[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE TEXTO, QUE ES LA
VERSIÓN ÍNTEGRA DE MI COMENTARIO DE ESTA SERIE PUBLICADO EN “DIRIGIDO POR…”,
NÚM. 500, JUNIO 2019, SECCIÓN STREAMING / TV (1), SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA.]
Acompañada
de unas polémicas tan absurdas como incomprensibles, la octava y última
temporada de Juego de tronos (Game of
Thrones, 2011-2019) no ha hecho sino reafirmar, con todos sus defectos, pero
también con no pocos méritos, el interés de esta serie, cuya popularidad puede
enturbiar el aprecio de sus virtudes. Que yo recuerde, no ha habido una última
temporada de una serie de televisión que haya levantado tanta polvareda a nivel
popular, o por lo menos no la ha habido desde que se emitió el episodio final
de Perdidos (Lost, 2004-2010), como
lo ha hecho el cierre de Juego de tronos.
Una expectativa, todo hay que decirlo, perfectamente prefabricada por sus
responsables, los creadores y guionistas principales David Benioff y D.B. Weiss
y la cadena HBO, quienes ya empezaron a echar leña al fuego con el anuncio de
que esta octava y última temporada no iba a emitirse en 2018, faltando por
tanto a la cita anual con los seguidores de la serie establecida desde 2011,
sino que lo haría en 2019 a causa de la complejidad de su producción, digna de
cualquier película de Hollywood que ya suele consumir un par de años entre
preproducción, rodaje y postproducción. Desde entonces y hasta ahora se fue
creando un caldo de cultivo entre los fans acérrimos y más impacientes que,
llegado por fin el momento de la emisión de la tan esperada temporada final, ha
desembocado en un fenómeno con signos de histeria colectiva que, probablemente,
habrá sido económicamente muy fructífero para HBO, pero que, desde otra
perspectiva, ha desatado una auténtica oleada de insensatez.
Puede
comprenderse, hasta cierto punto, el encariñamiento que algunos espectadores
pueden haberse hecho con respecto a ciertos personajes de la serie, digamos,
«positivos» (o, como suele decirse vulgarmente, «los buenos»), tal es el caso
de Tyrion Lannister (Peter Dinklage), Daenerys Targaryen (Emilia Clarke) –la
principal generadora de controversia de toda esta temporada–, Jon Nieve (Kit
Harington) y las hermanas Arya y Sansa Stark (Maisie Williams y Sophie Turner);
de la misma manera que podemos aceptar, dentro de esa misma lógica, más
emocional que racional, el «odio» hacia los personajes «negativos», «los
malos», caso de Cersei Lannister (Lena Headey), su incestuoso hermano y amante
Jamie (Nikolaj Coster-Waldau) –a pesar de la evolución «positiva» que ha ido
experimentando este personaje desde que empezó a recibir dolorosas lecciones de
humildad a raíz de la mutilación de su mano derecha–, o el despiadado nuevo
amante de Cersei, Euron Greyjoy (Pilou Asbaek). Siempre y cuando tengamos claro
que ese encariñamiento y ese odio hacia personajes de ficción es cuanto menos
relativo, y que lo que excede de los márgenes de lo racional tan solo puede
calificarse como de infantil e inmaduro.
Desde
luego que esta octava temporada no ha sido, ni mucho menos, perfecta (¿alguna
de las anteriores lo es?), pero tampoco ha sido, ni de lejos, el desastre
pregonado por un fandom sin nada
mejor que hacer. Estamos de acuerdo en que algunas de las quejas, si bien
exageradas, han sido cuanto menos razonables: los problemas técnicos que
dificultaron el visionado del tercer episodio y uno de los más espectaculares,
«The Long Night»; o, cierto, el famoso vaso de plástico de café con leche que
se «coló» durante unos segundos, pero de manera perfectamente visible, en uno
de los planos del cuarto episodio, «The Last of the Starks». Pero la reacción
visceral desatada por los episodios quinto y sexto, «The Bells» y «The Iron
Throne», motivada por la «revelación» (?) de algo que ya se iba intuyendo a lo
largo de las anteriores temporadas, que bajo la aparentemente dulce y ecuánime
Daenerys no había sino una reina que poco a poco había ido creciendo en
soberbia y actitudes dictatoriales a medida que iba aumentando su poder, y que
ha dado pie a iniciativas tan estúpidas como la recogida de un millón de firmas
en Change.org para solicitar a HBO que reescriba y cambie el final de la serie,
tan solo puede calificarse, vuelvo a repetir, de infantil e inmadura.
Anécdotas
aparte, los tres primeros episodios de esta octava temporada se han centrado en
el enfrentamiento de los reinos del Norte liderados por Jon Nieve contra el ejército
de los Caminantes Blancos comandados por el Rey de la Noche (Vladimir Furdik),
mientras que los tres restantes lo han hecho alrededor de la conquista de
Desembarco del Rey, sede de gobierno de la despótica Cersei Lannister. Esta
temporada, la más corta en número de episodios si bien los cuatro últimos
rondan los 80 minutos de duración, ha ofrecido, mal que pese, algunos de los
mejores momentos de toda la serie. No es el caso del primer episodio,
«Winterfell», dirigido por David Nutter y correcto en sus líneas generales,
pero que no deja de ser un capítulo de introducción, o mejor dicho, de
transición entre el espléndido séptimo y último capítulo de la séptima
temporada –«The Dragon and the Wolf», de Jeremy Podeswa– y esta octava
temporada, por más que atesora una imagen memorable: el hallazgo del cadáver de
un niño, cuyo cuerpo ha sido colgado en una pared y «adornado» colocando a su
alrededor varios brazos humanos cortados.
Mucho
mejor es el segundo episodio, «A Knight of the Seven Kingdoms», también
realizado por Nutter; lo cual demuestra, por enésima vez, hasta qué punto son
decisivos los showrunners en materia
de atmósfera y densidad narrativa de las series, por encima de las teóricas
aportaciones de los realizadores, por lo general de segunda fila, que se hacen
cargo de la puesta en imágenes. Sobre todo, en su segunda mitad, este episodio
hace gala, como digo, de atmósfera, admirable, y de densidad, consistente,
alrededor de la tensa espera nocturna de los personajes atrincherados en
Invernalia mientras aguardan el ataque de los Caminantes Blancos. Sombría
premonición de muerte que culmina en dos escenas tan humanas como emotivas:
Arya perdiendo la virginidad en brazos de Gendry (Joe Dempsie), por si acaso
ambos no llegan a ver la luz del nuevo día; y, sobre todo, el momento en que
Jamie Lannister nombra «caballero» a la guerrera Brienne de Tarth (Gwendoline
Christie).
El
tercer episodio, el ya mencionado «The Long Night», firmado por Miguel
Sapochnik, es tan atractivo como irregular, a ratos tan brillante como, en
otros, relativamente decepcionante: el ya clásico «episodio de batalla» que en
las primeras temporadas corría a cargo de Neil Marshall. No se le puede negar
espectacularidad, por encima de la media de cualquier producción televisiva a
nivel internacional, ni tampoco algunas hermosas imágenes y buenos momentos de
puesta en escena: la carga nocturna de la caballería liderada por el valeroso
Jorah Mormont (Iain Glen) contra el ejército de los Caminantes Blancos, y cómo
aquélla es literalmente «tragada» por la oscuridad, es digna de aplauso. Pero
sus 80 minutos de escenas de batalla, unidos a los ya mencionados problemas de
visionado (por más que esto no entrara dentro de la voluntad de sus
responsables), culminan con un golpe de efecto de guion cuyo carácter
artificioso se nota demasiado: Arya Stark salva el día matando, en el último
segundo, al Rey de la Noche, y con él a todo el ejército de los Caminantes
Blancos de un plumazo...
Este
golpe de efecto pone en evidencia algo que, en líneas generales, se ha hecho
patente a lo largo de esta temporada: una cierta sensación de prisa con tal de
acabar de una vez una serie que, a priori, poco más podía dar de sí una vez
adaptados e incluso rebasados de sobra los libros de la saga literaria de
George R.R. Martin en los que se inspiran. Pese a todo, vuelvo a insistir, el
cuarto episodio, «The Last of the Starks», de nuevo firmado por Nutter, eleva
el nivel de la serie con una segunda mitad excelente, en la cual brillan con
luz propia dos grandes secuencias: el ataque con flechas gigantes contra la
flota de Daenerys lanzado a traición y con alevosía por Euron Greyjoy, que
culmina con la muerte de uno de los dos dragones supervivientes de la popular khaleesi de blancos cabellos; y la tensa
pero fallida conversación de paz con Cersei a las puertas de Desembarco del
Rey, que concluye fatídicamente con el asesinato a sangre fría de Missandei
(Nathalie Emmanuel), la consejera y amiga de Daenerys y compañera sentimental
del fiel comandante del ejército de esta última, conocido como «Gusano Gris»
(Jacob Anderson).
Las
dos secuencias mencionadas y lo que ambas desarrollan se encuentran en la base
dramática que justifica la sangrienta venganza de Daenerys, con la complicidad
de un no menos vengativo «Gusano Gris», que se encuentra en la base del quinto
episodio, «The Bells», realizado por Sapochnik, y que me parece el mejor
episodio de esta temporada y uno de los mejores de toda la serie. Nos hallamos
de nuevo ante otro «episodio de batalla», otros 80 minutos de escenas de
muerte, pero mucho mejor desarrollados que en «The Long Night», y con una
intensidad dramática digna de encomio. Los momentos culminantes de la trama,
tales como el esperado duelo final de Sandor «El Perro» Clegane (Rory McCann)
contra su monstruoso hermano Lord Gregor «La Montaña» (Hafþór Júlíus Björnsson),
o el destino final de Cersei y Jamie Lannister, se integran perfectamente
dentro de la espectacular y a la vez aterradora visualización –muy «11-S»– de
la venganza de Daenerys, a lomos de su ahora único dragón, sobre la ciudad de
Desembarco del Rey. Hay, incluso, una buena idea de puesta en escena al
principio de este episodio: cuando Tyrion visita a Daenerys en sus aposentos,
un plano pone en relación al primero con el relieve de una cabeza de dragón en
la pared, sugiriendo de este modo que Tyrion no va a hablar con la reina a la
que adoraba, sino con un «dragón» humano que, como pronto veremos, quiere dar
rienda suelta a su venganza.
Precisamente
una de las más bellas imágenes del sexto episodio, «The Iron Throne», dirigido
para la ocasión por Benioff y Weiss, consiste en ese plano en el que, por un
momento, las gigantescas alas del dragón, aterrizando varios metros detrás de
Daenerys mientras esta se dirige hacia su ejército tras haber arrasado
Desembarco del Rey, provoca que, por unos instantes, parezca que es la propia
Daenerys la que tiene esas alas de dragón que se diría brotan de su espalda,
reafirmando la idea de que la khaleesi
ha dejado atrás su humanidad para convertirse, definitivamente, en una especie
de mujer-dragón. Aunque menos intenso que el quinto episodio, este sexto se
encuentra, en sus líneas generales, a la altura de los mejores momentos de los
capítulos segundo y cuarto de esta temporada. El clímax del episodio, y con él
de la serie entera, se produce, curiosamente, dentro de su primera mitad:
consciente de que su amada Daenerys se ha convertido en un monstruo, Jon Nieve la
asesina; y, en otro golpe de efecto de guion, pese a todo más interesante y
poético que el de la victoria de Arya Stark sobre el Rey de la Noche en el
clímax de «The Long Night», el dragón de Daenerys no acaba con Nieve tras ver
que acaba de apuñalar mortalmente a su «madre», como sería lo lógico, sino que
funde con su aliento de fuego al auténtico «culpable» de todo lo que ha
ocurrido a lo largo de toda la serie, ¡el Trono de Hierro!, antes de cargar con
el cadáver de Daenerys y emprender el vuelo. El episodio concluye con una
resolución, creo yo, deliberadamente abierta: Bran Stark (Isaac Hempstead
Wright) es nombrado por consenso rey de los Siete Reinos, o, mejor dicho, de
los Seis Reinos: su hermana Sansa mantendrá la independencia del suyo; mientras
que Jon Nieve, condenado al exilio en la Guardia de la Noche por el asesinato
de Daenerys, y Arya Stark, dirigiendo una expedición hacia el oeste, «donde acaban los mapas», parten en busca
de nuevas aventuras. ¿Llegaremos algún día a verlas? Quién sabe.
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