[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay que reconocer
que esta nueva versión de Ben-Hur
(ídem, 2016) intenta marcar distancias con las célebres adaptaciones, digamos,
canónicas de la novela del general Lew Wallace, las homónimas de Fred Niblo
(1925) –con aportaciones no acreditadas de Charles Brabin, Christy Cabanne,
J.J. Cohn y Rex Ingram– y de William Wyler (1959) –y Andrew Marton: la famosa
carrera de cuadrigas–. A falta de conocer por mí mismo la primera versión
silente de Harry T. Morey, Sidney Olcott y Frank Rose (1907) y la televisiva de
Steve Shill (2010), y desconociendo, asimismo, la novela de Wallace, la nueva
versión dirigida por el ruso Timur Bekmambetov a partir de un guion firmado por
Keith R. Clarke y John Ridley altera el conocimiento previo que teníamos de la
trama principal a partir de las adaptaciones (las dos interesantes) de Niblo y
Wyler.
En
esta ocasión, Judá Ben-Hur (Jack Huston) y Messala (Toby Kebbell) no solo son
amigos del alma sino, directamente, hermanos: el segundo fue adoptado siendo
niño por la familia del primero, los Hur, unos acomodados aristócratas judíos
de Jerusalén. Por más que, desde el principio, se subraya, vía voz en off y por medio de una primera secuencia
en la que les vemos haciendo una carrera a caballo a campo través, que hay un
fuerte componente competitivo en su
relación (el cual, por descontado, no tiene otra función que allanar el terreno
de cara a su futura y crucial confrontación en la carrera de cuadrigas), también
se deja claro desde ese primer momento que hay entre ellos un profundo afecto
fraternal: Judá se cae del caballo mientras compite con Messala, hiriéndose
gravemente, y Messala carga a su hermano judío sobre sus hombros para regresar
con él a casa; detalle: el herido Judá sujeta la mano de Messala y la aprieta
con cariño.
Contra
todo pronóstico –y a pesar, lo avanzo, de lo fallido de sus resultados–, esta
nueva versión de Ben-Hur se concentra
sobre todo en el perfil psicológico de Messala. Por ejemplo, pesa sobre el
ánimo del personaje el hecho de que su abuelo fuera uno de los asesinos que
participaron en la conjura contra Julio César (sic), y eso hace que no se
encuentre cómodo ni entre los romanos, por ese hecho, ni entre los judíos, por
ser romano, ergo, perteneciente al imperio militar que ha invadido y ocupado
Judea. De este modo, Messala arrastra un notable complejo de inferioridad que
se alimenta, además, por no poder consumar su amor hacia la hermana de Judá,
Tirza (Sofia Black-D’Elia), asimismo por la misma razón: porque no deja de ser
un romano entre judíos. Ello lleva a Messala a abandonar el hogar de los Hur y
labrarse una reputación entre “los suyos” como militar participando en
sanguinarias campañas bélicas, algo que, por un lado, le otorga prestigio, pero,
por otro, endurece su carácter, inicialmente más dulce y afectuoso. De hecho,
llegado uno de los momentos cruciales de la trama, cuando Messala decide dar la
orden de apresar a toda la familia Hur, condenando a Judá a galeras, y en principio a morir crucificadas a la madre
de este último y madre adoptiva suya Naomi (la siempre desaprovechada Ayelet Zurer) y a Tirza, vemos que el personaje lo hace
movido más por la presión del entorno, y por su propia confusión de ideas y
sentimientos, que por propia convicción personal.
Por
comparación, y paradójicamente, el principal protagonista, Judá Ben-Hur,
aparece peor delimitado. Aquí Judá se casa, en contra de la
tradición y a poco de empezar el relato, con la criada Esther (Nazanin
Boniadi), la hija de Simónides (Haluk Bilginer), de la que está enamorado pese al
origen humilde de aquélla. Ello puede verse como un indicio del talante
romántico del personaje, en cuanto alguien que cree antes en las emociones que
no en las convenciones sociales, y que sobre todo al principio se muestra
contrario a las acciones violentas de los guerrilleros zelotes contra los
invasores romanos, con los cuales siempre intenta mostrarse conciliador,
precisamente, porque respeta el origen de su hermano adoptivo. Un apunte
interesante –aunque, también, pobremente desarrollado– reside en las insinuaciones
que se hacen con respecto al carácter excesivamente ingenuo de Judá, un joven
príncipe judío “pijo” crecido entre algodones, como suele decirse, y que a la
hora de la verdad es incapaz de hacer frente a la dureza de la vida hasta que
las duras circunstancias en las que se ve inmerso le obligan a madurar y a tomar
partido: aquí la famosa escena del atentado contra Poncio Pilatos (Pilou
Asbaek) cuando pasa a caballo con sus tropas delante de la casa de los Hur no
consiste, como en otras versiones, en una teja desprendida accidentalmente,
sino en un intento de asesinato en toda regla, con un arco y una flecha, por
parte de Dimas (Moises Arias), un zelote al que, en un acto de piedad y por
deferencia hacia Esther, Judá ha escondido en el cobertizo de su vivienda para
que se recupere de sus heridas.
El
principal problema de este remake de Ben-Hur es que, a pesar de estos y otros
apuntes de interés destinados a marcar distancias con las anteriores versiones,
se trata de una película carente de densidad dramática y psicológica. Gran
culpa de ello la tiene la a ratos muy rutinaria y aburrida puesta en escena de
Timur Bekmambetov, quien pretende demostrar aquí que, por así decirlo, sabe
hacer cine clásico como los demás –Ben-Hur,
ciertamente, está en las antípodas de delirios como el díptico Guardianes de la noche (Nochnoy dozor,
2004) / Guardianes del día (Dnevnoy
dozor, 2006), Wanted (Se busca)
(Wanted, 2008) o el que, contra todo pronóstico, es su trabajo más solvente y
divertido tras las cámaras: Abraham Lincoln:
Cazador de vampiros (Abraham Lincoln: Vampire Hunter, 2012)–, pero que, en
esta ocasión, se equivoca terriblemente, al confundir “clasicismo” con
convencionalidad, y ritmo pausado con ritmo tedioso; precisamente, un poco más
de desenfreno hubiese sido de agradecer, sobre todo a la hora de marcar
distancias con Niblo y Wyler.
Ello
no obsta para que, a pesar de todo, no salten a la palestra algunos momentos
logrados. Pienso, claro está, en la secuencia de la carrera de cuadrigas,
resuelta con efectividad y, esta sí, esforzándose en diferenciarse de las
(magníficas) secuencias homólogas de las versiones precedentes, aunque sea
–previsiblemente– a golpe de CGI; pero esto último es signo de los tiempos
actuales: Bekmambetov no tiene ninguna culpa al respecto. Pese a todo,
particularmente prefiero otro fragmento del film: el dedicado a ilustrar la
estancia de cinco años de Judá en galeras, que está planificado manteniendo
casi en todo momento el punto de vista subjetivo del protagonista, con lo cual
dichas escenas tienen un tono oscuro, sombrío, claustrofóbico y, ahora sí,
acorde con la tortura física y mental que está viviendo el personaje. Es una
pena, empero, que, llegado el momento de la batalla naval, Bekmambetov ceda a
la tentación de insertar un plano general de las dos flotas de barcos en
conflicto, rompiendo esa subjetividad, esa sensación de pesadilla.
Pero,
como digo, todo esto sería lo de menos si el resto estuviese conseguido, mas no
es el caso. El abuso de la voz en off
–que, junto con algunos “saltos” que da la trama, a ratos sugiere que esta
película acaso era mucho más larga de lo que hemos acabado viendo en pantalla
de cine–, la mera corrección de la planificación y el relativo buen hacer de
los intérpretes (tampoco muy destacable), hunden un film que, por si fuera poco,
culmina en una escena ridícula: aquí Messala no muere después de la carrera de
cuadrigas, si bien resulta gravemente herido, y al final él y Judá se piden
perdón, en una de las escenas dramáticas más falsas y peor planteadas que
se hayan visto últimamente. Tampoco convence, por la torpeza de su desarrollo,
el proceso que lleva a Judá a olvidar su venganza contra Messala y llegar a
perdonarle, y a recuperar así a su hermano: la relación/ el paralelismo entre
Judá y Jesús de Nazaret (Rodrigo Santoro), que Bekmambetov intenta visualizar
echando mano de un relativo realismo gráfico a lo La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, 2004, Mel Gibson),
con resultados escasamente distinguidos. (Nota bene: Llama la atención –aunque esto es, por así decirlo, una
curiosidad de nota a pie de página– que la película recoja la teoría de que
Dimas, uno de los crucificados junto a Jesús en el Gólgota, no era un “buen
ladrón”, sino un zelote. Pero, para profundizar en esto, y en muchas otras
cosas más, prefiero recomendar la lectura de Jesús de Nazaret, el apasionante ensayo histórico de Paul Verhoeven
publicado en España por Edhasa.)
Sí; esta película parece mucho más larga de lo que se muestra en los cines. Incluso en algunos clips esto se puede notar. Una pena, porque de haber mostrado todo lo que sin duda debió rodarse, muchos de sus fallos habrían quedado eliminados y la película hubiera tenido más peso del que ya tiene, y que, en mi opinión no es poco. Es sorprendente como el personaje central está lleno de sombras. Supongo que a estas alturas decir que mata al comandante de la flota de un golpe de remo ya no será un crimen de lesa majestad, pero hacerlo lo hace. Eso le aleja del héroe de una pieza de las versiones anteriores y le acerca a un ser humano controvertido, nunca inocente pero tampoco del todo culpable, hecho de cal y arena, como todos. Eso ha sido lo que más me ha llamado la atención de este nuevo Ben Hur: el cambio radical de la personalidad de sus personajes principales y bajo esa nueva óptica creo que Jack Huston se ha hecho con el papel con todo merecimiento. No tenía, ni podía, ni debía ser como el de Heston en la película del 59 y por eso este nuevo Ben Hur 2016 le pertenece por derecho propio.
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