[NOTA PREVIA: COMO COMPLEMENTO AL “DOSSIER” DEDICADO A
WILLIAM WYLER QUE HA PUBLICADO “DIRIGIDO POR…” ENTRE LOS MESES DE JULIO Y
SEPTIEMBRE (Y, CON FRANQUEZA, PORQUE ME DA PEREZA PERDER EL TIEMPO HABLANDO DE “KINGSMAN:
EL CÍRCULO DE ORO”), RECUPERO AQUÍ, LIGERAMENTE REVISADO, ESTE VIEJO TEXTO MÍO
SOBRE ESTE FILM.]
A pesar de su abundante
producción de westerns mudos en los inicios de su carrera (siete
largometrajes y dos docenas de films de dos bobinas realizados entre 1925 y
1928), y de sus diversas contribuciones al género durante la década de los
treinta, William Wyler no suele ser mencionado entre los cineastas
fundamentales del western. Lejanos ya
los tiempos en que fue considerado el mejor realizador del Hollywood clásico
(¿recuerdan el famoso “¡abajo Ford, viva Wyler!”?), para a continuación
ser defenestrado excesivamente por las nuevas generaciones de críticos, Wyler
parece no casar bien con el western. El suyo es un cine, por lo general,
de interiores. Espacios cerrados, atmósferas opresivas y situaciones
melodramáticas resueltas, por así decirlo, “a puerta cerrada”, configuran las
líneas maestras de un estilo al que se mantuvo fiel prácticamente a lo largo de
toda su carrera, incluidas sus incursiones en el terreno de la superproducción
de gran aparato: su versión de Ben-Hur (ídem, 1959) posiblemente sea,
todavía hoy, el espectáculo hollywoodiense
más intimista que se haya realizado.
En El forastero
(The Westerner, 1940), el mejor western sonoro de Wyler
junto con Horizontes de grandeza (The
Big Country, 1958), abundan las escenas en interiores, por más que a la
película no le falten momentos en exteriores (alguno de ellos tan brillante
como el del incendio de los campos de cultivo de los colonos, acaso obra de
Lewis Milestone, quien intervino en este film en calidad de director de segunda
unidad). Yendo más lejos, hasta en esas escenas en exteriores Wyler planifica
mediante encuadres cerrados, en ocasiones colocando a los intérpretes frente a
sobreimpresiones del paisaje para aislarlos del entorno natural en el que se
encuentran. Esta manera de planificar obedece a una intención que introduce un
determinado sentido al relato. Veamos: El forastero gira básicamente en
torno a la contraposición de dos caracteres enfrentados y, al mismo tiempo,
complementarios: el de Cole Hardin (Gary Cooper), personaje que, tanto por su
descripción como por la presencia del astro que lo encarna, representa al héroe
clásico del western silente y de principios de los treinta; y el “juez”
Roy Bean (Walter Brennan), figura que aun siendo una aproximación abstracta,
convenientemente dramatizada, del Roy Bean histórico, constituye un valioso
precedente de futuros personajes del género: hombres rudos, temerarios y a
veces crueles que luchan por mantener una cierta noción de orden, de “civilización”,
en una tierra árida donde impera la ley del más fuerte. Un personaje que
anuncia otros como, por ejemplo, el patriarca Clanton de la fordiana Pasión
de los fuertes (My Darling Clementine, 1946), no por casualidad encarnado por
el mismo actor, el gran Walter Brennan.
El forastero jugó un papel
determinante en la evolución del western al contraponer dos arquetipos
del género hasta ese momento de lo más clásicos, el héroe noble y sin mácula
(modelo Bronco Billy, Río Jim o Tom Mix), y el villano sucio y sin escrúpulos,
poniendo de relieve tanto sus diferencias como sobre todo sus semejanzas. Bean
ha erigido su pequeño feudo de terror nombrándose a sí mismo juez, inventándose
sus propias leyes y aplicándolas a su libre albedrío, por lo general con el
mismo resultado: condenando a la horca a todo ladrón de caballos, y a cualquier
infractor de la ley: su ley (“la ley al oeste del Pecos”, como proclama
con orgullo el cartel que decora la entrada de la cantina que utiliza como
tribunal). A su pueblo llega Cole Hardin, que es detenido y llevado ante Bean
por montar un caballo que no es suyo, lo cual hace recaer sobre él sospechas de
haberlo robado, por más que Hardin jure que le compró el animal a otro hombre.
No puede haber, a priori, personajes más antitéticos. Sin embargo, Hardin logra
ganarse las simpatías de Bean y posponer su ejecución el tiempo suficiente
hasta que aparece el auténtico ladrón del caballo y demuestra así su inocencia:
Bean es un fanático admirador de una hermosa actriz de music-hall, Lily
Langtry (Lillian Bond), a la que no ha visto nunca, y Hardin consigue distraer
su atención haciéndole creer que él sí ha conseguido verla actuar y que,
además, guarda como un tesoro un recuerdo de la misma: un mechón de sus cabellos.
Surge de este modo una
extraña complicidad entre ambos hombres que pone de relieve que, en el fondo,
no hay tanta diferencia entre ellos como pueda parecer a simple vista: los dos
son supervivientes que tienen en común su habilidad para adaptarse a las
circunstancias mediante la mentira y la impostura. De ahí que, sobre todo en su
primera mitad, la película describa la complicidad que existe entre ellos, no
exenta de cierta precaución (Hardin y Bean nunca dejan de vigilarse el uno al
otro), recalcando el humorismo de las situaciones: Bean escucha con embeleso
las patrañas que Hardin le suelta sobre Lily Langtry, le invita a beber y, al
día siguiente, se despiertan juntos en el mismo camastro (sic). Consciente de
que el meollo del relato gira en torno a ese contraste de caracteres, Wyler
planifica el film “a puerta cerrada”, confiando en el juego de los actores y
descargando el dibujo psicológico de los personajes en el peso de los detalles:
resulta impagable ese momento en que Hardin le enseña a Bean un supuesto mechón
de los cabellos de Lily Langtry, en el que el realizador conjuga la labor de
sus intérpretes –la lacónica ironía de Gary Cooper y la matizada performance
de un magistral Walter Brennan– con el sarcasmo de la situación: el mechón ni
siquiera es de Lily Langtry, sino de Jane-Ellen (Doris Davenport), la hija de
unos colonos de la que Hardin está enamorado.
Tampoco es ocioso
señalar que, con esa manera “cerrada” de planificar, Wyler pone de relieve un
segundo gran aspecto del relato: la imposibilidad de que Hardin y Bean,
representantes de dos mundos condenados a desaparecer (el romántico héroe de
las praderas y el cacique que hace y deshace las cosas a su antojo), puedan ser
amigos eternamente. Dicho de otro modo, el artificio de la puesta en escena del
realizador está en consonancia con el artificio de la amistad que vincula a
ambos hombres, y que indefectiblemente acaba rompiéndose: Hardin, enamorado de
Jane-Ellen, se pone del lado de los colonos a los que Bean acosa y termina
haciéndole frente. La excelente resolución del relato está en consonancia con
este planteamiento: Hardin y Bean pelean a muerte en un teatro, decorado ideal
para mostrar el ajuste de cuentas entre dos arquetipos destinados a
desaparecer, el primero evolucionando –Hardin dejará de vagabundear por las
praderas y se convertirá en colono–, el segundo muriendo: Bean acude a la
última representación teatral de su vida vestido con uniforme confederado,
símbolo de un pasado desaparecido, y morirá no sin antes ver, con su último aliento,
a su amada Lily Langtry. Muerte que Wyler visualiza con un fundido en negro,
desde el punto de vista subjetivo de Bean, que pone de relieve sus simpatías
hacia tan amargo personaje.
Nunca está de más recordar a "Wyler" y sus aportaciones al western, pocas pero magistrales. Por cierto Tomás, no haces referencia a la película posterior de Huston "El juez de la horca", qué te parece? No sólo me refiero al film (inferior al de Wyler) sino al tratamiento del personaje de Roy Bean (aquí protagonista absoluto) y a la interpretación de Paul Newman.
ResponderEliminarUn saludo!