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sábado, 23 de septiembre de 2017

La ley al oeste del Pecos: “EL FORASTERO”, de WILLIAM WYLER



[NOTA PREVIA: COMO COMPLEMENTO AL “DOSSIER” DEDICADO A WILLIAM WYLER QUE HA PUBLICADO “DIRIGIDO POR…” ENTRE LOS MESES DE JULIO Y SEPTIEMBRE (Y, CON FRANQUEZA, PORQUE ME DA PEREZA PERDER EL TIEMPO HABLANDO DE “KINGSMAN: EL CÍRCULO DE ORO”), RECUPERO AQUÍ, LIGERAMENTE REVISADO, ESTE VIEJO TEXTO MÍO SOBRE ESTE FILM.]


A pesar de su abundante producción de westerns mudos en los inicios de su carrera (siete largometrajes y dos docenas de films de dos bobinas realizados entre 1925 y 1928), y de sus diversas contribuciones al género durante la década de los treinta, William Wyler no suele ser mencionado entre los cineastas fundamentales del western. Lejanos ya los tiempos en que fue considerado el mejor realizador del Hollywood clásico (¿recuerdan el famoso “¡abajo Ford, viva Wyler!”?), para a continuación ser defenestrado excesivamente por las nuevas generaciones de críticos, Wyler parece no casar bien con el western. El suyo es un cine, por lo general, de interiores. Espacios cerrados, atmósferas opresivas y situaciones melodramáticas resueltas, por así decirlo, “a puerta cerrada”, configuran las líneas maestras de un estilo al que se mantuvo fiel prácticamente a lo largo de toda su carrera, incluidas sus incursiones en el terreno de la superproducción de gran aparato: su versión de Ben-Hur (ídem, 1959) posiblemente sea, todavía hoy, el espectáculo hollywoodiense más intimista que se haya realizado. 


En El forastero (The Westerner, 1940), el mejor western sonoro de Wyler junto con Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958), abundan las escenas en interiores, por más que a la película no le falten momentos en exteriores (alguno de ellos tan brillante como el del incendio de los campos de cultivo de los colonos, acaso obra de Lewis Milestone, quien intervino en este film en calidad de director de segunda unidad). Yendo más lejos, hasta en esas escenas en exteriores Wyler planifica mediante encuadres cerrados, en ocasiones colocando a los intérpretes frente a sobreimpresiones del paisaje para aislarlos del entorno natural en el que se encuentran. Esta manera de planificar obedece a una intención que introduce un determinado sentido al relato. Veamos: El forastero gira básicamente en torno a la contraposición de dos caracteres enfrentados y, al mismo tiempo, complementarios: el de Cole Hardin (Gary Cooper), personaje que, tanto por su descripción como por la presencia del astro que lo encarna, representa al héroe clásico del western silente y de principios de los treinta; y el “juez” Roy Bean (Walter Brennan), figura que aun siendo una aproximación abstracta, convenientemente dramatizada, del Roy Bean histórico, constituye un valioso precedente de futuros personajes del género: hombres rudos, temerarios y a veces crueles que luchan por mantener una cierta noción de orden, de “civilización”, en una tierra árida donde impera la ley del más fuerte. Un personaje que anuncia otros como, por ejemplo, el patriarca Clanton de la fordiana Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), no por casualidad encarnado por el mismo actor, el gran Walter Brennan.


El forastero jugó un papel determinante en la evolución del western al contraponer dos arquetipos del género hasta ese momento de lo más clásicos, el héroe noble y sin mácula (modelo Bronco Billy, Río Jim o Tom Mix), y el villano sucio y sin escrúpulos, poniendo de relieve tanto sus diferencias como sobre todo sus semejanzas. Bean ha erigido su pequeño feudo de terror nombrándose a sí mismo juez, inventándose sus propias leyes y aplicándolas a su libre albedrío, por lo general con el mismo resultado: condenando a la horca a todo ladrón de caballos, y a cualquier infractor de la ley: su ley (“la ley al oeste del Pecos”, como proclama con orgullo el cartel que decora la entrada de la cantina que utiliza como tribunal). A su pueblo llega Cole Hardin, que es detenido y llevado ante Bean por montar un caballo que no es suyo, lo cual hace recaer sobre él sospechas de haberlo robado, por más que Hardin jure que le compró el animal a otro hombre. No puede haber, a priori, personajes más antitéticos. Sin embargo, Hardin logra ganarse las simpatías de Bean y posponer su ejecución el tiempo suficiente hasta que aparece el auténtico ladrón del caballo y demuestra así su inocencia: Bean es un fanático admirador de una hermosa actriz de music-hall, Lily Langtry (Lillian Bond), a la que no ha visto nunca, y Hardin consigue distraer su atención haciéndole creer que él sí ha conseguido verla actuar y que, además, guarda como un tesoro un recuerdo de la misma: un mechón de sus cabellos.


Surge de este modo una extraña complicidad entre ambos hombres que pone de relieve que, en el fondo, no hay tanta diferencia entre ellos como pueda parecer a simple vista: los dos son supervivientes que tienen en común su habilidad para adaptarse a las circunstancias mediante la mentira y la impostura. De ahí que, sobre todo en su primera mitad, la película describa la complicidad que existe entre ellos, no exenta de cierta precaución (Hardin y Bean nunca dejan de vigilarse el uno al otro), recalcando el humorismo de las situaciones: Bean escucha con embeleso las patrañas que Hardin le suelta sobre Lily Langtry, le invita a beber y, al día siguiente, se despiertan juntos en el mismo camastro (sic). Consciente de que el meollo del relato gira en torno a ese contraste de caracteres, Wyler planifica el film “a puerta cerrada”, confiando en el juego de los actores y descargando el dibujo psicológico de los personajes en el peso de los detalles: resulta impagable ese momento en que Hardin le enseña a Bean un supuesto mechón de los cabellos de Lily Langtry, en el que el realizador conjuga la labor de sus intérpretes –la lacónica ironía de Gary Cooper y la matizada performance de un magistral Walter Brennan– con el sarcasmo de la situación: el mechón ni siquiera es de Lily Langtry, sino de Jane-Ellen (Doris Davenport), la hija de unos colonos de la que Hardin está enamorado.



Tampoco es ocioso señalar que, con esa manera “cerrada” de planificar, Wyler pone de relieve un segundo gran aspecto del relato: la imposibilidad de que Hardin y Bean, representantes de dos mundos condenados a desaparecer (el romántico héroe de las praderas y el cacique que hace y deshace las cosas a su antojo), puedan ser amigos eternamente. Dicho de otro modo, el artificio de la puesta en escena del realizador está en consonancia con el artificio de la amistad que vincula a ambos hombres, y que indefectiblemente acaba rompiéndose: Hardin, enamorado de Jane-Ellen, se pone del lado de los colonos a los que Bean acosa y termina haciéndole frente. La excelente resolución del relato está en consonancia con este planteamiento: Hardin y Bean pelean a muerte en un teatro, decorado ideal para mostrar el ajuste de cuentas entre dos arquetipos destinados a desaparecer, el primero evolucionando –Hardin dejará de vagabundear por las praderas y se convertirá en colono–, el segundo muriendo: Bean acude a la última representación teatral de su vida vestido con uniforme confederado, símbolo de un pasado desaparecido, y morirá no sin antes ver, con su último aliento, a su amada Lily Langtry. Muerte que Wyler visualiza con un fundido en negro, desde el punto de vista subjetivo de Bean, que pone de relieve sus simpatías hacia tan amargo personaje.

1 comentario:

  1. Nunca está de más recordar a "Wyler" y sus aportaciones al western, pocas pero magistrales. Por cierto Tomás, no haces referencia a la película posterior de Huston "El juez de la horca", qué te parece? No sólo me refiero al film (inferior al de Wyler) sino al tratamiento del personaje de Roy Bean (aquí protagonista absoluto) y a la interpretación de Paul Newman.
    Un saludo!

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