[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Hace algunas semanas hablaba en este mismo blog de Tenemos que hablar de Kevin (1), una película de Lynne Ramsay que en el momento de su estreno generó una (saludable) división de opiniones en virtud de su forma de estar contada, a base de flashbacks que rompían constantemente el orden cronológico del relato tradicional, y cómo esos mismos flashbacks podían ser, en un momento dado, el motivo tanto de la admiración como del rechazo con respecto a este film. Algo muy parecido ocurre con la película de Sean Durkin aquí comentada, la cual juega asimismo con los saltos temporales por más que, en sus líneas generales, parece que ha tenido una acogida más favorable y uniforme entre crítica y público, bien sea porque (como siempre…) su “tema” –el lavado de cerebro y la esclavitud a los cuales las sectas someten a sus miembros, ergo, víctimas— pueda resultar más atractivo, en cuanto que más cercano, que el de Tenemos que hablar de Kevin –los estudiantes asesinos que provocan matanzas en sus escuelas, un terrible asunto que, por ahora (y esperemos que nunca), no se ha dado en las escuelas españolas—, por más que en el fondo sea tan abstracto y oscuro como el de esta última. Otro factor que puede haber inclinado las simpatías a favor de Martha Marcy May Marlene (ídem, 2011) –lo avanzo ya: no sin merecimiento— sospecho que reside en la atracción que despierta la belleza física, la juventud y la frescura de la protagonista de esta película, Elizabeth Olsen (cuya interpretación, dejando aparte todo eso, es verdaderamente excelente), en perjuicio de la dureza, sequedad y cierta apariencia andrógina de la no menos magnífica Tilda Swinton de Tenemos que hablar de Kevin; dicho de manera simple, Olsen despierta los instintos protectores del espectador, mientras que de Swinton el público parece opinar que ya sabe defenderse ella solita… Nunca hay que olvidar que el cine, como toda invención humana, provoca o puede provocar impulsos humanos de toda índole.
“Debilidades” extra-cinematográficas aparte (o quizá no tanto: luego seguiremos hablando… del cuerpo de Elizabeth Olsen), debemos empezar preguntándonos, tal y como ya hicimos con respecto a Tenemos que hablar de Kevin, si la construcción narrativa no cronológica de Martha Marcy May Marlene resulta la más adecuada para que el guionista y realizador Sean Durkin explique lo que quiere explicar, o dicho de otra manera, si su película sería mejor o peor en el supuesto de que estuviese contada de manera, digamos, más “normal”, o si se prefiere, más “habitual”. Respondo afirmativamente que esa forma no cronológica me parece la más adecuada, y ello es así porque, al igual que la estructura temporal “a saltos” de Tenemos que hablar de Kevin acababa descubriéndonos que el auténtico misterio del relato no residía en la personalidad del hijo asesino, sino en la de su atormentada madre (aspecto jugado hábilmente por el film de Lynne Ramsay que difícilmente podría haberse planteado y resuelto con la misma efectividad mediante una narración cronológica), algo muy parecido tiene lugar en Martha Marcy May Marlene, y en función asimismo de la forma como está contada. Valiéndose de la narración temporal discontinua, Sean Durkin elude la principal cuestión lógica y racional que plantea su película –¿cuál ha sido exactamente el proceso que ha convertido a la joven Martha (Olsen) en un miembro activo de la secta liderada por Patrick (John Hawkes)?—, del mismo modo que Ramsay eludía la de la suya –¿cuál ha sido exactamente el proceso que ha convertido al hijo de Tilda Swinton es autor material de una masacre de estudiantes?—, quizá porque ambos realizadores no tienen una respuesta a tan trascendentales preguntas, o sencillamente porque lo que quieren contar son otras cosas. En el caso de Martha Marcy May Marlene, parece plausible que lo verdaderamente interesante no reside en los efectos perjudiciales sobre Martha de su larga estancia de dos años en la secta de Patrick, por más que sea la base dramática del relato y de que Durkin dedique abundantes minutos a detallárnoslo, sino más bien en el efecto revulsivo y casi, casi subversivo que provoca, tras su huida de la secta, el regreso de Martha junto a su hermana mayor Lucy (Sarah Paulson) y el marido de esta, Ted (Hugh Dancy).
En este sentido, lo verdaderamente provocativo de Martha Marcy May Marlene no reside, a mi entender, en lo más llamativo a simple vista, es decir, el horror de las sectas por lo que tienen de alienante y vejatorio para la dignidad humana (ello resulta tan obvio que ni siquiera merece mayores comentarios), sino en la compleja y muy sutil equiparación que lleva a cabo Durkin entre el modo de vida de Martha en la secta y el modo de vida de la protagonista junto a su hermana y su cuñado, de tal manera que, antes que recalcar sus (de nuevo, obvias) diferencias, lo que hace es comparar y contrastar aquello que tienen en común. Ello explica, de entrada, el porqué de la narración “a saltos”: en el supuesto de que se hubiese seguido un orden cronológico, esa equiparación entre la vida en la secta y la vida en casa de Lucy y Ted corría el riesgo de haber quedado más difusa si se hubiese descrito primero la una y luego la otra. En cambio, alternando las escenas de la estancia de Martha en la casa de campo de su hermana en tiempo presente con los flashbacks de sus dos años en la granja de la secta de Patrick en tiempo pasado, se consigue de este modo una constante comparación, reforzada por una inteligente planificación que, en más de un momento (espléndido, por cierto), consigue “romper” durante unos segundos las fronteras espacio-temporales entre ambos tiempos y escenarios, sugiriendo sutilmente esa equiparación. Es el caso, por ejemplo (hay muchos a lo largo de todo el film), de ese instante en el cual vemos a Martha “entrar” en un pasillo a oscuras de la casa de Lucy y, gracias al encadenado en negro, a continuación la vemos “salir” de esa oscuridad estando ya en la granja donde vivía con la secta, o aquel otro en el que Ted se la encuentra durmiendo en el suelo de la cocina sin que, en un primer momento, estemos completamente seguros de si esa estancia es de la casa de la hermana o de la granja, es decir, de cuándo es presente y cuándo es pasado; viéndolo así, ¿acaso no sería otra forma que tiene el director de sugerir que, para la protagonista, los conceptos de pasado y presente no existen dentro de su mente perturbada?
Cuestión aparte, pero intrínsecamente relacionada con todo lo que hemos comentado, reside en el hecho de que la conducta de Martha acaba siendo un revulsivo para las vidas acomodadas y digamos que mucho más convencionales de Lucy y Ted. Resulta notable el hecho de que Martha replique con sequedad y una lógica implacable a la situación actual y a los planes de futuro de su hermana y su cuñado (hay, asimismo, diversas réplicas de distinta índole a lo largo de la proyección), como por ejemplo el porqué tienen una casa de campo tan grande para ellos solos, o el porqué Lucy quiere tener hijos si –como le dice Martha— “serás una madre horrible” (sic). Evidentemente podemos pensar, y siguiendo con estos dos ejemplos concretos, que Martha responde así porque ha estado dos años viviendo hacinada en una misma habitación junto con las demás mujeres de la secta, o porque parte del adoctrinamiento de Patrick consistía en la innecesaria presencia de hijos en sus vidas. Pero, a un nivel más profundo, no tardamos en advertir que el resentimiento entre ambas hermanas viene de mucho antes de que Martha desapareciese durante esos dos años, y que la secta no ha hecho más que acentuar, llevándolos hasta la exasperación, algunos rasgos de carácter que ya se encontraban latentes en la propia Martha. Téngase en cuenta que Martha en ningún momento les explica a Lucy y Ted que ha estado con la secta (la única versión que les proporciona de esos dos años de ausencia es que estuvo viajando “con un novio”), de ahí que aquéllos al principio interpreten la extraña conducta de la protagonista como meros caprichos de una muchacha egoísta y malcriada. Es aquí donde, como apuntaba líneas atrás, la presencia física de Martha, y por ende el cuerpo de la actriz Elizabeth Olsen, son explotados (en el sentido más positivo de la expresión) por el realizador con vistas a conseguir esa reacción entre los personajes: véanse, por ejemplo, las escenas en las que Martha se baña por primera vez en el lago junto a la casa de Lucy y Ted, y lo hace desnuda (su hermana le recrimina que no utilice un traje de baño, alegando que “puede haber niños de los vecinos cerca”); ese momento en que Lucy le pide a Martha que quite sus pies desnudos de la encimera de la cocina sobre la que se ha sentado; o la escena en la que Martha irrumpe en mitad de la noche en el dormitorio de Lucy y Ted mientras están haciendo el amor (algo completamente normal para ella, cuyo sentido de la intimidad ha sido completamente anulado a base de ser utilizada como esclava sexual por Patrick y los demás miembros masculinos de la secta). Uno de los temas favoritos de la crítica de cine de estos últimos tiempos reside en el descubrimiento del cuerpo como elemento a descubrir/explorar/estudiar por la cámara cinematográfica (Bruno Dumont suele ser al respecto uno de los referentes más citados); en Martha Marcy May Marlene, Durkin vuelve a hacer bueno aquel repetido aforismo que afirma que cualquier película acaba siendo un documental sobre sus intérpretes, y lo hace convirtiendo a Elizabeth Olsen y su cuerpo en una pieza fundamental del trasfondo del relato: a las significativas escenas del primer baño en el lago sin ropa y la de los pies sobre la encimera hay que añadir otras, como aquélla en la cual Lucy convence a Martha para que se ponga un vestido de noche (“¡Qué hermosa eres!”, exclama la primera, dándole a entender, además, que siente envidia de su belleza y su juventud); la secuencia del paseo en lancha motora, que culmina con el chapuzón en bikini de Martha, y que acaso sugiere un incipiente deseo de Ted hacia la muchacha (por tanto, una nueva perturbación de su vida matrimonial junto a Lucy); ese momento, en plano medio fijo, en que vemos a Martha durmiendo en el suelo y cómo, de repente, la incontinencia urinaria moja su falda (en una expresión de miedo soterrado pero latente que irá aflorando de forma progresiva); o el plano que cierra la película, con la aterrorizada Martha dentro del coche y camino de la consulta del psiquiatra, sospechando que quizá alguien de la secta la está vigilando de cerca… Desde luego que hay otros aspectos de Martha Marcy May Marlene dignos de ser comentados –las escenas de las actividades de la secta, tales como la del entrenamiento de Martha en el uso de armas de fuego, o el asesinato (muy logrado) de un hombre en cuya casa Patrick, Martha y otros colegas han entrado a robar—, pero he querido centrarme en aquello que, particularmente, me interesaba más, y tampoco quiero alargar este “telegrama” más de lo acostumbrado (aunque ya lo he hecho…): este notable film de Sean Durkin rebosa sugerencias de toda índole.
(1) Entrada del 27 de abril de 2012:
Estupenda crítica sobre un estupendo film.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con su comentario,no solo la interpretacion de la actriz es excelente sino también la utilización que hace de la actriz el director, creo que junto con TAKE SHELTER es de lo mejor que he visto recientemente de esa entelequia llamada cine independiente americano
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