[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Los diarios del ron (The Rum Diary, 2011) ha llegado a los cines de España precedida de cierta “mala fama”: que si fracaso comercial absoluto en los Estados Unidos (¿eso justifica cualquier fama, sea “buena” o “mala”?); que si mero vehículo para el lucimiento y a mayor honra y gloria de su protagonista-y-productor Johnny Depp [Nota bene: aprovecho la mención a este último para avanzar que un comentario mío sobre Sombras tenebrosas/Dark Shadows, 2012, Tim Burton, saldrá publicado en el próximo número de Dirigido por…]; que si mediocre adaptación de la novela homónima de Hunter S. Thompson (aspecto sobre el cual no puedo pronunciarme, dado que no la he leído); o que, si se compara con la-otra-famosa-adaptación-de-Thompson, Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998, Terry Gilliam), Los diarios del ron sale perdiendo (algo que tampoco termino de ver claro, dado que, si bien me gusta la de Gilliam, tampoco me parece de lo más logrado de su autor)… En fin, que la impresión generalizada es que Los diarios del ron es una de esas películas que ahora no le apetecía a nadie, y menos viniendo firmada por un realizador, el británico Bruce Robinson (asimismo autor del guión), que carece del suficiente “marchamo” artístico a la hora de hacerse cargo de una empresa, a priori, también “artística”; otro aspecto este último que tampoco termino de percibir (y vaya por delante que puede tratarse de una limitación por mi parte), porque a fin de cuentas, y a falta de haber visto el segundo de sus hasta la fecha cuatro largometrajes como director –Cómo triunfar en publicidad (How to Get Ahead in Advertising, 1989)—, lo cierto es que no solo no me ha parecido que Los diarios del ron estuviese tan mal (más bien me inclino a pensar que está bastante bien), sino que, y por si alguien lo ha olvidado (muchos, al parecer, lo han hecho ya), Robinson es autor de una de las mejores películas británicas de la década de los ochenta –Withnail y yo (Withnail and I, 1987)—, y de uno de los mejores thrillers norteamericanos de los noventa –Jennifer 8 (Jennifer Eight, 1992)—, lo cual no me parece digno de ser echado en saco roto.
Ya he dicho que, como no he leído la novela de Thompson, no pienso entrar en los méritos o deméritos del film de Robinson desde el punto de vista de su valor como adaptación (por más que sé de buena tinta que, al parecer, hay notables diferencias entre libro y película, y que en consecuencia, acertada o equivocada, lograda o fallida, la labor de traslación de la novela al cine por parte de Robinson teóricamente ha sido muy personal; de ser así –ahora estoy especulando—, resultaría sorprendente la libertad que Johnny Depp habría dado a Robinson de cara a hacer su propia lectura del libro, teniendo en cuenta que el actor y, recordemos de nuevo, también productor del film era amigo de Hunter S. Thompson –a quien está dedicada póstumamente la película—, y, como se ha dicho hasta la saciedad estos días, este proyecto era asimismo algo muy personal para Depp). Es por eso que empezaré diciendo que lo que me ha interesado de la película de Robinson no es tanto lo que cuenta como, sobre todo, el cómo lo cuenta; ello se debe a que, tal y como ya demostró en Withnail y yo y Jennifer 8, Robinson plantea y resuelve Los diarios del ron con una extraña sobriedad, que se encuentra en las antípodas de –insistamos otra vez— el barroquismo y exuberancia del Terry Gilliam de Miedo y asco en Las Vegas; en comparación con esta última, lisérgica hasta decir basta, Los diarios del ron resulta una obra muy sobria, casi ascética, hasta en los momentos que se prestan al delirio: es el caso, claro está, de la presentación del protagonista, Paul Kemp (Depp), en la habitación del hotel, después de una noche de borrachera y apurando los escasos botellines de licor que se le habían escapado; todo lo relacionado con el “colgado” personaje de Moberg (Giovanni Ribisi); o la escena en la cual Kemp y su amigo Sala (Michael Rispoli) comprueban, en la soledad de su apartamento, los efectos alucinógenos de una extraña droga que se consume echándose algunas gotas en los ojos como si fuera un colirio (sic). Robinson enseña esos y otros delirios pero sin participar en ellos con su cámara, y en consecuencia, sin pretender que el espectador participe; expresado de otra manera, Robinson enseña, pero no se recrea; muestra, pero no se sumerge en lo que muestra; mira, pero al mismo tiempo deja mirar al espectador en igualdad de condiciones.
Ello se debe a que Robinson es uno de esos raros realizadores de hoy en día que no hacen ruido, o como también suele decirse, que hablan en voz baja y construyen sus películas en función no de sus contenidos temáticos, sino con vistas a la consecución de ciertas texturas, de determinadas atmósferas. Es por eso mismo que no es un cineasta amigo de las estridencias, o cuanto menos de las que no vayan más allá de lo preciso para hacer avanzar el relato, y sobre todo, que no perturben la atmósfera del conjunto más allá de lo necesario, estridencias que se quedan así en apuntes a pie de página; esto último es el caso de las secuencias, digamos, más “fuertes” y aparatosas, ambas protagonizadas por Kemp y Sala: la persecución nocturna en coche que tiene lugar poco después de una tensa (y muy lograda) escena en una cantina, en la cual Sala provoca peligrosamente a los lugareños; o, más adelante, otra secuencia (muy divertida) que gira en torno a ese mismo coche, ahora destartalado, recorriendo las calles de San Juan de Puerto Rico, con Kemp sentado encima de Sala para alcanzar el volante mientras su amigo hace lo que puede con el freno y el acelerador. Salvando las distancias, a Robinson le ocurre poco más o menos lo mismo, o algo muy parecido, a lo que pasa con el incomprendido realizador sueco Lasse Hallström, quien suele recibir injustas críticas que le reprochan su supuesta insipidez y que, en cambio, obvian su elegancia o sus logros en el terreno de lo atmosférico: no hay más que ver o leer ciertas reacciones ante su más reciente propuesta, la interesante La pesca de salmón en Yemen (Salmon Fishing in the Yemen, 2011). Me parece un error flagrante el considerar que realizadores que saben contar una historia, y la cuentan bien, luego sean “despachados” de cualquier manera por el mero hecho de que no van restregando su estilo por la cara del espectador.
Otro aspecto de Los diarios del ron que me ha llamado la atención, y que posiblemente haya sido visto como otro de sus defectos, reside en lo que se suele denominar “indefinición genérica”. ¿Es una comedia, es un drama, o una mezcla de ambas cosas? Esto último suele derivar en acusaciones de “carencia de sentido”, o de “carencia de orientación”, que se traducen en frases hechas como “esta película no sabe hacia dónde va”, o “no sabe lo que pretende contar”, u otras por el estilo. Es algo que jamás he podido entender, siendo así que, por el contrario, cuando un film va por caminos imprevisibles y se aventura por senderos a veces inexplicables, es cuando más estimulante me parece. De ahí que, con todos sus defectos, que los tiene, me gusta la “indefinición” de Los diarios del ron; pero no me gusta dicha indefinición en sí misma considerada, en abstracto, sino porque, tal y como Robinson la aplica en esta película, le confiere, paradójicamente, un determinado sentido lógico, a tono con el relato y la descripción de los personajes. Desde este punto de vista, podríamos describir Los diarios del ron como la evolución de un personaje –Kemp— asimismo indefinido: un periodista brillante pero alcoholizado; inteligente pero a la vez impulsivo (le gusta beber y, si se tuerce, probar alguna droga); lúcido sin dejar de ser un interesado (acepta el trato servil que le ofrece el adinerado Sanderson/ Aaron Eckhart para que promocione con sus artículos el floreciente tinglado inmobiliario que va a montar con unos socios tan carentes de escrúpulos especuladores como él); corrupto y a la vez íntegro (tan pronto como Sanderson le despide injustamente, intenta arruinar su negocio dándole publicidad negativa a través del periódico para el que trabaja); honesto pero al mismo tiempo débil: cada vez que ve o está cerca de Chenault (Amber Heard), la novia de Sanderson, no piensa más que en acostarse con ella… (resulta significativa la magnífica secuencia en la que Kemp y Chenault circulan a toda velocidad en el lujoso descapotable que Sanderson le ha dejado al protagonista: los personajes están a punto de morir, casi saliéndose de la carretera, la cual concluye bruscamente en el mar; ambos son, en el fondo, personajes que corren desesperadamente hacia ninguna parte…). Resulta coherente, en este sentido, que un film tan “itinerante” como este concluya con un final abierto, con Kemp habiendo perdido a “la chica” –Chenault, que ha estado viviendo un tiempo con él tras haber sido echada de casa por Sanderson, luego también le abandona: en esta película, nada es seguro ni dura para siempre…—, y navegando, en yate y en solitario, hacia un futuro no menos incierto.
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