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viernes, 23 de julio de 2010

“ECLIPSE” – “NOCHE Y DÍA” – “LONDON RIVER” – “EL CIRCO DE LOS EXTRAÑOS” – “SHREK: FELICES PARA SIEMPRE”

Bella Swan sigue liándola: LA SAGA CREPÚSCULO: ECLIPSE (THE TWILIGHT SAGA: ECLIPSE, 2010), DE DAVID SLADE
No es que tuviese muchas esperanzas puestas con respecto a esta tercera entrega de la serie de films basados en las novelas de Stephenie Meyer, pero cuanto menos creía que el por ahora desigual David Slade, firmante de la a mi entender muy mediocre Hard Candy (ídem, 2005) y de la, en cambio, interesante y no del todo apreciada 30 días de oscuridad (30 Days of Night, 2007), iba a intentar sacarle algo más de jugo a lo previamente transitado por Catherine Hardwicke en Crepúsculo (Twilight, 2008) y por Chris Weitz en La saga Crepúsculo: Luna nueva (The Twilight Saga: New Moon, 2009), sobre todo en lo que a esta última se refiere, la cual consiguió la dudosa hazaña de lograr que, por comparación, Crepúsculo casi pareciera buena. Por desgracia no ha sido así: si bien es verdad que, como se ha dicho estos días, Eclipse hace gala cuanto menos de unas aceptables secuencias de acción, y en general se revela una película como mínimo más entretenida que Luna nueva, el resultado se encuentra poco más o menos a la altura de sus predecesoras, más bien tirando a bajo, y adolece de todos y cada uno de los defectos de la serie que, según parece, David Slade no ha querido o no ha podido soslayar: a la espera de sus ediciones en formatos domésticos, los rumores respecto a la existencia de un director’s cut “más violento” y todas esas zarandajas no me parecen otra cosa que la consabida comidilla de preestreno.

A falta de conocer por mí mismo el libro –me ha faltado valor para leerlo—, lo que Eclipse plantea tiene, sobre el papel, ciertas posibilidades. En esta ocasión, la heroína más gafe de la historia del cine fantástico, Bella Swan, sigue liándola sin hacer absolutamente nada –y sin que su intérprete, Kristen Stewart, varíe en absoluto de expresión a lo largo de todo el metraje—, y en esta ocasión se supera a sí misma: si en Crepúsculo acabó enamorándose de un chico, Edward Cullen (Robert Pattinson), que miren ustedes por dónde resultaba ser un vampiro, y en Luna nueva se sentía atraída por otro chico, Jacob (Taylor Lautner), el cual, arrea, era un hombre lobo, ahora nuestra querida amiga desencadena ella solita una guerra de criaturas sobrenaturales en la cual se enfrentan, por un lado, un ejército de salvajes (no mucho) vampiros primerizos comandados por la vengativa Victoria (Bryce Dallas Howard) y un acólito suyo llamado Riley (Xavier Samuel), y por el otro, el ejército resultado de la forzada pero eficaz asociación de la familia de vampiros Cullen y la familia de acalorados hombres lobo a la que pertenece Jacob. En teoría, la idea de que un personaje femenino (Bella) sea algo así como una especie de indirecta fuente de todos los males, cuyo olor y cuya sangre actúan como un imán para lo sobrenatural, y de que ello esté relacionado con el hecho de que todavía siga siendo virgen, confiere al asunto una hipotética aureola mítico-legendaria en la cual, por desgracia, no se profundiza en absoluto. Asimismo, la idea de que existan vampiros primerizos incapaces de controlar su sed de sangre y que no saben convivir entre los seres humanos, como sí han aprendido a hacerlo vampiros más maduros y experimentados como los Cullen, también tiene cierta gracia, pero el guión y la realización pasan por encima de ello. Hay un tercer bando metido en el ajo que ya asomaba la nariz en Luna nueva: los aristocráticos vampiros conocidos como los Volturi, que son algo así como los reyes de los no-muertos (y que, curiosamente, como ya se veía en el anterior film, son los únicos que van ataviados con ropas de vampiro “clásicas”); la presencia de estos últimos propicia el único momento de auténtica crueldad del relato: tras la batalla de los Cullen y los hombres lobo contra los primerizos bebedores de sangre, los primeros intentan, en vano, convencer a Jane Volturi (Dakota Fanning) y a su séquito de que perdonen la vida a una niña vampirizada, Bree (Jodelle Ferland); pero esta última es ejecutada sin piedad, en un momento que Slade resuelve –no sabemos si por decisión propia o de producción— mediante un rápido fundido a negro. Todo, en conjunto, está tan sólo apuntado, o bien completamente desaprovechado, en aras de las convenciones más rancias del cine “romántico” de/ para adolescentes, carta esta última que, dentro de su medianía, el primer Crepúsculo jugaba de manera más honesta y clara: allí no había posibilidad de llamarse a engaño. Otro aspecto que llama la atención de Eclipse, también negativo, es que a pesar de incluir un par de flashbacks que recrean el pasado de dos miembros de la familia Cullen, el dibujo de los mismos prácticamente carece de relieve. Sorprende, asimismo desagradablemente, lo desaprovechadas que están algunas atractivas actrices: a las ya mencionadas Bryce Dallas Howard, Dakota Fanning y Jodelle Ferland podríamos añadir a Julia Jones (Leah Clearwater), mujer lobo de magnética presencia que se integra sin problemas entre sus descamisados congéneres masculinos por razones, me temo, de “corrección política”.


Como aceite y agua: NOCHE Y DÍA (KNIGHT AND DAY, 2010), DE JAMES MANGOLD
Supongo que el título castellano de esta película de James Mangold protagonizada por Tom Cruise no tiene el ladino propósito de establecer un vínculo con el que tuvo en España un film de Michael Curtiz sobre Cole Porter protagonizado por Cary Grant, Noche y día (Night and Day, 1946), y que se trata, como se ha afirmado, de un mero problema técnico a la hora de hacer una traducción con sentido del original Knight and Day, “Caballero y día”. Lo cierto es que, una vez vista la película, el título original tiene su propio sentido: el juego de palabras entre knight, caballero, y night, noche, podemos aplicarlo simbólicamente a la relación de la pareja protagonista, personajes antitéticos como la noche y el día o como el aceite y el agua, en lo que puede verse fácilmente una enésima reedición de una “guerra”, la de los sexos, en la cual el cine de Hollywood jamás ha firmado un armisticio: la que se desencadena entre un agente secreto aparentemente invencible e indestructible llamado Roy Miller (Cruise), sobre el cual pende una fea (y, naturalmente, falsa) acusación de traición a su patria, y la “princesa en peligro” de la función, una rubia que responde al nombre de June Havens (Cameron Diaz) cuyas mayores excentricidades consisten en su afición a coleccionar piezas de coches clásicos (ergo, antiguos) para luego reconstruirlos en su taller, y en su tendencia a ponerse botas altas para acompañar sedosos vestidos que la convención social ha establecido como idóneos para las personas de sexo femenino. Pero, además, el “caballero” del título apunta asimismo tanto a la pequeña figurita de plástico de un guerrero medieval con armadura que Roy compra en el aeropuerto y dentro de la cual oculta algo parecido al mcguffin del relato –una pila nuclear inagotable pero inestable bautizada con el nombre que, en la mitología griega, tenía el dios del viento del oeste: Céfiro—, como al hecho de que Knight sea el verdadero apellido de Roy, esto es, el apellido de sus padres, que le consideran muerto desde el momento en que el protagonista decidió ingresar en los servicios secretos del gobierno norteamericano.

Acabo de mencionar que el Céfiro es una especie de mcguffin hitchcockiano; recordemos que la definición rápida de mcguffin lo describe como algo muy importante para los personajes del film pero poco o nada importante para el realizador en cuanto narrador de la misma; maticemos que el Céfiro en cuestión no termina de ser un mcguffin porque al final acaba jugando un papel relevante en la resolución de la trama. Una trama que, cierto, tiene cierta aureola a lo Hitchcock y reminiscencias al famoso tema del falso culpable, aunque la ligereza del tono y la notable inflexión cómica de la misma recuerda más bien a ciertas añejas comedias de acción de Philippe de Brocca al servicio de Jean-Paul Belmondo, como El hombre de Río (L’homme de Rio, 1964), Las tribulaciones de un chino en China (Les tribulations d’un chinois en Chine, 1965) o Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo (Le magnifique, 1973). Noche y día, versión Mangold, es a su vez un vehículo para el lucimiento de Tom Cruise, hasta el punto que tanto la propia trama como la caracterización del personaje vienen a ser un nada encubierto homenaje a prácticamente todos los elementos más populares, y popularizados, que han fabricado la imagen del astro norteamericano en estas últimas dos décadas. En este sentido, y más acentuado si cabe por el prisma humorístico que domina la función, el Roy Miller que Cruise encarna con comodidad viene a ser una síntesis del Personaje, con mayúsculas, que ha interpretado en la mayoría de sus anteriores éxitos taquilleros: una combinación del Ethan Hunt de la trilogía (pronto, tetralogía) de Misión imposible, pasado por el filtro ligeramente auto-paródico del patrón del “triunfador con debilidades humanas” tipo Jerry Maguire, al que dio vida en un film de Cameron Crowe de nada grato recuerdo. A su lado, una Cameron Diaz que empieza a dar muestras de deterioro físico (algo patente sobre todo en sus escenas en bikini) se limita a repetir asimismo, si bien en menor escala que su compañero de reparto, el prototípico rol de rubia atolondrada-pero-de-buen-corazón que ha dominado el grueso de su poco estimulante carrera como actriz.

Ni que decir tiene a estas alturas que Noche y día tan sólo es un producto veraniego hecho a la medida de sus estrellas, en el cual apenas hay un par de aspectos positivos que impiden que el desastre sea total y absoluto. El primero es su sentido del humor, que invita al espectador de manera constante a mirarse con distancia un argumento que es poco más que una sucesión de equívocos y escenas de acción; por lo que a nosotros puede “tocarnos”, los mejores chistes (o peores, según se mire) son los relativos al tópico traficante de armas español interpretado por el siempre horrible Jordi Mollà (cuya presencia plantea, acaso sin pretenderlo, la mejor broma de la función: ¿cómo puede ganarse la vida un traficante de armas en un país que, como España, se encuentra entre los primeros del mundo en fabricación y venta de armamento…?), y la delirante persecución automovilística por las calles de una Sevilla amenizada por… ¡un encierro de toros a lo San Fermín! (dicho sea de paso, no es la primera vez que Sevilla y Tom Cruise aparecen unidos en delirante maridaje: recuérdese, en la tampoco particularmente gloriosa Misión imposible II (Mission: Impossible II, 2000, John Woo), aquella quema de fallas valencianas por las calles sevillanas…). El segundo aspecto relativamente positivo es la labor tras las cámaras de un James Mangold que asume, en una mezcla de resignación, lucidez y profesionalidad, su condición de director de orquesta de una sinfonía en cuya composición no parece haber tenido mucho que decir, lo cual se traduce en algunos (pocos) buenos momentos irónicos que impiden que el resultado arroje un saldo tan despreciable como se ha afirmado estos días: el plano aéreo combinado con travelling que permite ver, desde el exterior y a través de las ventanillas del avión de pasajeros, la pelea de Roy contra los asesinos que intentan matarle (el cual se diría un guiño visual al travelling de aproximación a la ventanilla del TGV francés que mostraba Brian De Palma en la primera y mejor Misión imposible/Mission: Impossible, 1996); durante la primera persecución automovilística por la ciudad, ese divertido plano en el cual, desde el punto de vista subjetivo de June dentro del coche, vemos la moto que conducía Roy saltar por los aires sin su piloto y a este último aterrizando aparatosamente sobre el capó; y la inesperada elipsis que, de nuevo desde el punto de vista subjetivo de una June a la cual Roy acaba de administrar un anestésico para poder ponerla a salvo, pasa del ataque aéreo a la isla a otro escenario, frustrando las expectativas del espectador que desee ver cómo se las arregla el superagente secreto para salir de este nuevo atolladero: lástima que, hacia el final, esta misma situación se repita de manera inversamente proporcional, perdiendo así su gracia.


¿Dónde están nuestros hijos?: LONDON RIVER (ídem, 2009), DE RACHID BOUCHAREB
London River es un ejemplo de otro estilo de “típica película”, en este caso las que vienen precedidas por el sello de calidad que otorgan, sin que nadie les haya autorizado previamente dicha potestad, los así llamados festivales cinematográficos, por más que a la hora de la verdad muchos de ellos tengan más de mercado que de festivo. Realizada por el cineasta francés de origen argelino Rachid Bouchareb, quien tras su muy convencional Days of Glory (Indigènes, 2006) ha vuelto a embarcarse recientemente en una nueva reivindicación del papel de los argelinos en la historia del siglo XX titulada Hors-la-loi (2010), como si tuviese la poco disimulada esperanza de erigirse en el Spike Lee franco-argelino, London River no pretende, en cambio, ser otro jalón de ese orgullo de raza en formato fílmico, por más que ambiciones no le falten. Amante de los temas “fuertes”, Bouchareb mira en esta ocasión al fenómeno del terrorismo islámico, y más concretamente a un trágico hecho real –el atentado de Londres el 7 de julio de 2005—, para describir a partir del mismo un sencillo contraste de caracteres: el que se produce entre Elisabeth Sommers (Brenda Blethyn), una madura granjera inglesa y viuda, y Ousmane (Sotigui Kouyaté), un africano residente en Francia desde hace quince años que trabaja como guarda forestal. El azar une sus vidas de manera trágica: tanto Elisabeth como Ousmane viajan a Londres para buscar a sus descendientes, la primera a su hija Jane y el segundo a su hijo Ali, ambos universitarios de los cuales han dejado de tener noticias desde el día del atentado reivindicado por Al Qaeda. El temor razonable ante la posibilidad de que sus hijos hayan sido asesinados en dicho atentado les conduce a una búsqueda frenética de los mismos por hospitales y comisarías de policía. No obstante, London River no pretende ser una digresión sobre el terrorismo sino, más bien, sobre el choque cultural, los prejuicios racistas y, en última instancia, la necesidad de concordia universal.

Dicha digresión se desarrolla, lo hemos apuntado, sobre el agudo contraste de sus protagonistas. Elizabeth es una mujer descrita como alguien más bien tradicional y conservador; al principio del film, la vemos visitar la tumba de su difunto marido, sentándose a su lado, limpiándole las hojas secas que le han caído encima y poniéndose a hablar tiernamente con él, en una imagen “a la antigua usanza” que, claro, puede hacer pensar en John Ford, si bien creo que la intención de la misma es antes la de dibujar el carácter de Elisabeth que la de hacer un mero guiño. Por su parte, Ousmane es un africano, y musulmán para más señas, que hace gala de esa elegancia silenciosa característica de la imagen, asimismo tradicional, del africano de apariencia serena que vive y deja vivir. Ni que decir tiene que estos personajes, y con independencia de la excelente interpretación que de ellos efectúan sus magníficos actores, son estereotipos mil veces vistos: Elisabeth, la granjera un tanto rústica y aislada del mundo moderno, y que agobiada por una vida de trabajo en la granja ha perdido no sólo el contacto con su hija, sino incluso la noción de la vida que lleva o puede llevar esta última en la gran ciudad; y Ousmane, el cual, siguiendo la convención, tiene un trabajo, guarda forestal, que le permite aquello que normalmente se les atribuye a los personajes no occidentales procedentes de países del denominado Tercer Mundo, es decir, “el contacto con la naturaleza” (expresión que, si bien probablemente en el momento en el cual fue acuñada se hizo con la mejor de la intenciones, en muy poco tiempo ha acabado convertida en un mero eslogan publicitario gracias a la aterradora capacidad que siempre ha demostrado la sociedad capitalista para absorber, integrar y pervertir dentro de su sistema hasta lo que se esgrime en su contra). Sus reacciones son, asimismo, tópicas: Elisabeth reacciona de forma visceral ante la falta de noticias de su hija, la cual no contesta sus insistentes mensajes a través de eso sofisticado mecanismo de esclavitud social llamado telefonía móvil, mientras que Ousmane se mantiene siempre lúcido, sereno, “africano”, incluso ante la peor de las adversidades; Elisabeth siente miedo ante Ousmane la primera vez que se ven las caras (la inmediata reacción de la primera es quitarle al segundo la fotografía de la reunión de estudiantes de lengua árabe en la cual sus hijos aparecen juntos, y a continuación denunciarle a la policía), y se “escandaliza” ante la confirmación de que “su” blanca y rubicunda Jane y “el negro” Ali no sólo eran condiscípulos, sino que además convivían como pareja en el apartamento de la primera; mientras que Ousmane, siempre muy “africano”, observa mucho, habla lo justo y se muestra asombrado ante las formas de la estupidez humana que imperan en el autodenominado Primer Mundo. También es tópica la posterior relación de amistad y complicidad que se da entre los protagonistas, que acaban compartiendo incluso aquel mismo apartamento de sus hijos bajo un clima de cordialidad y mutuo respeto. London River no es un film despreciable, a pesar del débil entramado dramático que lo sostiene. Rachid Bouchareb lo filma con solidez y cierta elegancia formal, aunque la película prácticamente no hace gala de ninguna idea de puesta en escena relevante, contagiándose de los ambientes londinenses donde se desarrolla la trama principal a fin de erigirse en una mera variante del cine realista británico a lo Ken Loach. El problema, si es que de “problema” puede hablarse, es que se trata de una película que lo que cuenta, y casi el cómo lo cuenta, se desprende de una lectura de su guión, siendo sus imágenes, correctas pero inexpresivas, un mero soporte para narrar algo que en todo momento está a la vista del espectador y que no esconde nada más entre sus recovecos o fisuras. Puede afirmarse incluso que el mejor plano del film es precisamente el último: esa áspera imagen de Elisabeth, de nuevo en su granja y cavando con rabia en el duro suelo de su huerto, que viene a erigirse en una metafórica conclusión y, a la vez, resumen de las intenciones y los resultados de la película: ¿y ahora… qué?


De vampiros y “vampiranos”: EL CIRCO DE LOS EXTRAÑOS (CIRQUE DU FREAK: THE VAMPIRE’S ASSISTANT, 2009), DE PAUL WEITZ
Más cine de vampiros de/ para jóvenes, basado también en una serie de novelas de vampiros de/para jóvenes, en este caso las de Darren Shan. Y, por una de esas extrañas casualidades/ caprichos del mundo del cine, resulta que Paul Weitz firma esta película el mismo año que su hermano Chris se hacía cargo de La saga Crepúsculo: Luna nueva. Ahora bien, sería injusto comparar El circo de los extraños con la saga de films que parten de los libros de Stephenie Meyer, porque lo cierto es que, con todas sus insuficiencias y defectos, y a pesar incluso de sus discretos resultados, la película de Paul Weitz resulta muy diferente y, hasta cierto punto, curiosa, por más que, insisto, no termine de dar todo aquello que promete. Pero vayamos por partes: si la serie Crepúsculo (los films: no hablo de los libros) hace gala, al menos por ahora (y no tiene trazas de cambiar en el futuro… salvo la consabida incorporación del 3D), de un melifluo tono romántico-adolescente, e incluso de un exceso de seriedad (que a ratos, e involuntariamente, dé risa es otra cuestión), El circo de los extraños (la película: tampoco hablo de los libros) apuesta por la ironía y el humor negro como signos distintivos. En este sentido, el film de Paul Weitz se encuentra espiritual e incluso estética y formalmente más cerca de algunas propuestas de cine de vampiros para adolescentes de los años ochenta, como Noche de miedo (Fright Night, 1985, Tom Holland) o Jóvenes ocultos (The Lost Boys, 1987, Joel Schumacher) –ninguna de las dos despreciables, sobre todo la segunda—, que de los jóvenes no-muertos de Stephenie Meyer. Otro rasgo distintivo: es un relato que, a pesar de su excesivamente marcado carácter juvenil, en la peor acepción del término (la que equivale a coyuntural), mira mucho al pasado, acogiendo en su seno numerosos elementos tradicionales del cine de terror: vampiros que duermen en ataúdes durante el día; un “circo de los extraños” que, naturalmente, evoca a Tod Browning, Ray Bradbury y la Hammer, dirigido por un gigante y habitado por enanos, una mujer barbuda, una niña mono, un chico serpiente y un hombre lobo…; arañas venenosas, pactos diabólicos, cementerios… Todo tiene, por así decirlo, sabor, o cuanto menos lo promete. El problema es si finalmente lo da.

Me temo que, a pesar de las buenas intenciones del producto, el resultado no es ni mucho menos tan suculento como parece. Hay que reconocer, empero, que lo intenta. Los actores, en general, se creen lo que están haciendo: John C. Reilly, como el vampiro Larten Crepsley, Ken Watanabe, como el gigantesco director del circo llamado, cómo no, Mr. Tall, Michael Cerveris, como el melifluo Mr. Tinny, Ray Stevenson, como el vampiro (o, mejor dicho, “vampirano”: luego hablamos de esto) Murlaugh, incluso un fugaz Willem Dafoe, como el vampiro Gavner Purl, están convincentes (no tanto Salma Hayek, la mujer barbuda Madame Truska: no se cree el papel ni lo hace creíble); hasta los menos experimentados Chris Massoglia (Chris), Josh Hutcherson (Steve) y Jessica Carlson (Rebecca, la chica mono) cumplen bien con sus cometidos. Fotografía, decoración y efectos visuales también resultan efectivos. Los problemas vienen por otro lado: un guión con posibilidades, pero que no apura todos los atractivos ingredientes en juego; y una realización correcta, que tampoco. El relato, en sus líneas generales, peca por indefinición y cierta incoherencia. Por ejemplo, en las primeras escenas asistimos a la descripción de la vida cotidiana de Chris, un chico harto-de-sus-padres (Don McManus y una gordísima Colleen Camp: ¡quién la recuerda como conejita de Playboy en Apocalypse Now!), cuyo hartazgo está visualizado por Paul Weitz en virtud de una rápida sucesión de cortas secuencias que hacen pensar, naturalmente, en la especialización de este realizador en el terreno de la comedia, en solitario o codirigiendo con su hermano Chris. Hasta ahí, perfecto, si no fuera porque, bien avanzada la proyección, todo el cinismo y sarcasmo de ese arranque termina dando paso al sentimentalismo más convencional y ramplón, haciendo que al final Chris experimente “buenos sentimientos” hacia su familia cuando esta última corra peligro por culpa del Mr. Tinny y los “vampiranos” (ahora llegamos a esto: ya falta menos). Es el consabido truco de un guión que no se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias sus planteamientos de base y en el que también incurría, por ejemplo, la reciente y a mi entender muy sobrevalorada Kick-Ass: listo para machacar (Kick-Ass, 2010, Matthew Vaughn); en resumen, mucho ruido y pocas nueces. Otro inconveniente que resta fuerza al relato reside en esa separación, tan frecuente y molesta dentro del último cine fantástico y que, ésta sí, crea un vínculo peligroso entre El circo de los extraños y la serie Crepúsculo, consistente en diferenciar entre monstruos “buenos” y monstruos “menos buenos” o “malos”: aquí, los vampiros “buenos” o “menos malos”, representados por Crepsley y el joven Darren, que tal y como le explica el primero al segundo han aprendido a convivir con los seres humanos tomando de ellos la mínima cantidad de sangre para subsistir, y los famosos “vampiranos”, que no son sino los continuadores de la tradición de bebedores de sangre que no ven en la humanidad más que a ganado con el cual alimentarse indiscriminadamente. Pero todo esto, que puede ser más o menos discutible o que incluso puede gustar más o menos, en última instancia apenas tiene relieve por culpa de la tibia puesta en escena de Paul Weitz, que no saca todo el partido posible a no pocas ideas de atractivo planteamiento: la descripción de la amistad y luego rivalidad entre Chris, el chico que acaba convirtiéndose en vampiro en contra de su voluntad, y Steve, el joven rencoroso que quería ser vampiro y acaba transformado en “vampirano” por puro resentimiento con el mundo y con la vida; la secuencia de la araña blaugrana Octa, la mascota de Crepsley, corriendo suelta por los pasillos del instituto, que no termina de tener toda la gracia que pretende; sobre todo, la decepcionante introducción al mundo mágico del Cirque du Freak acampado en las afueras de la ciudad: la cámara lo recorre tan rápido que resulta prácticamente imposible apreciar los detalles asombrosos de ese mundo de fantasía teóricamente sin límites… La mejor secuencia acaba siendo la de la representación teatral de los freaks del circo en el pequeño teatro local, en la cual la aparición de cada nueva “rareza” que se incorpora al escenario sugiere la presencia de ese universo de maravillas que, al final, no terminan de manifestarse por completo.


El ogro verde sienta la cabeza: SHREK: FELICES PARA SIEMPRE (SHREK FOREVER AFTER, 2010), DE MIKE MITCHELL
Nunca he sido un incondicional de la serie Shrek; es más, me molesta que durante algunos años fuera utilizada como ejemplo a seguir dentro del cine de dibujos animados norteamericano, a modo de contraposición con el cine de animación de Walt Disney, en un debate al cual puso punto final, y de manera artísticamente contundente, Pixar. Absurda polémica que, además, en el fondo no tenía apenas ninguna base sólida, habida cuenta de que, si bien el primer fillm de la saga del ogro verde, Shrek (ídem, 2001, Andrew Adamson y Vicky Jenson), era bueno pero tampoco extraordinario, no podía decirse lo mismo de sus dos siguientes y progresivamente peores secuelas, Shrek 2 (ídem, 2004, Andrew Adamson, Kelly Asbury y Conrad Vernon), y sobre todo, la aburridísima Shrek Tercero (Shrek the Third, 2007, Chris Miller y Raman Hui). De ahí que me haya llevado una pequeña sorpresa con Shrek: felices para siempre, que si bien está lejos de ser una buena película, hay momentos en que casi lo consigue, y cuanto menos está bastante por encima de la tercera entrega, lo cual ya es de agradecer. En primer lugar, el guión, sin ser un portento de imaginación –digámoslo ya, para quitárnoslo de encima de una vez, que se inspira en la premisa que sustentaba el magistral ¡Qué bello es vivir! (It’s a Wonderful Life, 1946) de Frank Capra—, está bien construido, tiene sentido del ritmo y, sorprendentemente, no abusa tanto del humor coyuntural que lastraba Shrek 2 y Shrek Tercero. Y la animación, asimismo, es posiblemente la mejor de las cuatro entregas de la serie, de tal manera que, a ratos, el film consigue exhibir algo que no aparecía ni siquiera –dado su elevado tono irónico— en el primer Shrek: bellas imágenes, particularmente en las aquí bastante logradas escenas de acción.

Lo que, en cualquier caso llama la atención, al margen de los valores intrínsecos del film que acabamos de anotar, es su contenido extrínseco, sobre todo si se mira el arco dramático establecido con respecto al primer Shrek. Si este último alardeaba de su condición de mirada ácida e irreverente hacia la tradición de los más clásicos cuentos de hadas, por más que ese contenido transgresivo fuese en el fondo más aparente que real pues, a fin de cuentas, la película acababa respetando la convención del happy end, en Shrek: felices para siempre –el propio título español ya lo dice— asistimos a la culminación del proceso de “domesticación” del ogro verde. Al principio del relato, Shrek lamenta que su actual condición de cabeza de familia, amante esposo y padre de tres pequeños y ruidosos ogritos haya aplastado su “vida de ogro” bajo el peso de la más aburrida rutina pequeño-burguesa. Shrek se ha convertido en aquello que más odiaba en el pasado: un ogro que ya no ruge cuando quiere, sino cuando se lo piden los pelmazos en las fiestas de cumpleaños de sus hijos; que ya no asusta a la gente, pues todo el mundo le conoce y le quiere; que ya no puede revolcarse en el barro cuando le da la gana, porque los quehaceres hogareños acaparan su atención y le quitan tiempo libre; etc., etc. Todo ello visualizado, al igual que hemos comentado con respecto a El circo de los extraños, mediante una rápida sucesión de cortas secuencias cuya velocidad pretende ser un reflejo del agobio del personaje protagonista. Shrek se lamenta de todo ello a su amada Fiona, la cual le dice que no sabe apreciar lo que tiene: que “lo tiene todo” (esposa, hijos, amigos, cariño). La salida a toda esta frustración se la proporciona el famoso duende de casi impronunciable nombre, Rumpelstiltskin, quien le hace firmar un contrato mágico gracias al cual vivirá durante un día entero como el ogro que había sido en el pasado, y todo ello a cambio de regalarle al duende un solo día de su infancia; la trampa, claro está, consiste en que el duende se queda con el día en que Shrek nació; y de este modo, al no haber venido al mundo, nunca rescató a la princesa Fiona del castillo donde estaba retenida por la dragona (tal y como se vio en el primer Shrek), y Rumpelstiltskin consiguió, a cambio de chantajear a los reyes y padres de Fiona, apoderarse del reino de Muy Muy Lejano. De este modo, los esfuerzos del ogro verde con tal de restablecer todo lo que el duende ha deshecho con su magia perversa consistirán en un proceso de recuperación de aquello que ha perdido de un plumazo: volver a hacerse amigo de sus viejos camaradas el Asno y el Gato con Botas (aquí convertido en una obesa parodia de sí mismo), y reconquistar el amor de Fiona (reciclada en líder de una rebelión de ogros contra la tiranía del duende), partiendo de la base de que, al no haber nacido “nunca”, ahora ninguno de ellos le reconoce… Dicho de otra manera: Shrek: felices para siempre acaba convirtiéndose en una metáfora, disfrazada bajo los cómodos ropajes del espectáculo de animación por ordenador para toda la familia (y, aquí, también en 3D), del proceso de (re)conversión de un ogro que quería ser libre y acaba abrazando de nuevo y por propia voluntad la causa de la esclavitud pequeño-burguesa, en su modalidad más conservadora y adocenada: amante esposa, queridos hijos, muchos amigos, y fiestas de cumpleaños con tarta y bromas incluidas. Ello no es óbice para que, “píldoras” ideológicas aparte, el film funcione a ratos con una eficacia superior a la demostrada en Shrek Tercero. Hay momentos que, inesperadamente, tienen gracia, tal es el caso de la llegada de los reyes de Muy Muy Lejano al campamento de Rumpelstiltskin y sus brujas (en particular, por el aire lumpen que exhiben estas últimas); o el momento en que, dentro del carromato del duende, este último tienta a Shrek con la posibilidad de volver a ser el ogro que era antes, resuelto con inesperada sobriedad y con una vis cómica de cierta calidad. Brillan, asimismo, las secuencias de acción, entre las cuales destacan, como suele ser habitual en este tipo de producciones, las más espectaculares: el “ataque aéreo” de las brujas sobre Shrek; o, en particular, la pelea final en el salón del trono del ejército de ogros rebeldes contra las hechiceras partidarias de Rumpelstiltskin. En la balanza de lo negativo hay que volver a reiterar defectos congénitos y reiteraciones de ideas explotadas en los anteriores títulos de la serie, tales como el abuso de famosas canciones pop, o el ya excesivamente sobado gag del Gato con Botas que, con tal de conseguir su propósito, sabe poner la más tierna de las expresiones de indefensión a fin de desarmar emocionalmente a sus oponentes.

4 comentarios:

  1. Tomas, vaya peliculones te has tragado! Te acompaño en el sentimiento... Yo solo pique en la de los FREAKS, que parece mas bien un capitulo piloto de alguna serie del canal Disney. Inocuo e insipido, aunque ese inicio a lo SOMETHING WICKED... de Bradbury prometia algo.

    saludos!

    F

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  2. Hola, F.:

    ¡Así es la dura vida del crítico! ¡Un auténtico infierno! (je, je...).

    Un abrazo.

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  3. Bueno Tomás, todavía te quedan "Toy Story 3" y "Origen" para compensar. Pixar y Nolan son sinónimo de calidad, rara vez decepcionan.

    Saludos,

    Jesús.

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  4. a mi me párese que es una película muy buena y con una excelente critica pues el hecho de que la película no sea buena para muchos buena y se decepcionen a me párese que tiene u gran contenido y un gran ámbito cinematográfico...

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