El día del fin del mundo: Melancolía (Melancholia, 2011), de Lars von Trier.- [Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Si hay algo que, a nivel particular, me sorprende de la nueva película de Lars von Trier es su extremada sencillez de fondo. Cuando afirmo que Melancolía me ha parecido –y me parece— un film en el fondo muy sencillo, me refiero a que lo que cuenta está narrado con mucha claridad, incluso me atrevería a decir que demasiada. Desmintiendo aquí su fama de cineasta críptico y denso, en el límite de lo comprensible (por más que muchas de esas acusaciones no suelen ser otra cosa que indicios de pereza mental por parte de quienes las formulan), dudo mucho de que nadie que vea Melancolía pueda luego afirmar que no la ha entendido, a no ser, claro está, que haya tenido algún problema personal para poner atención a la misma, o sencillamente se haya dejado arrastrar por la exuberancia de su puesta en escena, la cual pretende –y, a ratos, consigue— despistar al espectador y presentarle de manera compleja y sofisticada algo que, vuelvo a insistir, en el fondo es de lo más sencillo. Descrito en un par de líneas, lo que cuenta el film se limita a ser la historia de una joven, Justine (Kirsten Dunst), dotada de clarividencia, la cual le permite adivinar a ciencia cierta y sin el menor margen de error que nuestro mundo será destruido en un relativamente corto plazo de tiempo. Lo que añade complejidad a una idea tan sencilla es el entramado de todo lo que envuelve a Justine, formado en primer lugar por las circunstancias “objetivas” bajo las cuales se va a producir ese “día del fin del mundo” (un planeta gigantesco de errante trayectoria llamado Melancolía va a pasar muy cerca / a colisionar con el planeta Tierra); en segundo lugar, las circunstancias personales de Justine: la certeza de que el desastre se va a producir coincide, irónica y cruelmente, con una ceremonia social de exaltación de la vida: la boda de Justine con Michael (Alexander Skarsgard), y sobre todo, la fiesta posterior al enlace, que se celebra en la lujosa mansión que la hermana de la novia, Claire (Charlotte Gainsbourg), comparte con su adinerado marido, John (Kiefer Sutherland), y con el pequeño Leo (Cameron Spurr), el único hijo de la pareja; y, en tercer lugar, todo lo que se deriva, a nivel de sugerencias, de semejante planteamiento dramático, que intentaremos detallar a continuación.
Lars von Trier construye la película en dos partes (o, como les gusta decir a algunos, en dos movimientos): la primera, centrada aparentemente en el personaje de Justine, consistente en la prolija descripción de la fiesta nupcial que se celebra en la mansión de Claire y John durante la tarde y la noche del mismo día de su boda con Michael; y la segunda, centrada, asimismo aparentemente, en el personaje de Claire, y que describe la estancia de Justine en la misma casa de aquella en el campo, a donde ha ido a pasar una temporada mientras intenta recuperarse de una dolencia que tiene todos los síntomas, o al menos la apariencia, de una depresión. Estamos hablando mucho de apariencias: del mismo modo que la primera parte del film se centra en Justine pero sin por ello olvidarse de hablarnos del personaje de Claire, y viceversa, la enfermedad mental de la primera también va más allá –como luego se confirmará— de una depresión. Asimismo, la digamos “apariencia” de complejidad de Melancolía queda perfectamente definida desde su primera secuencia, esos aproximadamente ocho minutos a base de imágenes y música de Richard Wagner (Tristán e Isolda), a simple vista sin sentido alguno pero que cobran todo su significado tan pronto como el relato ha llegado a su conclusión y del cual se erigen en una premonición directa, todo lo abstracta que se quiera pero en absoluto gratuita.
Sin ánimo de ser exhaustivo y citando sin orden, pues tan solo he visto la película una vez, el arranque de Melancolía nos muestra, ya, al planeta homónimo destrozando a su paso el nuestro; a Justine, vestida de novia, flotando a cámara lenta sobre las aguas de un río, cual moderna Ofelia, en una imagen premonitoriamente mortuoria e indicativa de un destino fatal hacia el cual el personaje se deja, literalmente, arrastrar y sin mostrarse apesadumbrada por ello; también vemos a Justine, asimismo vestida de novia, avanzando pesadamente al ralentí por el jardín de la mansión de Claire, mientras arrastra una especie de red que parece querer anclarla al terreno (¿hace falta recordar aquí la rueda de carro a la que era atada Nicole Kidman en Dogville/ídem, 2003, o la piedra de afilar que Charlotte Gainsbourg sujetaba brutalmente en el tobillo de Willem Dafoe en Anticristo/Antichrist, 2009?); la novia Justine, su hermana Claire y el pequeño Leo, en un plano general nocturno y muy abierto frente a la fachada de la mansión, iluminado de izquierda a derecha por Melancolía, la luna, y el sol (una imagen que permite, por descontado, todo tipo de lecturas, habida cuenta de que la construcción simétrica de la misma crea asociaciones entre Justine-Melancolía, Leo-luna y Claire-sol, con todo lo que ello implica o puede implicar en relación con el carácter de estos personajes); el plano medio de Justine, siempre a cámara lenta, ahora vestida con una camiseta negra (la misma que lucirá en las escenas finales), alzando las manos y contemplando el extraño fenómeno eléctrico que se manifiesta en la punta de sus dedos, indicio de la aproximación de Melancolía a la Tierra; la imagen lentísima de Claire, con Leo en brazos, y atravesando el jardín de la casa, como intentando huir de algo de lo que se intuye imposible escapar; la de Leo y Justine, prácticamente mirando a la cámara, recogiendo palos en medio del bosque (luego sabremos para qué servirán esas ramas)… En esencia, buena parte del contenido posterior del film está resumido y sintetizado en esta primera secuencia onírica.
Ahora bien, la pregunta es: ¿qué sentido tiene incluir esa ralentizada secuencia al principio del relato? A mi modo de ver, su propósito consiste en introducir inicialmente al espectador tanto en el interior de la mente de Justine como en su convicción de que esos pronósticos sobre el futuro van a cumplirse de forma fatídica. De este modo, se añade un matiz inicial que permite cuanto menos intuir que existe una motivación oculta para la conducta que le veremos manifestar a continuación durante la celebración del banquete de bodas, y que va más allá de las meras dudas de una joven ante el teórico peso de una relación matrimonial a priori duradera. Del mismo modo, pues, que esas imágenes del arranque discurren a cámara lenta, como si se quedaran fijadas y casi inmóviles sobre el tapiz del tiempo, asimismo parece funcionar Justine, como al ralentí, consciente en todo momento de que esa fiesta es para ella (para todos) el principio del fin; su mente y su cuerpo se arrastran por una boda no deseada, una fiesta nupcial que no le apetece, y un reencuentro con familiares, amigos o conocidos que le resulta una carga: así pues, su tormento, el de alguien que sabe a ciencia cierta el día exacto en que se producirá el fin del mundo, está más que justificado. De ahí lo errático de su conducta durante la fiesta, impotente ante un destino inevitable y agobiada por una celebración que no puede menos que parecerle más falsa y absurda que nunca. De ahí ese deseo de retrasar al máximo su asistencia a la misma (Justine y Michael llegan dos horas tarde: un ridículo incidente con la limusina que les transporta a la casa de Claire contribuye a retrasarles); esas prolongadas ausencias de la novia del salón de celebraciones, provocando interminables esperas de los invitados con excusas tan absurdas como, de repente, tomar un baño; ese desesperado coito en medio del jardín de Justine con Tim (Brady Corbett), el joven que trabaja en la misma empresa de publicidad que Justine y que, por orden de su superior y también invitado a la fiesta, Jack (Stellan Skarsgard), anda detrás de ella con vistas a arrancarle un eslogan (sic); ese momento en que Justine planta cara a Jack y le reprocha su arrogancia e insensibilidad con sus empleados… ¿Qué importancia puede tener el llegar a tiempo a una fiesta nupcial cuando se sabe que no hay razón para casarse ni nada que celebrar, el que los invitados se impacienten, el follar impulsivamente con un desconocido, el idear un estúpido eslogan publicitario, o el plantarle cara a alguien que se cree superior a uno por el mero hecho de que se trata de la persona que te da dinero a cambio de tu esfuerzo? ¿Qué importa todo eso cuando se tienen los días, las horas, los segundos contados?
Ya hemos mencionado que la segunda parte del relato se centra, en principio, en la hermana de Justine: Claire. Digamos, más bien, que la perspectiva de la narración se desplaza principalmente hacia esta última, por más que la misma haya tenido ya un importante peso específico en la primera parte de la trama, y a pesar de que en este segundo bloque Justine no pierda tanto protagonismo como la división del film en dos segmentos pueda dar a entender. Asimismo, resultaba evidente en la primera parte del relato que las hermanas no se llevan bien: que Claire le reprocha a Justine el enorme retraso con el cual ella y Michael se han personado en la fiesta nupcial, y que no para de hostigar a Justine por sus inesperadas ausencias del salón para banquetes y su forma de descuidar a sus invitados (en lo que no cuesta ver el resquicio de otros resentimientos del pasado: siempre se tiene la sensación de que Claire está acostumbrada a reprocharle a Justine su comportamiento, y que esta última lo está a oír los reproches de la primera); a ello hay que añadir que el propio marido de Claire, John, se une a la actitud de su esposa echándole en cara a Justine su informalidad y el desperdicio de dinero que ello supone en un convite que ha salido de su bolsillo (lo cual, dicho sea de paso, es uno de los aspectos más cargantes del guión: los reproches de Claire a Justine serían más que suficientes para apuntar, junto con la errática conducta de la segunda, la incomodidad que está sembrando entre los invitados; en cambio, los de John no hacen más que alargar una situación que ya ha quedado lo suficientemente clara, apuntando así a una de las debilidades de la película: su primera parte, si bien excelentemente planteada, se alarga en exceso, siendo mucho mejor la segunda, más concisa y más densa).
Por decirlo de alguna manera, si la primera parte del film, centrada en Justine, está dominada por una apariencia de irrealidad, la que irradia esta última con su conducta en el límite de lo antisocial, ahora la parte centrada en Claire se impregna en gran medida del carácter lógico, racional y aparentemente más realista de esta última. Yendo un poco más lejos, y a riesgo de exagerar, resulta incluso significativo que se llame Claire, “clara” en francés; se trata de una persona dentro de lo que suele definirse bajo el muy resbaladizo término “normalidad”: alguien que tan solo cree en lo que ve y que acostumbra a sacar rápidas conclusiones, asimismo lógicas y racionales, de esa experiencia. Para Claire, Justine no es más que una depresiva a la que hay que cuidar en todo momento, incluso para que coma o tome un baño; una “pobre” (ergo, desvalida) chica que ha fracasado en su recientemente celebrado matrimonio: el personaje de Michael desaparece por completo en esta segunda parte, en lo que parece un descuido de guión o, sencillamente, un indicio de la importancia que tanto para Justine como para Claire tenía el mismo en sus vidas: ninguna. De ahí la creciente sorpresa de Claire cuando vaya descubriendo –y, con ella, el espectador— que la “locura” de Justine tiene una no por extraña menos lógica razón de ser: que lo que Claire –y, también, el espectador— interpreta como la mera depresión hacia la cual se ha abocado una muchacha incapaz de “madurar” y “adquirir responsabilidades” –esas sutiles formas de esclavización social del individuo destinadas a impedir que se distinga del resto de la colectividad de esclavos—, no es sino una percepción lógica y racional de una realidad alternativa. Desde este punto de vista, así como para Claire y su marido John “la loca” es Justine, como parece dar a entender su inexplicable conducta, a medida que avanza la segunda parte de la película iremos advirtiendo cómo para Justine son Claire y John los verdaderos “locos” que no ven –no pueden ver— lo que ella ve. Es aquí donde se perciben los ecos que Melancolía tiene de Anticristo, la anterior y mejor película de von Trier, donde ya se producía ese contraste entre un personaje estúpidamente racional (Willem Dafoe) y otro lúcidamente irracional (Charlotte Gainsbourg). Otra resonancia la hallamos en la bella escena de Melancolía en la cual Justine, al amparo de la noche, se aleja de la casa para ofrecer su cuerpo desnudo a la luz del planeta Melancolía, que vendría a ser un equivalente de otro hermoso momento –a pesar de su escabrosidad— de Anticristo, aquel en el que Charlotte Gainsbourg ofrendaba su sexo excitado al entorno natural que ya la había absorbido e integrado en su interior.
Es en la segunda parte de Melancolía donde se va desvelando, paulatinamente, que la “locura” de Justine no es sino su congoja natural ante la certeza de la inminencia de un fin del mundo inevitable. La diferencia entre ella y los demás consiste en que, a medida que se va aproximando la catástrofe, Justine va serenándose y mostrándose más lúcida y tranquila, como consecuencia de una progresiva aceptación de lo que va a ocurrir, como si –de nuevo, Anticristo— la colisión planetaria formara parte de un orden natural de las cosas: ahí está el posible sentido de la escena del “baño de luz planetaria”. Por el contrario, es Claire la que –valga la redundancia— empieza a verlo todo menos claro: la asusta la posibilidad de que la mayoría de los científicos se equivoquen en sus pronósticos y que, al final, Melancolía colisione contra la Tierra; un impulso la lleva a esconder, dejándolo preparado, un tarro de somníferos, destinado a hacer más llevadera para ella y los suyos “la hora final”; el momento más significativo es aquel en el cual, conversando con Justine, descubre que esta sabía el número exacto de judías que había dentro de la botella que iban rellenando los invitados a su boda a modo de juego (seiscientas setenta y ocho), y que por tanto su hermana está dotada con el don de la clarividencia, o dicho de otra manera, que tiene razón. Ello explica que, poco después, Justine rechace la oferta de una acongojada Claire de estar juntas cuando llegue el final, en lo que pueden verse las consecuencias de la mala relación de las hermanas: después de toda una vida oyendo sus reproches, Justine se niega a claudicar ante los deseos de Claire ni siquiera en esos instantes “terminales”, de la misma forma que, probablemente, Claire jamás claudicó en su intolerancia hacia su hermana “la loca”. También es en esta segunda parte del film donde se define el carácter pragmático del esposo de Claire, un John amante de la astronomía y entusiasmado ante la posibilidad de poder ver de cerca con su telescopio un fenómeno excepcional –el paso de Melancolía muy cerca de la Tierra—, y que por eso mismo será el primer personaje en hundirse por completo ante la evidencia “científica” del advenimiento de la catástrofe total: Claire le encontrará muerto en la cuadra, tras haber ingerido todos los somníferos que ella reservaba en un gesto postrero de egoísmo.
La progresiva atmósfera tétrica que va impregnando la segunda parte de Melancolía (y sin por ello despreciar la primera aunque demasiado larga primera parte del relato) es lo que confiere al film sus mejores momentos: la escena en la que Justine y Claire salen a cabalgar por los alrededores de la mansión, y el caballo de la primera se niega a cruzar el puentecito que prácticamente delimita los lindes de la finca, como “impidiendo” que Justine pueda ni siquiera alejarse del lugar donde se sellará su destino, y la airada reacción de esta última, consciente de ello, golpeando al animal con su fusta; los logrados momentos de vigilia nocturna en los que los personaje se reúnen alrededor del telescopio para observar el paso de Melancolía; el detalle del rudimentario ingenio que John ha fabricado con un palo y un alambre para su hijo Leo, y que permite comprobar el alejamiento /acercamiento de Melancolía a nuestro planeta; o las terriblemente bellas, o bellamente terribles, escenas finales, en las cuales Justine, Claire y Leo se reúnen bajo la frágil construcción a base de ramas donde vivirán sus últimos minutos de vida. Si, como digo, y a pesar de su notable interés, Melancolía no me termina de parecer la obra maestra que se ha pregonado ello se debe, principalmente, a que a ratos me parece excesivamente obvia. No solo por algo tan evidente, demasiado, como que el planeta que va a estrellarse contra el nuestro se llame precisamente Melancolía, y melancólico sea un buen adjetivo para describir el estado de ánimo de Justine ante el advenimiento de la catástrofe; sino también, y sobre todo, por determinados aspectos de la primera parte, la del banquete de bodas, que no hacen sino darle vueltas y más vueltas a ideas suficientemente bien planteadas con anterioridad, haciendo innecesaria su reiteración, tal es el caso de los mencionados reproches de John a Justine por su conducta con los invitados; o el apunte, que quizá hubiese necesitado de mayor atención –lo cual resulta paradójico, tratándose de un film con un metraje considerablemente largo: 136 minutos—, del paralelismo que se establece entre los padres de Justine y Claire con respecto a sus hijas: Justine es más bien como su padre, Dexter (John Hurt), con el cual le vemos bailar alegremente, mientras que Claire tiene un carácter más cercano al de su madre, Gaby (Charlotte Rampling), escéptica y amargada; no es casual que Dexter y Gaby lleven separados largo tiempo, anticipando así la distancia que se ha establecido entre sus propias hijas, dos mujeres para las cuales sus lazos de sangre no significarán nada, ni siquiera llegado el día del fin del mundo. A pesar de sus muchos momentos excelentes, Melancolía carece de la densidad y la atmósfera compacta de la mucho más conseguida Anticristo (1).
(1) Me remito a mi comentario de Anticristo publicado el 28 de agosto de 2009: http://elcineseguntfv.blogspot.com/2009/08/formas-del-cine-de-terror-metodos-del_28.html
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Me parece muy interesante la idea de que Justine posea el poder de la clarividencia, pero no creo que el hecho de que el planeta se llame Melancolía sea algo negativo por su obviedad. Más bien introduce una posibilidad harto sugestiva: que, en realidad, el planeta sea atraído a la tierra por Justine quien, en su estado depresivo, ha entrado en un estado de lucidez que le permite ver lo absurdo y la estupidez que le rodea. De ahí que, a pesar de que inicialmente todos los cálculos aseguran que el planeta no va a estrellarse contra la Tierra, finalmente sí lo haga.
ResponderEliminarM'han convençut algunes coses que expliques, que no m'havien quedat gaire clares en veure la pel·lícula, per exemple sobre el caràcter premonitori de la seqüència inicial, o com afines el caràcter i, per tant, el comportament de la Justine. Però veig que tenim percepcions diferents pel que fa al personatge de la Claire, jo me'n vaig fer una idea més benèvola. Apuntes a la seva intransigència, les constants recriminacions sobre la Justine i la falta d'empatia amb ella, i en canvi a mi em va semblar que la Claire tenia amb la Justine una paciència infinita i una gran voluntat de protegir-la que demostraven que l'estimava, i fins i tot recordo un diàleg amb el seu home, quan aquest la critica, i ella la defensa.
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