Con Fellini hemos topado: Immortals (ídem, 2011), de Tarsem Singh Dhandwar.- [
Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] ¡Qué película más lamentable es este nuevo artefacto surgido de la imaginación (es un decir…) del realizador indio Tarsem Singh Dhandwar, o Tarsem Singh, o Tarsem a secas! A falta de haber visto su más reputado film,
The Fall (El sueño de Alexandria) (The Fall, 2006), y a la espera de su reciente versión de
Blancanieves (Mirror, Mirror) (Mirror, Mirror, 2012) (cuyo tráiler, por cierto, es de los que producen sudores fríos…), quizá cabía esperar un poco más del firmante de
La celda (The Cell, 2000), un
thriller más bien mediocre pero cuanto menos curioso, sobre todo teniendo en cuenta que
Immortals ofrecía/ofrece
a priori terreno abonado a este realizador para explayarse en el terreno de lo visual. Y, si bien es verdad que desde este exclusivo punto de vista su película hace gala de una vistosa factura, no es menos cierto que todo ese aparato plástico está total y absolutamente desaprovechado por culpa de una puesta en escena torpe y abúlica, convencional y tremendamente plana, que como ya ocurría en
La celda pretende (sin conseguirlo) disimular la incapacidad del cineasta para crear encuadres elegantes e imágenes poderosas. No basta con fotografiar algo bello para que el resultado sea fotográfica o cinematográficamente bello: la elección del mejor encuadre, o mejor dicho, del encuadre exacto, es lo que vehicula esa belleza y prende en el ánimo del espectador. Incluso desde una perspectiva estrictamente esteticista –que no estética, la cual implica, ¡ay!, una postura filosófica, un posicionamiento intelectual: una manera personal de ver el mundo—,
Immortals hace gala a ratos de una notoria fealdad visual, erigiéndose en una mala copia al ciclostil no ya del film del cual bebe en abundancia –y que lo supera a todos los niveles—, el
300 (ídem, 2006) del siempre interesante Zack Snyder, sino incluso de muchas y más afortunadas experiencias de realizadores como Peter Jackson o hasta James Cameron en el terreno de la utilización del CGI.
Immortals es una transposición
sui generis del mito grecorromano de Teseo, reconvertido para la ocasión en una especie de
actioner esteticista cuyo rasgo más destacado –y, según como se mire, también el que produce mayor vergüenza ajena— es su descarada imitación de la estética de nada menos que
Fellini Satiricón (Fellini – Satyricon, 1969), la extraordinaria lectura –esta sí, estética y personal— llevada a cabo por Federico Fellini sobre el célebre texto de Petronio. A ratos, la Grecia pseudo-mitológica de
Immortals viene a ser una recreación de la Antigua Roma “fantástica” –o, como la definiera en su día José María Latorre, el “planeta
romanidad”— de
Fellini Satiricón. Ahora bien, no se busque en esta comparación nada que no sea una mera evocación del diseño de decorados y vestuario, pues por lo demás la obra maestra de Federico Fellini y este engendro de Tarsem Singh se parecen como un huevo a una castaña. Incluso prescindiendo de la invocación a Fellini, y en sí misma considerada,
Immortals es un monumento al tedio donde no funciona prácticamente nada: ni la visualización de los dioses del Olimpo, que parece un cruce estomagante entre el cine de superhéroes y el
kitsch más desaforado (hasta el criticado reino de Asgard del
Thor, ídem, 2011, de Kenneth Branagh resulta un modelo de sobriedad escenográfica); ni el teórico interés de los planes de conquista del ambicioso rey Hiperión (Mickey Rourke, aquí horrible), consistentes en liberar a los Titanes de su cautiverio subterráneo con vistas a conquistar el mundo y, de paso, saciar sus viejas rencillas personales con las divinidades olímpicas; ni la evolución del héroe Teseo (Henry Cavill), testigo del asesinato de su madre a manos del sanguinario Hiperión, y que logra hacerse con el arco mágico de Epiro para hacer frente a los ejércitos de este último tras luchar contra un sucedáneo del Minotauro que parece salido de los descartes de
La celda, cómo no, y reafirmar así su supuesta (dado que nunca la
sentimos como tal) condición de elegido por los dioses; ni las muy penosas secuencias de acción, en las cuales la combinación del ralentí y el efecto digital carecen por completo del poderío visual demostrado, en similares circunstancias, por el ya mencionado Zack Snyder de
300. Mención aparte merece lo desaprovechado que está el personaje de Fedra, el oráculo encarnado por una despistada Freida Pinto, la cual engrosa con todos los honores la lista de “hermosas bizcas” de la historia del cine que encabezan Virginia Mayo y Karen Black: todas las escenas relacionadas con Fedra, y en particular su relación con Teseo, dan pie a los momentos de intimidad más aburridos de los últimos años. Y lo peor no acaba aquí: después de todo lo afirmado, ¿qué se puede decir ante ideas tan ridículas como convertir a los dioses del Olimpo en seres mortales (sic), o escenas tan involuntariamente risibles como la de la castración del traidor Lisandro (Joseph Morgan) por la vía de un buen mazazo en los testículos? Ni que decir tiene que recomiendo fervientemente la abstención. Es un consejo de (buen) amigo.
Fabricando un “prestigio”: Drive (ídem, 2011), de Nicolas Winding Refn.- [
Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Por una de esas extrañas casualidades de la vida, y del cine, hete aquí que pocas semanas después de haber visto
The Artist (1), me tropiezo con otra película que en estos momentos se encuentra en lo más alto de los altares de la cinefilia y de los rankings de la crítica de cine (por lo visto, los hay), y que comparte con el citado film de Michel Hazanavicius, aparte de una fama y una reputación completamente sobredimensionadas con respecto a sus méritos reales (que los tienen), su condición de evocación de un cine “del pasado” al cual suele añadírsele rápidamente el adjetivo “mejor”. Curioso fenómeno, pues, el que las dos películas que muchos (no todos: me consta) consideran algo así como la quintaesencia del arte cinematográfico contemporáneo sean, en realidad, imitaciones de estilos fílmicos pretéritos, el del período silente en el caso de
The Artist, el
thriller policíaco estadounidense de los años setenta y principios de los ochenta en el de
Drive, el flamante título que ha consagrado al danés Nicolas Winding Refn a nivel internacional. Según como se mire, los parabienes de los cuales gozan por razones en el fondo no tan diferentes tanto
The Artist como
Drive suponen sendos triunfos de la corriente de pensamiento, o si se prefiere, la sensibilidad posmoderna que ha acabado formando parte consustancial del cine contemporáneo. Ambas películas son la demostración de que, si no toda, al menos una parte muy importante del análisis cinematográfico actual (y aquí quizá debería reemplazar el calificativo “actual” por “moderno”, pero sigo sin estar seguro de que sea lo apropiado), considera la posmodernidad cinematográfica, el “cine-Godard”, o para entendernos, el cine hecho de cine, los films hechos a partir de otros films, un rasgo característico fundamental del lenguaje fílmico contemporáneo. Se acabó eso de meterse con las películas que recuerdan demasiado a otras películas; es más, cuanto más se les parezcan, mejores y más posmodernas serán.

Evidentemente que puede verse así: la posmodernidad hace mucho que está instaurada en el cinematógrafo de principios del siglo XXI, y además ha venido para quedarse, guste o no. Por otra parte, puedo comprender que quien haya visto poco o quizá nada de cine mudo
auténtico –me refiero, claro está, al producido antes del advenimiento del sonoro— pueda quedar fascinado ante una propuesta, ciertamente inusual hoy en día, como
The Artist. Me resulta más chocante el que haya tantos admiradores de otra propuesta que, como la de
Drive, resulta poco más que un habilidoso reciclaje de formas fílmicas que difícilmente debería sorprender a cualquiera que conozca siquiera un poco el período del género evocado, o que haya visto algunos títulos de esa misma época firmados por Sam Peckinpah –a pesar de que el
thriller no se cuente entre lo mejor de la producción de este realizador—, Brian De Palma o Walter Hill: con respecto a este último, ¿es necesario que vuelva a citar, como ha hecho todo el mundo,
Driver (The Driver, 1978)? Ahora bien, a la vista de la aquiescencia general hacia un film no exento de cualidades, no tengo más remedio que preguntarme si, efectivamente, ya son tan pocos los que han visto y recuerdan esa parcela del policíaco estadounidense del período evocado en
Drive; o bien si hay entre los que admiran la película de Nicolas Winding Refn quienes piensan, honestamente, que
Drive “es” tal y como era ese cine de ese género y de esa época (y hay que creer que quienes así lo creen son sinceros), de la misma forma que los hay que creen, en principio también con sinceridad, que
The Artist “es” cine-mudo-como-el-de-antes (y perdón por ponerme pesado). Quizá más bien basan su admiración en considerar que
Drive “es” algo así como una especie de superación, depuración, perfeccionamiento o sublimación de ese cine de ese género y de esa época. Sospecho que abunda mucho de esto último: que muchos de los que en su momento no gustaron o incluso quizá despotricaron contra el policíaco
made in USA de los 70-primeros 80 por su carácter profundamente antisocial, radicalmente violento y gozosamente “incorrecto” ahora se maravillan ante una producción que no hace más que recrear –insisto: hábilmente— muchas de las convenciones que veinte, treinta o cuarenta años atrás hubiesen sido consideradas vulgares tópicos destinados a embrutecer y aborregar al espectador. El pensamiento evoluciona. Pero incluso teniendo en cuenta que nos hallamos ante una película que, como evocación/remisión/homenaje/¿copia? de ese cine tiene o puede tener su gracia, ni que sea por el esfuerzo llevado a cabo en dicha recreación (que, como su nombre indica, consiste en re-crear, es decir, crear de nuevo a partir de algo ya preexistente), lo cual puede estar muy bien en sí mismo considerado; mas, y aún así, no debemos olvidarnos de que hay que procurar ir un poco más allá e intentar ver
Drive prescindiendo de todo ese bagaje y verla, también, en sí misma considerada, dejando de lado su carácter evocativo y centrándonos en lo que cuenta y en el cómo lo cuenta. Bajo este punto de vista,
Drive está lejos, muy lejos de ser la obra maestra que se pregona.

Hay que reconocer –justicia obliga— que la primera secuencia de
Drive –la presentación del protagonista, al cual tan solo conoceremos como el conductor (Ryan Gosling), ayudando a un par de atracadores a huir de la policía en coche, tal y como han convenido previamente— es de las que, como suele decirse, “enganchan”; y lo hace por una razón tan simple, tan olvidada hoy en día, que a fin de cuentas esto que voy a decir ahora es lo que verdaderamente debería causarnos estupor a todos: la sensación de hallarnos ante una secuencia en la que cada plano, cada inserto, cada movimiento de cámara tienen sentido, progresión dramática y hacen gala de una determinada cadencia entre todos los que, en conjunto, componen dicha secuencia, de manera que cada uno de los encuadres parece una consecuencia directa del que o de los que lo han precedido y un anticipo del que o de los que vendrán a continuación. Es decir, la sensación, cada vez más rara hoy en día, de estar viendo cine. Esta primera secuencia justificaría la reputación de la cual goza
Drive si no fuera porque, mal que les pese a sus exégetas, el resto del film no está siempre a semejante altura, por más que la recobre esporádicamente en momentos puntuales.
Está, por un lado, la caracterización del personaje protagonista, ese conductor de quien no sabemos ni cómo se llama ni de quien nunca oímos a los demás llamarle por su nombre. Se trata, por tanto, de una enésima edición del Hombre Sin Nombre de los
eurowesterns italianos de Sergio Leone, pasado por el tamiz del Steve McQueen más
cool –el de
Bullit (ídem, 1968, Peter Yates)—; un personaje cuyos silencios, se supone, connotan una gran vida interior; alguien que habla poco, o nada, y cuando lo hace dice lo justo y necesario: un personaje al margen no ya del sistema, sino casi del mundo entero, y que tiene una extraña manera de ganarse la vida. Por el día, trabaja en el taller de coches de su amigo

Shannon (Bryan Cranston), y ocasionalmente, como especialista de escenas peligrosas para el cine, dada su gran pericia al volante; pero, algunas noches, se dedica a conducir para delincuentes que necesitan emprender una fuga rápida y segura tan pronto han consumado su delito: la ya mencionada primera secuencia consiste en una somera descripción del
modus operandi del conductor: su forma de concertar las “citas” por teléfono (una única llamada por un teléfono móvil que no reutilizará); sus condiciones (esperará y conducirá un determinado lapso de tiempo, y sin preguntas, abandonando el coche y a sus ocupantes a su suerte tan pronto se agote ese plazo); y su sangre fría a la hora de hacer frente a las situaciones (el acelerar, detenerse o conducir despacio según las ocasiones; la atención puesta en la radio de la policía, que intercepta con su
walkie-talkie; su forma de esquivar los coches patrulla o los haces de luces de los helicópteros policiales). Es un personaje “fascinante”, por extraño, pero más bien poco o nada creíble: un destilado de todo ese cine del pasado, de toda esa nostalgia cinéfila, reducido casi a una abstracción. De acuerdo que, en lo que puede interpretarse como una especie de ejercicio de autorreflexión por parte de Nicolas Winding Refn y el guionista Hossein Amini –a partir de una novela de James Sallis que desconozco: valdría la pena leerla—, el hecho de que el conductor trabaje para el cine puede interpretarse como una digresión meta-fílmica en torno a un personaje del cual, se nos vendría a decir, es “de cine”, y por eso mismo “trabaja en el cine”; vendría a ser, por tanto, una especie de guiño cómplice, una invitación a no tomárnoslo demasiado en serio. Muy bien, puede que sea así, pero si era esa la intención, no está conseguida: el paralelismo entre el quehacer del protagonista en los platós y su delictiva manera de sacarse un dinero extra no deja de ser un mero apunte; de hecho, las escenas en las cuales le vemos trabajando como
stunt para una película tienen escaso relieve, tan poco, que el film sería exactamente el mismo a pesar de su supresión.

De ahí que, a pesar de los sobrios esfuerzos interpretativos de Ryan Gosling, quien intenta en todo momento conferirle al personaje una aureola triste y delicada que lo humanice, el conductor es una figura inverosímil: o se toma, o se deja. Naturalmente, un personaje no tiene por qué estar hecho a la medida del espectador; el personaje es lo que es, y punto. Pero, si aceptamos esto, difícilmente podemos creernos la poco consistente historia de amor imposible del conductor con su solitaria vecina del bloque de apartamentos donde vive, Irene (Carey Mulligan), ni la corriente de afecto que se da entre el protagonista y el pequeño hijo de aquella, Benicio (Kaden Leos), ni mucho menos la desdibujada relación de confianza que se establece entre el marido de Irene y padre de Benicio, Standard (Óscar Isaac), un delincuente de poca monta que, en el momento en que el conductor conoce a su familia, está terminando de cumplir una condena en prisión, y que tan pronto como recobra la libertad se mira con buenos ojos y desde el primer momento al hombre que, aparentemente, ha estado flirteando con su esposa y ganándose el cariño de su hijo: tampoco resulta demasiado verosímil. Puede entenderse que el solitario y taciturno conductor vea en Irene y Benicio a la familia que nunca tuvo / no tiene; pero no se entiende muy bien qué ven ellos en él si tenemos en cuenta el escaso esfuerzo que tiene que hacer el protagonista para ganarse su amistad y su confianza. También podemos interpretar que Irene es infeliz en su matrimonio con Standard –un nombre que vendría a describir la medianía de este personaje—, y de ahí que se ilusione con el conductor, alguien que la trata con amabilidad sin exigir nada a cambio; o que, por descontado, el pequeño Benicio vea en el conductor al-padre-que-no-tiene, etc., etc.; pero al final se trata, en definitiva, de convenciones (y no es la única:
Drive es una película mucho más convencional de lo que se ha dicho): está establecido desde que el cine es cine, y desde mucho antes de que ni siquiera Nicolas Winding Refn abriera los ojos a este mundo, que las historias de amor de ficción, cuando son “imposibles” como la del conductor e Irene, y en menor medida, entre el conductor y Benicio, resultan más conmovedoras. Y, fiel a la convención, el realizador visualiza el vínculo afectivo entre el protagonista, la mujer y su hijo usando a su vez convenciones visuales: véase la secuencia del paseo en coche por el canal, y el momento musical, “bonito”, que comparten los tres personajes a la orilla del río y a la sombra de los árboles.
¿Exagero? Creo que no. ¿Cómo no va a ser convencional una película que se somete a giros argumentales tan previsibles como los problemas que arrastra Standard a su salida de la cárcel (tiene-que-saldar-una-deuda-con-un-mafioso), lo cual le obligará –¡cómo no!— a retomar su abandonada carrera delictiva y a participar en un “golpe” cuyos beneficios estarán destinado a limpiar esa deuda? Un “golpe” que –sigue rigiendo la convención— “saldrá mal”, obligando a su vez al conductor a enfrentarse a los mafiosos que extorsionan a Standard para que no les hagan daño, previsiblemente, a Irene y Benicio. De ahí que resulte igualmente estereotipado el contraste que se ha establecido, previamente, entre la “bonita” descripción de la relación entre el conductor, Irene y Benicio, y la brutalidad que se apodera del relato, sobre todo, en su tercio final. Desde siempre, Hollywood –y
Drive adopta, como vemos, métodos
hollywoodienses de narrativa, pese a tratarse de una producción de bajo presupuesto (me niego a escribir “independiente”)— nos ha contado miles de historias con una primera parte sentimental y/o humorística que luego desemboca en una segunda

cargada de tensión, drama y violencia: es un método efectivo del cual maestros como John Ford supieron extraer generosas dosis de arte: lo que hacía válido el cine de Ford no era, por tanto, ese método (o esa aparente sumisión a dicho método), sino su forma de aplicarlo. E incluso estando de acuerdo en que Nicolas Winding Refn asume deliberadamente dicho método, la aplicación que hace del mismo resulta irregular, sobre todo cuando la violencia termina apoderándose del relato. Es innegable que algunas (no todas) las escenas violentas de
Drive elevan el interés de la función, porque reestablecen la fuerza perdida tras su primera y excelente secuencia: apunto, entre las mejores, la del fallido atraco llevado a cabo por Standard con la colaboración de una cómplice femenina (Blanche: una poco creíble atracadora a cargo de una fugaz Christina Hendricks), mientras, como siempre, el conductor espera al volante del coche el momento de emprender la fuga, y que juega magníficamente con el fuera de campo, dado que la secuencia –como la del principio— se desarrolla desde el punto de vista exclusivo del protagonista; el momento en que el conductor irrumpe en el garito de Cook (James Biberi) y amenaza con “clavarle” a martillazos una bala en la frente, todo con una estética muy Scorsese; la secuencia del asesinato del gánster Nino (Ron Perlman) a manos de un enmascarado conductor en la playa, en la cual el realizador emplea muy bien el plano general; o las secas escenas en las cuales el mafioso Bernie (Albert Brooks) “despacha” a Cook por su ineptitud en presencia de Nino, resuelve sus diferencias con Shannon y se enfrenta por última vez con el conductor: la buena labor de Albert Brooks, Bryan Cranston y Ron Perlman ayuda a elevar el nivel.
Menos logradas me parecen, empero, dos de las secuencias violentas más celebradas. La primera, la del motel de carretera, bien planteada e incluso excelentemente planificada, pero enturbiada por unos ralentíes a lo Peckinpah metidos con calzador: con ellos, el realizador “adorna” una secuencia que quizá así gana en espectacularidad, pero a cambio pierde mucha fuerza visceral. La segunda es la del ascensor, en la cual el conductor se enfrenta a un matón armado en presencia de Irene; el ralentí vuelve a hacer acto de presencia,

con un propósito, digamos, de “sublimación”: el protagonista, a cámara lenta, se vuelve hacia Irene, apartándola ligeramente hacia un rincón de la cabina para que esté segura y atreviéndose a besarla, por primera y última vez, en los labios, para a continuación, y con la imagen proyectada a velocidad normal, ajustarle brutalmente las cuentas al matón; se busca establecer, de este modo, un contraste entre la “velocidad” (al ralentí) del pensamiento del conductor y la “velocidad” (rápida, seca, expeditiva) de sus acciones; pero el resultado no termina de ser todo lo sublime que se pretende, y más cuando esa diferenciación de “velocidades” entre pensamiento y acción la supo expresar mucho mejor, por medio del plano encadenado, Jim Jarmusch en su mejor película:
Ghost Dog: El camino del samurái (Ghost Dog, 1999). Si a ello añadimos el insistente recurso a otras convenciones, tanto visuales (los insistentes planos generales aéreos y nocturnos, a lo película Malpaso, sobre la ciudad) como de guión (la bofetada que Irene propina al conductor cuando este le confiesa que Standard ha muerto en parte por su culpa), no tendremos más remedio que concluir que a esta, por lo demás, estimable
Drive su fama le viene ancha, muy ancha. Se trata, en definitiva, de un prestigio prefabricado.
Ahora, contra Moriarty: Sherlock Holmes: Juego de sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011), de Guy Ritchie.- [
Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] No es que el primer
Sherlock Holmes (ídem, 2009) de Guy Ritchie fuese una maravilla que digamos –¿Mr. Ritchie ha hecho algo que merezca semejante epíteto? ¿Acaso lo era
Lock & Stock (Lock, Stock and Two Smoking Barrels, 1998)? ¿O, cielos,
Snatch: Cerdos y diamantes (Snatch, 2000)? ¿O… ¡¡
Barridos por la marea (Swept Away, 2002)!! Comprenderán que, ante semejante panorama, ya no me atreví ni con
Revólver (Revolver, 2005) ni con
RocknRolla (ídem, 2008)—; sin embargo, y dentro de sus muchas y obvias limitaciones, ese primer
Sherlock Holmes era un aceptablemente equilibrado pastiche entre el jugueteo / la revisión / la traición de las convenciones establecidas por Sir Arthur Conan Doyle en sus magníficos relatos sobre el detective victoriano del 221-B de Baker Street, Londres, y su carácter de superproducción de entretenimiento, dando por resultado algunos inesperados buenos momentos. Por desgracia no es el caso de esta secuela, en la cual Ritchie, sus productores, guionistas y actores parecen haberse puesto de acuerdo en dinamitar el (relativo) encanto que tenía la primera película, dentro de su heterodoxia, limitándose a potenciar todos y cada uno de los elementos del primer film pero sin proponer nada realmente substancial a cambio. Aquí, Holmes es más excéntrico que nunca, y su intérprete, Robert Downey Jr., aun siendo un buen actor, se emplea en ello hasta hacerse cargante; pese a todo, hay un cierto motivo argumental que justifica hasta cierto punto ese desquiciamiento: su amigo y camarada el Dr. John H. Watson (Jude Law) está a punto de contraer matrimonio con su prometida Mary (Kelly Reilly), y eso saca de quicio al bueno de Holmes, quien sabe que tan pronto como su colega empiece a vivir maritalmente tendrá mucho menos tiempo que dedicarle a él en la resolución de intrigas criminales; por no hablar, claro está, de las consabidas, inevitables, a estas alturas ya irritantes, por manidas, connotaciones gays que se dan en su relación profesional, las cuales han abundado desde que Billy Wilder tuviera la ocurrencia de ahondar en ellas en
La vida privada de Sherlock Holmes (The Private Life of Sherlock Holmes, 1970), lo cual estaría muy bien si no fuera porque en
Sherlock Holmes: Juego de sombras no hacen otra cosa que dar pie a chistes (malos): los esfuerzos de Holmes con tal de sabotear la despedida de soltero de Watson, implicándole sin pedirle permiso en una de sus nuevas aventuras; la mirada triste del detective cuando Watson y Mary ya han consumado sus votos matrimoniales ante el altar; el momento, en el tren, en el cual Holmes se presenta ante Watson disfrazado de mujer (sic), o esa explícita escena en la cual el primero arroja a Mary al río, en principio para salvarle la vida, en la práctica también para “apartarla” de su nueva aventura con Watson; ese momento en que ambos hombres bailan un vals…
Como digo,
Sherlock Holmes: Juego de sombras se limita a potenciar los puntos más “fuertes” del primer film, esto es, el sentido del humor y las escenas de acción. Respecto a lo primero, poca cosa cabe añadir, salvo la incorporación a la fiesta de un Mycroft Holmes (Stephen Fry) que tampoco oculta ni sus inclinaciones homosexuales ni la rotunda desnudez de su cuerpo (sic) ante una escandalizada Mary. En relación a lo segundo, Guy Ritchie reincide, potenciándolas a base de ralentíes, imágenes aceleradas y planos cortos, las escenas de acción que funcionaban bien –dentro de su estereotipada construcción— en la anterior película: en varias ocasiones describe así el

proceso mental que sigue Holmes para deshacerse de sus adversarios en las peleas cuerpo a cuerpo, lo cual, además de reiterativo, ya aparecía tanto en el primer
Sherlock Holmes como –incluso, con más gracia— en
El último samurái (The Last Samurai, 2003, Edward Zwick); y, si en
Sherlock Holmes 1 había una curiosa secuencia –la del muelle—, en la cual el ralentí y el efecto sonoro estaban hábilmente dosificados, en
Sherlock Holmes 2 se repite la jugada, corregida y aumentada, en la secuencia de la cacería por el bosque, y a cañonazos (sic), de Holmes, Watson, Madame Simza (una desaprovechada Noomi Rapace) y sus amigos, con resultados supuestamente trepidantes y, a la postre, más bien confusos y atropellados: tanto aquí como en el conjunto del film hay explosiones, muchas explosiones, muchas más explosiones. Pero poco más se puede añadir con respecto a semejante, y mediocre, invento, más allá del buen hacer de Jared Harris en el papel del “Napoleón del Crimen”, el profesor James Moriarty (lo cual da pie a un curioso apunte, en la resolución, que remite a la célebre narración de Conan Doyle
El problema final (1893), que relataba el enfrentamiento definitivo entre Holmes y Moriarty); y de una partitura de Hans Zimmer que combina aires del John Barry de la teleserie
Los persuasores (The Persuaders!, 1971-1972) con el Ennio Morricone de los
spaghetti-westerns: ¿es por eso que, en la burlesca secuencia del recorrido a caballo por otro bosque, en la cual Holmes participa a lomos de un burro, suena un tema de Morricone para
Dos mulas y una mujer (Two Mules for Sister Sara, 1970, Don Siegel)?
(1) Entrada del 27 de diciembre de 2011:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2011/12/cine-de-estas-navidades-1-artist-mision.html