No había visto hasta fecha reciente esta producción británica dirigida por el londinense Tom Hooper, de quien tan solo conocía la miniserie de televisión Elizabeth I (ídem, 2005), pero que también es reconocido por otra miniserie, la prestigiosa John Adams (ídem, 2008), y un anterior largometraje para el cine, Damned United (The Damned United, 2009), el cual también goza, como suele decirse, de “buena prensa”. Respecto a El discurso del rey (The King’s Speech, 2010) había leído y oído estos días algunos comentarios no muy positivos, muchos de los cuales, una vez visto el film, me parecen en sus líneas generales el consabido prejuicio hacia el cine inglés, tildado con rara facilidad como “frío”, “correcto” o, cómo no, “académico”, que es la acusación tradicional que viene arrojándose sobre el mismo desde hace décadas (y que, con franqueza, a estas alturas dudo mucho de que sea válida como calificación despectiva, habida cuenta de que, diccionario en mano, una de las acepciones de académico es la referida a una obra de arte o a un autor que observa con rigor las normas clásicas). En tiempos de posmodernidad, El discurso del rey se erige en una especie de insulto para intolerantes que dicen amar la modernidad (o, mejor dicho, cierta concepción de la modernidad) pero que a cambio hacen gala de una actitud que, a simple vista, se revela lo contrario de la modernidad (y todo lo que de positivo conlleva esta última, es decir, progresismo, amplitud de miras y perspectiva de futuro), dado que parecen incapaces de aceptar que el arte en general y el cine en particular pueden admitir, y de hecho admiten, todo tipo de estilos y escuelas, de características y tonalidades, y que en su seno hay sitio para todo y para todos. Un poco de respeto hacia quien no piensa, y en este caso no entiende el cine, como lo hace uno, por favor. Y más teniendo en cuenta que, tras haber visto El discurso del rey, y si bien es verdad que tampoco me parece una obra maestra, no es menos cierto que se revela a poco que se mire con un mínimo de atención como una buena película, llena de suficientes elementos de interés que la hacen valiosa en sí misma considerada y al margen de la, ciertamente, muy publicitada labor interpretativa del actor Colin Firth en el papel protagonista.
El discurso del rey se inspira en un hasta hace poco no muy conocido hecho real: los problemas de dicción de quien llegó a ser el rey Jorge VI de Inglaterra (1895-1952), segundo hijo del rey Jorge V que accedió al trono británico como consecuencia de la abdicación de su hermano mayor, Eduardo VIII, dada la negativa de este último a renunciar a casarse con la norteamericana dos veces divorciada Wallis Simpson, algo completamente prohibido por el protocolo de la casa real. Antes incluso de ser coronado rey como Jorge VI, cuando todavía ostentaba el título de Duque de York, Alberto Federico Arturo Jorge se puso en manos de Lionel Logue, un especialista no titulado del habla, de nacionalidad australiana, para corregir la tartamudez que arrastraba desde su infancia y que, al llegar a la edad adulta, y ante la obligación de tener que pronunciar discursos en público, se convirtió en un grave obstáculo para la credibilidad de su imagen (hay que añadir que el rey Jorge VI era una persona de elevado nivel cultural que, por culpa de ese defecto físico, arrastraba una injusta mala fama de estúpido que costó enormemente de disipar entre la opinión pública, la cual por aquel entonces era tan poco tolerante con las imperfecciones de sus mandatarios, y tan laxa con las propias, como lo es ahora). Hasta aquí, poco más o menos, los así llamados hechos reales. La realidad, en este caso la del propio film, es que los problemas de habla de Jorge VI no son más que una excusa dramática para presentar la relación primero profesional, y luego de creciente amistad, entre dos hombres separados por la diferencia de clase social: no otra cosa es lo que subyace en el fondo del vínculo que se establece entre los dos protagonistas del relato, el Duque de York y luego rey de Inglaterra a quien su familia llamaba en la intimidad con el diminutivo de su primer nombre de pila, Bertie (Colin Firth), y Lionel Logue (Geoffrey Rush), un especialista del habla que recibe a sus pacientes en una humilde consulta de Londres carente de recepcionista y con apenas mobiliario. Ese diminutivo que acabo de mencionar, Bertie, tiene cierto peso específico al inicio de la relación entre los protagonistas: cuando están en su consulta, Lionel Logue le exige al todavía Duque de York que, a fin de relajar el ambiente entre ellos, ambos se tuteen, y llega al extremo de anunciarle que, del mismo modo que Su Alteza puede llamarle “Lionel”, él le llamará “Bertie”; lo interesante de dicha exigencia reside en el hecho de que, para Logue, su consulta es su propio territorio: “mi castillo, mis reglas”, afirma; ello contiene, de manera implícita, una lección de respeto y confianza mutuos: para que Logue pueda tratarle de su defecto del habla, el príncipe y futuro monarca inglés tiene que “rebajarse” al nivel social del primero para que conversen de tú a tú y en igualdad de condiciones.
En este sentido, uno de los aspectos más logrados de El discurso del rey reside en la humanidad de su planteamiento dramático, y en su habilidad para, de este modo, hacer una aproximación íntima a sus personajes, algo casi siempre difícil de conseguir cuando se trata, como en este caso, de figuras “históricas”, pues por regla general y salvo excepciones (esta película de Tom Hooper es una de ellas), en los films protagonizados por este tipo de personajes los mismos suelen expresar en voz alta aquellos pensamientos o “frases celebres” por los cuales han pasado a la posteridad, lo cual suele hacerles perder credibilidad humana, o si se prefiere, verosimilitud dramática: no hay que olvidar nunca que una película, cualquier película, es siempre una representación, por realista que sea su tono. Tiene gracia, en el caso de El discurso del rey, que buena parte de su intríngulis gire precisamente alrededor de uno de esos “personajes históricos”, Jorge VI, y de las palabras que expresó en voz alta, sus discursos en público, al principio pésimos por culpa de su defecto físico y luego lo más óptimos posible (el discurso radiofónico del final), puesto que, de este modo, se invierte inteligentemente la concepción tradicional del así llamado “cine histórico” (lo cual debería bastar por sí solo para cerrar la boca de quienes acusan al film de convencional y académico): lo que importa aquí no es tanto lo que Jorge VI dijo públicamente como, sobre todo, el cómo lo dijo (¿no es esa la función del arte en general y del cine en particular, el expresar “cosas” de manera artísticamente relevante?). Lo interesante, por tanto, es el proceso que llevó a Jorge VI a tener una dicción como mínimo aceptable, y la película lo dibuja excelente y sutilmente por medio de la descripción de la relación personal entre Lionel y Bertie, magníficamente perfilada en el espléndido guión de David Seidler y extraordinariamente sostenida sobre la labor de los intérpretes (todos soberbios, si bien merecen menciones especiales Colin Firth, en el papel de su vida, y sobre todo, huelga decirlo, Geoffrey Rush). Llama la atención, también positivamente, que aquella descripción se sostenga, ya lo hemos apuntado, sobre la forma como Logue consigue que Su Alteza “se rebaje” a su altura para ganarse su confianza y para que el personaje de la realeza le respete, en un proceso dibujado con grandes dosis de ironía y que pasa por la “liberación” del monarca asumiendo la forma de hablar de la gente de la calle: véase al respecto esa escena, tan divertida como, en el fondo, amarga, en la cual Bertie da rienda suelta a sus frustraciones en la consulta de Lionel diciendo tacos en voz alta y, lo que es más importante, haciéndolo sin tartamudear.
El film traza un agudo paralelismo entre ambos personajes, de tal manera que acaban siendo más semejantes de lo que pueda parecer a simple vista. El monarca es consciente de que cumple una función meramente institucional en la estructura del estado, es decir, que “reina” pero no toma decisiones de gobierno y que sus actos están predeterminados por “sus súbditos” del Parlamento; es decir, Jorge VI tiene “el título” de rey, pero en la práctica ese título no significa mucho, o nada, según como se mire; por su parte, Lionel Logue es un especialista del habla de formación autodidacta, y por tanto, no tiene titulación académica, carencia que le es echada en cara en un momento del relato; pero Logue se defiende de dicha acusación afirmando que él nunca se ha presentado a sí mismo como “doctor” (en la placa que anuncia su consulta nada se dice al respecto), de ahí que, desde el principio, se niega a que nadie se dirija a él como “doctor”. Dicho de otro modo, ambos personajes viven de las apariencias: la que proporciona un título, el de rey, en virtud del cual un ser humano “reina” pero no “gobierna”, y un título académico, el de médico, en virtud del cual a cualquier ser humano que lo posea se le atribuyen unas cualidades terapéuticas que Logue posee de manera autodidacta pero que a efectos oficiales le son negadas por carecer de un papel que así lo certifique. Lionel y Bertie también se reconocen entre sí como personas que han sufrido en sus carnes el peso de la humillación de sus semejantes; en el caso de Logue, si no el desprecio, cuanto menos sí la indiferencia de la comunidad médica “titulada”, por el hecho cierto de que carece de formación académica; y, sobre todo, en el caso de Bertie, por el haberse sentido siempre cohibido ante la presencia de “sus mayores”: primero su padre, el rey Jorge V (Michael Gambon), que no comprende sus problemas de tartamudez y los atribuye a mera cobardía, pretendiendo “curárselos” a base de intentar imprimirle coraje; y luego su hermano mayor David, Duque de Windsor y fugaz monarca Eduardo VIII (Guy Pearce), más extravertido y mujeriego que él, y que desde que eran niños viene burlándose de su tartamudez: incluso llegados a adultos, sigue mofándose de su defecto llamándole “B-b-b-bertie”. Lionel y Bertie también tienen en común el que, de cara a los demás, tienen que hacer “papeles” que no les apetecen, en detrimento de los que realmente les gustaría hacer: Logue es un actor aficionado amante de Shakespeare a quien le hubiese gustado dedicarse profesionalmente a la interpretación; por su parte, Jorge VI se ve obligado a hacer un papel que inicialmente no le correspondía, el de rey. La asunción de esos “roles” no deseados les acarrea, además, una injusta mala fama como farsantes y conspiradores. Tan pronto como se descubre que carece de formación académica, Logue es acusado de estafador; y sobre el nombramiento forzoso de Bertie como rey planea la sombra de un posible complot de este último para arrebatarle el trono a David. Los dos coinciden, asimismo, en que han logrado soportar aquellas humillaciones porque han tenido la suerte de casarse con mujeres comprensivas con sus limitaciones: Myrtle (Jennifer Ehle), la esposa de Logue, y Elizabeth (Helena Bonham Carter), cónyuge de Jorge VI y madre de la actual reina de Inglaterra Isabel II, ejercen una función de soporte vital para sus respectivos esposos, por más que este aspecto esté trabajado en la película solo en lo que se refiere a Elizabeth: quizá hubiese podido sacarse un poco más de jugo de la escena en la cual una asombrada Myrtle, que nada sabe de que el mismísimo rey visita regularmente la consulta de su marido, se tropieza casualmente con ellos y, atónita, acaba compartiendo un té con la reina.
Es verdad, como se ha dicho estos días (y de ahí, de nuevo, las acusaciones de academicismo), que el realizador Tom Hooper descarga buena parte de la eficacia del film en la labor de sus magníficos intérpretes, pero eso no significa ni mucho menos que su labor de puesta en escena sea vulgar o anodina. Hay que anotar en el haber de su trabajo, por el contrario, el sentido casi obsesivo de la planificación, de tal manera que la misma, lejos de ser fría o inexpresiva, refleja muy bien rasgos psicológicos de los protagonistas mediante la técnica de ponerlos en relación con los escenarios que conforman su entorno cotidiano. Llaman la atención, en este sentido, los encuadres casi claustrofóbicos que expresan el agobio de Bertie cuando, tanto al principio como al final del relato, debe pronunciar sendos discursos, con las dificultades que ello le acarrea; es un recurso un tanto grueso, cierto, pero eficaz, que establece un contraste, nuevamente irónico, entre los planos generales y planos medios de la multitud que atiende al Duque de York en el estadio en el primer discurso, o la que escucha al rey por la radio en el segundo parlamento, y los primeros planos que recogen la angustia del personaje, diferenciando con efectividad la imagen pública y el tormento privado del protagonista. Similar tratamiento reciben los decorados, de tal manera que, en determinadas ocasiones (quizá, demasiadas), Hooper recurre a grandes angulares cercanos a lo que antes se denominaba “ojo de pez” para mostrar el interior de los suntuosos palacios y residencias donde viven Bertie y su familia hasta el punto de hacerlos parecer, asimismo, agobiantes. Ello contrasta con la amplitud de la consulta de Lionel, la cual, no por casualidad, tiene así cierta apariencia de escenario “teatral” donde este personaje lleva a cabo su particular “actuación”. Pero la claustrofobia está presente incluso cuando, en un momento dado, Bertie y Lionel salen a la calle a pasear: la niebla que les sorprende mientras deambulan por el parque, unida a la planificación cerrada que recoge su tensa conversación, convierte ese apacible paseo de los dos amigos en una nueva puesta a prueba de la aparentemente insalvable cuestión de su diferencia de clase.
En mi humilde opinión esta peli está muy sobrevalorada. Creo que hay poca miga detrás del guión, a pesar de los buenos diálogos. En el fondo, esta historia es el típico film de superación personal que tanto gusta a la academia de Hollywood. Además creo que desaprovecha completamente algunas elementos muy interesantes que trata el film, como la conyuntura sociopolítica de aquellos años y la creciente importancia de los medios de comunciación en el papel social (vease la radio). Premiar a este film por delante de otros superiores y que se arriesgan más como La red social, Origen, black swan (irregular pero arriesgada) o Toy story 3 no me parece justo, y haciendo de vidente, intuyo un olvido generalizado del film de Hooper de aqui a 5 años, no asi las antes mencionadas.
ResponderEliminarEsta peli oculta sus enormes debilidades en sus magníficas interpretaciones (lo de Rush es increible, para mi superior a Firth) y su cuidado envoltorio de exquisitez británica.
La puesta en escena de Tom Hooper (al que respeto mucho por su dirección en la magnífica miniserie John Adams) me resulta curiosa y atrevida, pero no para darle el premio a mejor director por delante de Fincher, Aronofski (cuya puesta en escena eleva el material escrito del film, que me parece pobre) y la de Nolan (ni siquiera nominado por una de las direcciones más ambiciosas, imaginativas y dificiles del año, a pesar de los fallos en el montaje de algunas secuencias de acción).
Lo dicho, decepción en los premios oscars para mi (y van....) y la intuición de un mal envejecimiento para el film británico, al igual que paso en el 94 con Forrest Gump (inferior a Ed wood, Pulp Fiction o Cadena Perpetua) y en el 98 con Shakespeare in love (venciendo a La delgada línea roja y Salvar al soldado Ryan nada menos), por poner unos ejemplos. Un saludo.
Ese uso del gran agular que señalas, tanto para relacionar a los personajes con los escenarios como para dar sensación de agobio y aislamiento, ya lo empleó Hooper de forma llamativa en The Damnned United, un trabajo muy, muy interesante qeu disfrutaras especialemnte si eras algo futbolero.
ResponderEliminarYo es que de los oscar ya estoy curado de espanto y me espero cualquier cosa. La mejor película norteamericana del año, a mil años luz del resto ("Hereafter"), ni siquiera estaba entre las 10 nominadas(???). Y si nos ceñimos a las diez nominadas, la mejor de ellas (Valor de ley), se va de vacío.Ver para creer.
ResponderEliminarSaludos a todos
Eddie Felson
Estoy de acuerdo con Luis. Es curioso cómo puede cambiar la percepción de una película según el momento en el que se ve. Yo la vi cuando se estrenó en España y me pareció una película que contaba una bonita historia de amistad y superación personal, sustentándose en las magníficas interpretaciones de Colin Firth y Geofrey Rush. Entonces ya se hablaba mucho de la interpretación de Colin Firth, pero nada hacía presagiar los premios que iba a recibir también la película en general y su director en particular. A medida que iba recopilando todo tipo de premios (con los Oscar como guinda del pastel) empecé a cogerle cierta manía porque, como subraya Luis, este año había unas cuantas películas americanas que merecían mayor atención.
ResponderEliminarCreo que esas críticas que está recibiendo ahora se deben al exceso de reconocimiento para una película bastante modesta en pretensiones y logros, y por lo tanto me parecen razonables. Debe ser trabajo del analista poner las cosas en su lugar cuando se salen de madre.
Incluso en tu artículo, al defender la película, no puedes evitar señalar sus numerosos defectos de puesta en escena.
Un saludo!
parece una obra de teatro mal adaptada (esos 200 primeros planos descentrados! los paseos o festejos para "airear" la trama de ellos dos...), aunque como buddy movie british comica tendria un pase si el personaje de Rush no quedara tan descolgado dramaticamente.
ResponderEliminartambien es verdad que no es la peor de las 10 nominadas, que duda cabe.
saludos!
F
Luisssssss creo que en el año de "Forrest Gump" también estaba nominada "Quiz show", para mi gusto el mejor film de Redford-director.
ResponderEliminarYo creo que de los Oscars se puede decir que son un termómetro de cómo están las cosas en el cine de (más o menos) audiencia amplia. Y aunque el film de Hooper tal vez no haya merecido los más altos premios a mí me da la sensación de que el cine USA relativamente comercial es mucho más interesante que el que se hacía a finales de los 80 y principios de los 90. Que se ha remontado algo. Incluso si (como dice Eddie Felson) hay un "olvido" tan lamentable como el del último Eastwood.
Yo recuerdo que -mucho tiempo atrás- el año que ganó "Braveheart" (un film majo pero claramente inferior a los dos grandes trabajos de Gibson-director de la pasada década) tenía como competidor al "cerdito valiente". Creo que el cine USA de cierto presupuesto se ha regenerado y ha mejorado. Evidentemente con sus Transformers y todo eso, que tiene que haber para todo.
today see the movie in my school but is horrible
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