[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] El planteamiento
general de Detroit (ídem, 2017), es
decir, todo lo que concierne a sus puntos de vista temáticos, narrativos y
formales, no se encuentra lejos del que hemos visto no hace mucho en otra
producción norteamericana que, al igual que esta, se presenta como una
reconstrucción de hechos históricos, o si se prefiere, hechos reales: Día de patriotas (Patriots Day, 2016) (1). En ambos casos, sus respectivos
realizadores, Kathryn Bigelow y Peter Berg, adoptan la técnica cinematográfica
usualmente conocida como “estilo documental” o “estética de documental” (nada
novedosa, por otro lado) con vistas a lograr que lo que se muestre en pantalla
provoque en el espectador la sensación de estar presenciando algo “realista”, o
mejor dicho, cercano a la realidad (o, mejor aún, a un determinado concepto estereotipado
de lo que se supone es la realidad, la cual, no lo olvidemos, puede ser tanto
algo absoluto, objetivo, como relativo, subjetivo). “Efecto realidad” que se
incrementa, si cabe, mediante la subrepticia inserción de auténticas imágenes
documentales de los hechos históricos reconstruidos, diluyendo las fronteras
entre ficción y no ficción.
Detroit
arranca con una serie de rótulos didácticos destinados a ubicar al público en
el contexto histórico de los hechos que reconstruye; en este caso, la situación
social y económica de la población afroamericana en los Estados Unidos, los
disturbios raciales que tuvieron lugar en la ciudad norteamericana del título
entre el 23 y el 25 de julio de 1967, y más concretamente, el siniestro
incidente que aconteció en el motel Algiers la noche del 25 al 26 de julio.
Dichos rótulos están superpuestos sobre una serie de dibujos y pinturas de
estilo más bien naíf, que en cierto sentido anticipan el tono que va a presidir
un relato narrado, asimismo, a base de fuertes contrastes de colores y poniendo
el acento en el carácter colectivo de una trama protagonizada, de hecho, por
multitud de personajes. Unos personajes descritos, asimismo, mediante
pinceladas sencillas (que no simples), pero eficaces, con vistas a crear así,
como suele decirse, un tapiz social,
o dicho de otro modo no menos frecuente, con la finalidad de establecer así una
visión de conjunto sobre lo ocurrido
en Detroit en aquella aciaga época. Bigelow, que mal que pese a sus exégetas
siempre ha sido muy torpe a la hora de dibujar perfiles psicológicos, aquí hace
gala de un estupendo sentido del relato coral, o si se prefiere, del dibujo de
una colectividad. De este modo, Detroit
corrobora algo que siempre he echado en cara a su cine: su nula capacidad para
crear, de forma individual y personalizada, personajes con una psicología
consistente: basta con echar la vista atrás, con ojo crítico y dejando a un
lado embelesamientos esteticistas que no llevan absolutamente a ninguna parte,
sus dos anteriores (y horribles) En
tierra hostil (The Hurt Locker, 2008) (2)
y La noche más oscura (Zero Dark
Thirty, 2012) (3). Un mal, no
obstante, endémico en el conjunto de su filmografía, con la relativa excepción
de una película que, por ese mismo carácter de relato coral, de retrato
colectivo, no era del todo mala: K-19:
The Widowmaker (ídem, 2002).
Tras
los créditos, la primera gran secuencia de Detroit
tiene lugar en una calle del barrio negro de la ciudad, y se ubica alrededor de
una imprenta donde no, no se están imprimiendo papeletas y carteles electorales
para un referéndum, sino que se está celebrando algo, si cabe, más subversivo:
una fiesta. Fiesta que interrumpe la llegada de la policía, formada no solo por
agentes blancos sino también por algunos afroamericanos; de hecho, uno de ellos
–en lo que puede verse como un guiño a Contra
el imperio de la droga (The French Connection, 1971, William Friedkin)–
finge interrogar brutalmente a otro hombre negro dentro de una habitación a
puerta cerrada, pero en realidad este último es un confidente infiltrado que
informa puntualmente al interrogador. La escena, además de poderse interpretar
como una referencia al con justicia muy reivindicado cine policíaco
norteamericano de la década de los setenta, establece, en cierto sentido, una
pauta narrativa. Del mismo modo que, como acabamos de ver, el agente de policía
negro finge un interrogatorio violento con la finalidad de impresionar a los presentes
en la fiesta que han sido sorprendidos en plena redada, más adelante, y en la
que será la secuencia más larga y crucial del film, tres agentes de policía
llevarán más lejos, y de una manera más radical, dicha “técnica de
interrogatorio”.
Desde
luego que la referencia a la mencionada “técnica de interrogatorio” puede entenderse,
también, como un eco de las tristemente célebres “técnicas” llevadas a cabo en
Iraq por otra clase de hijos de la gran puta, en este caso de la CIA y del
ejército norteamericano, con lo cual Detroit
conectaría con el contexto de las mencionadas En tierra hostil y La noche
más oscura. Sea como fuere, hay que reconocer, en honor a la verdad, que la
mencionada gran secuencia de la película, el largo bloque que transcurre en el
motel Algiers, y sobre todo, las tensas escenas que giran alrededor del interrogatorio
de varios hombres negros –entre ellos, el cantante de The Dramatics Larry
(Algee Smith), su amigo Fred (Jacob Latimore) y el veterano de Vietnam recién
licenciado (Anthony Mackie)– y dos chicas blancas –Julie (Hannah Murray) y
Karen (Kaitlyn Dever)–, a manos de tres despiadados policías blancos –Krauss
(Will Poulter), que es quien lleva la iniciativa, Flynn (Ben O’Toole) y Demens
(Jack Reynor)–, son de lejos lo mejor y más (terriblemente) bello que Bigelow
haya filmado jamás. Pero si todo este bloque funciona no es solo por méritos
propios, que los tiene, sino también porque la realizadora aquí hace gala de
una hasta la fecha insólita habilidad para construir una trama que funciona por
impregnación, de manera que, llegados
a este punto, el espectador ha visto, y asumido previamente, una serie de
situaciones que han ido “preparándole” hasta llegar a ese punto culminante.
Señalo
al respecto, además de la mencionada secuencia de la redada en la imprenta, y
de qué modo la disolución de la fiesta acaba derivando en un motín callejero
por parte de la población negra (revuelta de la cual se muestran todos sus
aspectos más críticos: tanto la brutalidad de la policía blanca sobre los
negros… y cómo algunos de estos aprovechan el revuelo para saquear algunas
tiendas), a lo cual añado, como digo, momentos como la secuencia de la
evacuación del teatro donde The Dramatics están a punto de cantar, la cual
concluye con un logrado apunte emotivo: Larry, la principal voz del grupo, sale
al escenario a pesar de que el teatro ha sido desalojado de público por
completo, y se pone a cantar ante el teatro vacío, en un arranque de orgullo e
ingenuidad combinados. Destaca, asimismo, la brillante secuencia en la que
Krauss persigue y mata por la espalda a un sospechoso, negro, de haber cometido
un saqueo. También funciona bien la presencia de un personaje teóricamente
secundario, pero hasta cierto punto decisivo: el del agente de seguridad negro
Dismukes (John Boyega), quien trata de sortear el racismo de los blancos
intentado confraternizar estratégicamente con ellos (una de sus primeras
reacciones ante la presencia del ejército por las calles de la ciudad es
acercarse a una patrulla de soldados y ofrecerles café para apaciguar sus
ánimos), y una vez convertido a la fuerza en testigo presencial de los
terribles hechos del motel Algiers, intenta en la medida de sus posibilidades
que ninguno de los detenidos afroamericanos acabe herido o muerto.
Es
una pena que, manteniendo tan buen nivel a lo largo de un relato, asimismo, muy
largo, a mi entender demasiado –143 minutos– por las razones que a continuación
expondré, es una pena que Bigelow estropee parte de lo conseguido en sus
escenas finales. No me refiero a la serie de secuencias destinadas a
reconstruir el juicio en el cual fueron procesados los agentes Krauss, Flynn y
Demens, y del cual al final salieron absueltos por falta de pruebas, que me
parecen bien resueltas dentro de su carácter más convencional, sino al innecesario
epílogo centrado en el personaje de Larry: su abandono del grupo The Mecanics y
de la música profesional, su soledad y, finalmente, su incorporación como
cantante al coro de una iglesia, donde sigue en la actualidad. Y tampoco me
refiero al hecho de que, antes de los créditos finales, unos nuevos rótulos nos
informen de lo que le ocurrió a este personaje (lo cual constituye una clara
redundancia) y al resto de personas implicadas en los hechos que la película
reconstruye, sino a que en ese epílogo aflora lo peor y más superfluo de la
realizadora: su torpeza psicológica y su tendencia endémica al esteticismo.
Pese a todo, ello es más bien pecata
minuta en el conjunto de un film que, justo es reconocerlo, me parece sin
lugar a dudas el mejor que hasta la fecha nos haya ofrecido su muy
sobrevalorada autora.
Gracias por la crítica. Es muy interesante.
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