La primera secuencia de Génova (Genova, 2008) me parece una de las más intensas que hasta la fecha haya rodado su realizador, el interesante aunque desigual cineasta británico Michael Winterbottom. Marianne (Hope Davis) conduce su coche por carretera; está acompañada por sus dos hijas, sentadas en el asiento trasero, la adolescente Kelly (Willa Holland) y la pequeña Mary (Perla Haney-Jardine); las tres juegan a adivinar el color de los coches que pasan a su lado, circulando en dirección contraria; por turnos, Kelly y Mary se tapan los ojos con las manos y van diciendo un color al azar; de repente, la más pequeña tiene la desafortunada ocurrencia de tapar los ojos de su madre al volante durante unos segundos; la imagen se queda en negro; suenan en off el chirrido de los frenos, el deslizamiento sin control del coche, el quejido de metal abollado y de cristales rotos por el impacto. Pocos segundos después, el negro deja paso de nuevo a la imagen: nos hallamos en el funeral de Marianne; al mismo asiste su marido y ahora viudo Joe (Colin Firth) junto a sus dos hijas; en los rostros de ambas chicas vemos todavía las secuelas físicas del accidente: las secuelas interiores llegarán más adelante. Esta secuencia, a mi entender de modélica construcción, hace gala de algunas de las mejores virtudes de este film magnífico, para el que suscribe el mejor trabajo de Michael Winterbottom junto con El perdón (The Claim, 2000) y 24 Hour Party People (ídem, 2002): un estilo sensual y sensitivo de la imagen, que sabe combinar lo concreto y lo inconcreto, lo material y lo inmaterial, lo directo y lo sugerido, lo cual combina a la perfección con el sentido de un relato que bascula precisamente en lo real y lo imaginario pero sin delimitar groseramente la frontera entre conceptos contrapuestos; dicho de otro modo, Génova es una de esas películas, cada vez más raras de ver hoy en día, que por un lado parece desarrollar (y, de hecho, desarrolla) una línea narrativa específica, pero que al mismo tiempo cuenta entre líneas, entre planos, otras muchas cosas. Volviendo a esa primera secuencia, basta con apreciar la fuerza inquietante de la planificación, con la cámara siempre dentro del vehículo, “ocupando” el asiento del copiloto, y de qué manera tan sutil introduce Winterbottom pequeñas pinceladas de inquietud por medio de los vehículos que pasan veloces, amenazadores, vislumbrados por las ventanillas del coche de las protagonistas en dirección contraria; o, a continuación, en la secuencia del funeral, de qué forma pasa de un plano medio de Joe, Kelly y Mary, sentados en el banco de la iglesia, unidos en el dolor, a sendos primeros planos de las chicas, contrapuestas/enfrentadas, tal y como se verá con mayor profundidad en el resto del metraje.
Acabamos de mencionar que, en aquella primera secuencia, Winterbottom mantiene la cámara desde la perspectiva de, digamos, un copiloto inexistente dentro del coche; en ocasiones, el mejor ángulo, el más expresivo y eficaz, es el más sencillo; piénsese, salvando las distancias pero compartiendo un similar sentido de la planificación, la excelente secuencia del accidente de aviación de Náufrago (Cast Away, 2000, Robert Zemeckis), asimismo planificada manteniendo la perspectiva desde el interior del aparato y sus ocupantes, lo cual la hacía más angustiosa. Precisamente una de las grandes bazas de Génova a nivel expresivo consiste en su manera de sugerir la existencia de una especie de realidad alternativa por medio de la inserción de imágenes tomadas desde ángulos que no tienen una función narrativa convencional, sino que parecen más bien “rupturas” del eje narrativo destinadas a insinuar ideas en los márgenes de ese mismo relato, como si fueran el equivalente de las notas a pie de página de un texto. He leído declaraciones del realizador afirmando que, si bien la acción principal del film transcurre en Génova, la localidad italiana que le presta su título y que es el lugar elegido por Joe para pasar su año de duelo junto con sus hijas, la película no “trata” sobre Génova y de hecho la elección de esta ciudad es casi accidental, dado que la trama podría desarrollarse perfectamente en cualquier otro enclave. Ello justifica que la ciudad que muestra el film no sea la Génova “real” sino, más bien, una Génova “imaginaria”: un espacio no tanto físico como también mental, donde los tres protagonistas van a experimentar una serie de vivencias tanto físicas como sensitivas. Génova es, en este sentido, una especie de limbo donde Joe, Kelly y Mary vienen a llorar la pérdida del ser querido y a reconstruir unas existencias que ya no volverán a ser las mismas.
La planificación “subjetiva” de la primera secuencia reaparece inmediatamente después de los títulos de crédito, con la ilustración del final del viaje en avión y la entrada en la ciudad italiana; la cámara mantiene preferentemente el punto de vista subjetivo de los personajes a través de ventanillas de avión o del coche que les traslada a su nueva vivienda, expresando una mirada que tiene poco de turística (por más que, evidentemente, la llegada a una ciudad que se desconoce siempre lo es ni que sea en parte) y sí, en cambio, mucho de experiencia mental. Dicha sensación se corrobora por la forma como Winterbottom planifica los numerosos paseos de los personajes por las estrechas calles del casco antiguo genovés; por un lado, inserta planos desde el punto de vista subjetivo de los protagonistas, de manera que recoge su fascinación por un mundo que sobre todo en sus primeros días de estancia les es ajeno, casi hostil, porque les resulta diferente; por otra parte, Winterbottom también inserta planos desde otros puntos de vista que no se corresponden ni con la perspectiva de los protagonistas ni de ningún otro personaje, sino que parecen más bien la perspectiva “irreal”, imposible, de la propia ciudad de Génova que “mira” con curiosidad, quizá también con esa misma hostilidad, a esos intrusos que pasean por sus callejuelas perdiéndose por ellas cada dos por tres. Se ha comparado Génova con el Nicolas Roeg de la famosa Amenaza en la sombra (Don’t Look Now, 1973), pero viendo esas imágenes callejeras de la película de Winterbottom a las que me he referido en último lugar resulta difícil no pensar en el Peter Weir de Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975) o en el Manoel de Oliveira de El convento (O convento, 1995), quienes también recurrían al inserto de imágenes desde puntos de vista “imposibles” –a través de las grietas de la montaña de Hanging Rock en el caso del primero, o desde la perspectiva de unas estatuas clásicas en el del segundo— para sugerir esa realidad alternativa e invisible, agazapada, al acecho de los personajes.
¿Y en qué consiste esa realidad alternativa en la que están sumergidos los protagonistas de Génova? Pues en la “realidad” que brota de sus propios sentimientos y sensaciones, y que se manifiesta en cada uno de ellos de distintas maneras, por más que todas estén íntimamente entrelazadas y tengan, claro está, un denominador común: la muerte de Marianne, la desaparición de lo que eran previamente sus vidas antes de producirse esa tragedia, la necesaria aclimatación a otra manera de vivir después de lo ocurrido, aprendiendo a vivir con ello como mejor se puede. Génova es, en este sentido, un relato vitalista e incluso optimista, por más que su desarrollo esté impregnado por el signo de la tristeza y lo sombrío. Para Joe, que es quien ha tomado la decisión de irse a vivir a Italia para “cambiar de aires” (hay un claro contraste entre la luz azulada de la primera secuencia del accidente y de la posterior del funeral y el cóctel, y la luz calurosa, dorada, del paisaje urbano genovés), le supone el hacer frente a algo para lo cual todavía no se siente preparado: el volver a enamorarse de una mujer que no sea Marianne. La posibilidad se le presenta por partida doble: por un lado, en la persona de Barbara (la siempre excelente Catherine Keener), una antigua compañera de estudios que vive sola y que manifiesta un callado sentimiento amoroso hacia Joe; por otro, en una mujer más joven, una estudiante universitaria llamada Elena (Monica Bennati) que no por casualidad en determinados momentos se le aparece, tentadoramente, cual sirena: en una ocasión, en bikini, cuando coinciden en la playa; en otra, cuando invita a Joe a comer junto al mar; y, en una tercera, a la orilla de ese mismo mar, donde le besa y se da cuenta de que su beso no es correspondido. Este inteligente contraste entre Barbara, la mujer curtida y, digamos, “real”, y Elena, la fantasía fresca y “mitológica”, expresa muy bien el conflicto interno de Joe, quien se debate dada su condición de viudo todavía joven entre su carencia de amor y su falta de sexo, entre la mujer que le gusta pero a la que no desea y la joven que le inspira justo lo contrario. Una actitud inversamente contraria a la de su padre es la de la hija mayor, Kelly, la cual por el contrario “libera” mediante el sexo toda una serie de frustraciones relacionadas de un modo u otro con la muerte de su madre y el resentimiento hacia su hermana pequeña, a la que acusa no sin razón de ser la responsable de todo lo ocurrido. Las “aventuras” amorosas de Kelly, una joven a caballo de una infancia recién concluida y una madurez consolidándose, constituyen una suerte de vía de escape visceral: un aferrarse a la vida, en el sentido más carnal y empírico de la expresión, tras haber vivido de cerca la muerte, la de su progenitora y casi la de ella misma y de Mary, lo cual ha precipitado con brusquedad su entrada en el mundo de los adultos.
Es la pequeña Mary la que experimenta una conexión más espiritual con la difunta madre, a la cual ve o cree ver y con la que incluso habla o cree hablar. No por casualidad, la primera vez que vemos a la niña, atormentada por terrores nocturnos, llorando y llamando a gritos a su madre, la escena se abre con un plano en negro muy similar al que hemos visto en la secuencia inicial del accidente. La difunta Marianne se “aparece” a los ojos de Mary asomándose por la ventana del edificio de enfrente, paseando por las callejuelas, asistiendo silenciosa al concierto de piano de la niña, al otro lado de una calle atestada de tráfico, incluso en el propio dormitorio de Mary. También se refleja, gráficamente, en los dibujos de la pequeña, en forma de sombras y manchas cada vez más difusas. En todo momento se mantiene cierta ambigüedad (¿Mary realmente ve a su madre y habla con ella?), por más que a veces esa atmósfera ambigua se “rompa” por medio de la violación del verosímil fílmico (el plano general en el cual Marianne aparece al fondo de la imagen mientras Mary toca el piano y los demás escuchan: el “fantasma” y los seres vivos comparten con extraña naturalidad la misma imagen) o de la sugerencia de esa realidad alternativa a la que nos estamos refiriendo (secuencia de Mary y Barbara en la ermita, en la cual la primera enciende una vela en memoria de su madre y le dice a la segunda que a veces habla con su difunta progenitora: no tanto una enésima demostración del deseo de la pequeña de que su madre siga viva en su recuerdo, como una sutil manera de hacerle entender a Barbara que nunca logrará ocupar el lugar dejado por Marianne). Si bien en la penúltima secuencia, en la cual Mary está a punto de ser atropellada porque cree ver a su madre al otro lado de la calle, el relato apunta nuevamente hacia un conato tragedia, la agridulce conclusión de Génova, con Joe acompañando a sus hijas a su nueva escuela, es otra constatación, más mundana, de que la vida continúa a pesar de que jamás vuelva a ser la misma.
(Nota bene: este texto está dedicado a todas aquellas personas que sepan lo que es el perder a un ser querido y el vivir desde entonces como en una realidad alternativa).
Acabamos de mencionar que, en aquella primera secuencia, Winterbottom mantiene la cámara desde la perspectiva de, digamos, un copiloto inexistente dentro del coche; en ocasiones, el mejor ángulo, el más expresivo y eficaz, es el más sencillo; piénsese, salvando las distancias pero compartiendo un similar sentido de la planificación, la excelente secuencia del accidente de aviación de Náufrago (Cast Away, 2000, Robert Zemeckis), asimismo planificada manteniendo la perspectiva desde el interior del aparato y sus ocupantes, lo cual la hacía más angustiosa. Precisamente una de las grandes bazas de Génova a nivel expresivo consiste en su manera de sugerir la existencia de una especie de realidad alternativa por medio de la inserción de imágenes tomadas desde ángulos que no tienen una función narrativa convencional, sino que parecen más bien “rupturas” del eje narrativo destinadas a insinuar ideas en los márgenes de ese mismo relato, como si fueran el equivalente de las notas a pie de página de un texto. He leído declaraciones del realizador afirmando que, si bien la acción principal del film transcurre en Génova, la localidad italiana que le presta su título y que es el lugar elegido por Joe para pasar su año de duelo junto con sus hijas, la película no “trata” sobre Génova y de hecho la elección de esta ciudad es casi accidental, dado que la trama podría desarrollarse perfectamente en cualquier otro enclave. Ello justifica que la ciudad que muestra el film no sea la Génova “real” sino, más bien, una Génova “imaginaria”: un espacio no tanto físico como también mental, donde los tres protagonistas van a experimentar una serie de vivencias tanto físicas como sensitivas. Génova es, en este sentido, una especie de limbo donde Joe, Kelly y Mary vienen a llorar la pérdida del ser querido y a reconstruir unas existencias que ya no volverán a ser las mismas.
La planificación “subjetiva” de la primera secuencia reaparece inmediatamente después de los títulos de crédito, con la ilustración del final del viaje en avión y la entrada en la ciudad italiana; la cámara mantiene preferentemente el punto de vista subjetivo de los personajes a través de ventanillas de avión o del coche que les traslada a su nueva vivienda, expresando una mirada que tiene poco de turística (por más que, evidentemente, la llegada a una ciudad que se desconoce siempre lo es ni que sea en parte) y sí, en cambio, mucho de experiencia mental. Dicha sensación se corrobora por la forma como Winterbottom planifica los numerosos paseos de los personajes por las estrechas calles del casco antiguo genovés; por un lado, inserta planos desde el punto de vista subjetivo de los protagonistas, de manera que recoge su fascinación por un mundo que sobre todo en sus primeros días de estancia les es ajeno, casi hostil, porque les resulta diferente; por otra parte, Winterbottom también inserta planos desde otros puntos de vista que no se corresponden ni con la perspectiva de los protagonistas ni de ningún otro personaje, sino que parecen más bien la perspectiva “irreal”, imposible, de la propia ciudad de Génova que “mira” con curiosidad, quizá también con esa misma hostilidad, a esos intrusos que pasean por sus callejuelas perdiéndose por ellas cada dos por tres. Se ha comparado Génova con el Nicolas Roeg de la famosa Amenaza en la sombra (Don’t Look Now, 1973), pero viendo esas imágenes callejeras de la película de Winterbottom a las que me he referido en último lugar resulta difícil no pensar en el Peter Weir de Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975) o en el Manoel de Oliveira de El convento (O convento, 1995), quienes también recurrían al inserto de imágenes desde puntos de vista “imposibles” –a través de las grietas de la montaña de Hanging Rock en el caso del primero, o desde la perspectiva de unas estatuas clásicas en el del segundo— para sugerir esa realidad alternativa e invisible, agazapada, al acecho de los personajes.
¿Y en qué consiste esa realidad alternativa en la que están sumergidos los protagonistas de Génova? Pues en la “realidad” que brota de sus propios sentimientos y sensaciones, y que se manifiesta en cada uno de ellos de distintas maneras, por más que todas estén íntimamente entrelazadas y tengan, claro está, un denominador común: la muerte de Marianne, la desaparición de lo que eran previamente sus vidas antes de producirse esa tragedia, la necesaria aclimatación a otra manera de vivir después de lo ocurrido, aprendiendo a vivir con ello como mejor se puede. Génova es, en este sentido, un relato vitalista e incluso optimista, por más que su desarrollo esté impregnado por el signo de la tristeza y lo sombrío. Para Joe, que es quien ha tomado la decisión de irse a vivir a Italia para “cambiar de aires” (hay un claro contraste entre la luz azulada de la primera secuencia del accidente y de la posterior del funeral y el cóctel, y la luz calurosa, dorada, del paisaje urbano genovés), le supone el hacer frente a algo para lo cual todavía no se siente preparado: el volver a enamorarse de una mujer que no sea Marianne. La posibilidad se le presenta por partida doble: por un lado, en la persona de Barbara (la siempre excelente Catherine Keener), una antigua compañera de estudios que vive sola y que manifiesta un callado sentimiento amoroso hacia Joe; por otro, en una mujer más joven, una estudiante universitaria llamada Elena (Monica Bennati) que no por casualidad en determinados momentos se le aparece, tentadoramente, cual sirena: en una ocasión, en bikini, cuando coinciden en la playa; en otra, cuando invita a Joe a comer junto al mar; y, en una tercera, a la orilla de ese mismo mar, donde le besa y se da cuenta de que su beso no es correspondido. Este inteligente contraste entre Barbara, la mujer curtida y, digamos, “real”, y Elena, la fantasía fresca y “mitológica”, expresa muy bien el conflicto interno de Joe, quien se debate dada su condición de viudo todavía joven entre su carencia de amor y su falta de sexo, entre la mujer que le gusta pero a la que no desea y la joven que le inspira justo lo contrario. Una actitud inversamente contraria a la de su padre es la de la hija mayor, Kelly, la cual por el contrario “libera” mediante el sexo toda una serie de frustraciones relacionadas de un modo u otro con la muerte de su madre y el resentimiento hacia su hermana pequeña, a la que acusa no sin razón de ser la responsable de todo lo ocurrido. Las “aventuras” amorosas de Kelly, una joven a caballo de una infancia recién concluida y una madurez consolidándose, constituyen una suerte de vía de escape visceral: un aferrarse a la vida, en el sentido más carnal y empírico de la expresión, tras haber vivido de cerca la muerte, la de su progenitora y casi la de ella misma y de Mary, lo cual ha precipitado con brusquedad su entrada en el mundo de los adultos.
Es la pequeña Mary la que experimenta una conexión más espiritual con la difunta madre, a la cual ve o cree ver y con la que incluso habla o cree hablar. No por casualidad, la primera vez que vemos a la niña, atormentada por terrores nocturnos, llorando y llamando a gritos a su madre, la escena se abre con un plano en negro muy similar al que hemos visto en la secuencia inicial del accidente. La difunta Marianne se “aparece” a los ojos de Mary asomándose por la ventana del edificio de enfrente, paseando por las callejuelas, asistiendo silenciosa al concierto de piano de la niña, al otro lado de una calle atestada de tráfico, incluso en el propio dormitorio de Mary. También se refleja, gráficamente, en los dibujos de la pequeña, en forma de sombras y manchas cada vez más difusas. En todo momento se mantiene cierta ambigüedad (¿Mary realmente ve a su madre y habla con ella?), por más que a veces esa atmósfera ambigua se “rompa” por medio de la violación del verosímil fílmico (el plano general en el cual Marianne aparece al fondo de la imagen mientras Mary toca el piano y los demás escuchan: el “fantasma” y los seres vivos comparten con extraña naturalidad la misma imagen) o de la sugerencia de esa realidad alternativa a la que nos estamos refiriendo (secuencia de Mary y Barbara en la ermita, en la cual la primera enciende una vela en memoria de su madre y le dice a la segunda que a veces habla con su difunta progenitora: no tanto una enésima demostración del deseo de la pequeña de que su madre siga viva en su recuerdo, como una sutil manera de hacerle entender a Barbara que nunca logrará ocupar el lugar dejado por Marianne). Si bien en la penúltima secuencia, en la cual Mary está a punto de ser atropellada porque cree ver a su madre al otro lado de la calle, el relato apunta nuevamente hacia un conato tragedia, la agridulce conclusión de Génova, con Joe acompañando a sus hijas a su nueva escuela, es otra constatación, más mundana, de que la vida continúa a pesar de que jamás vuelva a ser la misma.
(Nota bene: este texto está dedicado a todas aquellas personas que sepan lo que es el perder a un ser querido y el vivir desde entonces como en una realidad alternativa).
Tu escrito, a toda luz excelente, me ha hecho reparar en no pocos detalles del filme que me pasaron inadvertidos, amén de llevarme a reconsiderar la valía del mismo. Me permitirás, no obstante, que discrepe contigo en un único aspecto: si bien -tal y como tú señalas-
ResponderEliminarla acción dramática de la película bien pudiera ubicarse en cualquier otra ciudad, no me parece que la elección de la urbe genovesa, hablando en términos estrictamente estéticos, sea "casi accidental". Creo que el particular trazado urbanístico y el pulso vital de dicha población italiana(esas laberínticas callejuelas por las que apenas si penetra la luz, los singulares individuos que pueblan las mismas, la caótica circulación motorizada...), devienen, cuanto menos en cierta medida, espejo de la turbada emocionalidad del trío protagonista (especialmente de Mary: no por casualidad las escenas urbanas más relevantes están centradas en su persona).
Un fuerte abrazo (y "grazie mile" por tus textos).
Tras los magníficos planos aéreos de Génova, yuxtapuestos a los títulos de crédito, el personaje de Bárbara realiza varios comentarios sobre la ciudad a modo de guía turística. De Cristobal Colón a la época medieval en la que Génova era un importante centro comercial. Dichos comentarios me hicieron pensar que Winterbottom, junto al guionista de la espléndida "Wonderland" -para mí (no he visto "24 Hour Party People) su mejor película junto con "El perdón"- trataba de convertir el traslado a la ciudad italiana en un intento de revivir un pasado esplendoroso. Desde este punto de vista me habría parecido más convincente que la familia regresase a Chicago, o al menos abandonase Génova, por más que la escena final de reenconciliación familiar que a punto está de finalizar con un atropello mortal no me acabe de disgustar.
ResponderEliminarNo viene a cuento, pero si se me permite hace un par de semanas, seleccionando en la prensa los artículos que me parecían más interesantes (recuerdo especialmente uno sobre la exposición en Madrid de un artista conceptual que ponía en entredicho la actual "dictadura digital"), me encontré con una noticia en la que se hablaba de "El Anticristo". Era una entrevista con Lars Von Trier. Pues bien, no tenía el menor rubor en reconocer que nunca había leído el libro a pesar de tenerlo en la mesilla de noche (interesante detalle), para añadir a continuación que en su opinión "la mujer es el Anticristo"... Recuerdo que un extraordinario escritor norteamericano decía por boca de uno sus personajes que los actores deberían ir "ligeros de equipaje". Tal vez más de uno se equivocó de profesión...
Excelente crónica de un film que disfruté a pesar de haber leído tanta crítica si no negativa, al menos poco entusiasta. Un desgarrador drama familiar en el que la superación del dolor, el sentimiento de culpa, el despertar sexual y el sacrificio hacen continuas apariciones. Se analiza como los tres supervivientes de una familia afrontan la perdida de uno de sus miembros y el distinto modo de hacerlo de cada uno de ellos. Como ocurría en "Wonderland" los solitarios paseos de sus personajes (tb con un nexo familiar) reflejan poderosamente el vacío y la insatisfación de sus existencias. En ambos casos la banda sonora magnifica la emotividad. Winterbottom nos dice q no existen las vidas perfectas por mucho q tratemos de perseguirlas.
ResponderEliminarMe ha ayudado a refrescar mi increible recuerdo de este film, a mi parecer imprescindible.
Un saludo
Felicitar a Tomás por su crítica, que, como todas las suyas (pero no como muchas otras) es estrictamente una crítica de cine, sobre el lenguaje y el relato cinematográfico.
ResponderEliminarCreo que en esta Génova recibimos las primeras pistas de estar materializándose algo que Winterbottom venía apuntando con sutileza desde hacía tiempo: que su afán por la experimentación temática y narrativa busca, esencialmente, liberar los relatos de todo corsé en forma de convención (genérica o no), difuminando o fundiendo patrones diversos (y a priori irreconciliables) en pos de una novedad. Y en ese sentido creo que el mayor mérito del realizador, lo que le hace trascender con mucho de ser un mero experimentador, es la capacidad de cohesionar tantos elementos en apariencia disonantes.
Si se me permite efectuar una humilde aportación a lo que Tomás llama “la realidad alternativa” de los personajes, anotar que, en ella, la velocidad, el meollo de la tragedia reciente, se convierte en el leit-motiv de los procesos de adaptación de las dos niñas (no así de Joe, que no viajaba en el coche accidentado). Por un lado de Kelly, en esos planos que muestran sus viajes nocturnos de paquete en una moto –o acompañante en un coche- conducida/o por un adolescente tan colocado como ella (la cámara muestra primeros planos de la chica observando ese peligro en la calzada que el vehículo devora, quien sabe si desafiando al abismo). Por otro lado, en el caso de Mary, (OJO, SPOILER) la velocidad y los peligros del tráfico se hacen presentes en la excelente secuencia climática, la que culmina –tras un serio peligro- su particular catársis y cierra la tan particular ghost story del filme.