[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] La historia del
cine de terror y/ o “suspense” (ambos términos no son excluyentes) ha sido
pródiga a la hora de mostrarnos a personas aquejadas de una discapacidad convertidas
en víctimas potenciales de criminales alevosos. La obra maestra de esta
temática posiblemente sea La ventana
indiscreta (Rear Window, 1954, Alfred Hitchcock), con un James Stewart con
una pierna escayolada sufriendo el acoso del hombre que ha asesinado a su
esposa en el apartamento situado en frente de la vivienda del protagonista,
pero ha habido otros famosos ejemplos: desde la también inmovilizada Barbara
Stanwyck de la excelente Voces de muerte
(Sorry Wrong Number, 1948, Anatole Litvak), hasta la sordomuda protagonista de
las diversas versiones de La escalera de
caracol (The Spiral Staircase) –la mejor de toda, sin duda alguna, la de
Robert Siodmak de 1945–, pasando por Van Johnson, Audrey Hepburn y Mia Farrow,
los invidentes protagonistas de A 23
pasos de Baker Street (23 Paces to Baker Street, 1956, Henry Hathaway), Sola en la oscuridad (Wait Until Dark,
1967, Terence Young) y Terror ciego
(See No Evil, 1971, Richard Fleischer), respectivamente.
No respires
(Don’t Breathe, 2016) le da argumentalmente la vuelta a estas y otras películas
en las cuales una persona invidente es la víctima propiciatoria de los
desalmados que tratan de aprovecharse alevosamente de su teórica inferioridad
física. Su planteamiento es sencillo: tres jóvenes delincuentes, Rocky (Jane
Levy), Alex (Dylan Minnette) y Money (Daniel Zovatto), que llevan tiempo
saqueando con éxito diversas viviendas de su localidad, Detroit, aprovechando
la ausencia de los propietarios, deciden dar un último y definitivo “golpe”: el
robo de un jugoso botín de 300.000 dólares en metálico que esconde en su casa un
hombre ciego (Stephen Lang), veterano de la guerra de Irak que vive solo en una
vivienda situada en un barrio miserable y abandonado donde no hay nadie a
kilómetros a la redonda. Lo previsible se invierte a partir del momento en que,
contra todo pronóstico, son los tres ladrones, atrapados en la casa del ciego,
quienes se convertirán en las víctimas de este último, un personaje letal y
despiadado que les dará caza sin cuartel.
No respires
parte de lo que, en términos de guion, suele denominarse una situación límite,
con todo lo que tiene de inconveniente a nivel dramático y narrativo –las
situaciones límite tienen una fácil tendencia a agotarse antes de que finalice
el metraje: cf. Infierno azul (The
Shallows, 2016, Jaume Collet-Serra) (1)–,
cosa que en No respires se nota, y
mucho, en sus aproximadamente quince minutos finales, que proponen un agotador
–por más que hábil– encadenado de “falsos finales”. Pero, por otro lado, la
película dirigida por el uruguayo Fede Álvarez, a partir de un guion propio
escrito con Rodo Sayagues, hace gala de una sólida construcción, muy de
agradecer teniendo en cuenta su escaso metraje (88 minutos), lo cual denota su
voluntad de hacer algo “pequeño” pero lo más consistente posible.
Se
agradece el esfuerzo por caracterizar la psicología de los personajes, sobre
todo los de Rocky y Alex, por más que su descripción se sustente sobre
convenciones. Rocky es una muchacha que vive con Ginger (Katia Bokor), su madre
alcohólica –la cual acaba de instalar en su humilde apartamento a su nuevo amante,
para disgusto de su hija mayor–, y que sueña con ahorrar lo suficiente para
irse a California con Diddy (Emma Bercovici), su hermana pequeña, todavía
inocente, ajena a la miseria económica, y mental, de su entorno. Una vez
planteada y dejada bien clara su motivación, a lo largo del metraje Rocky hará
gala de una determinación que nace no solo de su instinto de supervivencia,
sino también de su decisión de salir económicamente adelante: la manera en que
se introduce por la ventana de la casa del ciego nada más llegar; las
decisiones a vida o muerte que toma, como aventurarse por el conducto de
ventilación, o la encerrona que improvisa para librarse del acoso del feroz
perro guardián del ciego dentro del coche; ayuda sobremanera la convicción de
la actriz Jane Levy, la mejor del reparto junto con el siempre eficaz Stephen
Lang. En cuanto a Alex, personaje cuyo aspecto sensible contrasta con sus
actividades delictivas y con la rudeza y brusquedad de su colega Money, halla
su justificación, primero, en su habilidad para desconectar rápidamente las
alarmas electrónicas de las casas donde entran a robar –se nos aclara que el
padre de Alex, al que detesta, trabaja en una empresa de seguridad, y a través
de él ha aprendido “trucos” del oficio–, y segundo, en su mal disimulado
enamoramiento de Rocky: esta última es novia de Money pero no se mira con malos
ojos a Alex; y Money, consciente de esa creciente atracción entre ambos, trata
con hostilidad a Alex. Money es, por comparación, el personaje peor descrito de
los tres: un joven impulsivo y expeditivo al que, en la primera secuencia en la
que vemos a los tres robando en otra casa, aparece fingiendo burlonamente una
masturbación con una botella mientras sus compañeros se afanan en el robo, y el
primero que vulnera las reglas del grupo trayendo una pistola para robar al
ciego; pero, como de los tres jóvenes ladrones es el primero que desaparece de
la función, tampoco es necesario explayarse más en él.
¿Y
el ciego? Se nos dice del mismo que es un veterano de la guerra de Irak; que
perdió la vista en una acción de combate; que, no mucho tiempo atrás, fue
“noticia” a causa de la desdichada pérdida de su única hija, una adolescente
que falleció estúpidamente atropellada por otra chica de elevada posición
social, de la cual se rumorea que, gracias al mucho dinero de su familia, logró
librarse de la cárcel tras llegar a un acuerdo extrajudicial con el ciego,
ergo, una cantidad de dinero: los 300.000 dólares que, según todos los indicios,
guarda en su casa. De hecho, Rocky y Alex al principio ignoran que ese hombre
es ciego: Money no se lo ha dicho de buenas a primeras, y cuando los tres, de
día, le espían a distancia desde su coche, es cuando aquéllos se dan cuenta de
ello; Alex afirma que robarle a un ciego da “mal rollo”. El ciego vive rodeado de fuertes medidas de seguridad:
una alarma en la puerta, candados y rejas en las ventanas, un perro guardián
que duerme en el exterior de la casa… Lo que Rocky y Alex acabarán descubriendo
es que todas esas cautelas no son tanto para que no entre nadie en la casa como
para que no salga nadie de ella… De
este modo, lo que empieza siendo un robo con fuerza acaba convirtiéndose en una
situación de creciente horror, propiciada por un personaje, el ciego, que acaba
demostrando ser un digno pariente de Norman Bates, Michael Myers, Jason
Voorhees o Hannibal Lecter.
Fede
Álvarez insinúa que el ciego ni tan siquiera es un hombre “normal”. Money se
introduce subrepticiamente en su dormitorio y libera un gas que lleva preparado
dentro de un botellín de plástico, gracias al cual el invidente dormirá durante
horas; sin embargo, cuando los tres ladrones están forzando la puerta del
sótano, convencidos de que allí abajo se oculta el dinero, de repente el ciego
aparece, soñoliento, aparentemente indefenso y confuso: ¿el efecto del gas ha
pasado antes de tiempo?, ¿o, sencillamente, al ciego no le afecta? Ya en el tercio final del relato, una vez llegado el
un tanto alargado clímax de la función, el ciego sobrevive, “milagrosamente”, a
los martillazos que le propina Alex cuando está a punto de “inseminar” a Rocky,
o a la brutal caída al interior de su propio sótano donde es arrojado por la
muchacha. Podemos pensar que, dada la gran fortaleza física del personaje, es
posible que ninguno de esos golpes haya sido lo suficientemente certero. Pero,
puestos a imaginar, también resulta lícito considerar al ciego un ente maligno
sobrehumano, no ya por sus diabólicas acciones –todo lo relativo a Cindy
(Franciska Töröcsik), la muchacha que mantiene cautiva en su sótano, y en
particular, el terrible intento de “inseminación” de Rocky–, como por su
capacidad para no morir: tras su caída al sótano, Álvarez cierra la escena con
un gran primer plano de su rostro desencajado y sus ojos ciegos abiertos, sobre
los cuales se abaten las sombras tan pronto como Rocky cierra sobre él la
trampilla del sótano, pero esos mismos ojos “sin vida” continúan brillando, tenuemente, en la oscuridad (gran trabajo del
director de fotografía Pedro Luque); y la abierta secuencia final no es tanto
un pie de cara a la consabida secuela como, mejor aún, un apunte sobre el
carácter indestructible e imperecedero del Mal a lo John Carpenter.
Más
allá de estas y otras disquisiciones que se pueden hacer, lo mejor de No respires reside en la calidad de su
realización, que eleva por encima de sus teóricas posibilidades este material a
ratos dramática y narrativamente cogido por los pelos, dotándolo de elegancia,
estilización y capacidad de sugerencia. En este sentido, cabe felicitar al
realizador Fede Álvarez por el resultado y, en particular, por el esfuerzo
demostrado a la hora de superar, con éxito, el resultado de su anterior
largometraje, el insuficiente remake
de Posesión infernal (Evil Dead,
2013) (2), pues en esta ocasión su
planificación rebosa buenas soluciones fílmicas. El impactante plano general
aéreo en semipicado con el que se abre el film, con la cámara descendiendo
sobre la imagen premonitoria (un flash-forward)
del ciego arrastrando por en medio de la calle a la inconsciente Rocky; la
magnífica dosificación del “suspense”, elaborada en función de la construcción
de los encuadres y el juego espacio-temporal que resulta de la combinación del
movimiento de los intérpretes y de la ceguera del temible propietario de la
casa (con momentos tan conseguidos como la escena en la que el ciego atraviesa
el pasillo justo por delante de un aterrorizado Alex, o aquella otra en la que
este último y Rocky se hallan a merced de los disparos a ciegas del invidente);
la secuencia de persecución en el sótano en total oscuridad, filmada mediante
cámaras infrarrojas que confieren una peculiar textura grisácea a la imagen (con
permiso del Antonio Buero Vallejo de El
concierto de San Ovidio, y del Jonathan Demme de El silencio de los corderos, The Silence of the Lambs, 1990,
también inspiradora de la secuencia final en el aeropuerto de No respires); la asimismo mencionada escena
de “suspense” de Rocky y el perro dentro del coche… Pero, al menos al margen de
la brillantez de estas y otras set-pieces
por el estilo, en No respires destaca
la armonía con que el “suspense” se conjuga, y complementa, con el dibujo de
los personajes, cuyas desesperadas circunstancias personales se encuentran
siempre en el fondo del relato.
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