[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LAS TRAMAS DE LOS FILMS COMENTADOS.]
Maureen (Kristen Stewart), la protagonista de Personal Shopper (ídem, 2016, Olivier Assayas), Katherine (Florence
Pugh), la de Lady Macbeth (ídem,
2016, William Oldroyd), y Diana de Temiscira (Gal Gadot), la de Wonder Woman (ídem, 2017, Patty Jenkins)
(1), comparten el hecho de ser
mujeres sometidas, cada una en circunstancias muy diferentes, a sendos procesos
de madurez personal que pasan por un desarrollo activo, y en ocasiones
traumático, de su sexualidad. A primera vista no pueden ser más diferentes:
Maureen trabaja como personal shopper
(“compradora personal”) de una reputada modelo; Katherine es una mujer joven del
siglo XIX obligada a casarse so pena, caso de no hacerlo, de verse condenada al
destino de todas las mujeres de su época: la servidumbre o la muerte por
inanición; y Diana es una amazona que vive en un reino de mujeres mitológicas
invisible a los ojos del resto del mundo. Pero sus vidas dan un giro a partir
de acontecimientos cruciales: para Maureen, la muerte de su hermano gemelo
Lewis tres meses atrás, a partir de lo cual cobra fuerza la promesa que se
hicieron el uno al otro de que, en caso de premoriencia, el difunto haría una
señal al otro desde el más allá; para Katherine, el casarse con Alexander (Paul
Hinton), un hombre bastante mayor que ella y que, además, se niega en redondo a
hacerle el amor porque, como luego sabremos, sigue enamorado de una antigua
amante, ya fallecida, con la que tuvo un hijo; y, para Diana, el descubrimiento
de que, fuera de la isla de Temiscira, el mundo se encuentra inmerso en la
Primera Guerra Mundial, y ello la impulsa a abandonar su hogar y viajar al de
los humanos a fin de detener dicho conflicto bélico.
Maureen
y Diana comparten una motivación fantástica, la primera por el hecho de verse
inmersa en una situación sobrenatural, y la segunda, por ser ella misma una
criatura “sobrenatural”: una superheroína. Por su parte, Maureen comparte con
Katherine una sexualidad insatisfecha, aunque la de la primera es menos
evidente que la de la segunda, mucho más explícita. Maureen lleva una vida
solitaria; la vemos relacionarse con amigos, pero no se menciona ni por asomo a
un novio o amante. Katherine también está sola, por más que, paradójicamente,
viva acompañada de su marido y de los criados que la atienden, pero cuya
compañía no hace sino acentuar su soledad de tipo espiritual y afectiva. Diana
tampoco vive sola, pero su madre, la reina de las amazonas Hipólita (Connie Nielsen),
no comprende su deseo de ser adiestrada como guerrera al igual que el resto de
mujeres de Temiscira; una isla, por cierto, donde no hay hombres, pero ya insistiremos
luego sobre eso. Las tres son, en cierto sentido, personas incomprendidas por su
entorno: algunos se preguntan qué aliciente le encuentra Maureen a su trabajo,
comprar ropa cara y zapatos para la modelo Kyra (Nora von Waldstätten) y
dejárselos en su apartamento, aunque sea a cambio de dinero; desde un punto de
vista estrictamente social, Katherine debería ser, a la fuerza, una mujer feliz (sic), dado que ha hecho lo
que suele denominarse “una buena boda” con un hombre adinerado, y por tanto,
nunca-le-faltará-de-nada; y la madre de Diana no entiende, como digo, que su
hija quiera ser adiestrada como guerrera y conocer de primera mano los horrores
de algo, la guerra, que Hipólita experimentó en sus carnes y que ahora desea a
todas luces olvidar.
La
madurez de las tres pasa por el progresivo descubrimiento de una realidad
diferente a la que hasta ese momento conocían: en el caso de Maureen, la
certeza de que existe el más allá; en el de Katherine, de que la vida ofrece
otros alicientes distintos a los que ella, se supone, disfruta en función de su
privilegiada condición social; y, en el de Diana, el descubrimiento del mundo
de los seres humanos, un lugar donde ni todo es bueno ni todo es malo, donde no
existe lo blanco y lo negro, sino una grisura que choca de frente con la
ingenuidad de sus intenciones: detener la Gran Guerra mediante la destrucción
de Ares, el dios de la guerra. Un proceso de madurez vital, emocional y sexual
que se expresa, en primer lugar, dibujando la relación de estos tres personajes
con el vestuario. Venciendo sus temores iniciales, Maureen acabará atreviéndose
a hacer algo que su jefa le tiene estrictamente prohibido: probarse los
vestidos y el calzado que le compra. En cambio, Katherine hace más bien todo lo
contrario: quitarse ropa y zapatos: después de que su marido se haya ido en
viaje de negocios, vemos a la protagonista de Lady Macbeth tumbada en el sofá con los pies descalzos, algo
“impropio” de una mujer-casada-y-decente en la sociedad y la época retratadas;
más tarde, se desprenderá del corsé que le ayuda a ponerse cada mañana su
criada Anna (Naomi Ackie); y luego, consolidada su relación con su amante,
Sebastian (Cosmo Jarvis), en varias ocasiones se pasea por su casa cubriendo su
cuerpo desnudo solo con un camisón o un batín, siempre a punto de acoplarse a
su nuevo hombre; no por casualidad, volverá a ponerse el corsé cuando su marido
Alexander regresa tras una larga ausencia. Por su parte, resulta de destacar la
estupefacción de Diana al llegar a Londres, pues no comprende que su uniforme
de amazona pueda ofender a nadie (es incapaz de entender, como le indican, que
lo que puede resultar ofensivo es… la poca ropa que lleva puesta); y,
probándose un vestido propio de una dama inglesa de 1918, comenta que le
asombra que alguna mujer sea capaz de pelear con semejante indumentaria;
tampoco es casual que, en el momento de entrar en combate, lo que haga
precisamente es desprenderse de su ropa convencional y revelarse tal cual es.
Todo
ello desemboca, inexorablemente, en una explosión de sensualidad. Antes de acabar
probándose el vestuario que ha comprado para Kyra, hemos visto a Maureen
sometiéndose a una exploración mamaria de rutina; pero no hay en esa imagen
nada más que un cuerpo desnudo contemplado sin más. En cambio, más adelante, y
con uno de los vestidos de Kyra puestos, Maureen se echa en su cama, y se
masturba.
También acude al onanismo Alexander, quien como hemos explicado se
niega a acostarse con Katherine, a la que no ama ni tan siquiera desea,
obligándola a desnudarse delante de él e incluso a darle la espalda mientras él
se alivia, y sin importarle para nada la satisfacción sexual de su esposa. Más
tarde, Katherine, desafiante, será capaz de montar a Sebastian delante de
Alexander como señal de desprecio hacia este último.
Ni que decir tiene que la
expresión de la sexualidad de Diana no es, ni de lejos, tan evidente como la de
las protagonistas de Personal Shopper
y Lady Macbeth, y más teniendo en
cuenta el carácter de producción para-todos-los-públicos de Wonder Woman –la escena en la que hace
el amor con Steve (Chris Pine) está resuelta elípticamente–; pero, a pesar de
ello, su sensualidad está a flor de piel: hablando con Steve mientras navegan
camino a Londres, Diana le explica que conoce “los placeres de la carne”… si bien porque se ha leído previamente
los doce volúmenes de una enciclopedia que gira alrededor de esa temática (¡!);
y además, añade, sabe que los hombres son necesarios para las mujeres a efectos
de procreación… pero, para lo demás, son completamente “innecesarios”: por unos segundos, la sombra del lesbianismo flota
sobre las imágenes de este film “familiar” que, recordemos, presenta una isla
habitada solo por mujeres.
La
evolución de estas tres mujeres pasa, asimismo, por el miedo: el miedo a haber
abierto demasiado una puerta al más allá, en el caso de Maureen; el miedo a ser
descubierta y, de nuevo, reprimida, en el de Katherine; el miedo a fracasar en
su misión heroica, en el de Diana. Un miedo que las obliga a reaccionar, a
vivir intensamente, con tal de no perder el control de sus existencias. Maureen
es acosada por alguien misterioso –¿un desconocido?, ¿el fantasma de Lewis?,
¿un espíritu maligno?–, que la persigue bombardeándola con mensajes de
WhatsApp. Katherine llega al extremo de asesinar a su esposo, matar a su
caballo y enterrarlos a ambos en el campo para no dejar rastros de su crimen;
y, más adelante, asesinará al pequeño Teddy (Anton Palmer), el hijo bastardo de
su difunto marido, a fin de impedir que la mujer que se hace cargo del pequeño,
Agnes (Golda Rosheuvel), se quede a vivir en su casa, impidiéndole seguir
viéndose (y seguir follando) con Sebastian. Diana se obsesiona con la idea de
que, para acabar con la guerra, tiene que matar al dios Ares usando un arma
fálica: la espada “matadioses” que las amazonas guardan como un tesoro en
Temiscira; no es casual que, a la hora de la verdad, la facultad para acabar
con Ares no se halle en la “matadioses”, sino en ella misma…
Las
tres acaban triunfando en sus propósitos, pero acaban pagando un alto precio
por ello. Maureen, dejando su profesión de “compradora personal” tras el
misterioso asesinato de Kyra, y haciendo frente a otra manera de entender su
existencia, pero teniendo que aceptar que lo sobrenatural acabará formando
parte consubstancial de la misma, le guste o no. Katherine, sacrificando a su
propio amante, al que entregará a las autoridades tras convencer a todo el
mundo de que Sebastian y la criada Anna han asesinado al pequeño Teddy; de este
modo, Katherine garantizará su libertad, sin marido ni otro hombre que la
someta, pero pagando a cambio el precio de una renovada soledad. Y Diana,
descubriendo por fin la ingenuidad de sus propósitos, el final de su inocencia –matar a Ares no significa que
se vayan a acabar todas las guerras del mundo–, pero marcándose un nuevo
propósito vital: la protección de la humanidad. Maureen, Katherine y Diana son tres
mujeres cuya evolución pasa, finalmente, por el peso que tienen en sus vidas
otros tantos hombres muertos: su hermano, u otro fantasma, en el caso de la
primera; el marido al que ha asesinado, en el de la segunda; y Steve, su amor
romántico, en el de la tercera.
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