cuales está sometido; sobre todo, la espléndida secuencia de la investigación que lleva a cabo el escritor, al volante del coche de su difunto predecesor y que, siguiendo las últimas instrucciones grabadas en el GPS del vehículo, le conducen ante la casa de un misterioso personaje relacionado con el pasado universitario de Lang, Paul Emmett (Tom Wilkinson), así como la no menos excelente persecución automovilística de la cual es objeto el protagonista y que culmina en el mismo ferry de las primeras secuencias: la planificación “obsesiva”, claustrofóbica, característica de Polanski, vuelve a brillar aquí en todo su esplendor. Pero lo más atractivo acaba siendo la idea de que el escritor es un personaje que, en cierto sentido, lo observa todo, incluso hasta cierto punto lo ve todo, pero no puede hacer nada para cambiar nada; se sugiere, por ejemplo, que Lang tiene como amante a su propia secretaria, relación adúltera conocida y consentida de mala gana por Ruth Lang a causa de sus propios y particulares intereses; asimismo, la actitud recelosa de Paul Emmett cuando el protagonista le visita en su casa deja bien claro que el personaje, sin decir nada, sabe algo... Paradójicamente, el protagonista es, al mismo tiempo, un personaje “secundario” dentro de una trama que le sobrepasa, de ahí que tampoco le veamos en ningún momento “vivir”; por ejemplo, cuando Ruth se cuela en su dormitorio y termina acostándose con él, Polanski resuelve elípticamente el encuentro sexual; puede entenderse que, pura y simplemente, el realizador no tiene por qué recrearse en algo tan obvio como el sexo y lo elude, pero en cierto sentido también podemos entender que, con esta elipsis, evita mostrar al protagonista “disfrutando”: el placer está excluido dentro de una historia que se rige por unos parámetros poco placenteros. En este mismo sentido funciona el celebrado plano final de la película, que no detallaremos aquí en atención a quien todavía no haya visto el film, pero del cual diremos que es una especie de “desaparición” final del protagonista, por medio de un fuera de campo que termina por anularlo definitivamente como ser humano.

domingo, 28 de marzo de 2010

DEMONIOS DE LA MENTE, ÁNGELES DEL ALMA: A PROPÓSITO DE “SHUTTER ISLAND” Y “THE LOVELY BONES” (SEGUNDA PARTE)


Si, con Shutter Island, Martin Scorsese parece haber descubierto que los mecanismos del cine fantástico sirven, entre otras muchas cosas, para narrar con sentido incluso algo que a simple vista no parece tener sentido alguno, para Peter Jackson The Lovely Bones vuelve a ser la enésima demostración de algo en lo cual el cineasta neozelandés –y otros, como Sam Raimi— cree a pies juntillas desde que empezó a hacer cine: que el género fantástico es una especie de gran patrón narrativo en virtud del cual, y aplicado convenientemente, puede narrarse cualquier historia. Si por algo llama la atención The Lovely Bones es por lo que tiene de creencia casi me atrevería a decir que ciega, y de puesta en práctica de la misma, de la idea según la cual a cualquier trama se le puede imprimir un tratamiento fantastique sin que eso suponga desvirtuarla o alterar su sentido. Naturalmente (suponiendo, claro está, que hablar de algo “fantástico” pueda ser algo “natural”), hay en el argumento de The Lovely Bones una parte intrínsecamente fantástica: la centrada en el personaje de Susie Salmon (Saoirse Ronan), esa niña de 14 años que, tras haber sido asesinada por su vecino, el Sr. Harvey (Stanley Tucci) –ello queda perfectamente claro desde los primeros minutos de la proyección—, sigue el desarrollo principal de la trama “desde su cielo”, es decir, desde una especie de limbo o zona intermedia entre el Cielo y el Infierno a donde, se supone, van a parar las almas de aquellos difuntos que todavía tienen cuentan pendientes en el más acá. Pero incluso las escenas situadas en el mundo terrenal, es decir, todas aquéllas centradas en la obsesión del padre de Susie, Jack Salmon (Mark Wahlberg), con tal de encontrar a quien probablemente ha asesinado a su hija y ha hecho desaparecer su cadáver, de qué manera repercute esa conducta obsesiva en su relación con su esposa y madre de Susie, Abigail (Rachel Weisz), y con la hermana menor de Susie, Lindsey (Rose McIver), momentos inscribibles desde un punto de vista temático en el terreno del melodrama, todas esas escenas, como digo, sufren frecuentes “interferencias” por parte de lo fantástico. Dichas interferencias tienen una razón dramática de ser, que no es otra que el influjo que desde el más allá ejerce el alma de Susie sobre todos los personajes, incluido el de su asesino. Mas el gran acierto de Jackson es que, a pesar de esa influencia sobrenatural, las escenas, digamos, “terrenales” de The Lovely Bones no pierden por ello su carácter esencialmente melodramático. En este sentido, la película me parece una nueva experimentación por parte del realizador con las convenciones del fantástico en combinación con las de otros géneros, de la misma manera que Criaturas celestiales era un prácticamente indisociable híbrido de cine fantástico, melodrama y relato criminal, o salvando todas las distancias que se tengan que salvar, Agárrame esos fantasmas (The Frighteners, 1996) era a la vez un film de terror narrado con tono humorístico y un film cómico narrado con tono terrorífico; yendo más lejos, las mixturas entre terror y humor ya estaban claramente presentes en sus primeros trabajos inscritos en el gore.

El primer gran acierto de The Lovely Bones reside, a mi entender, en su carácter de adaptación que supera con creces el original literario en el que se inspira. Desde mi cielo, de Alice Sebold, es una relativamente interesante novela que, en sus líneas generales, sufre del mal endémico característico (en el caso del cine, y tal y como lo había señalado en alguna ocasión Alfred Hitchcock) de los relatos que empiezan, por así decirlo, de una manera demasiado “fuerte”: su arranque es tan impactante que crea unas determinadas expectativas que luego no se cumplen. En el primer capítulo de una narración escrita, además, en primera persona, trasladada en parte al film en forma de voz de off, Susie describe minuciosamente cómo fue violada y asesinada por el Sr. Harvey, siguiendo el modus operandi que aparece fielmente visualizado en la película. Alice Sebold hace gala a lo largo de todo el libro de una prosa atractiva y a ratos elegante, pero la tensión inicial del relato, condicionado por ese arranque tan impactante, se va diluyendo poco a poco, hasta llegar a una resolución blanda y superficial que el film recoge, asimismo, en buena parte y que se encuentra en la base de muchas de las críticas negativas que ha recibido. Pero, vuelvo a insistir, la película mejora la novela de Sebold, aún siguiéndola con fidelidad en sus líneas generales, en al menos un par de importantes aspectos.

En primer lugar, suprime lo que para mí era una de las peores y más deficientemente desarrolladas ideas del libro: el adulterio de Abigail Salmon con el inspector de policía Len Fenerman (interpretado en el film por Michael Imperioli); en la novela, ello tiene como propósito convertirse en un reflejo de la desesperación y angustia del personaje de la madre no sólo ante la tragedia del asesinato de su hija, por descontado, sino también a modo de reflejo del vacío que deja en su existencia la brusca desaparición de Susie. Abigail es una de tantas mujeres que han tenido que renunciar a determinados objetivos vitales por culpa de la asunción de las obligaciones de un matrimonio, y que hallaba un consuelo a esa frustración en sus hijas; al perder a una de ellas, sus esquemas se resquebrajan y se vienen abajo. La forma en que Jackson y sus guionistas, su esposa Fran Walsh y Philippa Boyens, visualizan esa frustración sin tener que recurrir al engorroso affaire amoroso de Abigail con el policía me parece mucho más elegante e igualmente expresiva: en las primeras escenas, vemos a unos recién casados Jack y Abigail yendo a dormir; al lado de su mesilla de noche, Abigail amontona los libros que lee, principalmente novela y poesía; una elipsis nos muestra que, tiempo después, la lectura de la mujer que se apila junto a su cama consiste en manuales de cocina y jardinería; es decir, Abigail se ha visto forzada por las circunstancias a ir abandonando parte de sus inquietudes, esas lecturas “inútiles” pero que enriquecían su pensamiento y alimentaban su alma, a cambio de libros “útiles” de cara a sus quehaceres como ama de casa. La segunda modificación importante reside en la descripción del destino final del Sr. Harvey: en el libro, el Sr. Harvey perece poco después de haber intentado atraer a una chica a su coche de cara a reanudar su serie de asesinatos sexuales, y como consecuencia de un absurdo accidente: nos hallamos en invierno y en una nevada y montañosa zona rural; una estalactita de hielo se desprende de la copa de un árbol justo encima de su cabeza y le apuñala (sic). Jackson recoge esta misma idea, la peor de la novela y por ende la peor del film, y a pesar de ello y dentro de lo que cabe, la mejora: aquí, la estalactita no se clava en el cuerpo del Sr. Harvey, sino que le golpea en un hombro, le hace tambalearse y, a continuación, precipitarse por el desfiladero que hay justo a sus espaldas, donde muere anónimamente al pie de la ladera mientras la nieve va cubriendo su cadáver. La idea no es una maravilla, hay que reconocerlo, pero no transmite la penosa sensación que produce la versión de Sebold.

Puedo comprender que este final más bien caprichoso y cogido por los pelos, que no puede soslayar la tentación del “castigo” del criminal y probablemente tampoco se atreve a enmendarle la plana a Alice Sebold y a los lectores de Desde mi cielo, la cual ha sido un importante best-seller, haya provocado la decepción de más de un crítico por su falta de contundencia (reforzada, posiblemente, ante el hecho de no conocer la novela). Pero, si bien es verdad que The Lovely Bones no es una película perfecta, pienso que hay en ella demasiadas cosas buenas como para no considerarla mucho mejor de lo que se ha dicho, y más allá de posibles prejuicios o “ganas” a Peter Jackson, o de que el film no responda, solamente en apariencia, al substrato más popular, o popularizado, de “el-director-de-El Señor de los Anillos-y-King Kong”, o incluso a la imagen provocativa que se labró en sus primeros años como “el-director-de-Mal gusto, Meet the Feebles-y-Braindead, tu madre se ha comido a mi perro”. También me parece que no sólo The Lovely Bones es un trabajo de lo más coherente con el resto de la filmografía de Jackson, sino que en más de un sentido es un paso adelante en la misma, en cuanto recoge y perfecciona ideas y tonalidades que se remontan a la época de su “trilogía gore” y de Criaturas celestiales, combinándolas con el despliegue de técnicas y medios que ha tenido a disposición a lo largo de su itinerario más hollywoodiense. Un aspecto formal que, particularmente, me ha llamado la atención es la singular combinación de texturas visuales, de tal manera que los distintos planos narrativos del relato se diferencian no sólo en virtud de si su tono es o no intrínsecamente fantástico, sino también en función del contenido psicológico intrínseco de las distintas escenas. Trataré de explicarme: hay, por un lado, un diferente tratamiento visual y estético, muy obvio, entre las escenas que transcurren en el limbo al cual ha ido a parar el alma de Susie y el mundo terrenal; las primeras, sobre las cuales volveré más adelante dado que han sido muy criticadas y quisiera comentar algo más al respecto, son oníricas, fantasiosas y completamente irreales; las segundas, dado que transcurren en la realidad cotidiana (o, mejor dicho, en la “realidad cotidiana de la película”), son más realistas en comparación con las primeras, aunque tampoco tengan una tonalidad excesivamente real, dado que son asimismo muy estilizadas y hacen gala en ocasiones de colores fuertes y contrastados; hay que tener en cuenta que tanto el limbo como el mundo real están contemplados desde el punto de vista subjetivo de Susie, lo cual explica y justifica la distinta pero notoria estilización de ambos niveles narrativos.

Pero hay un tercer nivel narrativo, que aparece subrepticiamente a lo largo de la narración, y que “rompe” esa dualidad estética para introducir otro punto de vista: el del Sr. Harvey. Volviendo a la novela, es Susie con su narración en primera persona la que nos proporciona toda la información en torno a su asesino; en la película ello se recoge en parte, por medio de la voz over de la niña, pero también hay, como digo, una visualización directa del pensamiento del criminal, ese tercer nivel narrativo al cual me refiero, y que podemos considerar otra innovación del film con respecto al libro, la cual viene expresada por Jackson mediante unos inquietantes planos rodados, aparentemente, con pequeñas cámaras de vídeo de alta definición, que recogen gestos, miradas y movimientos del Sr. Harvey y son de una estética más bien “sucia”, cuya “imperfección” formal refleja muy bien la turbulencia soterrada, la violencia disimulada que se oculta bajo la apariencia cotidiana, vulgar, del personaje (y que serían equivalentes, salvando las distancias, a los extraños ralentíes que aparecían en un par de momentos de su formalmente muy “clásica” versión de King Kong, asimismo a modo de ruptura formal). En The Lovely Bones hay un momento muy llamativo al respecto, y que aparece incluso en el tráiler promocional de la película: esos abruptos primeros planos, en apariencia rodados colocando al actor Stanley Tucci sobre la dolly (como en alguna ocasión había hecho, sin ir más lejos, Martin Scorsese) o acoplándole la cámara al cuerpo de alguna manera, que aparecen en la escena de suspense en la cual el Sr. Harvey sube corriendo al piso superior de su vivienda, dentro de la cual se ha colado la adolescente Lindsey Salmon en busca de evidencias que incriminen a su siniestro vecino. Estas salidas de tono demuestran que Jackson sigue experimentando con las distintas maneras de contar un film y deberían bastar por sí solas para desmentir ciertas acusaciones de haberse “acomodado”.

Se ha hablado estos días de “excesos” por parte de Jackson a la hora de resolver The Lovely Bones, película que a mi entender no es en absoluto excesiva, con lo cual interpreto que ese carácter excesivo que se le atribuye es, posiblemente, lo que yo entiendo como exuberancia narrativa, algo muy habitual en el cine de Jackson y que me hace volver a pensar en la reflexión de Enric Alberich respecto a, miren por dónde, Martin Scorsese, que incluí en mi artículo sobre Jackson para Dirigido por… publicado en el núm. 396 (enero 2010): “Lo malo del asunto radica en que muchos de estos detractores apoyan sus argumentos sobre bases más que frágiles. Sin ir más lejos, uno de los criterios más extendidos es el que se refiere a la exageración visual a la que se somete Scorsese, a quien suele reprochársele su grandilocuencia, su deseo de conducir cualquier secuencia hasta el paroxismo, hasta un punto límite. Vaya por delante que a mí, la verdad, me parece absolutamente peregrino el pretender reprocharle a un cineasta que intente hacer de cada secuencia un momento único, intenso, irrepetible” (el subrayado vuelve a ser mío); palabras que, como ya dije en su momento, me parecen perfectamente aplicables a Jackson. “Excesos” que sospecho que se refieren más bien a, por un lado, el frenesí narrativo que a ratos recorre esta película, equiparable a ratos a los mejores momentos de Criaturas celestiales, en la cual la agilidad de la planificación y el ritmo acelerado del montaje estaba en perfecta consonancia con el torbellino mental de sus inolvidables protagonistas, y que en esta ocasión es otro reflejo –visual, cierto, pero también sensual y sensitivo— del elevado componente emocional que caracteriza, asimismo, a los personajes. Como ya hemos mencionado, está la obsesión de Jack por averiguar el paradero de su hija (que puede entenderse como su negativa a admitir que Susie está muerta o, dicho de otro modo, su forma de mantenerla con vida más allá de la muerte…, que es lo que, paradójicamente, le está ocurriendo en realidad, o mejor dicho, dentro de la “realidad fantástica” que propone el relato). La frustración de una Abigail rota de dolor que ha visto hundirse el ya de por sí frágil equilibrio emocional que todavía la mantenía anclada a un matrimonio poco estimulante, y que provoca su deseo de abandonar el hogar, de huir, ni que sea temporalmente. La mezcla de dolor, cierto, pero también de ira y algo de celos hacia su difunta hermana por parte de la otra hija de los Salmon, Lindsey, consciente de que Susie era, mal que pese, la favorita de sus padres: Jack compartía con Susie su afición a construir barcos en miniatura dentro de botellas, Abigail veía en el interés de Susie por el arte un reflejo de sus propias (y fallidas) inquietudes intelectuales. Incluso la postura pragmática y desprejuiciada de la abuela Lynn (Susan Sarandon), antítesis de su hija Abigail y de su nieta Susie, que rellena con tabaco y alcohol los agujeros de lo que se intuye una larga vida de desórdenes (y a la cual se le dedica, significativamente, uno de los escasos momentos de humor en el contexto de un film, por lo general, muy sombrío: la “secuencia musical” en la cual, en base a un montaje corto, la vemos hacerse cargo de los quehaceres del hogar: su manera de hacerlos, de moverse, describe a la perfección sus radicales diferencias de carácter con su hija, y permite entender que su presencia en el hogar sea más bien un incentivo para Abigail a la hora de marcharse).

“Excesos”, sigo diciendo, que sospecho se refieren a una valoración negativa (y mayoritariamente tildada como de “cursi”) de la visualización del limbo al cual va a parar el alma de Susie tras el asesinato de su cuerpo (lo cual, apunto, también puede haber provocado las suspicacias de quienes no creen en la así llamada vida ultraterrena, hasta ahí muy respetable, pero que tampoco respetan a quienes sí lo hacen; por otra parte, ¿hace falta recordar aquí el interés por el más allá demostrado anteriormente por Jackson, y en clave muy jocosa, en Agárrame esos fantasmas?). En The Lovely Bones, y en una serie de notables secuencias que recuerdan, es bien cierto, a las ya planteadas por Vincent Ward en su interesante Más allá de los sueños (What Dreams May Come, 1998), una de las mayores rarezas del cine comercial estadounidense de los años noventa y con más de un punto de conexión con la película de Jackson, se visualiza, como digo, el limbo desde el cual Susie sigue las vicisitudes de los seres queridos que dejó en nuestro mundo. Se ha criticado duramente la aparente gazmoñería de estas secuencias, olvidando que ese limbo es un reflejo de las fantasías ingenuas y llenas de colores de una niña de 14 años (una niña de 14 años, me atrevería a puntualizar, del año 1973 y no del 2010: las cosas no eran exactamente iguales que ahora). Estamos de acuerdo en que la frontera que separa lo sublime de lo ridículo es muy tenue, y por tanto puedo entender que las escenas del limbo a algunos pueden parecerles tan horrendas como coherentes, imaginativas y bien dosificadas me lo parecen a mí; sobre todo, teniendo en cuenta la interesante interacción que hay entre ese limbo y el mundo terrenal, y la fuerza que en ocasiones tiene esa interrelación entre dimensiones paralelas (ergo, planos narrativos), en particular en secuencias como, por ejemplo, una sacada directamente de las páginas de la novela de Alice Sebold pero aquí felizmente resuelta, el momento nocturno en el cual Jack, bate de béisbol en ristre, persigue o cree perseguir al Sr. Harvey a través de un maizal, tropezándose accidentalmente con una pareja de jovencitos y recibiendo una injusta paliza a causa del malentendido de la situación; y aquélla, en parte inspirada en el libro pero de una espléndida resolución, en la cual el dolorido Jack rompe los barcos en miniatura dentro de botellas que confeccionaba con Susie, y que Jackson amplía mediante una espectacular intromisión de esos mismos barcos, ahora de tamaño gigantesco, en el limbo de Susie.

En última instancia, lo más interesante de The Lovely Bones reside en su profusión de escenas y detalles directamente extraídos de la imaginería del cine fantástico, y cómo los mismos se insertan con insólita armonía en el contexto melodramático del relato. Hay muchas sugerencias al respecto. Las fotografías que tiraba Susie antes de ser asesinada y que proporcionan a su padre la primera pista que alimentará sus sospechas en torno al Sr. Harvey. La resolución elíptica del asesinato de Susie, asimismo tan criticada, y que da pie a una formidable secuencia onírica por una Pennsylvania nocturna, neblinosa y fantasmal (que culmina, coherentemente, con un fragmento de puro cine de terror en el tenebroso cuarto de baño, decorado e iluminado con blancos cegadores a lo Kubrick, en el cual Susie ve al auténtico Sr. Harvey: un “monstruo” que lava su cuerpo impregnado de tierra y sangre tras la matanza). La excelente secuencia de la conversación del Sr. Harvey con el inspector Fenerman, en particular gracias a la inquietante planificación que, a través de un singular juego de planos/contraplanos de las miradas de ambos hombres por las pequeñas puertas y ventanas de la casa de muñecas que construye el asesino, se expresa muy bien el carácter obsesivo de este último (la idea de que, para el Sr. Harvey, las niñas y adolescentes que viola y asesina son “muñecas”: juguetes a los que puede manipular a su capricho; y de que una casa, un hogar, no es más que una miniatura entre sus dedos: no importa el daño que pueda causar con sus acciones a quienes vivan en un hogar); hacía tiempo que no se veía una secuencia capaz de aunar con tanta destreza lo anormal y lo cotidiano. La tensión que dimana de la conversación de Jack y el Sr. Harvey en el jardín, en la cual lo que no se dice tiene más relevancia que lo que no se dice; momento en el cual se produce un nuevo punto de conexión entre las dimensiones terrenal y ultraterrena: la flor marchita y cortada de su tallo que, de pronto, Jack ve (o cree ver) florecer en la palma de su mano.

Llegados a este punto, reconozco que me he extendido mucho más con The Lovely Bones de lo que lo hice con Shutter Island en la primera parte de esta entrada, pero eso ha sido como consecuencia de mi convicción de que el film de Peter Jackson se merecía más palabras a su favor que el casi unánimemente elogiado de Martin Scorsese. Mencioné en esa misma primera parte que ambas películas comparten más de un punto de conexión entre sí. Las dos giran, cada una a su manera, en torno a la obsesión de un personaje masculino, Teddy en Shutter Island y Jack en The Lovely Bones, por una mujer muerta, su esposa Dolores en el caso del primero y su hija Susie en el del segundo. Ambas, asimismo en cierto sentido, “frustran” de distinta forma las expectativas del espectador en relación a la resolución de sus respectivas intrigas: en el caso de Shutter Island, descubrimos que fue Teddy quien asesinó a su propia esposa y no el supuesto pirómano Andrew Laeddis, mientras que, en The Lovely Bones, el asesino, el Sr. Harvey, casi logra salirse con la suya, habida cuenta de que no sólo consigue en un primer momento escabullirse de la acción de la justicia o de la ira vengativa del padre de Susie, sino que incluso esta última prefiere “gastar” sus últimas energías como espectro con influencia sobre el mundo de lo terrenal en conseguir un primer y último beso de Ray (Reece Ritchie), el chico del cual está enamorada, que mover un dedo antes de que el Sr. Harvey arroje al foso la vieja caja de caudales que esconde su cadáver. Las dos películas están diciendo, en cierto sentido, que en el fondo lo importante no es ni cuál es el aparente misterio que se oculta en la isla de Shutter ni si el asesino de niñas logrará escapar, sino que lo verdaderamente relevante reside en el proceso que lleva a Teddy a descubrir la verdad sobre sí mismo, y a Susie y a sus seres queridos a convencerse de que lo importante tampoco es quién mató a la chica y por qué, sino que la muerte, sea natural o provocada por un tercero, no es más que una parte consustancial de la propia vida. Ni que decir tiene que, mientras que la conclusión de Shutter Island es sombría y oscura, la de The Lovely Bones es, a pesar de todo, optimista y luminosa.

Lo curioso es que ambos films empleen hasta cierto punto procedimientos narrativos relativamente similares para narrarnos sus propuestas y alcanzar esas conclusiones que, aún siendo divergentes, coinciden en el hecho de que se llega a las mismas mediante itinerarios marcados por el miedo y contados, cinematográficamente hablando, como relatos de horror. Además, la contundencia de dichas conclusiones viene revestida de una notable ambigüedad. En el caso de Shutter Island, la película se cierra, con respecto al libro de Dennis Lehane, con una nota ambivalente, pues si en el libro se expone de manera más clara y directa que todo lo que hemos visto es una invención de la mente de Teddy, en cambio en el film la secuencia final es mucho más abierta e inconcreta: ¿tienen razón los médicos de la isla de Shutter y Teddy no es más que un demente con mucha imaginación?, ¿o quizás Teddy tenga su parte de razón y no todo esté tan claro como se pretende?..., en una resolución que evoca –y, según parece, se trata de algo reconocido por el propio Scorsese— el no menos ambiguo final en el manicomio del clásico expresionista de Robert Wiene El gabinete del Dr. Caligari (Das cabinet des Dr. Caligari, 1920). Mientras que, como ya hemos visto, The Lovely Bones concluye dejando en un principio impune al asesino, por más que luego le llegue su castigo, o si se prefiere, se le dé “su merecido”, pero sin que ninguno de los protagonistas tenga intervención directa o indirecta en esa punición. Las dos películas coinciden, asimismo, en un detalle escenográfico que les confiere un claro nexo en común visual: la presencia ominosa de un faro a modo de símbolo de revelaciones tenebrosas, el que se encuentra periódicamente aislado por la marea en las inmediaciones de la isla de Shutter, o el que se aparece en el limbo de Susie coronando el lugar que más miedo le inspira: la casa del Sr. Harvey. Curiosamente, el faro aparece recogido en la novela de Lehane y, si no recuerdo mal, no se menciona en absoluto en la de Alice Sebold, pero en cualquier caso sirve para establecer una nueva conexión entre Shutter Island y The Lovely Bones con un clásico del fantástico romántico: la gran película de William Dieterle Jennie (Portrait of Jennie, 1948), maravillosa digresión sobre la obsesión amorosa en torno a una hipotética existencia de una mujer acaso viva, acaso muerta, y que culmina también al pie de un faro, en una noche de tormenta, mientras el oleaje golpea sin piedad las rocas.


miércoles, 24 de marzo de 2010

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” ABRIL 2010, YA A LA VENTA


La nueva versión de Furia de titanes, firmada por Louis Leterrier, y una entrevista con Robert Pattinson con motivo del próximo estreno de Recuérdame (que incluye, además, un anticipo fotográfico de La saga Crepúsculo: Eclipse), acaparan la portada del núm. 301 de Imágenes de Actualidad, para el cual el que suscribe ha tenido la ocasión de llevar a cabo varios artículos y críticas. Para empezar, la sección Cult Movie está dedicada a una divertida y muy popular película de Mike Hodges, la versión de Flash Gordon (1980) producida por Dino De Laurentiis y protagonizada por Sam J. Jones, Max von Sydow, Ornella Muti, Melody Anderson, Topol y Timothy Dalton. Asimismo, he escrito un par de reportajes de próximos estrenos con conocimiento de causa, es decir, habiendo podido ver los films en cuestión para poder comentarlos más allá de la mera información puramente periodístico-publicitaria; me refiero a Cinco minutos de gloria, un interesante thriller melodramático dirigido por el alemán Oliver Hirschbiegel y protagonizado por Liam Neeson y James Nesbitt, y a Más allá del tiempo, un curioso cruce de melodrama romántico y relato fantástico firmado por otro alemán, Robert Schwentke, e interpretado por Eric Bana y Rachel McAdams; adelanto, asimismo, que dedico sendas críticas a estas mismas películas que aparecerán en el próximo número, ahora cociéndose, de Dirigido por… Finalmente, señalar que para este mismo número de Imágenes de Actualidad también he hecho tres críticas: las de El libro de Eli, de Albert y Allen Hughes, Ciudad de vida y muerte, de Lu Chuan, y Cómo entrenar a tu dragón, de Dean DeBlois y Chris Sanders (una “versión extendida” de la reseña de esta última se publicará, asimismo, en el próximo Dirigido por…).

martes, 23 de marzo de 2010

DEMONIOS DE LA MENTE, ÁNGELES DEL ALMA: A PROPÓSITO DE “SHUTTER ISLAND” Y “THE LOVELY BONES” (PRIMERA PARTE)


Acaban de coincidir en nuestras carteleras las últimas películas de dos de los cineastas en lengua inglesa más famosos de sus respectivas generaciones, el veterano realizador norteamericano Martin Scorsese y el más joven pero consagrado director de cine neozelandés Peter Jackson. Shutter Island (ídem, 2010) me parece el mejor film que ha realizado Scorsese en estos últimos años y, sin duda, su mejor colaboración con Leonardo DiCaprio, del mismo modo que creo –por más que, a juzgar por lo que he leído y oído hasta la fecha, debemos ser pocos quienes defendemos esta opción— que The Lovely Bones (ídem, 2009) es el mejor y más moderno trabajo de Jackson desde Criaturas celestiales (Heavenly Creatures, 1994). Más allá del hecho obvio de que estas películas se inspiren en novelas, la de Scorsese en el estupendo libro homónimo de Dennis Lehane y la de Jackson en la curiosa pero fallida novela de Alice Sebold publicada en España como Desde mi cielo, hay otras particularidades que, inesperadamente, las hermanan hasta cierto punto. La primera, o cuanto menos la que a mí me ha llamado particularmente la atención, sobre todo si se han leído las novelas de las cuales parten, reside en el hecho de que ambos films superan en ciertos aspectos a sus originales literarios. En lo que se refiere a la película de Scorsese dicha mejoría es relativa, dado que como acabo de apuntar la novela de Lehane es interesante en sí misma considerada y el film la sigue casi a pies juntillas; por tanto, más que de mejoría habría que hablar, quizás con mayor propiedad, de matización o de relectura personal. La película de Jackson también matiza y “relee” el libro de Sebold, pero lo hace con mucha más profundidad, hasta el punto de retocar, perfeccionar e incluso suprimir algunas partes, las peores, de la novela, quedándose únicamente con lo más interesante de la misma para acabar logrando un film decididamente superior al libro.

Shutter Island es, hasta la fecha, la única novela que he leído de Dennis Lehane, un autor “de moda” (dicho sea sin intención peyorativa) dentro del mundillo cinematográfico gracias al éxito que han tenido las películas basadas en sus libros: Mystic River (ídem, 2003, Clint Eastwood), Adiós, pequeña, adiós (Gone Baby Gone, 2007, Ben Affleck) y el film de Scorsese. Este último, cuyo guión firma Laeta Kalogridis, sigue bastante fielmente la trama del libro, reproduciendo incluso algunos de sus diálogos (el estilo de la novela se presta a ello, dado que es muy “cinematográfica”; un poco, salvando las distancias, como El silencio de los inocentes/El silencio de los corderos, de Thomas Harris); pero, a pesar de ello, en la película queda más clara ya desde el principio mismo del relato la cuestión del trastorno mental, fruto de una serie de traumáticas experiencias del pasado, que sufre su protagonista, el agente federal Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio); resulta más evidente, asimismo, que el relato transcurre desde el interior de su subjetividad, por más que tanto en el libro como en el film haya al respecto una serie de pistas falsas destinadas a alterar la percepción del lector/espectador. En la novela y en la película, la trama propiamente dicha arranca a bordo del barco que transporta a Teddy y su compañero Chuck Aule (Mark Ruffalo) a la isla de Shutter; y, si bien es verdad que en ambas se incide en el malestar físico y psicológico de Teddy –el personaje odia el mar (el libro incluye un pequeño episodio de su infancia junto a su padre que lo recalca), se marea y vomita—, en el film se apunta desde el principio el carácter “mental” del relato. Scorsese altera con sus imágenes la prosa seca y directa de Lehane mediante una clara estilización: el barco que conduce a los agentes hacia la isla surge de entre la niebla, como una especie de “buque fantasma”; Scorsese recurre a una de sus imágenes más queridas, la de Teddy mirándose al espejo del cuarto de baño, como haciendo frente a lo peor de sí mismo, ya presente en Toro salvaje (Raging Bull, 1980) y El aviador (The Aviator, 2004); las siguientes escenas en la cubierta del barco, resueltas mediante transparencias vagamente hitchcockianas, transmiten ya una sensación de irrealidad.

La película de Scorsese recalca el trastorno mental del protagonista más al inicio del relato que en el libro, en el cual si bien se insiste desde las primeras páginas en que Teddy está seriamente afectado por terribles recuerdos del pasado –sobre todo, lo relativo a su esposa Dolores—, no se insinúa que los mismos pueden estar afectando la percepción que del presente tiene el personaje hasta bien avanzada la narración. Sin embargo, el film tarda relativamente poco en visualizar las traumáticas rememoraciones, pesadillas y momentos oníricos que torturan a Teddy, e incluso añade una secuencia fragmentada, solamente apuntada en la novela, en la cual vemos que el tormento del protagonista se remonta, de hecho, a sus años de servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial, y más concretamente, a su entrada junto con su pelotón en un campo de exterminio de judíos, donde vivió una serie de acontecimientos que quedaron grabados en su memoria: un oficial alemán que intentó suicidarse antes de que los aliados lo capturaran y que, al fallar el tiro destinado a acabar con su vida, acabó siendo rematado por el propio Teddy; las tétricas imágenes de los cadáveres de judíos amontonados y cubiertos de nieve, sobre todo la de una madre y su hija pequeña juntas en un último y gélido abrazo; o el momento, uno de los mejores de la película, en el cual, movidos por un impulso vengativo, Teddy y sus hombres acribillan a los soldados alemanes a los que han desarmado y hecho prisioneros, resuelta en un crudo travelling lateral. ¿A qué se debe este planteamiento dramático y narrativo? En vez de hacer como se hace en la novela, es decir, revelar absolutamente toda la verdad (o la aparente verdad) sobre lo que le ocurre a Teddy Daniels, sobre lo que pasa por su cerebro, justo al final del relato, Scorsese y su guionista prefieren, antes de llegar a esa conclusión, anticipar en cierta manera esa verdad, esa revelación, de forma que, mientras que en el libro el descubrimiento que hace el lector de la verdadera situación es radical, en el film esto último, más que un descubrimiento, es más bien una confirmación de los peores temores del espectador. Dicho de otro modo: Scorsese elude en parte el efecto sorpresa del final de la novela porque, antes de llegar al clímax, en cierto modo ya lo ha anticipado; cierto es, me dirán quienes también hayan leído el libro, que algo así es lo que hace Lehane, pero no de una manera tan explícita como el realizador, el cual no parece tan interesado como el escritor en esconder esa información y concentrarla toda en ese golpe de efecto final y prefiere, en cambio, explorar previamente lo que la tenebrosa aventura de Teddy Daniels en la isla de Shutter tiene de experiencia sensorial, y de paso, lo que de experiencia o, si se prefiere, experimento con ciertas formas del cine fantástico tiene Shutter Island para el propio Scorsese.

Uno de los mejores aspectos de esta película, y que a mi entender honra a Scorsese, es que juega a placer con las convenciones del cine de terror, y que lo hace además sin prejuicios ni inhibiciones. Digo esto en referencia a la que, hasta ahora, era la más decidida incursión de su director en un terreno si no completamente fantástico, sí cercano a ciertas convenciones del género, como era El cabo del miedo (Cape Fear, 1991). Pero si esta última, a mi entender uno de sus peores y más redundantes trabajos, fracasaba por culpa de su aparente vergüenza a asumir su condición de film comercial y de género, de tal manera que Scorsese incurría en el error de convertir todos y cada uno de sus tópicos de thriller en recursos de estilo subrayados hasta el ahogo, acaso creyendo que un tópico deja de serlo y se magnifica, se sublima, a base de insistir formalmente en él a base de ruidosos efectos de montaje y de cámara en movimiento hasta convertirlo en una especie de abstracción, en Shutter Island demuestra en cambio todo lo contrario: que, a estas alturas de su carrera y sin tener quizás ya nada que demostrar ni a los demás ni a sí mismo, Scorsese por fin ha aprendido a hacer cine comercial –y con éxito: la película es, en estos momentos, la más taquillera de toda su carrera—, sin que eso signifique hacer un cine indigno o intelectualmente ínfimo. Si El cabo del miedo era una casi desesperada apuesta por lo comercial disfrazada de tics de autor tan aparentes como vacuos, Shutter Island es la obra de un cineasta que domina plenamente su estilo y se puede permitir un “descenso” a las convenciones del cine comercial con plena conciencia y, sobre todo, pleno dominio de sus mecanismos: con Shutter Island, Scorsese parece haber hallado, por fin, la manera de “llegar” al gran público sin traicionarse a sí mismo ni rebajar sus pretensiones artísticas, culminando así, y por el momento, su actual etapa en asociación con el actor Leonardo DiCaprio. En Shutter Island, Scorsese descubre con delectación que las convenciones del cine de terror y también del thriller que maneja para la ocasión son, como para Hitchcock, instrumentos narrativos puestos al servicio de lo narrado.

Shutter Island es un relato gótico de pura raza construido alrededor de una trama policíaca. Desde una perspectiva gótica hay, por así decirlo, de todo: un paisaje remoto y aislado, la isla de Shutter a punto de ser azotada por un huracán; un escenario lleno de habitaciones secretas donde no se puede entrar y de puertas cerradas que no se deben abrir, el penal psiquiátrico de Ashecliffe; hay un personaje aparentemente ambiguo y que constantemente transmite la sensación de que sabe mucho más de lo que dice, el Dr. Cawley (Ben Kingsley); hay una aparente “damisela en peligro”, Rachel Solando (Emily Mortimer), la convicta que ha huido de su celda y que es la que ha provocado la presencia de Teddy y Chuck en la isla; hay una especie de “científico loco”, el Dr. Naehring (Max von Sydow), un médico que cree en las cadenas y la lobotomía como método terapéutico para los criminales dementes del penal; hay un cementerio y un panteón; hay elevados acantilados que se precipitan sobre un mar revuelto; y hay un faro, simbólico escenario sobre el cual regresaremos, dado que también ocupa un lugar destacado en ciertos momentos de The Lovely Bones… Pero si todo ello es atractivo en sí mismo considerado, lo mejor reside en la soltura con la cual Scorsese lo visualiza todo, en un ejercicio que, cierto, como suele ser habitual en el cineasta neoyorquino, tiene mucho de exhibición de cinefilia (referencias al cine negro de los años cuarenta y cincuenta, a las producciones de Val Lewton, al cine de terror gótico, etc., etc.), pero que también tiene una función narrativa concreta: expresar que, a fin de cuentas, el tormento mental del personaje de Teddy es fruto de su imaginación desbocada, que la conspiración para esconderle información sobre el misterioso paradero de Rachel Solando, o respecto a Andrew Laeddis (Elias Koteas), el hombre del cual se dice que provocó el incendio en la casa de Teddy donde falleció su esposa Dolores, no es más que la fantasía de otro demente encerrado en su propio mundo; ¿y qué mejor que expresar ese mundo irreal, inexistente, que haciéndolo a partir de convenciones cinematográficas asimismo inexistentes en la realidad cotidiana, empírica y tangible? Para Scorsese, el cine es una fábrica de sueños pero también de pesadillas; y, por ello, convierte la pesadilla de Teddy en una sucesión de momentos “de cine”. Asimismo, el cine es una realidad alternativa; por eso la realidad alternativa de Teddy es tan cinematográfica: el protagonista digamos que “vive una película” porque, expresado coloquialmente, también se ha “montado una película” en su cerebro. Una “película”, y “de terror” por añadidura, en la cual caben, por tanto, numerosas secuencias oníricas (todos los misteriosos flashbacks/ sueños de Teddy con Dolores); visitas a “casas de los horrores” (Teddy internándose en el pabellón de los internos más violentos); encuentros con “monstruos” (conversación de Teddy con George Noyce/ Jackie Earle Haley, cuyo rostro tumefacto como consecuencia de haber recibido palizas le da un aire a lo Rondo Hatton); incluso conversaciones con “brujas” o “pitonisas” (diálogo de Teddy con la “auténtica” Rachel/ Patricia Clarkson a la luz de las llamas de una hoguera con reminiscencias infernales).[Nota bene: ¿a alguien más le pareció, como a mí, que la caracterización del actor Elias Koteas, con el cabello prácticamente rapado, con esa enorme cicatriz cubriéndole la cara de lado a lado y con esa iluminación tenebrosa, recordaba mucho a la que lucía Robert De Niro en Frankenstein de Mary Shelley/ Mary Shelley’s Frankenstein, 1994, Kenneth Branagh? ¿Pura casualidad, o un (nuevo) guiño malicioso por parte de Scorsese?]

(Continuará…)

martes, 9 de marzo de 2010

“DIRIGIDO POR…” Y “SCIFIWORLD MAGAZINE” MARZO 2010, YA A LA VENTA

Al igual que lo hizo hace muy poco en Imágenes de Actualidad, la colorista versión de Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton vuelve a ocupar las portadas tanto del núm. 398 de Dirigido por… como del núm. 24 de Scifiworld Magazine. En lo que a la primera se refiere, y que incluye la segunda y última parte del dossier que la revista ha dedicado a Martin Scorsese, señalar que he publicado en ella una extensa reseña dedicada al interesante thriller de Martin Campbell Al límite, así como críticas de menor extensión de Percy Jackson y el ladrón del rayo, de Chris Columbus, e Historias de San Valentín, de Garry Marshall.

En la segunda revista aparece un artículo mío que, bajo el título El decorado en el cine fantástico, intenta ser una aproximación a aquel sector del género “que ha contemplado escenarios cotidianos y los ha convertido en escenarios fantásticos, poblados de terrores y peligros que, precisamente por su antigua condición de lugares “normales” (o lo que entendemos como tales), han pasado a convertirse en lugares “anormales”, resultando por ello mismo más aterradores. Si partimos de la idea de que el horror, lo inquietante, lo bizarro, resulta más eficaz cuanto más normal, realista y cotidiano es el entorno en el cual se manifiesta, el impacto de lo fantástico resulta mayor cuando llega al extremo de convertir los escenarios de nuestra realidad cotidiana (casas, escuelas, oficinas, calles, bares, tiendas…) en decorados donde se manifiesta lo irreal”.

jueves, 4 de marzo de 2010

“LA CARRETERA” – “EL HOMBRE LOBO” – “INVICTUS”


La carretera (The Road, 2009), de John Hillcoat.- Pues la verdad es que me ha decepcionado notablemente esta adaptación de la novela homónima –ciertamente magnífica— de Cormac McCarthy. Comprendo que puede parecer que digo esto en nombre de la sacrosanta-bondad-literaria-del-libro, la cual supuestamente me haría rechazar por sistema cualquier intento de traslación al cine, pero no es así: con independencia de sus méritos como adaptación, que asimismo me parecen discutibles pero sobre los cuales no quiero entrar en demasía, soy del parecer de que La carretera: the movie es un film esforzado y con aspectos ciertamente positivos –está bien filmado; los actores, por lo general, cumplen; la fotografía de Javier Aguirresarobe tiene momentos bellísimos—, pero el resultado, a todas luces, me parece insuficiente. Es verdad, vuelvo a insistir, en que hay aspectos de la adaptación al cine de la novela que a mi entender tampoco terminan de funcionar; en particular, los flashbacks que incorporan al personaje de la esposa del protagonista (a cargo de una, como siempre, voluntariosa Charlize Theron), los cuales me parecen un error porque hacen demasiado concreto, y por ende nada sugestivo ni misterioso, el pasado de ese protagonista sin nombre (Viggo Mortensen): en el libro, la presencia en off tanto del pasado del personaje como de su esposa tiene mucha más fuerza. Pero también, sigo insistiendo, creo que el problema del film en sí mismo considerado y con independencia de que esté basado en la reputada novela de McCarthy, lo cual al final casi acaba siendo lo de menos, reside en el hecho de que se trata de una película bien rodada pero sin nervio, formalmente muy cuidada pero en el borde mismo de lo inexpresivo, sólidamente construida pero narrada sin inventiva ni tensión, hasta el punto de que casi llega el momento en el cual las penurias de ese padre de familia y su hijo (Kodi Smit-McPhee) por los desoladores paisajes de una Norteamérica post-apocalíptica, tenebrosos pero inquietantes sólo a ratos, no terminan de prender en el ánimo del espectador.

La impresión general que (me) produce este film es de que se trata de una obra hecha con un respeto casi reverencial hacia el original literario de McCarthy; respeto palpable no sólo en el hecho de que, asimismo en sus líneas generales, sea bastante fiel a la trama argumental del libro, sino también en la sensación de que el realizador John Hillcoat se ha acercado a este material con demasiado respeto, casi con miedo, como si no se atreviese a hacer con él algo cinematográficamente más potente, no fuera que luego le acusaran de haber “estropeado”, ergo vulgarizado, una gran obra literaria. Eso parece explicar el tratamiento sobrio, quizás demasiado, de los momentos “fuertes”, tales como la aparición del grupo de caníbales que viaja por la carretera en un camión y el momento en el cual el padre tiene que hacer frente, con su revólver cargado con dos únicas balas, a uno de esos hombres que amenaza con matar a su hijo; la secuencia en la cual los protagonistas se internan en una casa abandonada y descubren en el sótano de la misma el dantesco espectáculo formado por un grupo de personas las cuales, se insinúa, están siendo “comidas” poco a poco (amputación de brazos y piernas) por los caníbales que les han encerrado allí; o el momento en el cual el padre hace frente al ataque de un hombre que le hiere en la pierna con la flecha que le ha lanzado desde una ventana con su ballesta deportiva: vuelvo a insistir en que todo ello está correctamente filmado y los actores ponen la intensidad que pueden, pero el resultado no termina de tener toda la densidad, tensión y dramatismo requeridos. A pesar de que dichos momentos, y algún otro, se acercan genéricamente a determinadas convenciones propias del cine de aventuras y, más concretamente, del western –género dentro del cual, curiosamente, John Hillcoat alcanzó una pequeña reputación gracias a The Proposition (2005), estrenada directamente en DVD y que todavía no he visto—, uno diría que el realizador no se emplea a fondo en los mismos, como si temiera “reducir” a Cormac McCarthy dentro de los, digamos, “márgenes convencionales” del cine de género y ello resultara empobrecedor para los admiradores del libro (una operación que, todo hay que decirlo y a pesar de que el resultado no acabe de parecerme tan admirable como se dijo, sí que se atrevieron a hacer los hermanos Coen con su versión de McCarthy para No es país para viejos / No Country for Old Men, 2007). Ello no obsta para que, en el conjunto de La carretera, aflore esporádicamente algún buen momento; pienso, por ejemplo, en la escena en la cual el padre descubre, en una de sus muchas paradas en busca de comida, agua y útiles, un piano: en uno de los flashbacks (precisamente el más corto), hemos visto al protagonista compartiendo el teclado del piano de su casa con su esposa: ahora, el padre acaricia ese otro piano que acaba de encontrar, y al hacerlo vemos cómo le asalta el recuerdo de su mujer, provocándole el llanto: afortunadamente, Hillcoat tiene el buen gusto de mantener el plano sobre el dolor del personaje, y sin recurrir en ningún momento (no era necesario hacerlo) al consabido inserto de la imagen de la esposa.


El hombre lobo (The Wolfman, 2010), de Joe Johnston.- Otra decepción, mayor todavía, me la ha proporcionado esta revisión del mito de la licantropía desde una perspectiva razonablemente clásica o, si se prefiere, razonablemente “puesta al día”, pero cuyos resultados dejan, a mi entender, mucho que desear. Tampoco es que me esperase una gran cosa, pero sí algo como mínimo más simpático viniendo firmado por Joe Johnston, cineasta modesto y sin pretensiones pero, en la mayoría de las ocasiones, bastante eficaz: Rocketeer (The Rocketeer, 1991), Jumanji (ídem, 1995) y Parque Jurásico III (Jurassic Park III, 2001) eran aceptables producciones fantástico-aventureras (la tercera entrega de Parque Jurásico me parece incluso mejor que El mundo perdido / The Lost World, 1997, de Steven Spielberg, por razones que ya expuse en mi capítulo sobre el cine de ciencia ficción de este último en el libro El cine de ciencia ficción, VV.AA., Valdemar-Festival de Sitges, 2008); y Cielo de octubre (October Sky, 1999) y Océanos de fuego (Hidalgo, 2004) eran películas que, como mínimo, se podían ver; incluso Cariño, he encogido a los niños (Honey, I Shrunk the Kids, 1989) era un honesto mal film que tampoco quería ser más de lo que era. Pero no es el caso de El hombre lobo, un film feo, efectista y rutinario a más no poder, que desaprovecha más de una atractiva idea y un buen elenco de intérpretes en beneficio del golpe de efecto más zafio y vulgar. Soy consciente de que, tal y como salió publicado hace poco en Imágenes de Actualidad, Johnston declaraba/se excusaba afirmando que, tan pronto como el proyecto fue abandonado por el realizador inicialmente previsto, Mark Romanek (firmante de la más que interesante Retratos de una obsesión / One Hour Photo, 2002), apenas había tenido tres semanas para poder preparar esta película, cuando lo usual dentro de una producción de estas características sería disponer de unas dieciséis semanas para hacerla en condiciones óptimas; de acuerdo: es más que probable que el resultado se haya resentido a causa de ello, pero en cualquier caso tampoco justifica la tremenda mediocridad del resultado.

Hay, como digo, algunas ideas teóricamente aprovechables. Así, por ejemplo, el hecho de que Sir John Talbot (Anthony Hopkins), el padre del desdichado protagonista Larry Talbot (Benicio Del Toro), sea también un hombre lobo, sólo que, al contrario que su hijo, disfruta de su condición lupina dando rienda suelta a sus instintos sanguinarios (en lo cual no cuesta ver una influencia del dual Dr. Jekyll imaginado por Robert Louis Stevenson). O el apunte semi-histórico consistente en incorporar a la acción al inspector de Scotland Yard Abberline (Hugo Weaving), personaje real que anduvo tras la pista de los crímenes de Jack el Destripador. También se agradece que, en las escenas de las transformaciones, los efectos visuales por ordenador hayan sido reducidos al mínimo (aunque supongo que habrá que ser un auténtico experto en la materia para percibirlo), en beneficio de los efectos especiales de maquillaje del siempre genial Rick Baker. Pero prácticamente nada más funciona: la ambientación gótica es bonita, cierto, pero no termina de ser atmosférica por culpa del rapidísimo ritmo del montaje, que impide saborear el trabajo de fotografía y decoración; los actores, sorprendentemente, están mal (ni Benicio Del Toro transmite la tragedia de ese personaje que, según declaraciones propias, había soñado con interpretar durante toda su vida, ni Anthony Hopkins resulta creíble haciendo su enésimo “numerito” grandilocuente, divertido pero inocuo; Hugo Weaving y, en parte, Emily Blunt, son los más entonados del elenco); y la planificación privilegia tanto el golpe de efecto que, a ratos, impide disfrutar de los momentos teóricamente más espectaculares, como el ataque del primer hombre lobo al campamento de los zíngaros, en el curso del cual Larry recibirá la herida que le infectará del “mal de luna”, o la secuencia “a lo grande” en la cual Larry, ya transformado en loup-garou, siembra el caos por las calles del Londres victoriano; hay momentos, incluso, al borde de la (involuntaria) parodia: la escena en la cual Larry se transforma en licántropo a espaldas del Dr. Hoenneger (Antony Sher), durante la reunión de médicos en la cual este último intenta demostrar vanidosamente ante sus colegas que el protagonista no padece nada más que un trastorno mental, casi es digna de Mel Brooks; y el clímax de la función, la pelea de los dos hombres lobo en el salón de la mansión Talbot, es un mero fuego de artificio, carente de intensidad y dramatismo. Un completo fracaso.


Invictus (ídem, 2009), de Clint Eastwood.- He leído un montón de críticas negativas en torno al más reciente trabajo como realizador de Clint Eastwood, tanto en los medios de comunicación como algunas de los amigos que expresan libremente sus opiniones en este blog, y la verdad es que no termino de entender la relativa animadversión, o relativa decepción, cosechada por este film. He de decir de entrada que, ciertamente, Invictus no está a la altura de las mejores películas de Eastwood de esta última década –Mystic River, Million Dollar Baby, el díptico sobre Iwo Jima, El intercambio, Gran Torino—; también puedo comprender ese sentimiento generalizado según el cual Eastwood parece tenernos, por así decirlo, “acostumbrados” a un elevado nivel de excelencia cinematográfica, de tal manera que el menor desfallecimiento (e Invictus, comparado con sus predecesoras, lo es) puede provocar una cierta frustración de expectativas; pero a pesar de todo ello, y de que Invictus no es un film completamente conseguido (¡cualquiera diría que eso abunda tanto hoy en día!), creo honestamente que tiene el suficiente interés como para merecer un poco más de atención.

Puede que uno de los principales motivos de esa decepción se deba al hecho de que la película gire aparentemente en torno a la figura de un personaje real tan relevante como Nelson Mandela, incurriéndose por enésima vez en la idea preconcebida de que una película sobre-un-personaje-importante tiene que ser forzosamente una-película-importante. En este sentido, creo que el planteamiento del film es más inteligente de lo que se ha dicho, dado que se centra en un episodio concreto de los primeros años del mandato de Mandela al frente de la presidencia de Sudáfrica, y desde un punto de vista asimismo muy específico, en vez de pretender abarcar todos los aspectos de la vida y la personalidad de Mandela (que es lo que quizás hubiesen intentado Oliver Stone o el Richard Attenborough de Gandhi / ídem, 1982, con el cual el Eastwood de Invictus ha sido comparado estos días, a mi entender a la ligera; por otra parte, también me parece exagerado usar el nombre de Attenborough en sentido tan peyorativo: recuérdese que, como cineasta, este gran actor británico tiene un par de títulos más que interesantes: Magic / ídem, 1978, y el magnífico Tierras de penumbra / Shadowlands, 1993). Dicho de otro modo: Invictus no me parece una película “sobre” Mandela, sino algo más sencillo y, dentro del contexto en el cual se desarrolla el relato, dramáticamente más eficaz: una película “sobre” la idea de Mandela, visto aquí más como una entelequia que como un personaje histórico “real” (y, como siempre, pongo comillas porque no hay nada más relativo que la realidad). Recordemos que, a fin de cuentas, lo que narra Invictus, basado al parecer en hechos “reales” (nuevas comillas) recogidos por el periodista británico John Carlin en su ensayo El factor humano, es a grandes rasgos de qué manera Mandela dio un paso importante de cara a la unificación del país tras tantos años de sanguinario apartheid mediante la explotación de una política populista centrada en el “opio del pueblo”, esto es, el espectáculo deportivo, en el caso concreto de Sudáfrica, el rugby.

Que un film con semejante planteamiento termine funcionando reside en la manera como Eastwood lo narra, poniendo el acento antes sobre la sugerencia que sobre lo explícito, y logrando de esta forma evitar cualquier tipo de dogmatismo, o cuanto menos reduciéndolo al mínimo, en beneficio de un relato que sabe mostrar en todo momento la tensión soterrada y a punto de explotar de un país en el cual durante tanto tiempo la minoría blanca practicó una brutal política racista contra la mayoría negra y que, con la subida al poder de Mandela, temió justificadamente posibles represalias en nombre de la venganza. Es verdad que la película recurre a algunos estereotipos para mostrar esa división interna del país: el film arranca con la salida de la cárcel de Mandela (Morgan Freeman) y, poco después, vemos al recién elegido mandatario sudafricano en su coche oficial, atravesando una carretera en la cual, a un lado, hay un grupo de jóvenes negros que juegan en un campo, lleno de hierbas silvestres y sin cuidar y delimitado con una valla metálica rota, vitoreando al nuevo presidente por el mero hecho de ser de su propia raza, mientras que en el otro lado de esa misma carretera vemos a un grupo de jóvenes blancos entrenando al rugby en un campo de césped perfectamente cortado y con una valla de delimitación impecable (contrapunteado con el comentario del entrenador de los chicos blancos, que al paso del coche de Mandela les dice a sus jugadores que no olviden este día, porque será recordado como aquél en el cual el país se fue a la mierda…). Pero, además de estar bien dosificados, dichos estereotipos encajan en el contexto de un relato que adopta el punto de vista de un Mandela empeñado en ganarse el favor de la nación gracias un discurso populista: recuérdese que el estereotipo es, precisamente, el alma del populismo.

Invictus termina destacando, sobre todo, por la elegancia de su realización y la sutilidad de sus toques humanos a la hora de caracterizar a los personajes o de plantear determinadas situaciones, recurriendo en ocasiones a un suave sentido del humor, nada cargante, que reduce considerablemente la teórica carga de trascendencia de lo narrado. Pienso, por ejemplo, en ese espléndido momento en el cual los hombres de raza negra encargados de velar por la seguridad personal del presidente Mandela se ven por primera vez cara a cara con sus homólogos de raza blanca: Mandela ha ordenado expresamente que los antiguos guardaespaldas del anterior presidente blanco de Sudáfrica permanezcan en el cargo porque quiere contar con ellos por su experiencia profesional en la materia; en este sentido, las miradas, los silencios y los gestos de incomodidad entre ambos grupos de guardaespaldas obligados a trabajar juntos expresan mejor que nada el peso de un pasado cargado de odio racial. A pesar de que en todo momento la película subraya las buenas intenciones de Mandela de cara a mantener la paz en una Sudáfrica recién salida de los horrores del apartheid, no es menos cierto que Eastwood y el guionista Anthony Peckham van introduciendo subrepticias pinceladas de tensión. Hacia el principio del film vemos a Mandela salir a practicar el footing a primera hora de la mañana, seguido de cerca por dos guardaespaldas; de repente, se crea un suspense mediante un montaje paralelo entre el ejercicio del presidente y la progresiva aproximación de una furgoneta aparentemente amenazadora; al final, resulta ser que esa furgoneta es tan sólo el vehículo de reparto de la prensa local, y por tanto una falsa alarma, pero dibuja eficazmente el contexto en el cual se maneja el protagonista, quien puede ser objeto de un atentado racista en cualquier instante. Hay otro momento, muy logrado, en el cual se apunta hacia la humanidad del personaje: vemos a Mandela salir a hacer footing otra mañana con sus guardaespaldas, uno blanco y otro negro; el primero, que le conoce menos, responde a su pregunta cordial sobre su familia preguntándole por la suya, lo cual provoca que Mandela (gran actor Morgan Freeman) pierda las ganas de correr y decida volver a su casa; el guardaespaldas negro le explica entonces al blanco que nunca debe hacerle a Mandela comentarios sobre su familia porque el mandatario acaba de separarse de su esposa (“él también es humano”, acota). Cada vez que el presidente Mandela hace una aparición en público, el jolgorio triunfal que acompaña a cada una de sus salidas tiene el contrapunto de la preocupación de los encargados de su servicio de seguridad. Más adelante, cerca del final, se crea otro falso suspense parecido al del principio: poco antes de la celebración del crucial partido de rugby entre el equipo sudafricano capitaneado por François Pienaar (Matt Damon) y el poderoso equipo de rugby neozelandés, un avión de pasajeros hace una extraña maniobra volando bajo sobre la ciudad y muy cerca del estadio donde se va a jugar ese partido; todo resulta ser una mera jugarreta del piloto para animar al equipo sudafricano mediante un lema escrito en la panza del avión, pero por unos segundos la sombra del atentado del 11-S –el cual, claro, tuvo lugar años después de lo que narra este film— planea irónica, terriblemente, sobre el relato.

Invictus acaba siendo, de este modo, una especie de fábula, más abstracta de lo que pueda parecer a simple vista. Naturalmente que de Mandela pueden decirse más cosas que las que plantea esta película, pero la circunscripción del relato a ese momento concreto de la vida del personaje resulta suficiente para expresar lo que se quiere decir: que para lo que se conoce como “la gente de la calle”, “el vulgo” o llámese como se prefiera, Nelson Mandela no es tanto un ser humano como una especie de símbolo viviente; el film sugiere, incluso, que Mandela pudo haber usado esa imagen casi mítica y legendaria que proyectaba a su alrededor en beneficio de esa política populista cuya descripción se encuentra en el fondo del relato. De ahí que el desarrollo de la narración se sostenga sobre todo en determinadas sugerencias que contribuyen a esa abstracción. Por ejemplo, el tratamiento de las escenas que ponen en relación a Mandela con Pienaar: el capitán del equipo de rugby más importante de Sudáfrica recibe una invitación del presidente Mandela para tomar el té en la sede del gobierno; Eastwood resuelve elípticamente el final de la conversación entre ambos hombres, de ahí que en vez de mostrarla por completo lo que hace es enseñar a Pienaar a la salida de la sede del gobierno siendo recogido por su esposa Nerine (Marguerite Wheatley) y explicándole a esta última, atónito, que Mandela le ha pedido… ¡que ganen el mundial de rugby! En no poca medida, la evolución del personaje de Pienaar, su equipo y su entorno familiar son utilizados para expresar metafóricamente el proceso de transformación de la sociedad sudafricana entera bajo el mandato de Mandela: véase al respecto cómo los progenitores de Pienaar (Patrick Lyster y Penny Downie), sobre todo el padre, van cambiando su actitud hacia la política de Mandela a medida que avanza el relato, todo ello visto mediante breves pinceladas y sin cargar las tintas; incluso el apunte sentimental consistente en mostrar que la criada negra de los Pienaar también ha recibido una entrada para asistir a la final de rugby entre Sudáfrica y Nueva Zelanda está mostrada admirablemente, de forma seca y concisa, y sin recrearse en ella. Sin embargo, el mejor y más intenso fragmento de esta menospreciada película lo hallamos en la visita de Pienaar y su equipo al centro penitenciario donde Mandela estuvo encerrado casi treinta años, y sobre todo en esos instantes en los cuales Pienaar entra en la antigua celda de Mandela y luego mira el campo de trabajo donde este último picaba piedra: Mandela se visualiza fugazmente ante sus ojos como una sombra, una especie de fantasma, antes una idea o un ideal. Creo que todo ello es suficiente para considerar mejor de lo que se ha dicho este interesante film, y eso a pesar de sus criticadas escenas de rugby, que si bien es verdad que son lo más convencional, tanto dramáticamente como a nivel de puesta en escena, no es menos cierto que en sus líneas generales se hacen llevaderas; además, atesoran una cualidad que encaja con la de anteriores logros de Eastwood: si en Million Dollar Baby conseguía expresar el amor de los personajes hacia un deporte tan repelente como el boxeo, en Invictus logra hacer lo mismo respecto al rugby, lo cual es notorio si, como en mi caso, no se tiene afición al deporte ni se experimenta el arrebato populista hacia el mismo que la película sabe reflejar tan bien.