[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]
Lazos de sangre: El contable (The Accountant, 2016), de
Gavin O’Connor. Por razones que, lo confieso, se me
escapan por completo (y sobre las cuales no pienso perder el tiempo
polemizando), el realizador neoyorquino Gavin O’Connor arrastra una, a mi
entender, injusta “mala fama”, que me resulta completamente incomprensible a la
vista de la recepción que han tenido, al menos en España, sus dos últimos
largometrajes: el muy apreciable western
moderno La venganza de Jane (Jane Got
a Gun, 2016) y el interesantísimo thriller
que nos ocupa, El contable. A falta
de haber visto sus trabajos televisivos, así como sus otros largometrajes para
el cine, Tumbleweeds (ídem, 1999), El milagro (Miracle, 2004) –la cual, lo admito,
como suele ocurrirme con todas las películas de temática deportiva, a priori me
da considerable pereza– y Warrior
(2011) –que algún buen amigo cuyo criterio respeto me ha aconsejado que no deje
correr–, lo cierto es que ni La venganza
de Jane, ni El contable, ni otro thriller suyo que tuve ocasión de
comentar en su momento desde las páginas de Dirigido
por…, el notable Cuestión de honor
(Pride and Glory, 2008), me parecen razón suficiente para justificar tanto
desdén.
El contable
tiene una particularidad que lo hace enormemente atractivo, por atípico. Si
bien inscrito en los márgenes del género del thriller, y al igual que ya ocurría con Cuestión de honor, o incluso con La venganza de Jane con respecto al género del western, El contable es,
en el fondo, un melodrama. Abundan en él los vínculos afectivos, empezando por
todo lo relacionado con su extraño personaje protagonista, sus turbulentos
recuerdos del pasado, su extravagante presente y su muy impredecible futuro.
Christian Wolff (Ben Affleck) es, a simple vista, un simple contable, y en la
práctica, un superdotado para los números; tanto que, de hecho, está
diagnosticado desde su infancia como autista.
Su pulcritud, su parquedad a la hora de hablar y comunicarse con los demás, y
sus “rarezas” –su manera de sentarse a trabajar, de colocar sus lápices y
bolígrafos perfectamente alineados en la mesa, su forma de sentarse a comer,
etc.–, le catalogan automáticamente como una persona “anormal”. A mayor
ahondamiento, una investigación de la agente federal Marybeth Medina (Cynthia
Addai-Robinson) bajo la supervisión de Ray King (J.K. Simmons) descubre que
Wolff trabaja para mafiosos o jefes de cárteles de las drogas “maquillando” sus
cuentas y “lavando” su dinero, de manera que sus ingresos procedentes del
delito no sean fácilmente detectados. Pero, siendo niño, Wolff fue sometido por
su padre (Robert C. Treveiler), de profesión militar, a un durísimo
entrenamiento físico y mental, destinado, según su progenitor, a ayudarle a
crecer fuerte y sabiendo defenderse de la crueldad del mundo. La vida de Wolff,
de hecho, ha estado marcada por dos “padres”: el primero, el biológico, y el
segundo, un viejo mafioso llamado Francis Silverberg (Jeffrey Tambor), al que
conoció y de quien se hizo amigo durante una estancia que compartieron ambos en
prisión. No son, como digo, los únicos vínculos “paternos” o “fraternales” que
se dan entre los personajes, con independencia de que haya entre ellos un
auténtico lazo de sangre: Ray King se convierte, en cierto sentido, en el
“padre” de la agente Medina, una exdelincuente que intenta redimirse con su
ingreso en el FBI a fin de lavar su pasado; asimismo, Dana Cummings (la siempre
estupenda Anna Kendrick), joven y talentosa contable que ha descubierto un
desfalco en las cuentas del empresario Lamar Black (John Lithgow, magnífico
como de costumbre), mantiene una relación casi paterno-filial con este último,
al que venera por su altruismo. Hay otro importante personaje que pulula por el
relato, un asesino a sueldo llamado Brax (Jon Bernthal), que guarda asimismo
una estrechísima relación personal con Wolff, la cual no se revela hasta los
últimos minutos y que, en atención a quien todavía no haya visto la película, tampoco
desvelaré, pero que se encuentra en la misma línea de lo apuntado.
A
pesar de tratarse de un thriller –y,
además, espléndidamente realizado: todas las escenas de acción, sin ir más
lejos, son excelentes–, El contable
avanza a base de intensos golpes melodramáticos. Dana se enamora de Wolff,
quien ha sido contratado por Black para que compruebe el desfalco que ha
descubierto la muchacha, porque ambos son seres solitarios, y como suele
decirse, dos almas condenadas a entenderse. Hay una primera secuencia, cuyo
sentido definitivo no conoceremos hasta bien avanzado el relato, en la cual un
misterioso asesino entra en un edificio de apartamentos y mata a un jefe
mafioso que vive en el recinto y a todos y cada uno de los sicarios a sus
órdenes; más adelante, sabremos que el entonces agente de policía King estuvo
presente en el lugar de los hechos, y casi muere a manos de ese mismo asesino
que le sorprendió por la espalda, quien le perdonó la vida porque, a punta de
pistola, le obligó a confesar que, con su dedicación a su trabajo policial,
King había descuidado a su esposa y a sus hijos… Naturalmente, el asesino en
cuestión no es sino Wolff, quien con esa matanza está vengando el asesinato de
su viejo mentor Silverberg. El contable
es una película de padres traicioneros e hijos abandonados, revestida con los
ropajes de un vigoroso relato de acción y “suspense” repleto de golpes
ingeniosos, de giros y sorpresas de guion, que O’Connor filma con gran solidez;
funcionan muy bien, vuelvo a insistir, las escenas de acción –cf. el mencionado
tiroteo del principio, que vemos en su versión más completa al albur del relato
oral que King hace sobre esos mismos hechos; la secuencia en la que Wolff llega
a tiempo al apartamento de Dana para impedir que unos sicarios acaben con ella;
o el magnífico clímax nocturno en la casa en las afueras donde vive Black–,
pero lo mejor de El contable es que, en
todo momento, hay un profundo trasfondo humano: el pasado de los personajes
tiene una importancia fundamental en su presente y es la base de su futuro; son
personajes marcados por un destino si no fatal, cuanto menos fatalista, no muy
lejos de lo que tanto le gustaba a Fritz Lang. Un film mucho mejor de lo que se
ha dicho.
Un “thriller” insulso: La chica del tren (The Girl on the Train, 2016), de Tate Taylor. No he leído la popular novela de Paula Hawkins en la que se basa esta película, y tampoco había visto hasta ahora nada lo que ha realizado hasta la fecha el realizador Tate Taylor, quien ha estrenado previamente en España Criadas y señoras (The Help, 2011) y I Feel Good: La historia de James Brown (Get On Up: The James Brown Story, 2014). Dicho esto, una vez vista La chica del tren no me han quedado ganas ni de leer la novela de Hawkins, ni de volver a ver otro film de Taylor. No me ha gustado ni la trama, ni mucho menos el desarrollo de la misma, más allá de las posibilidades hitchcockianas que pudiera tener en teoría. Rachel (Emily Blunt) es una mujer que no ha podido resistir la separación de su marido, Tom (Justin Theroux), y desde entonces, sin trabajo y alcoholizada hasta las cejas, se dedica a coger un tren y espiar “voyeurísticamente” a su exesposo, el cual ha contraído nuevas nupcias con Anna (Rebecca Ferguson), madre de un hijo en común. Hete aquí que, aprovechando la pausa que hace el tren cada vez que se para delante de la casa de Tom y Anna (y no me dirán que no está cogido por los pelos…), Rachel descubre y se obsesiona con la pareja que vive justo en la casa de al lado de aquéllos: la que forman Megan (Haley Bennett) y Scott (Luke Evans). Se nos dice, de palabra –puesto que Tate Taylor es incapaz de expresarlo con su trabajo (es un decir) tras la cámara–, que Rachel ha idealizado a Megan y Scott, quienes le parecen “la pareja perfecta” –esa “pareja perfecta” que ella creía formar con Tom en sus buenos tiempos juntos–, y que al final resultan ser, pura y simplemente, seres humanos, pues Rachel sospecha, con horror, que Megan está engañando a Scott con el psiquiatra al que visita con frecuencia, el Dr. Kamal Abdic (Édgar Ramírez). Hay más cosas: Megan también es una mujer con “un pasado” (pulula por ahí un hecho traumático que la marcó de por vida); y, tras otra noche de borrachera, de la cual no recuerda apenas nada, Rachel sospecha que ella pudo haber asesinado a Megan en un arranque de celos y de decepción, dado que esta última ha desaparecido y no existen pistas sobre su paradero… Tate Taylor resuelve todo este embrollo, más complicado que complejo y en el fondo de una vulgaridad aplastante, haciendo gala de una planificación no menos vulgar y adocenada, donde el primer plano reina por encima de cualquier otra consideración. Queda para el recuerdo la buena labor de sus tres actrices protagonistas, las cuales se esfuerzan por meter toda la carne en un asador donde en ningún momento prende llama alguna. “Hay cosas que preferirías no haber visto”, reza el eslogan publicitario de este film. La chica del tren es una de ellas…
Madrid, 2011: Que Dios nos perdone (2016), de Rodrigo Sorogoyen. Que Dios nos perdone hace gala de tres de las secuencias mejor construidas que hayamos visto últimamente en el cine español. Una de ellas está cerca del principio del relato: los inspectores Luis Velarde (Antonio de la Torre) y Javier Alfaro (Roberto Álamo) investigan el escenario de un crimen que, a simple vista, sus compañeros ya han catalogado de manera superficial: la muerte de una anciana, cuyo cadáver ha sido hallado en el rellano de la escalera donde vivía, en teoría asesinada a manos de un ladrón que se coló en su piso y al cual ella intentó, fatídicamente, detener; Velarde, introvertido, silencioso, tartamudo, aseado, y Alfaro, extravertido, rudo, sudoroso, a veces violento, inspeccionan la vivienda de la anciana –mejor dicho: Alfaro deja espacio a su compañero Velarde, porque confía en su intuición más que nadie, para que lleve a cabo dicha inspección–, y, al final, Velarde concluye, con acierto, que la anciana, además de asesinada, ha sido violada; todo ello filmado de una manera directa, naturalista, pero al mismo tiempo minuciosamente atenta a los gestos y miradas de sus magníficos actores. La segunda secuencia a la que me refiero es la que lleva a cabo uno de los dibujos más precisos de la singular psicología del personaje de Velarde; antes de llegar a ella, hemos visto a Velarde observando con interés a Rosario (María Ballesteros), la mujer que se encarga de la limpieza en la escalera donde vive; luego, en la secuencia a la que me vengo a referir, Velarde invita a entrar en su piso a Rosario, quien acepta de buena gana la invitación porque siente asimismo interés hacia él; pero, poco después, Velarde intenta propasarse sexualmente con Rosario, y como consecuencia de ello, la mujer cae al suelo, se golpea en la cara con la esquina de un mueble, mancha de sangre la alfombra y, dolida, humillada y avergonzada, se marcha sin decir palabra, y sin que Velarde, avergonzado, haga nada por deternerla: el realizador Rodrigo Sorogoyen –de quien, visto lo visto, tendré que ir recuperando sus anteriores trabajos para el cine, 8 citas (2008) y Stockholm (2013)– resuelve excelentemente este tenso momento mediante un bello plano-secuencia atento, asimismo, a la labor de los intérpretes y al adecuado aprovechamiento del espacio escénico. Un gran momento que, posteriormente, tiene un curioso contrapunto de construcción inversamente proporcional: Velarde se presenta en el domicilio de Rosario, y llama a su puerta; la mujer abre la puerta…; elipsis: Velarde y Rosario duermen juntos, después de haber hecho el amor: el carácter explícito, crudo, del anterior plano-secuencia contrasta ahora con la resolución elíptica, pudorosa, del perdón de Rosario a Velarde por su violento impulso anterior, y la reconciliación sellada en la cama. La tercera gran secuencia es justamente la del final: una especie de epílogo, temporalmente situado años después de la acción principal del relato y que no voy a “destripar” en atención a quien todavía no haya visto el film, pero del cual sí que puedo decir que, a pesar de su carácter extravagante, casi de anticlímax, constituye un colofón tan amargo como lúcido y coherente con todo lo que hemos anteriormente en relación a la psicología de los personajes.
Que Dios nos perdone
transcurre en Madrid, en el verano de 2011, coincidiendo con la visita del papa
Benedicto XIV a la capital española; y, por más que este aspecto no acabe de
estar debidamente profundizado, lo cual es una lástima, la coincidencia de la
visita papal con la investigación llevada a cabo por Velarde y Alfaro en torno
a los supuestos crímenes de un asesino en serie que, además de matar a ancianas
solitarias con inusitada violencia, las viola con no menos crueldad, da pie a
una dolorosa paradoja: la estancia del representante de la Iglesia Católica en
Madrid, lejos de ser una “bendición”, parece más bien una especie de invocación al Mal: la ciudad está
impregnada de calor, de abarrotamiento humano, de perversión, de maldad, justo en su momento (se supone)
más “beatífico”. Es una pena, asimismo, que haciendo gala de tanto atractivo en
los buenos momentos que hemos mencionado, a ratos la película se disperse un
poco: cf. todo lo relativo a la crisis personal, matrimonial y familiar de
Alfaro, aunque bien planteado, tiene un relativo interés, contribuyendo más que
nada a aumentar el metraje de un film acaso demasiado largo (127 minutos).
También se cuela alguna que otra torpeza: cf. el momento en que, por pura
casualidad, Velarde identifica en plena calle al violador y asesino de ancianas
porque le ve haciendo un gesto que, en principio, le delata: darle de comer a
un gato; es un defecto más de guion que de otra cosa, por más que está cogido
por los pelos, y sin perjuicio de que, a cambio, sirva de justificación para
una vigorosa secuencia de persecución a pie por las calles y el metro de
Madrid. Pese a todo, Que Dios nos perdone
es un interesante y a ratos muy intenso thriller,
que se inscribe fácilmente entre los mejores exponentes de la reciente y, con
todas sus irregularidades, muy estimulante ola de cine policíaco nacional –sin
ánimo de pontificar: No habrá paz para
los malvados (Enrique Urbizu), La
isla mínima (Alberto Rodríguez), El
Niño (Daniel Monzón) y El desconocido
(Dani de la Torre)–, que está haciendo mucho por subir el nivel medio de
calidad de un cine, el “nuestro”, que no está para grandes alegrías, mal que
pese en las instancias oficiales.
Hola Tomás, buenos días.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho las críticas que has hecho, quería hacerte una pequeña corrección. Verás, la película a la que te refieres como Tumbleweeds realizada por Gavin O´Connor la confundes con otra llamada Thumbsucker de otro director llamado Mike Mills, en la que el protagonista, en efecto, es un adolescente que no puede dejar de chuparse el pulgar.
Un saludo
Buenos días, Harry Lime: Tienes más razón que un santo. Lapsus mío total y absoluto. Procedo a corregirlo, que dicen que es de sabios, o como mínimo, de prudentes. Saludos cordiales.
EliminarMe ha encantado Que Dios nos perdone, para mi el peliculón del año
ResponderEliminar