Translate

sábado, 6 de octubre de 2012

“BLANCANIEVES”, DE PABLO BERGER (Telegrama núm. 16)



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay muchas cosas buenas que se pueden decir a favor de la peculiar versión que ha escrito y dirigido Pablo Berger de Blancanieves (la cual, por cierto, figura como producción de 2012 en la mayoría de fichas técnicas, probablemente siguiendo la costumbre de fechar las películas por su año de estreno, si bien en sus créditos consta 2011). Avanzo, asimismo, que me parece que se han exagerado un poco los méritos de este film interesante pero tampoco excepcional, por más que resulta perfectamente comprensible –y a pesar de que sea, una vez más, la enésima demostración de la vieja teoría del tuerto en el país de los ciegos— que esta película proporciona unas alegrías por desgracia poco frecuentes en una cinematografía, la española, que este mes de octubre parece haberse propuesto un calculado bombardeo: a falta de haberlas visto en el momento de escribir estas líneas, a Blancanieves hay que añadir la ya estrenada El artista y la modelo (2012), de Fernando Trueba, y Lo imposible (2012), de J.A. Bayona, que llega este 11 de octubre.




Por más que han abundado estos días unas hasta cierto punto lógicas comparaciones entre Blancanieves y un film por el que siento tan solo una moderada estima, The Artist (ídem, 2011, Michel Hazanavicius) (1), por el mero hecho de tratarse ambas de películas rodadas en blanco y negro y con procedimientos cercanos a los del cine silente, no es menos cierto que se trata de obras con planteamientos muy diferentes. Precisamente si algo me ha sorprendido de la propuesta de Pablo Berger es que, a pesar de esa previa asunción de un formato expresivo que condiciona, y mucho, la manera de narrar en imágenes, y que evoca al cine de un período muy determinado de la historia, en Blancanieves hay menos referencias, citas, guiños o llámese como se quiera al cine mudo de lo que pueda parecer a simple vista. Por el contrario, y a pesar de que pueden despistar el blanco y negro, el uso del formato cuadrado y la casi total ausencia de sonido (subrayo el “casi”: el film tiene partitura musical y algunos pequeños efectos sonoros incorporados), los planos que remiten a la estética del cine silente histórico pueden contarse con los dedos de una mano: la planificación moderna, o lo que se entiende como tal, es lo que domina; abundan, por ejemplo, los encuadres tomados con cámara móvil ultraligera, impensables en el auténtico cine mudo. Creo que eso se debe a que Berger no ha pretendido hacer una película cinéfila y evocativa a lo Hazanavicius, o al menos no lo ha pretendido en primera instancia. Lo que cuenta Blancanieves, salta a la vista, es muy distinto de lo que contaba The Artist: aquí no hay reconstrucción del cine dentro del cine, sino que incluso los elementos, digamos, “cinéfilos” –no solo, por descontado, los que hacen referencia al período silente, sino también los recursos tomados de Alfred Hitchcock, Orson Welles y Tod Browning—, están puestos al servicio de la consecución de una determinada atmósfera. Dicho de otro modo, esas referencias a Hitchcock –la mansión donde viven la madrastra / Encarna (Maribel Verdú) y su marido, el torero lisiado Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho), cuyo enorme retrato al óleo domina la escalera que conduce al piso superior, tal y como en Rebeca—, a Welles –las escenas de la perversa Encarna y la pequeña Carmencita / Blancanieves (Sofía Oria) en el comedor, con una enorme mesa a lo Ciudadano Kane (2)—, y a Browning –todo lo relativo al espectáculo taurino de los enanos toreros, o la secuencia final en la feria—, no parecen pretender tanto el reconocimiento de cinéfilos avezados como la evocación de cineastas especialistas en la creación de contextos barrocos y retorcidos, que encajan bien en el imaginario planteado por esta heterodoxa Blancanieves que, a ratos, parece un cruce de ese famoso cuento de hadas clásico con otro no menos popular y reconocido, el de Cenicienta.



Hay que reconocer que la heterodoxia de Blancanieves, versión Pablo Berger, no solo tiene gracia en sí misma considerada a estricto nivel de guion: ahí es nada reconvertir el cuento de los hermanos Grimm en la historia de Carmen (Macarena García, una vez adulta), la hija de un torero, el citado Antonio Villalta, y una cantaora llamada, cómo no, Carmen de Triana (Imma Cuesta), fallecida al nacer su hija y coincidiendo con la “cogida” que convierte a Villalta en un inválido a merced de la “madrastra” Encarna. Su resolución también la tiene durante la mayor parte del metraje. Merecen destacarse momentos tan logrados como la ya mencionada secuencia del nacimiento de Carmencita y la muerte de su madre en el parto, paralelamente a la grave “cogida” de su padre y la irrupción en sus vidas de Encarna, en forma de enfermera solícita; las escenas que dibujan los primeros años de la infancia de Carmencita, dejada al cuidado de su abuela, Doña Concha (excepcional Ángela Molina), y en particular el momento de la muerte de esta última mientras baila flamenco con su nieta (en lo que puede verse, junto con la secuencia anteriormente señalada, una singular utilización dramática de dos elementos típicos del folklore de España, el toreo, con todas sus connotaciones de exaltación de la vida a través del ritual de la muerte, y el flamenco, entendido como expresión de vitalidad aquí convertido en paradójica antesala de la muerte); así como las posteriores secuencias en las que, tras el fallecimiento de la abuela, Carmencita va a parar a la mansión de Villalta, convirtiéndose como digo en la cenicienta de la casa bajo el yugo de la desaprensiva Encarna: Blancanieves se transforma, en los mejores momentos de toda esta parte, en un curiosísimo relato de horror gótico donde no faltan algunas de las convenciones del género, tales como el acceso a una “estancia prohibida” de la casa (ese piso superior donde permanece, postrado en su silla de ruedas y aislado del resto del mundo, el torero discapacitado), o los detalles sádicos (todo lo relativo al gallo Pepe), pero todo ello bien entendido y mejor dosificado.



Lo más conseguido de Blancanieves consiste en que esa especie de “efecto anti-realidad” proporcionado por el blanco y negro, la ausencia de diálogos audibles (los mismos aparecen insertados en rótulos estilo cine silente) y la casi total de sonidos ambientales en beneficio de la música (y las canciones: las que se conservan grabadas de la difunta Carmen de Triana, a cargo de Silvia Pérez Cruz), contribuyen a hacer “creíble”, ergo verosímil, el contexto casi fantástico del cuento de hadas que se encuentra en el trasfondo del relato. De ahí que funcionen, por ejemplo, algunos momentos cogidos por los pelos, tal es el caso del intento de asesinato de la adulta Carmen a manos del chófer y amante de Encarna, Genaro (Pere Ponce): este último intenta ahogar a la chica en el arroyo, pero Carmen “resucitará” gracias al “beso” de vida/ de amor del enano Rafita (Sergio Dorado), que se produce, aparentemente, muchas horas después de la inmersión a la fuerza de la joven. O, por descontado, la ascensión y apoteosis de una amnésica Carmen en el mundo del toreo a pesar de su condición femenina y que el relato se ambienta en la España de las primeras décadas del siglo XX (3). Indiscutiblemente, hay imágenes de una gran belleza que elevan el interés de la propuesta de Berger más allá del exotismo de la misma, tal es el caso de la terrible secuencia en la que, tras la muerte de Antonio Villalta, los invitados al funeral se retratan solemnemente junto al cadáver del diestro ataviado con su traje de luces; ese magnífico plano de la sombra de la cabeza del toro que se proyecta, fatalmente, sobre la malvada Encarna, anunciando cuál será su dramático destino; y la ya citada secuencia final en la feria, que en atención a quien todavía no haya visto el film en esta ocasión no detallaré, pero que sin duda alguna confirma el carácter atípico y no convencional de esta Blancanieves que, como digo, si no acaba de ser del todo redonda se debe, principalmente, a defectos de guión o a alguna que otra salida de tono que perjudica el encanto global de la propuesta (pienso, concretamente, en el dibujo grotesco de la relación entre Encarna y su amante/ perro Genaro, que da pie a un chiste visual de dudoso gusto y perfectamente prescindible; o lo forzado de algunas situaciones, tal es el caso de la aparición de la famosa manzana envenenada en la penúltima secuencia en la plaza de toros).




(2) ¿Puede interpretarse como una especie de “guiño wellesiano” de estar por casa la presencia en el reparto de Josep Maria Pou, actor vinculado a la imagen de Orson Welles en virtud de una serie de montajes teatrales que protagonizó hace pocas temporadas? Por más que, en puridad de conceptos, la imagen de Pou está en cambio mucho más cerca de la del gran Vincent Price, sobre todo por la manera como Berger la explota.


(3) A pesar de que, según los expertos en la materia, en España ha habido muchas más mujeres toreras de lo que pueda parecer a simple vista. Me remito, para una información rápida sobre el tema, a lo publicado en el blog taurino Blanco y Oro, y concretamente en los siguientes enlaces:

jueves, 4 de octubre de 2012

“DIRIGIDO POR…” OCTUBRE 2012, ya a la venta

El número 426 de Dirigido por… ilustra su portada con una nostálgica imagen de Sean Connery, anunciando así la primera parte del dossier 50 aniversario James Bond, con motivo del aniversario de la franquicia cinematográfica en torno al personaje creado por Ian Fleming y el estreno en España, anunciado para el 31 de octubre, de la última película de la misma, Skyfall (ídem, 2012, Sam Mendes). La primera entrega del mismo consta de cuatro artículos, de los cuales he escrito uno, siendo los otros tres los dedicados, respectivamente, a las novelas de Fleming y la contribución a la serie de los guionistas que han pasado por la misma (Goldfinger(s). La obra de Fleming y su evolución en el cine, que firma Tonio L. Alarcón), a la imagen del agente 007 como icono sexual masculino (Sex Bond. 007 y la liberación sexual masculina, escrito por Antonio José Navarro), y a los cómics dedicados al personaje, así como la influencia de las canciones que se oían en las bandas sonoras de los films en el establecimiento de Bond como figura pop (Cómics y canciones. Otros elementos de una mitología, obra de Quim Casas). Esta primera parte del dossier se completa con breves antologías de las primeras ocho películas de la franquicia, dos de ellas escritas por mí, siendo las otras seis las dedicadas a Agente 007 contra el Dr. No (Quim Casas), Desde Rusia con amor (Ramon Freixas y Joan Bassa), Operación Trueno (Antonio José Navarro), Solo se vive dos veces (Antonio José Navarro), 007 al servicio secreto de Su Majestad (Tonio L. Alarcón) y Diamantes para la eternidad (Quim Casas). Huelga añadir que el resto de films de la serie serán objeto de sendas antologías el mes que viene.


Otros aspectos de la actualidad cinematográfica se abordan en el resto del número, destacando las críticas de las dos grandes apuestas del cine español para este otoño: Blancanieves (2011), de Pablo Berger, y Lo imposible (2012), de J.A. Bayona, ambas reseñadas por Antonio José Navarro, quien también firma el comentario destacado de El fraude (Arbitrage, 2012), de Nicholas Jarecki, y una crónica de la más reciente edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Hablando de certámenes internacionales, Carles Matamoros repasa a su vez lo más relevante del último Festival de Venecia. Por su parte, Quim Casas firma un mini-estudio dedicado a la carrera como director de Ben Affleck, incluyendo su más reciente propuesta en este terreno, Argo (ídem, 2012), lo cual se completa con una entrevista con el propio Affleck, a cargo de Gabriel Lerman, hablándonos extensamente de su último trabajo tras las cámaras. Casas es, también, el autor de un artículo para la sección de Televisión, centrada en esta ocasión en la serie Hell on Wheels (2011- ), también conocida por el título castellano de Infierno sobre ruedas. Otras películas extensamente analizadas son Cosmópolis (Cosmopolis, 2012), de David Cronenberg, desde el punto de vista de Aurélien Le Genissel; Adam resucitado (Adam Ressurrected, 2008), de Paul Schrader, estreno tardío en España (1) que aborda Israel Paredes Badía; y Frankenweenie (ídem, 2012), de Tim Burton, que reseña Beatriz Martínez, quien también firma el artículo de la sección Flashback dedicado a comentar el lanzamiento en formato doméstico (tras su muy fugaz estreno en salas este verano) de dos films del cineasta japonés Tetsuya Nakashima: Kamikaze Girls (Shimotsuma monogatari, 2004) y Conociendo a Matsuko (Kiraware Matsuko no isshô, 2006). Además de muchos otros títulos comentados en la sección Críticas, destacamos asimismo las secciones de José María Latorre (Pantalla Digital) y Joan Padrol (Banda sonora).

Ya he mencionado al principio de estas líneas que he escrito uno de los cuatro artículos que componen la primera entrega del dossier 50 aniversario James Bond, concretamente el titulado Con licencia para matar. La violencia en la serie Bond: “En el momento de su irrupción en el mercado cinematográfico hace ahora cincuenta años, con motivo del estreno de “Agente 007 contra el Dr. No” (“Dr. No”, 1962, Terence Young), la serie, saga o franquicia iniciada por los productores Harry Saltzman y Albert R. Broccoli a partir del personaje creado por Ian Fleming llamó la atención, entre otros motivos, por su elevado contenido violento. Violencia entendida en un sentido amplio, la que no se circunscribe a la representación más o menos explícita de actos violentos frente a las cámaras, sino que alcanza niveles que sobrepasan la capacidad de sugerencia de las imágenes y «tocan» al espectador de manera moral y ética”.

Firmo, asimismo, un par de antologías de este dossier, la primera de ellas dedicada a una auténtica rareza: Casino Royale (1954), de William H. Brown Jr., episodio de la serie de televisión Climax! (1954-1958) que constituye la primera adaptación audiovisual de las aventuras del célebre agente secreto.

La segunda, la centrada en la probablemente más mítica película de la etapa de la serie protagonizada por Sean Connery: James Bond contra Goldfinger.

Este mes también firmo las críticas de los siguientes films: Venganza: Conexión Estambul (Taken 2, 2012, Olivier Megaton) y Las aventuras de Tadeo Jones (Enrique Gato, 2012).

Mi contribución a este número de Dirigido por… se cierra con el comentario de la película de John Guillermin Hasta el último aliento (Never Let Go, 1960), dentro de la sección Cinema Bis: “A partir de un guión firmado por Alun Falconer, sobre un argumento escrito por el propio Guillermin junto con el también productor Peter De Sarigny –algo habitual en este director por esa época, quien había escrito en solitario o en colaboración los guiones de siete de sus películas realizadas entre 1949 y 1962–, “Hasta el último aliento” es una inesperada variante del famoso film neorrealista de Vittorio De Sica “Ladrón de bicicletas” (“Ladri di biciclette”, 1948), pasada por el filtro de las convenciones del así llamado film policíaco”.

(1) Apunto, a título informativo, la reseña que le dediqué a este film en Dirigido por…, núm. 403, septiembre 2010: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2010/09/dirigido-por-septiembre-2010-ya-la.html

Libros Dirigido Por...: http://tienda.dirigidopor.com/

lunes, 1 de octubre de 2012

“LA BRIGADA DE LOS MALEFICIOS”: “Los colmillos de Alexis”



Ya sé que este blog se titula El Cine Según TFV, pero eso no quita para que de vez en cuando me guste hablar en él de otras cuestiones que, sin ser estrictamente cinematográficas, están de un modo u otro relacionadas con el audiovisual, como pueda ser, como en este caso, una serie de televisión. Una, en concreto, que vi por primera vez por TVE hace muchos años (calculo que a mediados de los setenta), titulada La brigada de los maleficios (La brigade des maléfices), creada por Claude Guillemot y Claude-Jean Philippe, y originalmente emitida por la segunda cadena de la emisora francesa ORTF entre agosto y septiembre de 1971. Compuesta por tan solo seis episodios de alrededor de una hora de duración, la misma giraba alrededor de las peripecias del inspector Guillaume Martin Paumier (Léo Campion) y su ayudante Albert (Marc Lamole), los únicos componentes de una brigada especial de la policía de París, “la brigada de los maleficios”, encargada de investigar aquellos casos criminales que careciesen de una explicación racional y entraran dentro de lo paranormal, siempre bajo la supervisión de sus superiores, el comisario jefe (Jacques François) y el comisario Muselier (Jean-Claude Balard).



El primer episodio de la serie, Les disparus de Rambouillet, gira en torno a una serie de misteriosas desapariciones de hombres en los alrededores de un lago en la afueras de la ciudad, las cuales se producen porque los varones son secuestrados por las hermosas hadas solitarias que pululan por la zona (sic). El segundo episodio, La septième chaine, lo hace alrededor de un extraño complot satánico en el cual el Diablo en persona, encarnado por el veterano Pierre Brasseur, ha logrado crear un programa de televisión capaz de provocar reacciones violentas en quien lo mira. El tercero, Voir Venus et mourir, presenta a una hermosa mujer venusina que ayuda a Paumier a desenmascarar a un farsante que intenta vender a los incautos “viaje espaciales” (¡). El cuarto, La creáture (sorpresa: su fotografía la firma Néstor Almendros), ofrece una nueva vuelta de tuerca a la temática mefistofélica, en la cual el Diablo, de nuevo a cargo de Pierre Brasseur, ofrece la compañía de una bellísima mujer artificial creada para no experimentar sentimientos hacia los hombres a los que sirve, los cuales terminan perdidamente enamorados de ella, y al no verse correspondidos, se suicidan. Más adelante hablaremos del quinto episodio; el sexto, Le fantôme des H.L.M., narra las cómicas peripecias de un fantasma del siglo XVIII que se ve obligado a vivir en un aséptico edificio de apartamentos tras haber sido demolida por las autoridades su antigua vivienda, lo cual guarda ecos de lo que le ocurría al espectro protagonista de El fantasma va al oeste (The Ghost Goes West, 1935, René Clair). No ha faltado quien ha visto en La brigada de los maleficios una especie de modesto precedente de la famosa serie de Chris Carter Expediente X (1993-2002).


Sin embargo, no quiero hablar de esta serie en su totalidad, sino principalmente de su quinto episodio, que es el que me parece el más interesante: Les dents d’Alexis, que si la memoria no me falla se emitió en España con el título de Los colmillos de Alexis, que es como a partir de ahora me referiré a él. Posiblemente el mejor episodio de La brigada de los maleficios, junto con –para mi gusto— Les disparus de Rambouillet y La créature, Los colmillos de Alexis ofrece una curiosa variante en torno al mito del vampiro, avanzando ciertos conceptos y algunas ideas que luego se han visto en producciones muy posteriores. El arranque de la trama, de entrada, ya resulta curioso: una banda de atracadores, con los rostros enmascarados con grotescas gafas, narices y bigotes postizos y disfrazados de curas (sic), asaltan una unidad móvil de donación de sangre y se llevan… numerosas botellas de plasma; el líder del gang (Jean-Marie Rivière) se dirige luego a un lujoso apartamento, donde yace un extraño ataúd metálico, para depositar ese botín en un refrigerador; hete aquí que en al ataúd reposa durante el día Alexis (Pierre Verner), un atípico no-muerto que procura vivir discretamente su existencia de siglos y que, valiéndose de esclavos humanos como ese atracador, se procura sangre pasando lo más desapercibido posible. Paumier no tarda en sospechar que tras ese raro atraco no se encuentra sino un vampiro, y más concretamente Alexis, cuya última aparición data de 1913. Llama la atención, de entrada, que, como acabamos de ver, Los colmillos de Alexis se avance por muy poco margen de tiempo al reputado telefilm de John Llewellyn Moxey producido por Dan Curtis The Night Stalker (1972), con guión de Richard Matheson, en el cual un moderno vampiro también asalta bancos de sangre para procurarse el sustento.


Dentro de sus limitaciones y la parquedad expresiva de la cual hace gala el realizador Claude Guillemot tras las cámaras, Los colmillos de Alexis ofrece una atractiva visión contemporánea del vampiro que parece beber en parte del famoso díptico de Robert (Bob) Kelljan Count Yorga, Vampire (1970) y The Return of Count Yorga (1971), en lo que a intento de representación de un bebedor de sangre en la sociedad moderna se refiere, algo en lo cual Kelljan reincidió parcialmente en Scream, Blacula, Scream (1973), su no del todo despreciable secuela de Drácula negro (Blacula, 1972, William Crain). La gran diferencia, lo hemos señalado, es que al contrario que Yorga o Blacula, Alexis es un ser solitario que hace todo lo posible por pasar inadvertido. No solo eso: a Alexis le desagrada enormemente la imagen estereotipada del vampiro creada por la cultura popular, como demuestra esa divertida escena en la que va al cine y ve… ¡una película de vampiros! (una que, por cierto, parece tan mala como una mala película de vampiros de Jean Rollin: no por casualidad, a la salida del cine, podemos ver varios carteles de diversos films de la misma temática, entre ellos uno de la soporífera Le viol du vampire (1968); quienes no la hayan visto y no me crean, pueden comprobarlo gracias a la copia en DVD editada por Filmax con el título de La violación de la vampira). Otro aspecto singular de esa escena consiste en que se avanza a Entrevista con el vampiro (Interview with the Vampire, 1994, Neil Jordan) en la idea de que el vampiro Louis (Brad Pitt) vaya al cine una vez llegado el siglo XX (donde, recordemos, además de ver Nosferatu, el vampiro, tenía ocasión de volver a ver la luz del día ni que fuera filmada…), si bien aquí el espectador sorprende a Alexis en el momento en que está viendo una grotesca escena de un film de vampiros en la cual un horrendo no-muerto acecha a una chica delante de un espejo –donde, por cierto, se refleja: Alexis también lo hace, en una vulneración de las convenciones cinematográficas del mito—, la hiere en una mano con un fragmento del espejo tras romperlo, y luego bebe su sangre de esa misma herida y de la garganta de la muchacha.


Los colmillos de Alexis es, asimismo, una pequeña precursora de otro tema muy socorrido en el cine de vampiros de estos últimos años, a raíz sobre todo del popular Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), de Francis Ford Coppola, por más que el asunto que voy a mencionar a continuación ya fuera avanzado en gran medida por, horror, la psicotrónica película de Javier Aguirre / Paul Naschy El gran amor del conde Drácula (1973) y el telefilm de Dan Curtis Drácula (Dracula, 1974). Me refiero a la posibilidad de que un vampiro se enamore de una mujer humana hasta el punto de llegar a sacrificarse por ella, renunciando a su condición de no-muerto o llegando hasta el extremo de inmolarse. En los mencionados films de Curtis, Aguirre y Coppola –si bien en el caso del de este último, y sin perjuicio de su responsabilidad compartida como realizador, ello fuera principalmente contribución del guionista James V. Hart—, esa visión (mal) llamada romántica del vampiro está justificada argumentalmente mediante un ardid de guión: las mujeres amadas en estos casos por Drácula no son sino reencarnaciones de los antiguos amores del vampiro de cuando este último todavía era un ser humano. En cambio, en Los colmillos de Alexis, esta cuestión está planteada, como digo, con anterioridad a todas esas películas, y lo hace además de una manera mucho menos (entre comillas) “romántica” y sí bastante más pragmática. Según Paumier, y siguiendo lo que afirma un viejo tratado sobre los vampiros, Alexis podría dejar de ser un no-muerto si cumple con dos requisitos: si deja en libertad a un ser humano que trabaja a sus órdenes como esclavo (como el gánster que ha llevado a cabo el atraco al banco móvil de sangre para proveerle de “alimento”), y si se enamora de una mujer que no desconozca su condición de vampiro y que a pesar de ello corresponda a su cariño.


La gracia del asunto reside en que Alexis se enamora de una mujer que vive en el mismo edificio de apartamentos que él (Karyn Balme), y que además resulta que es… ¡dentista! No por casualidad, y como si se tratara de una premonición de que su existencia como vampiro está llegando a su fin, unos días antes Alexis empieza a quejarse de… dolor de dientes (sic), hasta el punto de acercarse a una farmacia para que le vendan algún tipo de analgésico que le alivie. Poco después se fija en su hermosa vecina, que le atrae por partida doble y sin que todavía sea del todo consciente de ello: porque, al ser dentista, puede curar su dolor, y si además fuera alguien capaz de amarle, podría “curarle” del vampirismo y permitirle volver a tener una existencia humana normal. Resulta significativo que, en la primera visita a su consulta, la dentista resista la visión de los colmillos de Alexis sin aterrorizarse (incluso le dice: “Debería usted haber acudido a mí antes”), y que eso decida a Alexis a enamorarse de ella. Hay que retener, asimismo, un bonito detalle de puesta en escena, bastante inesperado, además, dentro de un telefilm bastante chato a nivel de expresión visual en imágenes: ese plano general en ligero semipicado en el cual vemos a la dentista paseando a su perro por la calle desde el punto de vista de Alexis, que la mira a distancia pero con creciente interés: la mujer lleva sobre los hombros una especie de capa o sobretodo negro… que la hace parecer una vampiresa. También hace gala de una notable carga irónica el final del episodio: Alexis libera a un esclavo humano que estaba a sus órdenes, un jefe del hampa más peligroso todavía que el gánster al cual obligaba a robar sangre para él, y que nada más quedar libre del influjo del vampiro es detenido por la policía, en virtud de un pacto al cual han llegado Alexis y Paumier; en la última escena, Alexis ve su primer amanecer en siglos, abrazado a la dentista, la cual le pide un favor: que le deje arrancarle sus colmillos de vampiro, de cara a sustituirlos en el futuro por piezas dentales de apariencia normal y asegurar así su integración: el último encuadre del telefilm consiste, precisamente, en un primer plano de uno de los incisivos del exvampiro depositados por la dentista en su bandeja de metal después de habérselo arrancado con unas tenazas, a modo de simbólica mutilación fálica de ese no-muerto que ha aceptado voluntariamente volver a ser un mortal.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” OCTUBRE 2012, YA A LA VENTA

La esperada nueva película de la serie James Bond 007, Skyfall (ídem, 2012, Sam Mendes), es el tema de portada del núm. 328 de Imágenes de Actualidad. Dentro de la sección Primeras Fotos, esta edición para el mes de octubre avanza una andanada de títulos que serán de actualidad en los próximos meses: Lincoln (ídem, 2012), de Steven Spielberg; Life of Pi (2012), de Ang Lee; The Last Stand (2012), de Kim Jee-woon, con Arnold Schwarzenegger; Jack Reacher (2012), de Christopher McQuarrie, con Tom Cruise; la nueva versión de Carrie (2012) que firma Kimberley Peirce; Jack Ryan (2013), de y con Kenneth Branagh, protagonizada por Chris Pine; y Hansel y Gretel: Cazadores de brujas (Hansel & Gretel: Witch Hunters, 2012), de Tommy Wirkola.


En lo que a los estrenos para octubre propiamente dichos se refiere, destaca la extensa información comentada de la que ya dicen que será la gran producción española con proyección internacional del año: Lo imposible (2012), de J.A. Bayona. El reportaje que se le dedica al film se completa con una entrevista a su protagonista femenina, Naomi Watts. También hay que resaltar los reportajes dedicados a Frankenweenie (ídem, 2012), de Tim Burton, en su nueva incursión en el terreno de la animación stop-motion; Resident Evil: Venganza (Resident Evil: Retribution, 2012), de Paul W.S. Anderson, completado con una entrevista a su heroína, Milla Jovovich; La cabaña del bosque (The Cabin in the Woods, 2011), de Drew Goddard; Venganza: Conexión Estambul (Taken 2, 2012), de Olivier Megaton, acompañado a su vez por un retrato de su protagonista femenina, Maggie Grace; Sinister (ídem, 2012), de Scott Derrickson; Los amos del barrio (The Watch, 2012), de Akiva Schaffer; Bel Ami, historia de un seductor (Bel Ami, 2011), de Declan Donnellan y Nick Ormerod; Cosmópolis (Cosmopolis, 2012), de David Cronenberg; Magic Mike (ídem, 2012), de Steven Soderbergh; El ladrón de palabras (The Words, 2012), de Brian Klugman y Lee Sternthal; Argo (ídem, 2012), de y con Ben Affleck; Hotel Transilvania (Hotel Transylvania, 2012), de Genndy Tartakovsky; Looper (ídem, 2012), de Rian Johnson; y Vacaciones en el infierno (Get the Gringo, 2012), de Adrian Grunberg. El número se completa con información de muchos más estrenos en la sección Además…, y con las secciones de todos los meses: Críticas; Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; Gran Vía y Se Rueda, de Boquerini; Ranking, de Josep Parera; Stars; Él dice, ella dice; Noticias; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Libros, de José María Latorre; BSO y DVD & Blu-ray, de Ruiz de Villalobos.

El Cult Movie de este mes está estrechamente relacionado con el estreno de Skyfall y el inminente 50 aniversario de la franquicia cinematográfica dedicada al agente secreto con licencia para matar creado por Ian Fleming. Se trata de uno de los títulos más curiosos de la serie: 007 al servicio secreto de Su Majestad (On Her Majesty’s Secret Service, 1969, Peter Hunt), que como es bien sabido supuso la única incursión del efímero George Lazenby en el personaje, y es una película que “tiene muchas cosas que la hacen bastante diferente del grueso de la serie Bond: una pincelada de autoironía en relación a su carácter de film de relevo de Connery en la famosa escena en la que, al final del prólogo que precede a los títulos de crédito, Bond exclama: «¡Esto nunca le hubiese ocurrido al otro!» (o «...al otro Bond», como recalcaba el doblaje al castellano); en los créditos suena un tema orquestal de John Barry –en una de sus mejores partituras para la serie–, en vez de la canción oficial de la película, «We Have All the Time in the World», compuesta por Barry, con letra del recientemente fallecido Hal David e interpretada por Louis Armstrong, la cual en contra de lo habitual se oye en medio de una secuencia romántica entre Bond y Tracy; en esta ocasión, el agente 007 se enamora sinceramente de una mujer que está a su altura, Tracy Draco, con la que acabará casándose (por más que ello no le impide mantener un par de “flirts” pasajeros en la guarida secreta de Blofeld...); y, contra todo pronóstico, el film concluye trágicamente, con la recién casada Tracy siendo asesinada por Blofeld e Irma Bunt, quienes logran darse a la fuga antes de que el héroe les persiga: recordemos que, al principio de “Solo para sus ojos”, 007/Roger Moore visita la tumba de: “Teresa Bond (1943-1969). Beloved Wife of James Bond. We Have All the Time in the World”.”

También firmo una pequeña crítica de la recientemente estrenada película de terror de Dennis Gansel Somos la noche (Wir sind die nacht, 2010).

Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/dirigidopor
Libros Dirigido por...: http://tienda.dirigidopor.com/

martes, 25 de septiembre de 2012

Formas del melodrama: “THE DEEP BLUE SEA”, DE TERENCE DAVIES



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Una primera singularidad de The Deep Blue Sea (ídem, 2011) reside en la manera como su guionista y realizador, Terence Davies, adaptando aquí la famosa obra de teatro homónima de Terence Rattigan originalmente estrenada en 1952, sigue por un lado las reglas (así se las suele llamar) de lo que se conoce como melodrama clásico, y por otra parte, cómo las subvierte, poniendo de relieve su artificio: su condición de convenciones establecidas por el paso del tiempo y la práctica de las mismas tanto en teatro como en cine. The Deep Blue Sea, acabamos de mencionarlo, adapta una pieza del dramaturgo Terence Rattigan ya llevada al cine tan solo tres años después del estreno del original escénico –The Deep Blue Sea (1955), de Anatole Litvak, protagonizada por Vivien Leigh y Kenneth More, quien había protagonizado el primer montaje teatral junto con Peggy Ashcroft—, en lo que puede verse, de entrada, una nueva muestra del interés de Davies por la adaptación de obras literarias que ha dominado sus últimas y, como suele ser habitual en él, muy dosificadas producciones para la gran pantalla: dejando aparte el documental Of Time and the City (2008), que desconozco, a The Deep Blue Sea la preceden La biblia de neón (The Neon Bible, 1995), según la novela homónima de John Kennedy Toole, y La casa de la alegría (The House of Mirth, 2000), a partir de la obra de Edith Wharton. Nada raro, por otra parte, en un cineasta que ha construido el grueso de su filmografía alrededor de la evocación del pasado y un sentimiento de nostalgia por el mismo que se encuentra bastante cerca del concepto de la saudade: una añoranza de lo pretérito cuya convocatoria por la memoria produce una sensación placentera a quien evoca ese pasado, mezclada con la amarga certeza de que ese tiempo nunca volverá: ese “bien que se padece y mal que se disfruta”, como lo definió Manuel de Melo. A Davies le gusta el pasado, entendido tanto como materia prima dramática de primer orden y como referencia estética para su puesta en escena. Una puesta en escena que, en el caso concreto de The Deep Blue Sea, a ratos bebe a tragos largos del melodrama fílmico à la David Lean, convertido aquí, siquiera en parte, en referente icónico de ese pasado y de ese cine del pasado que Davies recrea y evoca con cariño, cierto, pero también desde una amarga perspectiva contemporánea que pone al desnudo sus mecanismos narrativos y visuales.



La referencia a David Lean desde luego que no solo no es ociosa, sino que además resulta muy explícita: The Deep Blue Sea empieza y termina con sendos planos de la fachada del edificio donde está la pensión en la que se aloja Hester Collyer (una excelente Rachel Weisz) con su amante Freddie Page (Tom Hiddleston); en el plano inicial, la cámara avanza hacia esa fachada hasta encuadrar una de sus ventanas, aquella tras cuyo cristal Hester mira hacia la calle; el plano final, construido a la inversa del anterior, parte de esa misma ventana, y de una Hester de nuevo mirando hacia el exterior, pero la cámara ahora se aleja de ella, recorre brevemente la calle y se detiene a pocos metros de un edificio contiguo que está en ruinas: nos hallamos en el Londres de principios de la década de 1950, cuando todavía eran perceptibles los estragos de los bombardeos de los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Si el plano del principio nos ha mostrado a Hester como “enjaulada” dentro de ese edificio, tras esa ventana y todo lo que hay detrás de ese cristal, el plano final es la constatación de su fracaso: la demostración de que sigue estando sola y que todo lo que se ve desde su ventana, desde su punto de vista, no son sino ruinas. Unas imágenes que parecen evocar el desesperado final de Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), la obra maestra de Lean que concluía, asimismo, con la expresión visual del fracaso de su protagonista femenina, Judy Davis, asimismo tras el cristal de la ventana de su vivienda en Londres sobre la cual se abatía una lluvia torrencial. No es, como digo, la única referencia al autor de La barrera del sonido: la escena en la cual Hester baja al ferrocarril suburbano y, desesperada, coquetea con la idea del suicidio, se resuelve sobre la base de un plano bastante cerrado sobre el rostro de Rachel Weisz, sobre el cual se proyectan las luces y las sombras que expresan el paso del tren metropolitano, cuyo estrépito llena en off la pista de sonido: un encuadre que trae de inmediato a la memoria el primer plano de la gran Celia Johnson resistiendo a duras penas el impulso de arrojarse bajo un tren en Breve encuentro (Brief Encounter, 1945); yendo más lejos, recordemos que en el clímax de otro film de Lean, el magnífico The Passionate Friends (1949), su protagonista femenina, Ann Todd, está a punto de suicidarse arrojándose a la vía del metro.


La referencia a Lean va más allá del mero guiño cinéfilo: no es tanto una alusión, como decía, a un “cine del pasado” como el reconocimiento por parte de Davies de una herencia cultural que asume como propia y que recrea con la conciencia de estar haciendo al mismo tiempo un ejercicio de nostalgia y de reconstrucción. Ello explica la aparente frialdad de la puesta en escena de The Deep Blue Sea, que puede ser interpretada fácilmente como una especie de “mirada desapasionada” hacia lo que se está contando, cuando se trata más bien de una mezcla de distancia y minuciosidad, fruto tanto del respeto hacia esa tradición como del deseo de desglosar sus componentes como si estuvieran siendo analizados uno a uno bajo la lente de aumento de un microscopio. El resultado es un melodrama que se caracteriza, como siempre en Davies, por una extraña pero muy equilibrada combinación de belleza estética y belleza intelectual, hasta el punto de que las fronteras entre una y otra nunca están del todo claras (suponiendo, por descontado, que fuese necesario delimitar las mismas).


The Deep Blue Sea arranca con el intento de suicidio de Hester en el apartamento que comparte con Freddie: la mujer ingiere un puñado de pastillas, y a continuación abre la espita de su estufa de gas, acostándose junto a la misma tras haber cerrado herméticamente puerta y ventanas. La minuciosidad de la planificación, que al principio de la secuencia responde a parámetros, digamos, “clásicos” de puesta en escena, se “rompe” a partir del momento en que Davies empieza a usar una serie de planos picado combinados con un lento movimiento circular de la cámara sobre el cuerpo de Hester tumbada en el suelo y a la espera de la muerte para crear, a partir de nuevos planos picado de movimiento circulatorio, una andanada de flashbacks en virtud de los cuales descubrimos, desde ese mismo ángulo de cámara, a Hester haciendo el amor con Freddie en los días en los cuales, se supone, ambos eran felices juntos. Planos que parecen sugerir, por un lado, la trascendencia de los momentos que muestran (posición en picado: mirada de superioridad); y, por otro, la turbulencia de lo que muestran (movimiento circular: algo que da vueltas sin principio ni fin): planos que expresan, en definitiva, que el intento de suicidio de la protagonista y su amor por Freddie están estrechamente relacionados entre sí, hasta el punto de que puede afirmarse que, para Hester, el haber conocido a Freddie fue un poco como empezar a morir (paradójicamente, tras haber creído en un primer momento que conocerle fue, por el contrario, un empezar realmente a vivir).


Puede interpretarse The Deep Blue Sea (por más que esto ya se encuentre sugerido en el original escénico de Rattigan) como la lucha desesperada de una mujer que ansía salir de una especie de “muerte en vida” –su matrimonio con un hombre mucho mayor que ella: el juez Sir William Collyer (Simon Russell Beale)—, y que por culpa de ese intento acaba yendo a parar dentro de otra “muerte en vida” –su adúltera relación amorosa con Freddie—, hasta el punto de no ver otra salida que morir en el sentido literal del término. O como la tragedia de un ser humano desesperado por encontrar al amor perfecto, una combinación ideal entre respeto y sexualidad, sensibilidad y sensualidad, y que no termina de hallarlo ni en su marido (un hombre sensible y educado, pero demasiado viejo para satisfacerla sexualmente) ni en su amante (un joven que colma su sexualidad, pero demasiado corriente para su sensibilidad), los cuales tan solo pueden ofrecerle la mitad de lo que ansía, pero no todo. El conflicto entre lo que Hester quiere y lo que realmente tiene está magníficamente expresado por Davies en esa extraordinaria secuencia en la que vemos a Freddie regresando al apartamento, y encontrándose con Hester de cara a la ventana (siempre esa ventana), dándole la espalda y negándose a mirarle a los ojos; Hester le reprocha a Freddie la escasa sustancia de la vida que comparten, y la única manera que tiene el segundo de conseguir que la primera le preste atención es acariciándola sensualmente y excitarla hasta el punto de que quiera hacer el amor con él: no hay mejor manera de dibujar la naturaleza pragmática de su relación.


The Deep Blue Sea es, además, un melodrama que hace honor al origen de la denominación original de este género, “drama con música”, y lo hace de dos maneras. Una que podríamos llamar implícita, y difícil de describir con exactitud porque es algo que se infiere de la combinación de la sutilidad de los encuadres y la fluidez del ritmo a la vez lento y rápido, minucioso y conciso, que le imprime su muy elaborado montaje, de todo lo cual resulta la singular musicalidad de sus imágenes. En este sentido, The Deep Blue Sea es casi una ópera sin canciones, o dicho de otro modo, una película en la que a los personajes solo les falta cantar. A riesgo incluso de exagerar, ¿acaso no hay algo de implícitamente operístico en las secuencias que hemos descrito, tales como la del intento de suicido de Hester al principio del film o la más posterior en el andén del metro, o las escenas de intimidad sexual de la protagonista y su joven amante, así como todas aquellas en las cuales Hester entra en conflicto con su entorno, representado tanto por su viejo marido y la insoportable madre de este (Barbara Jefford), como en todas las discusiones que mantiene la protagonista en el apartamento con Freddie, incluyendo la triste despedida final de este último? Pero hay otra música en la película, esta ya explícita (se oye), y además diegética (interpretada por los mismos personajes del film). Me refiero a las canciones que Freddie y sus amigos de pub cantan entre inacabables pintas de cerveza, o la melancólica balada que, durante un bombardeo, entona un hombre dentro del túnel del metro (de nuevo el túnel del metro) y que corean todos los presentes, mientras un espléndido travelling lateral recorre el decorado hasta encuadrar a Hester y su marido. Dichas canciones, que por descontado hace pensar de inmediato en Voces distantes (Distant Voices, Still Lives, 1988), no solo son –que también— un excelente contrapunto que ayuda al dibujo de fondo del ambiente social y costumbrista de la Inglaterra de entre mediados de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta en la cual transcurre el relato (la misma que se mira con malos ojos el adulterio de Hester y su convivencia marital con su amante), sino que además son un contrapunto musical y a la vez poético (¿hay poesía sin música y música sin poesía?) del drama de la protagonista: basta con ver sus miradas de incomodidad a Freddie cuando él la anima a unirse al (vulgar) coro de canciones populares que los clientes del pub entonan bajo los efectos del alcohol; o el carácter tradicional de la balada que los londinenses cantan en la estación de metro para ahuyentar el fantasma del miedo a las bombas de los alemanes: unas tradiciones, una sociedad, un mundo, contra el cual la solitaria Hester se rebela obteniendo, finalmente, una victoria pírrica: adoptando la dura decisión de vivir sola y con la conciencia de que jamás encontrará ese amor perfecto, pero que tampoco tendrá que depender de ningún hombre para vivir su propia vida.