Hacia mediados de la década de 1990, John Frankenheimer protagonizó una especie de simbólico retorno a sus orígenes profesionales haciéndose cargo de una serie de producciones para la televisión. Es posible que ello fuera como consecuencia de la floja o en algunos casos nula recepción comercial y crítica de la producción cinematográfica que desarrolló durante los ochenta y primeros noventa, dentro de la cual se hallan títulos tan interesantes como El reto del samurái (The Challenge, 1982), El pacto de Berlín (The Holcroft Covenant, 1985) y sobre todo Tiro mortal (Dead Bang, 1989), junto con otros nada desdeñables como 52 vive o muere (52 Pick-Up, 1986) o La cuarta guerra (The Fourth War, 1990). También puede deberse, pura y simplemente, a que el cine comercial norteamericano hacía tiempo que había dado la espalda a Frankenheimer y a otros veteranos, fueran o no de la “generación de la televisión”, que ya no estaban “en la onda”, y que el firmante de Siete días de mayo prefiriera volver a trabajar en la “pequeña pantalla” con más libertad y/ o menos presiones de cara a satisfacer exigencias comerciales. Sea como fuere, en esta, más que nueva, renovada etapa televisiva, Frankenheimer realizó telefilms y miniseries como Against the Wall, estrenado entre nosotros en formatos domésticos con el título de Contra el muro y fechado en 1994 (si bien en sus créditos figura como realizado en 1993), The Burning Season (1994), Andersonville (1996) y George Wallace (1997); pocos años después, cuando reanudó su actividad en el cine e incluso vivió un primer conato de revalorización en vida sobre todo gracias a Ronin (ídem, 1998), Frankenheimer cerraría su filmografía con un postrero trabajo para la televisión, Path to War (2002), editado entre nosotros en DVD como Camino a la guerra.
Contra el muro parte de un guion firmado por Ron Hutchinson, guionista y dramaturgo que volvería a trabajar con Frankenheimer en su controvertida versión de La isla del Dr. Moreau (The Island of Dr. Moreau, 1996), y se inspira –al igual que los siguientes trabajos del director para la pequeña pantalla– en dramáticos hechos reales: los sucesos que rodearon el motín de internos de la prisión de Attica, Nueva York, en el año 1971, el cual se saldó con casi cuarenta muertos, diez de ellos guardias del centro penitenciario, y ochenta heridos. Contra el muro contó, según rezan sus títulos de créditos, con el asesoramiento de Michael Smith, personaje real interpretado en el telefilm de Frankenheimer por Kyle MacLachlan, el cual es junto con el personaje –ignoro si real o no– de Bishop, o Jamaal según la denominación musulmana bajo la cual él mismo desea ser conocido, y encarnado a su vez por Samuel L. Jackson, los dos principales protagonistas de un relato, empero, con un fuerte componente coral.
Una serie de imágenes documentales –los asesinatos de Bobby Kennedy y Martin Luther King, las manifestaciones contra la política hostil de la administración de Richard Nixon en el tema de la guerra de Vietnam…– sitúan al espectador en un contexto histórico muy preciso, y particularmente turbulento, de la historia de los Estados Unidos del siglo XX. Tras este prólogo, Frankenheimer pasa al escenario de una barbería donde está sentado un joven melenudo, de espaldas a la cámara, esperando ser atendido por el peluquero; la notable extensión de su melena nos hace pensar de inmediato que se trata de uno de los jóvenes contestatarios de estética hippie tan característicos de
Hemos mencionado que en Contra el muro hay otro coprotagonista o, si se prefiere, otro personaje relevante en el desarrollo de la trama, el ya citado de Bishop, alias Jamaal. Este último, al contrario que Smith, es un delincuente, alguien en principio antitético del joven y novato guardia, por más que el desarrollo del relato insista, y nos confirme, que hay entre ellos más puntos en común de lo que parece a simple vista. No por casualidad, en una secuencia magníficamente filmada y desarrollada sobre la base de un montaje en paralelo que solo puede calificarse como ejemplar, vemos por un lado a Smith en su primer día de trabajo en Attica y la entrada (en realidad, el regreso) a la misma prisión de Jamaal junto a otro grupo de nuevos presos; asimismo, mientras Smith recibe las primeras instrucciones sobre el funcionamiento de la prisión y el papel que los guardias cumplen en ella, Jamaal y sus compañeros de infortunio son también instruidos por el guardia de mayor rango, Weisbad (Frederic Forrest), alguien que por el mero hecho de tener una graduación superior entre los de su profesión se cree con derecho a tratar con superioridad, arrogancia y sin ningún tipo de miramientos a unos hombres que, con independencia de su peligrosidad y la gravedad de los delitos que les han conducido a ser encarcelados, para Weisbad no son más que “animales”. Yendo más lejos, el paralelismo establecido entre Smith y los guardias y Jamaal y los demás internos está reforzado en una línea de diálogo en la cual se afirma que, en el fondo, en realidad todos ellos están allí encerrados, con la única diferencia de que los guardias tienen pase de pernocta…
Puede verse Contra el muro como una especie de anticipo de la por lo demás interesante Celda 211 (2009), de Daniel Monzón, en lo que se refiere a la presentación de un vigilante novato, aquí Smith, que de repente y sin comerlo ni beberlo se ve teniendo que hacer frente a un pavoroso motín de reclusos. Pero si Celda 211 es una buena película, Contra el muro es en cambio un film magnífico, a ratos extraordinario. Lo que hace grande a esta película de Frankenheimer, tanto da que estuviese hecha para televisión porque su densidad e intensidad compiten con la de cualquier producción para el cine, reside en su manera directa, cruda y sin cortapisas de mirar a los personajes y de plantear las situaciones, de tal manera que las diferencias preestablecidas entre guardias y reclusos no tardan en diluirse con rapidez, en beneficio de un retrato sin concesiones de la condición humana. Bien es verdad que el discurso, rico y sugerente, de este excelente (tele)film se sostiene en gran medida por el atractivo contraste que se produce entre los ya mencionados personajes de Smith y Jamaal; el primero, un joven horrorizado por la dureza del sistema penitenciario, que trata a los internos peor que a bestias, hacinándolos y prácticamente sin darles la más mínima oportunidad de sentirse seres humanos dignos; el segundo, un hombre que en cierto sentido ha abrazado la religión musulmana como símbolo de su actitud de protesta contra todo lo que sea “blanco” (religión “blanca”, policía “blanca”, sistema de justicia “blanco”, sociedad “blanca”…), convirtiéndose en una suerte de activista a la vez político y religioso en defensa de los derechos de los reclusos. Lo más atractivo del contraste entre ambos personajes consiste en que, lejos de ponerse de acuerdo, se produce entre ellos un rico intercambio de actitudes, de formas de entender la vida, que acaba estableciendo entre ambos un vínculo, si no de amistad, como mínimo sí de respeto: de mutuo reconocimiento. Una vez desatado el motín de los reclusos, y después de que estos se hayan apoderado de la prisión y retengan como rehenes a varios guardias, entre ellos Smith, este se niega a colaborar con sus captores porque no quiere participar en ese chantaje, del mismo modo que, antes del motín, le hemos visto llevar de mala gana e incluso resistirse a las prácticas crueles que los guardias ejercitan indiscriminadamente sobre los presos: la actitud de Smith es una resistencia pasiva tras la cual se solapa una rotunda negativa a aceptar ni la crueldad de los guardias ni las ansias de venganza de los presos. Por otra parte, y en cierto sentido, tanto Smith como Jamaal son parias de la sociedad, el primero dentro de los márgenes de la ley y el segundo fuera, pero los dos comparten su descontento ante una situación cruel e injusta. De ahí que, en el momento crucial del relato –el violento asalto final de las fuerzas del orden que pone un sangriento punto final al motín–, ambos compartan una suerte de camaradería que les lleva a prometerse mutuamente de que, en el caso de que uno muera, el otro hablará con la familia del fallecido.
Todo ello está contado por Frankenheimer con una puesta en escena no menos dura y “violenta”, en consonancia con el tono del relato, de tal manera que la elección de los encuadres parece determinada en todo momento de cara a conseguir una lograda atmósfera de crispación, de tensión soterrada y siempre a un paso de estallar. Si bien merecen una mención obligada las grandes set-pieces del film, como puedan ser las secuencias del motín y la ya mencionada del asalto definitivo a la prisión, espléndidamente rodadas, lo más meritorio acaba siendo la fuerza de gestos y miradas, y de qué manera unos y otras contribuyen a ir dibujando un variado paisaje de puntos de vista: el plano largo, casi un plano-secuencia, que recoge el momento en el cual Weisbad amenaza a los presos recién llegados con las duras normas que tienen que seguir, construido de tal manera que, en el extremo derecho del mismo, Jamaal hace frente al guardia poniendo en cuestión el absurdo de esa reglamentación; la escena en la que un guardia veterano le explica a Smith, a quien Weisbad le ha encargado conducir a un grupo de presos a las duchas, que para dirigirse a ellos basta con que dé uno o dos golpes con su porra para que le obedezcan; ese instante en el que, aprovechando el caos del motín, el vengativo Chaka (Clarence Williams III) se encarga de liquidar a cuchilladas a un “chivato”; el momento en el cual, aprovechando que ha sido obligado por Jamaal a hablar ante las cámaras de televisión para conmover a la opinión pública, Smith lleva a cabo un improvisado alegato de denuncia de las pésimas condiciones de vida de los presos; el angustioso plano subjetivo desde el punto de vista de Jess (Peter Murnik), uno de los agentes que llevan a cabo el asalto final a la cárcel, expresión de la confusión reinante en una matanza que deriva en la muerte accidental de algunos guardias retenidos como rehenes bajo los disparos de los mismos hombres que venían a rescatarles.
Me sorprende que no se hable más a menudo de esta película cuando se habla de Frankenheimer. Es una película "de cárceles" ejemplar y una de las mejores de su director. Sólo la vi una vez hace años, pero lo que más recuerdo de ella es su intensidad y lo claustrofóbico de su puesta en escena. Tanto que juraría que la vi en formato 4:3 en lugar de el 1'85:1 de las capturas. También me sorprendió mucho "Andersonville", otro de los trabajos "carcelarios" y televisivos de Frankenheimer.
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