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miércoles, 25 de agosto de 2021

La doctora pragmática: “COMA”, de MICHAEL CRICHTON



Sé que lo que voy a decir puede sonar a boutade, pero cada vez estoy más convencido de que los principales méritos del escritor norteamericano Michael Crichton no se encuentran, precisamente, en su famosa y muy sobrevalorada (tampoco despreciable) obra literaria, sino en otra de sus actividades artísticas dentro de la cual llegó a alcanzar cierta notoriedad: la realización cinematográfica. Para entendernos: Crichton era mejor director de cine que escritor. Y, si bien es verdad que en su corta filmografía como realizador hallamos obras tan anodinas como su debut tras las cámaras con el telefilm Pursuit (1972), un relato de ciencia ficción tan fallido como Ojos asesinos (Looker, 1981) y un thriller policíaco tan rutinario como Contra toda ley (Physical Evidence, 1989), no es menos cierto que entre sus trabajos como director brillan con luz propia Almas de metal (Westworld, 1973), una de las mejores películas de ciencia ficción norteamericanas de la década de los setenta, la estupenda comedia de aventuras victorianas El primer gran asalto al tren (The First Great Train Robbery, 1978), el excelente relato de acción futurista Runaway: Brigada especial (Runaway, 1984) y, me atrevería a afirmar que por encima de todas ellas, el magnífico thriller de “suspense” que aquí traigo a colación: Coma (ídem, 1978).



Coma
es una adaptación de la novela homónima de Robin Cook publicada en 1977 y también conocida, en sus primeras ediciones españolas, con el título de En coma. Recuerdo haberla leído bajo ese título en una edición del desaparecido club de lectura a domicilio Círculo de Lectores. Mi memoria con respecto a la misma está bastante difusa, como es lógico después de tantos años, aunque la recuerdo como una bastante buena novela, si bien ahora mismo me atrevería a afirmar que la película es superior, por más que también es cierto que tengo mucho más fresco el film que el libro y, por tanto, puedo estar equivocado en este extremo. En cualquier caso, los cambios en el guion de la película, escrito asimismo por Crichton, con respecto a la novela de Cook fueron relativamente escasos, entre otras razones porque parece ser que ambos novelistas eran muy amigos y, además, Crichton, que al igual que Cook era doctor en medicina, admiraba del libro su descripción realista y verosímil del funcionamiento de un hospital. En la novela, su protagonista, Susan Wheeler, es una estudiante de medicina de 23 años, mientras que la Susan Wheeler del film (la siempre excelente Geneviève Bujold, que por entonces rondaba los 36 años) ya es doctora, si bien en prácticas. Por otra parte, en el libro Susan y el Dr. Mark Bellows no son amantes al principio del relato, enamorándose más tarde; en la película, nada más empezar, ya son pareja, lo cual, como ahora veremos, resulta determinante de cara a la descripción del carácter de Susan.



En los primeros minutos del film, el temperamento fuerte y decidido de Susan queda muy bien perfilado en la secuencia ubicada en el apartamento de Mark (Michael Douglas), que en ocasiones comparten, pues Mark no ha conseguido todavía convencer a Susan para que vivan juntos. No obstante, Susan ya ha tomado posesión del apartamento de Mark: se mete en la ducha antes de que lo haga él, a pesar de que este último ha expresado su deseo de llegar a su casa y meterse en su ducha cuanto antes; ella, pragmática, le dice que, mientras espera a que termine de ducharse, se tome una cerveza (sic); y a continuación, tras una breve discusión hogareña, se viste y se marcha a su propio apartamento, dejando a Mark, como suele decirse, a dos velas: hoy no hay polvo. Ese mismo pragmatismo es el que le lleva a darle ánimos a su amiga Nancy Greenly (Lois Chiles), que está a punto de someterse a una teóricamente fácil intervención quirúrgica para abortar en el mismo hospital de Boston donde ella y Mark trabajan, con el argumento de que dicha operación es de lo más sencilla. De ahí su sorpresa cuando, como consecuencia de un incomprensible error con la anestesia, Nancy termine en coma profundo: el dolor de Susan no es tanto por la desgracia abatida sobre su joven amiga como por su incapacidad para comprender la falta de lógica médico-científica de lo que ha ocurrido. Incapacidad que no tardará en convertirse en sospechas cuando, poco después, otro paciente joven y sano, Sean Murphy (Tom Selleck), quede también en coma durante una asimismo sencilla operación para curar una lesión deportiva. 



Desde este punto de vista, puede verse e interpretarse Coma como la lucha de una pragmática contra algo que, pareciendo lógico, es al mismo tiempo ilógico: ¿cómo es posible que, incluso en un hospital tan grande como el de Boston donde transcurre el grueso de la trama, se hayan producido diez casos de coma profundo en pacientes jóvenes y sanos en el último año, por más que, estadísticamente hablando, sea probable, dado que ha ocurrido? Si, antes de que Susan descubra el misterio de estos casos de coma, la descripción que ofrece el film del funcionamiento del hospital es ágil y con el acento puesto en lo cotidiano, a raíz del hallazgo de la protagonista dicho escenario deviene, progresivamente, un decorado hostil y lleno de peligros, un escenario como de pesadilla donde las sospechas y la muerte parecen acechar en todos los rincones: quirófanos, sótanos, el despacho del cordial Dr. Harris (Richard Widmark, espléndido como siempre), jefe de cirugía del centro médico… En particular, por descontado, las dependencias del Instituto Jefferson, un centro médico privado especializado, aparentemente, en pacientes en coma, a los que somete a un siniestro “tratamiento”: semidesnudos y colgados de alambres, sin tocar el suelo, en teoría para resguardarlos mejor de cara a su futura recuperación, en la práctica “conservados” así para extraerles los órganos y venderlos en el mercado negro…



Coma
es un thriller que funciona con una precisión casi hitchcockiana, dicho sin exagerar. De hecho, la sombra de Hitchcock se hace patenta, sobre todo, en el tercio final del relato: incapaz de creer a Susan y sus “locas teorías”, sobre Mark se proyecta un halo de ambigüedad relativamente parecido al de Sospecha (Suspicion, 1941), de tal manera que, en un momento dado, podemos llegar a creer que, efectivamente, el protagonista masculino quizá también forme parte de la conspiración secreta en el hospital (e, indirectamente, podemos interpretarlo como un ejemplo más de la relativa fragilidad de su relación amorosa con Susan, puesta de manifiesto, como hemos apuntado, en la primera secuencia en el apartamento). Pero lo que sorprende gratamente es la manera tan sencilla y al mismo tan eficaz y con tanta fuerza con la que Crichton filma la película, en la que incluso las sobrias secuencias de “suspense” están resueltas mediante un trabajado sentido del encuadre y un espléndido montaje (responsable: David Bretherton). Es justo anotar secuencias de este tipo tan logradas como el momento en que Susan explora el sótano del hospital y termina trepando por una escalera de mano, a riesgo de su propia vida, desprendiéndose de zapatos y pantis para no resbalar cuando pisa los peldaños metálicos; la magnífica secuencia del acoso a Susan por parte de un asesino (Lance LeGault), con planos tan conseguidos como el encuadre general en semipicado sobre el aula vacía que pone en relación a Susan, escondida detrás del proyector de diapositivas, con el asesino, de pie en el otro extremo de la sala, y ese mordaz momento en que la protagonista logra deshacerse del criminal ¡arrojándole encima un montón de cadáveres metidos en bolsas de plástico y colgados de ganchos!; o la excelentemente planificada secuencia de la huida de Susan del Instituto Jefferson, tumbada sobre el techo de una ambulancia. 



Tampoco hay que echar en saco roto el talento demostrado por Crichton en materia de dirección de actores, la cual contribuye a ir cargando de espesor la atmósfera, tal es el caso de la mirada de desprecio que el Dr. George (Rip Torn, tan bien como siempre), jefe de anestesiología, arroja sobre Susan a través del cristal de la puerta cerrada de su departamento, enfurecido por el hecho de que la protagonista esté husmeando en los expedientes de los pacientes en coma, e insinuando que la anestesia tuvo algo que ver con dichos comas; el gesto de un joven patólogo (Ed Harris, en su primer trabajo para el cine), que habla con Susan mientras manipula, tranquilamente, un intestino humano; o la mirada fría, de una crueldad difícilmente contenida, de la enfermera Emerson (la también espléndida Elizabeth Ashley), cuando Susan se presenta sin avisar en el Instituto Jefferson, intentando entrar en el recinto, y ella se lo impide… Incluso cuando, en un momento dado, asoman recursos más convencionales, estos acaban teniendo una finalidad narrativa concreta. Es el caso, por ejemplo, de los primeros planos ligeramente deformados con un gran angular, tipo ojo de pez, en la escena en la que Susan empieza a perder el conocimiento como consecuencia del whisky drogado que le ha servido el Dr. Harris en su despacho: la distorsión de la imagen se corresponde con la confirmación de que Harris es, asimismo, alguien “deforme”, dado que forma parte de la conspiración, y, por tanto, no es la persona afable que aparentaba ser, sino un criminal convencido de estar haciendo un favor a la humanidad mediante una “selección” con evidentes connotaciones nazis de personas “inferiores” que han de morir para que otras, las más adineradas, vivan. Personalmente, me llama la atención la habilidad con la que Crichton destroza un tópico cinematográfico muy de la época en la que el film fue realizado: esa típica “secuencia musical”, sin sonidos ambientales y tan solo con música romántica en la columna sonora, en la cual vemos a Susan y Mark disfrutando y retozando durante su fin de semana juntos…, y que, de pronto, se interrumpe cuando la pareja pasa en coche cerca del Instituto Jefferson: la pragmática Susan, dominada por su insaciable curiosidad, no puede evitar la tentación de pedirle a Mark que detenga el vehículo y la acerque hacia ese lugar que, intuye, esconde todo tipo de horrores. Podemos interpretar, en consecuencia, que ese idílico fin de semana junto a Mark no estaba sino en la cabeza de Susan, y que ella pasa de una cosa a otra siguiendo libremente el dictado de su voluntad: hoy en día muchos la llamarían empoderada.




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