[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] Ocurrió la temporada pasada, con Amor bajo el espino blanco (Shan zha shu zhi lian, 2010), y ha
vuelto a ocurrir esta, con Las flores de
guerra (Jin líng shí san chai, 2011), acaso de manera corregida y
aumentada. Se trata de la constatación de que, a día de hoy, parece que el cine
de Zhang Yimou ya apenas interesa en España. Seguro que hay muchas y muy buenas
razones para que eso sea así, por más que no deje de sorprenderme que quien
durante años estuviera considerado el más importante cineasta oriental de la
actualidad (y para mí sigue siéndolo), firmante de una serie de trabajos que en
su momento tuvieron la categoría de tótems culturales —Sorgo rojo (Hong gao liang, 1987), Ju Dou, semilla de crisantemo (Ju Dou, 1990), La linterna roja (Da hong deng long gao gao gua, 1991), Qiu Ju, una mujer china (Qiu Ju da guan
si, 1992), ¡Vivir! (Huozhe, 1994)—,
acabara generando, quizá por saturación (¿¡saturación de buenas películas!?),
un progresivo desinterés en torno a su obra con una serie de films acaso menos
intensos que los mencionados pero no por ello menos interesantes —La joya de Shanghai (Yao a yao yao dao
waipo qiao, 1995), Keep Cool (¡Mantén la
calma!) (You hua hao hao shuo, 1997), Ni
uno menos (Yi ge dou bu neng shao, 1999), El camino a casa (Wo de fu qin mu qin, 1999), Happy Times (Xingfu shiguang, 2000)—, hasta el punto de provocar
algunas desaforadas reacciones en contra de su extraordinaria trilogía wuxia —Hero (Ying xiong, 2002), que un reputado crítico español tildó
directamente de “truño” (sic), La casa de las dagas voladoras (Shi mian
mai fu, 2004) y La maldición de la flor
dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006)—; todo lo cual, unido a
ciertas acusaciones si no de colaboración, cuanto menos sí de aparente sumisión
o de no confrontación con las directrices del actual gobierno chino, parece
haber provocado la actual indiferencia o tibieza con que, salvo excepciones,
han sido recibidas sus últimas películas: Una
mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos (San qiang pai an jing qi,
2009) y las mencionadas Amor bajo el
espino blanco y Las flores de la
guerra.
Si las razones
por las cuales Yimou ya-no-se-lleva se fundamentan en cuestiones o bien
políticas (es el cineasta oficial del mayor país comunista del
mundo), o bien cinematográficamente convencionales (“un autor de prestigio no
debe ensuciarse haciendo cine de género”),
sobre todo estas últimas me merecen —subrayo: cinematográficamente hablando— muy poco respeto. Tampoco me parecen
de recibo las acusaciones de falta de originalidad vertidas sobre Las flores de la guerra por el mero
hecho de existir ya una reciente —y magnífica— película que asimismo retrata,
si bien desde una perspectiva muy diferente, la tristemente célebre masacre de
Nankín: Ciudad de vida y muerte
(Nanjing! Nanjing!, 2009), de Lu Chuan. Eso no significa que, en efecto, no
haya algún que otro vínculo entre ambos films, de manera casi me atrevería a
decir que forzosamente natural; y no
me refiero únicamente a la coincidencia en la descripción de un mismo contexto
histórico de fondo, sino incluso a similitudes formales concretas: resulta
patente la influencia de Steven Spielberg, sobre todo el de La lista de Schindler (Schindler’s List,
1993) pero también el de Salvar al
soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). Esto último no pareció molestar
(demasiado) cuando se estrenó entre nosotros Ciudad de vida y muerte, y prácticamente no se ha dicho con
respecto a Las flores de la guerra;
yendo más lejos, la presencia, encabezando el reparto de esta última, de
Christian Bale, quien fuera el joven protagonista de otro film de ambientación
siquiera parecida, El Imperio del Sol
(Empire of the Sun, 1987), establece otro lazo. Puestos a ponernos
inquisidores, hay en Las flores de la
guerra un encuadre —el de la inmolación del mayor Lin (Dawei Tong), usando
su propio cuerpo como detonador de una múltiple trampa explosiva contra los
japoneses— que recuerda mucho a ese ya famoso plano en semipicado de En tierra hostil (The Hurt Locker, 2008,
Kathryn Bigelow), con el protagonista de esta última tirando suavemente de una
serie de cables cuyos extremos están atados a otros tantos artefactos explosivos
enterrados bajo la arena; hay, incluso, un detalle directamente extraído de El demonio y la carne (Flesh and the
Devil, 1927, Clarence Brown): John Miller (Bale) bebe de un cuenco poniendo los
labios sobre la erótica marca de carmín que indica el mismo lugar del
recipiente donde un momento antes ha bebido Yu Mo (Ni Ni), la prostituta que le
atrae, tal y como hacía Greta Garbo con el cáliz de comunión en el que
instantes antes ha posado sus labios John Gilbert.
Dejando aparte estos
“pecados”, que para muchos serán mortales de necesidad si los ha cometido Yimou
y tan solo veniales si hubiese incurrido en los mismos Tarantino (bajo ese
punto de vista, el primero sería un burdo copiador, y el segundo, un posmoderno),
lo que acaba resultando verdaderamente relevante de Las flores de la guerra (lo demás me parece, con franqueza, ruido
de fondo) es, como siempre en su director, la forma que tiene de embellecerlo
todo. Es tanta la belleza de las imágenes de Las flores de la guerra, su forma, y lo que es más importante,
guarda tanta y tan estrecha relación con el fondo de lo que narra, hay muchos
momentos en que lo que se cuenta y el cómo se cuenta se (con)funden con tanta
armonía que las fronteras entre lo bello entendido como concepto y lo bello
entendido como deleite para los sentidos aparecen aquí más difuminadas de lo
que ya lo estaban en Sorgo rojo, Ju Duo, semilla de crisantemo y la
trilogía wuxia. Habrá quien dirá que
prefiere la fusión entre belleza de formas y belleza de conceptos que se da en
otros films de Yimou, en los cuales el contenido crítico y/o melodramático
—Yimou es un amante del mélo: el
“drama con música”— casaba con perfecta armonía con la espectacularidad de las
imágenes; el exponente más claro de esta tendencia dentro de la obra de su
autor, y el más conseguido, seguiría siendo La
linterna roja. Pero suele olvidarse que hay en Yimou un esteta —que no es
lo mismo que esteticista, aunque resulte fácil confundirlos— para el que forma
y fondo pueden llegar a ser una sola cosa, con independencia de que ese fondo
pueda parecer, como en Las flores de la
guerra, menos “consistente” que los discursos críticos de La linterna roja o Amor bajo el espino blanco; acaso porque Yimou es de los escasos
cineastas de hoy en día que son conscientes de que la forma sin fondo no es
nada, y que el fondo sin forma es menos que nada, pero que en algunas raras ocasiones,
como aquí, la potencia de la forma es capaz no solo de compensar la menor
intensidad del fondo, sino de dotar a este último de la fuerza que por sí solo
carece. Embellecer algo no consiste en “adornarlo”: un fondo sin belleza pero
con “adornos” sigue siendo un fondo que no alcanza la categoría de artístico;
un fondo embellecido, en cambio, es aquel cuyo potencial artístico sale a la
luz gracias al poder de lo bello para convertir lo anodino en algo sublime. Por más que hoy en día pueda
parecer mentira, y sin salirnos del ámbito de los maestros orientales, no faltó
quien en su momento dijo que una de las películas más bellas de la historia del
cine, La emperatriz Yang Kwei Fei
(Yôkihi, 1955), de Kenji Mizoguchi, no estaba a la altura de su autor porque,
afirmaba, su fondo (su “historia de amor”) era inferior a su forma; es decir,
porque se produjo una (fácil) valoración entre el aparente carácter
convencional de lo que narraba en detrimento de la belleza de una forma capaz
de tomar ese fondo y convertirlo en un caudal de poesía.
Es tanta, como
digo, la belleza de Las flores de la
guerra —belleza, insisto, entendida en su sentido de expresión artística
destinada a provocar un tipo de deleite que, ¡ay!, hoy en día tampoco “se lleva”
demasiado en cine: el espiritual—, que es capaz de subsumir un aspecto de guión
que, a falta de conocer por mí mismo la novela de Geling Yan en la que se inspira
(de la cual existe edición española por Alfaguara), tiene toda la apariencia de
ser una convención de cara a garantizar una mejor proyección internacional del
film: la inclusión al frente del reparto de una “estrella” del panorama
cinematográfico anglosajón, en este caso el ya mencionado Christian Bale, como
John Miller, un encargado de pompas fúnebres norteamericano que se deja caer
por Nankín, coincidiendo con el momento álgido de los combates chino-japoneses
por el control de la ciudad, para ocuparse del embalsamamiento y sepelio del
sacerdote católico chino que se encargaba de dirigir un convento donde se
refugian un puñado de virginales estudiantes católicas chinas, apenas unas
niñas. ¿Cuántas veces no hemos visto la convención del hombre-blanco-occidental
encargado de salvar la situación en la que se ven implicados los
pobres-hombres-(o mujeres)-orientales? No obstante, la manera como Yimou
introduce a este personaje en el relato, la complejidad de su descripción (a la
cual ayuda sobremanera la labor de un magnífico Christian Bale), y sobre todo,
de qué forma se va diluyendo el aparente protagonismo del mismo en beneficio de
un relato coral donde al final acaban brillando con luz propia, e incluso por
encima del personaje de Miller, otras figuras como el asimismo mencionado mayor
Lin, o como Yu Mo, la líder de las prostitutas procedentes del “barrio rojo”
situado junto al río que atraviesa la ciudad, acaban como digo subsumiendo la
figura de Miller y convirtiéndola en una especie de recurso poético.
¿Exagero? No. Más
bien si hay algún tipo de “exageración” al respecto esta reside en los recursos
formales mediante los cuales Yimou convierte al personaje de Miller, y por
extensión a la propia película, en una suerte de poema visual donde tienen
cabida tanto la voluptuosidad visual del cineasta como destellos de un brutal
realismo que no solo encajan con rara armonía en el conjunto, sino que son los
que, por contraste, contribuyen a conferir a Las flores de la guerra su carácter poético. Apunto, por ejemplo,
la extraordinaria secuencia de presentación de Miller, corriendo por las calles
de Nankín camino del convento seguido por vibrantes travellings, convertidas aquéllas en un laberinto inundado por una
polvareda harinosa que cubre de blanco al personaje de los pies a la cabeza;
una idea visual, de las muchas que abundan a lo largo del film, que encierra
una hermosa paradoja: Miller, el hombre blanco y “manchado de blanco”, que de
este modo ve peligrar su vida en medio del combate (los occidentales son respetados
en Nankín —estamos en 1937: Japón todavía no ha entrado en la Segunda Guerra Mundial—, pero
ese polvo convierte a todas las personas por igual en “blancos” sin distinción al
alcance de los disparos de los nipones). Un occidental que, además, está lejos
de ser un modelo de conducta: solo le interesa el dinero, y como no queda nadie
en el convento que pueda pagar sus servicios como sepulturero, se pone a
registrar de inmediato el lugar en busca de algo de valor; y si al final se
queda, lo hace atraído en primera instancia por la posibilidad de tener un
refugio más o menos seguro donde pasar la noche, beber alcohol y acaso “usar” a
alguna de las bellas prostitutas que, como él, acaban de refugiarse en el
convento. Pero, como el resto de personajes de Las flores de la guerra, Miller no es una figura de una pieza:
siguiendo un impulso, y para salvar las vidas de las estudiantes que a punto
están de ser violadas por las tropas japonesas que asaltan el convento, el
personaje se disfraza con una de las sotanas del difunto sacerdote y finge ser
el encargado del lugar, consciente de que los jefes militares nipones
respetarán, por razones diplomáticas, a un sacerdote católico occidental. Bien
avanzado el metraje, y a medida que hemos visto evolucionar al personaje de
Miller, reaccionando con empatía con las estudiantes y su peligrosísima
situación (él y su farsa son lo único que, de momento, pueden impedir la
violación y asesinato de las chicas), descubriremos la secreta motivación de su
inesperadamente heroica actuación: “tuve
una hija”, confiesa; pero el valor de dicha afirmación no reside tanto en
lo que revela del personaje como, por otra parte, su condición de evidencia de
que ninguna de las figuras que pueblan Las
flores de la guerra son exactamente aquello que aparentan: un oficial chino
(el mayor Lin) es capaz de inmolarse aún siendo consciente de que su sacrificio
será inútil; un oficial japonés (el coronel Hasegawa: Atsuro Watabe) es capaz
de demostrar su sensibilidad musical en medio de la matanza; dos de las
prostitutas serán capaces de arriesgar sus propias vidas…, con tal de recuperar
unos pendientes y una cuerda de guitarra; un traidor chino que colabora con los
japoneses, padre de una de las estudiantes, es capaz de redimirse con tal de
salvar a su hija; las prostitutas acabarán ocupando el lugar de las estudiantes,
aun sabiendo de que con ello van hacia una muerte segura; una de aquéllas, en
el último instante, verá sus fuerzas flaquear…
Las flores de la guerra se mueve en un terreno resbaladizo, el de la evocación de un hecho
histórico que acaba siendo un telón de fondo para un relato donde, para
desesperación de los seguidores de Luis Buñuel y su malinterpretado diagnóstico
sobre lo que en cine él denominaba “la
infección sentimental”, Yimou se decanta, sin complejos ni prejuicios, por
el detalle preciosista y la búsqueda de la adhesión emocional del espectador
hacia lo que narra. Ahí están la cuerda de guitarra que se parte contra una
esquina cuando un vehículo a la fuga pasa rozando una casa; la cristalera del
convento, la cual sirve tanto para que las estudiantes espíen, a través de una rotura,
a las prostitutas que se acercan al lugar para “invadirlo” con su presencia…, o
para que la atraviesen mortíferas balas, destrozándola en fragmentos de múltiples
colores; la crudeza de determinados momentos de violencia, que van desde la ya
apuntada estrategia suicida del mayor Lin a la dura secuencia del intento de
violación, casi consumado, de las estudiantes a manos de los soldados nipones,
pasando por ese extraordinario momento en cámara móvil y plano fijo que recoge
el intento de huida de una de las prostitutas a través de las callejuelas de la
ciudad en medio de una lluvia de balas y metralla; la escena onírica en la que,
a los ojos de las estudiantes, la actuación musical de las prostitutas deviene
una “imposible” coreografía sensual (cuyo carácter fantasioso resulta evidente
a la vista de que participan en esa coreografía
soñada las dos mujeres que, en este punto del relato, ya han fallecido); ese
gran fragmento, de los más hermosos del cine de su autor, en el cual las
estudiantes, conscientes del sacrificio que van a llevar a cabo las prostitutas
yendo en su lugar a esa fiesta de celebración de la victoria japonesa donde no
les espera otra cosa que el ultraje y la muerte, se acercan por primera vez con
respeto a esas malas mujeres
llamándolas “hermanas mayores”, no sin antes haber contemplado, fascinadas, sus
hermosos cuerpos semidesnudos de mujeres adultas; no resisto la tentación de
destacar, dentro de esta misma secuencia, ese bellísimo plano general en picado
sobre las prostitutas, tumbadas la una junto a la otra mientras Miller pone en
práctica sobre ellas su habilidad como maquillador de difuntos: el protagonista
les ha pedido a las mujeres que se echen para poder maquillarlas mejor, porque
está acostumbrado a trabajar con personas que siempre están “tumbadas” (sic),
pero la elección del plano picado las convierte así, simbólicamente, en
“cadáveres”, sugiriendo de este modo que ninguna de ellas va a salir
con vida de la funesta decisión que han adoptado; una decisión que implica,
como digo, asistir a una fiesta organizada por los nipones que Yimou, con gran
elegancia, resuelve elípticamente: le basta con mostrar el gesto de las
prostitutas, escondiendo improvisados puñales bajo sus disfraces de
estudiantes, para expresar elocuentemente cuál será la atroz culminación de la
velada organizada por los crueles invasores de Nankín. Naturalmente que puede
discutirse si el director ha sobrepasado o no la delicada frontera que, dicen, diferencia
lo sublime de lo ridículo, por más que no esté muy seguro de si se trata de una
mera cuestión de puntos de vista, o sencillamente, de sensibilidades. La mía se
inclina a su favor. Una obra maestra.
Yo descartaría las razones políticas, no es la crítica española precisamente tuerta hacia ese lado a la hora de despreciar cineastas por ese motivo. Como mucho podría haber alguno que considere que China se ha vuelto un país de derechas y que los verdaderos valores están en Venezuela, pero serán los (muchos) menos.
ResponderEliminarYo abogo por el aburrimiento puro y duro (de los críticos) y por blandura. Mola más reírle las gracias a Haneke (cuando se pone "intenso", porque La Cinta Blanca, que es lo mejor que ha hecho desde ni se sabe, fue completamente ignorada por la crítica) cuando se pone "radical" e "incómodo" que alabar aunque solo sea la factura de Yimou, a fin de cuentas en sus películas te encuentras (o te encontrabas) todo tipo de público y eso es un engorro para los críticos.
Vamos, que es todo pose, quiero decir.
Hola Tomás.
ResponderEliminarCuriosamente, y a pesar de que nunca había comulgado mucho con el cine de Yimou, tanto "Amor bajo el espino blanco" como especialmente esta "Las flores de la guerra" me han gustado mucho. Tal vez haya llegado el momento de revisar los primeros filmes de Yimou que vi (y no todos) hace ya muchos años y siendo bastante joven.
Saludos.
Esta es una hermosa y conmovedora historia...
ResponderEliminarHola? Lo mas interesante lo cortaron, al terminar de verla e sentido como que me han partido por la mitad vale? Que la pelicula se a quedado a medias, hablando claro y pronto,o sea que para mí tiene un 5, por muy bien hecha y perfecta que esté.
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