Dedicado, con cariño y
respeto, a Joan Marí, q.e.p.d.
Sin duda alguna el más
reputado western de John Ford, Centauros del desierto (The Searchers,
1956) parte de una novela de Alan LeMay, puesta en imágenes con el inestimable
apoyo de dos de sus mejores colaboradores habituales, el guionista Frank S.
Nugent y el director de fotografía Winton C. Hoch. La labor de este último es
en Technicolor y VistaVisión, dato que no es ocioso, habida cuenta que la
nitidez y definición de imagen que proporcionaba ese formato tan característico
del cine de Hollywood de los cincuenta casa perfectamente con las intenciones
y, sobre todo, los maravillosos resultados de esta famosa obra maestra, que si
por algo se distingue es precisamente por la transparencia de sus encuadres, la
claridad de sus composiciones visuales y la limpieza de su planificación, todo
lo cual realza, por poético contraste, con la turbulencia de las ideas,
emociones y sentimientos que pone en juego.
El plano inicial de Centauros
del desierto anticipa en cierta medida la propuesta del relato como
descripción de un viaje de las tinieblas a la luz. La pantalla a oscuras se
ilumina con la apertura de una puerta, la de una granja, y la cámara hace un
suave travelling siguiendo en plano americano la salida de Martha
Edwards (Dorothy Jordan) al exterior para mostrar en todo su esplendor la
llanura. Los miembros de la familia Edwards salen a recibir a un pariente que
viene a visitarles tras tres años de ausencia: Ethan Edwards (John Wayne). Casi
huelga comentar que la película se cierra, de forma circular, con un plano muy
parecido al de apertura, y cuya cita se ha convertido en algo tan obligado como
el que abre Sed de mal (Touch
of Evil. Orson Welles, 1958) o la secuencia de la ducha de Psicosis
(Psycho. Alfred Hitchcock,
1960): un plano general, tomado asimismo desde el oscuro interior de otra
cabaña, en virtud del cual vemos cómo van entrando en la vivienda los
principales personajes del relato —Debbie (Natalie Wood), la adolescente que,
siendo niña, fue secuestrada por los comanches, su hermanastro Martin Pawley
(Jeffrey Hunter), que ha intervenido directamente en su rescate, y Laurie
Jorgensen (Vera Miles), la prometida de este último—, excepto uno, Ethan
Edwards, quien si al principio llegaba tras un largo viaje ahora acaba de
concluir otro, el más importante de su vida, tras el cual solo le queda dar
media vuelta y alejarse.
Centauros del desierto puede entenderse, pues
así lo sugiere ese principio y ese final, como un viaje de las tinieblas a la
luz: el de Ethan, un antiguo combatiente de la guerra civil reciclado en guía
del ejército cuya característica más notoria, su odio sin cuartel hacia los
pieles rojas, va dejando paso a un hombre que ahora sabe y comprende muchas más
cosas de las que creía saber y comprender. Pero el film de John Ford es algo
mucho más complejo que la evolución de un racista que acaba viendo más allá del
color de la piel de sus enemigos, pues esos mismos planos de apertura y
conclusión sugieren, asimismo, que Ethan es un hombre que vive solo y
probablemente morirá solo: ese primer hogar al que arriba nada más comenzar el
relato, el de los Edwards, luego será arrasado por los comanches del jefe
Cicatriz (Henry Brandon); y, al final, ese otro hogar que ahora le abre
agradecido su puerta, el de los Jorgensen, le está vedado de forma implícita,
pues el personaje sabe que su lugar no se encuentra allí. Ha vivido, ha sufrido
y ha matado demasiado.
Un poco como el Tom
Dunson de Río Rojo igualmente encarnado por Wayne, Ethan es un hombre
endurecido que hace una promesa de muerte: cuando recupere a Debbie,
secuestrada por los comanches que asesinaron a su familia y se la llevaron
consigo para criarla como a una piel roja, la matará. Pero si, en el film de
Hawks, Dunson no cumple su amenaza de matar a su ahijado sin que ello suponga
un cambio en las convicciones del personaje, Ethan al final no matará a Debbie
porque los años que ha estado buscándola han jugado en su favor: el Ethan que
vio los cadáveres destrozados de los Edwards ya no es el mismo que ahora reconoce
de nuevo a su sobrina Debbie, alzándola en volandas como a la niña que alzó en
el pasado. El tiempo posee en Centauros del desierto un papel
determinante: no solo hace madurar a personajes como a Ethan, a Martin (que
empezará siendo un muchacho y acabará siendo un hombre) o a Laurie (que a punto
estará de casarse con otro, harta de esperar el regreso de Martin), sino que
alcanza él mismo un papel protagonista, convirtiéndose en un elemento presente
en todo momento en el relato, bien sea marcando el paso de las estaciones del
año, o sobre todo puntuando la evolución de personajes y situaciones: véase la
extraordinaria manera que tiene Ford de convertir la lectura de una carta en el
punto de enlace de una serie de secuencias destinadas a describirnos el
desarrollo de las pesquisas de Ethan y Martin tras el rastro de Debbie.
La inolvidable secuencia
en la que los comanches de Cicatriz atacan al anochecer el hogar de los Edwards
—y quien firma esto no tiene reparo en considerarla una de las más bellas de la
historia del cine— es de una tensión insoportable: el atardecer de color rojo
sangre; el gesto del padre, Aaron (Walter Coy), descolgando con gravedad su
rifle cuando presiente el peligro o el de Martha, la madre, impidiéndole a Lucy
(Pippa Scott), la hija mayor, que encienda el quinqué; el grito de terror de
esta última cuando, sin más palabras, lo comprende todo; la sombra de Cicatriz
cerniéndose sobre la pequeña Debbie (Lana Wood), antes de tocar el cuerno
ordenando el ataque y que la imagen funda a negro. Posteriormente, en una
secuencia de una dureza sin igual dentro del cine de Ford, Ethan tratará de
identificar a Debbie entre un grupo de mujeres blancas que fueron cautivas de
los indios, algunas de ellas ya cadáveres, otras completamente enloquecidas.
Pero todo lo que el film sugiere tiene siempre su contrapunto: Cicatriz puede
ser un sanguinario, pero él también ha tenido que ver cómo dos hijos suyos
morían a manos de los blancos. En este sentido, la dinámica secuencia de la
carga final comandada por Ethan, Martin y el reverendo Samuel Clayton (Ward
Bond) contra el campamento comanche no tiene nada de heroico, sino que es
presentada como una razzia pura y simple. Como todos los grandes títulos
de su autor, Centauros del desierto es una película abierta y
ambivalente, en la que todo cabe, lo bueno y lo malo, lo dramático y lo cómico,
lo pacífico y lo violento. Una obra de arte universal.
Muchas gracias por la estupenda crítca. Es una de mis películas favoritas (por no decir mi favorita absoluta). Hace tiempo yo tambén escribí sobre ella. Dejo el enlace por si a alguien puede interesarle:
ResponderEliminarhttp://elblogdelcineperdido.blogspot.com/2014/04/centaurosdel-desierto-searchers-1956.html
Obra maestra indiscutible del cine. Y gran artículo el que le has dedicado Tomás.
ResponderEliminarMe han entrado unas ganas tremendas de volver a verlas.
Por cierto, para todos los amantes del cine, a fallecido el mítico Christopher Lee con 93 años. Espero Tomás que le dediques una entrada en este blog a modo de homenaje.