[NOTA PREVIA: COMO COMPLEMENTO A LA PUBLICACIÓN DE LA PRIMERA PARTE
DEL “DOSSIER” NICHOLAS RAY QUE APARECE ESTE MES DE MAYO EN “DIRIGIDO POR…”,
RECUPERO/ RECICLO AQUÍ UN PAR DE VIEJOS TEXTOS MÍOS EN TORNO AL CINE DE RAY, NO
INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, EMPEZANDO EN PRIMER LUGAR POR UNO DEDICADO A
“JOHNNY GUITAR”. EL SIGUIENTE SE CENTRARÁ EN “CHICAGO, AÑO 30”.]
Alrededor de Johnny
Guitar (ídem, 1954), por lo demás la mayor contribución de Nicholas Ray al
género del western –muy superior a Busca tu refugio (Run For Cover, 1955) y La
verdadera historia de Jesse James
(The True Story of Jesse James, 1957)–, giran un par de aspectos un
tanto molestos. Está, por un lado, su consideración como melindroso objeto de
culto por generaciones de cinéfilos que la han convertido en aquello que ha
dado en llamarse un film de culto (ya saben: el célebre “Dime una mentira…”).
Otro aspecto engorroso, y en esta ocasión atribuible al propio film, reside en
su reputación como “obra artística”. Si no siempre, sí en muchas ocasiones,
cuando se menciona esta película se habla de ella como si fuera
la-obra-más-romántica-jamás-realizada: la máxima expresión cinematográfica del
amor. A ello ha contribuido la cinefilia, fomentada en este caso por la crítica
francesa (también existen los críticos cinéfilos), en particular la de Cahiers du Cinéma, que convirtió a
Nicholas Ray –exagerando más de la cuenta– en el paradigma del cineasta maldito
y del artista anti-Hollywood (ya saben: el no menos célebre “Nicholas Ray es
el cine”).
Johnny Guitar es un excelente film,
pero a ratos se le nota demasiado su pretensión de ser “artístico” a toda
costa, lo cual empaña la belleza del resultado. Le debe mucho a la puesta en
escena de Ray, pero en el conjunto pesan también otros atractivos: la labor de
sus notables protagonistas; el guion de Philip Yordan, basado en una novela de
Roy Chanslor (según parece, adaptada al cine con mucha fidelidad); la
fotografía de Harry Stradling, pasada por el filtro del peculiar cromatismo del
Trucolor, sistema de color habitualmente empleado por la Republic, la
productora de serie B que financió esta película dentro de su política de
producciones de prestigio (sin movernos del western, produjo cuatro años
antes la fordiana Río Grande/
Rio Grande, 1950); y la célebre partitura de Victor Young, gran
compositor que merece ser reivindicado de una vez por todas como uno de los
mejores del Hollywood clásico.
Lo afirmado no es óbice
para reconocer la fascinante construcción narrativa de este mítico Johnny
Guitar, una pieza realmente extraña en el conjunto del western y una
película que se sitúa, incluso, más allá del mismo, en virtud de su personal
manejo de las convenciones del género. A pesar de su título, su principal
protagonista no es Johnny Logan, alias Johnny Guitar (Sterling Hayden), sino la
mujer que le ha contratado en secreto: Vienna (Joan Crawford). El personaje de
Johnny, ese temible pistolero que prácticamente enloquece cada vez que oye
disparos pero que se presenta ante los demás fingiendo ser alguien que se
limita a ganarse la vida tocando la guitarra, a ratos no parece tener vida
propia (aunque sí posea entidad y carácter), convirtiéndose en una especie de
imagen creada, sublimada, por la mente de Vienna: ella y Johnny fueron
amantes en el pasado, y ahora Johnny acude a la llamada de Vienna para ayudarla
a defenderse de los McIvers, cuyo jefe, John (Ward Bond), y sobre todo la
vengativa Emma Small (una magnífica Mercedes McCambridge), intentan acabar con
ella porque sospechan que el asalto a una diligencia y el asesinato del hermano
de Emma, llevado a cabo por el forajido Dancin’ Kid (Scott Brady), actual
amante de la protagonista, y sus compinches, Bart Lonergan (Ernest Borgnine) y
el joven Turkey (Ben Cooper), fue ordenado por Vienna.
Hemos mencionado que
Johnny parece una imagen creada por Vienna: al principio del relato, Johnny
llega a caballo y presencia una serie de explosiones en la montaña y el asalto
a una diligencia, en una secuencia que, como ya han señalado algunos
comentaristas, tiene algo de irreal. La acción se traslada al Vienna’s, el
local de la protagonista, donde tiene lugar buena parte del film: un saloon
que combina elegancia y primitivismo y que parece directamente excavado en la
roca. Sin embargo, una vez presentado el personaje de Johnny y descrita su
relación –pasada y presente– con Vienna, aquél desaparece del relato y no se
reincorpora a la acción si no es para salvar oportunamente a Vienna de morir
ahorcada y acompañarla en el clímax, donde por otro lado se limita a apoyarla,
pues a pesar de su extraordinaria puntería tendrá que ser Vienna la que tenga
que verse las caras ella sola contra Emma, en un duelo final entre mujeres
también bastante insólito en el género.
Esa utilización casi
podríamos decir que instrumental del héroe cuyo nombre da título a la
película es tan solo uno de los aspectos que contribuyen a conferirle a Johnny
Guitar su fama de western abstracto y a contracorriente. No resulta
ninguna exageración afirmar que, más que por sus giros de guion y por el uso
limitado de decorados (el local de Vienna y los alrededores de la cabaña donde
se refugian Dancin’ Kid y los suyos), lo cual pone en evidencia su carácter de
producción de bajo presupuesto, el film avanza en función de un discurso
puramente estético: en el relieve que tiene el negro vestuario masculino de
Vienna y en ver cómo, una vez recuperado el amor de Johnny, deja paso a un
blanco vestido femenino que parece de novia (no olvidemos que Johnny y Vienna
se separaron en el pasado cuando estaban a punto de casarse); en la
indumentaria, en su caso siempre negra, de Emma, John McIvers, el sheriff
Williams (Frank Ferguson) y sus hombres: con la excusa de que van de luto para
asistir al funeral del hermano de Emma, su aspecto es el de auténticos pájaros
de mal agüero; en el peso, físico y dramático, del decorado y de todos los
elementos que lo integran: la barra del bar, frente a la cual Bart desafiará a
Johnny a una pelea, la ruleta que hace girar el crupier Eddie (Paul Fix), cuyo
sonido le gusta a Vienna aunque no haya nadie jugando en ella, el escenario con
piano frente al cual se colocará la protagonista para distraer la atención de
los McIvers que están buscando a Turkey, la enorme lámpara que Vienna enciende
por la noche y a la que Emma disparará para provocar el incendio que arrasará
el local…
Johnny Guitar es una película febril
y delirante, en la frontera misma de lo sublime, pero que no acaba de serlo por
completo porque su estética parece –lo fuera o no– más cerebral que apasionada.
Un buen ejemplo de lo afirmado lo tenemos en los planos que muestran a los
negros jinetes McIvers cabalgando frente al local de Vienna, que arde al fondo
del encuadre: la imagen se repite más veces de las necesarias, pues es tanta su
fuerza que el realizador parece negarse a utilizarla una sola vez: es una
imagen hermosa, pero también retórica. Ray siempre mantiene una distancia, algo
perceptible sobre todo en la resolución del relato, con ese final feliz –Vienna
y Johnny besándose frente a la catarata– que resulta tan forzado como la
conciliadora resolución de Río Rojo (Red River, 1948, Howard Hawks).
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