UN REGRESO DESLUCIDO: PESADILLA EN ELM STREET (EL ORIGEN) (A NIGHTMARE ON ELM STREET, 2010), DE SAMUEL BAYER
Lo confieso: nunca me he llevado muy bien con las aventuras de Freddy Krueger, más allá del interés del primer film, Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, 1984, Wes Craven), y de su primera y nada despreciable secuela, Pesadilla en Elm Street 2: la venganza de Freddy (A Nightmare on Elm Street 2: Freddy’s Revenge, 1985, Jack Sholder); luego vi todas y cada una de las demás entregas de la serie, y con una vez tuve suficiente. Ahora, Pesadilla en Elm Street (El origen), que como su propio subtítulo en castellano indica pretende ser una especie de retorno a los orígenes del personaje de Freddy, entrando en detalles (no muchos, la verdad) con respecto a lo que ya sabíamos de él después de tantas y tantas secuelas, se presenta asimismo como un enésimo intento de resurrección de una franquicia del cine de terror norteamericano de los años 70-80 esponsorizado, de nuevo, por Michael Bay, quien a falta de algo mejor que hacer con los muchos millones de dólares que gana anualmente (o, muy probablemente, a fin de evitar que le sablee el fisco) se ha dedicado de un tiempo a esta parte a “rehacer” clásicos del fantástico estadounidense del período mencionado, tanto da si eran buenos (La matanza de Texas) como si eran malos de remate (Viernes 13, Terror en Amityville, Carretera al infierno), con resultados, a mi entender, igualmente malos, tanto si los firma un tal Marcus Nispel como otro que responde al nombre de Andrew Douglas. Su relevo al frente de este nuevo paseo por la calle Elm se llama Samuel Bayer, apellido idóneo en cuanto evoca una famosa marca de aspirinas efervescentes bastante necesarias para despejar la mente tras el maltrato infligido al cerebro por esta Pesadilla en Elm Street (El origen), ante la cual uno no puede menos que preguntarse para qué demonios necesitábamos volver a vernos las caras con un personaje agotado ya hace décadas, y más teniendo en cuenta, vuelvo a insistir, que lo que se aporta en esta ocasión es tan poco, casi nada, y lo que es más importante, tampoco está presentado de una forma particularmente atractiva.
Lo más lamentable de Pesadilla en Elm Street (El origen) reside sobre todo en el desaprovechamiento de un buen actor de carácter como Jackie Earle Haley en el papel de Freddy, habida cuenta de que sus apariciones están dosificadas con cuentagotas y su trabajo no se aparta demasiado de lo establecido en su día por Robert Englund, lo cual hace dudar ya de entrada sobre si era realmente necesario contratar a un nuevo intérprete, y además de la calidad de Haley. Por otro lado, la película en sí misma considerada no es más que un torpe remake del primer título, del cual retoma muchas de sus imágenes y escenas más características y recurrentes –la zarpa de Freddy arañando las paredes, las niñas jugando a la comba al ralentí, el asesinato de una chica flotando en el aire en el dormitorio, el acecho de Freddy a la protagonista dentro de la bañera, etc., etc.— y apenas aporta nada realmente digno de estima. Acaso lo más curioso sea la delirante idea de que las personas que llevan más de dos o tres días sin dormir sufren esporádicos “microsueños”, o algo así, que les hacen soñar estando despiertos, lo cual da pie al único buen momento de puesta en escena de la función: la escena en la que Nancy (Rooney Mara), afectada por uno de esos “microsueños”, sufre un ataque de Freddy en pleno centro comercial, de tal manera que, por medio de un montaje en paralelo combinado con travelling, vemos a la muchacha entrando y saliendo del mundo del sueño en cuestión de segundos. Es el único destello de imaginación de un film que, por lo demás, está dominado por una perpetua sensación de rutina y de fórmula preestablecida: desde los consabidos “sustos” a base de cortes de montaje y golpes sonoro-musicales, hasta los inevitables y nada imaginativos flashbacks que nos informan de algo que, por lo demás, ya sabíamos de sobras a estas alturas: que Freddy Krueger fue, en vida, un ser solitario que descargaba sus demonios en el abuso sexual de niños. Ni que decir tiene que el aficionado al cine fantástico que esté interesado en sondear en los orígenes de un famoso personaje del cine de terror estadounidense de los setenta-ochenta elaborado con profundidad y seriedad hará mejor en acudir a las dos excelentes películas de Rob Zombie sobre Michael Myers, el tenebroso antihéroe creado por John Carpenter en La noche de Halloween (Halloween, 1978).
Y FRANKENSTEIN CREÓ A… DREN: SPLICE: EXPERIMENTO MORTAL (SPLICE, 2009), DE VINCENZO NATALI
El film fantástico “de género” que más me ha interesado de los que he visto en cines este verano –dejando aparte Origen (Inception, 2010, Christopher Nolan), que no es propiamente “de género”: hablaré de ella en otra ocasión— es la nueva película de Vincenzo Natali, un realizador que a mi entender ha sabido ir de menos a más: su celebrado primer largometraje, Cube (ídem, 1997), siempre me pareció curioso pero no extraordinario, y de entre sus posteriores propuestas que he tenido ocasión de ver destacaría sobre todo Cypher (ídem, 2002), que considero más interesante que Cube; hace poco se me ha presentado la ocasión de ver Nothing (2003), otra curiosidad harto divertida pero un tanto inocua, que a ratos recuerda al cine de Terry Gilliam –quizá fue por eso que Natali rodó poco después el documental Getting Gilliam (2005), que desconozco, y que es un making of del magnífico Tideland (ídem, 2005) de Gilliam—; y recuerdo, asimismo con agrado, Quartier de la Madeleine, su simpático sketch para París, je t’aime (Paris, je t’aime, 2006), el cual para mi gusto era el mejor de todos los que componían este desigual largometraje colectivo, opinión que sospecho debo mantener prácticamente en solitario. Splice –opto por prescindir del convencional subtítulo español que le han endilgado— toma como modelo al David Cronenberg de su primera etapa en Canadá –la que comprendería, para entendernos, desde Vinieron de dentro de… (Shivers, 1975) hasta Videodrome (ídem, 1983)—, y si bien el resultado carece de la densa atmósfera de insania que caracterizaba al Cronenberg de esos años –y que ahora, y sin por ello despreciar sus actuales trabajos en los márgenes del cine policíaco, a nivel particular echo un tanto de menos—, creo que hay bastantes cosas buenas que decir de ella. Anotemos, sin ir más lejos, que la cruda secuencia de la presentación ante la prensa de los dos organismos vivientes, que concluye catastróficamente, es digna del director de Cromosoma 3 (The Brood, 1979).
Una de las mejores cosas de Splice consiste en ser uno de esos films, cada vez más raros hoy en día, que son capaces de explicar a la vez dos historias: una, la formada por la trama principal, y que, por más que Natali se haya empeñado en negarlo sistemáticamente en diversas declaraciones, bebe abundante pero inteligentemente de la herencia de Frankenstein, o el Moderno Prometeo, de Mary Wollstonecraft Shelley (lo cual a mi entender no debería interpretarlo, ni Natali ni nadie, como un deshonor o un hipotético reconocimiento de falta de originalidad: los clásicos son, por definición, inagotables); y además, y de manera simultánea, narra sotto vocce, entre líneas o si se prefiere “entre planos”, una segunda trama indisolublemente ligada a la principal. Esta última es la que se ve a simple vista; la otra, la que se deduce a raíz de determinados detalles de guión y de puesta en escena, y que está camuflada debajo de la primera, cualidad que suele definirse como capacidad de sugerencia. De hecho, para mi gusto es más interesante lo que la película sugiere indirectamente que lo que explica directamente, esto último acaso menos trabajado que lo otro y que se encuentra en la base de algunas malas críticas que he leído estos días en contra del film, reprochándole aspectos que me parecen más defectos de guión que otra cosa. Tampoco pretendo afirmar que Splice sea una obra maestra ni nada por el estilo; pero sí que sus virtudes superan a sus deficiencias. En este sentido, hace gala de una de las cualidades que siempre me han interesado y que más valoro del cine fantástico en general, sea de terror o de ciencia ficción: su capacidad para mostrar en segundo término y de manera metafórica conflictos humanos. Entrando ya en materia, Splice me parece una atractiva aproximación en clave fantástica a la crisis de una pareja, temática subyacente en diversas muestras de cine fantástico de calidad tan dispares como, por ejemplo, el interesante telefilm de Kiyoshi Kurosawa recientemente entrenado entre nosotros en DVD con el título de Seance (Kôrei, 2000), o el magnífico y tan polémico Anticristo (Antichrist, 2009) de Lars von Trier.
Clive Nicoli (Adrien Brody) y Elsa Kast (Sarah Polley) –cuyos nombres de pila rinden homenaje a dos de los protagonistas de La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935, James Whale)— son científicos especializados en genética y, además, pareja sentimental. Trabajan juntos en el mismo laboratorio y comparten idéntico objetivo científico: la creación de un organismo genético que podría tener incontables aplicaciones médicas muy beneficiosas para la humanidad (lo cual, mal que le pese a Natali, es exactamente el mismo propósito que mueve a Victor Frankenstein en la novela de Shelley…); sin embargo, una vez alcanzado ese objetivo, los dirigentes de la empresa farmacéutica que financia sus experimentos les piden que limiten el alcance de su logro, el cual ellos pretenden ampliar hacia un propósito todavía más ambicioso: la creación de un ser vivo con características humanas (…y vuelvo a remitirme a Mary Shelley…); desoyendo ese consejo, ambos deciden seguir adelante con esa idea (…ídem de ídem). De entrada ya llama la atención que el film prácticamente no muestre a Clive y Elsa en la intimidad de su hogar, hasta el punto de que podemos afirmar con escaso margen de error de que el laboratorio es, para ellos, su auténtico hogar: el lugar donde se sienten plenamente vivos (lo cual, como veremos más adelante, tendrá su peso específico cuando, en la segunda parte del relato, se produzca un cambio de escenario que acabará repercutiendo, asimismo, en los personajes). Desde un determinado punto de vista, Clive y Elsa son, como pareja, dos seres humanos que parecen haber dejado atrás la euforia amorosa de los primeros días de convivencia, hasta el punto de que –tal y como se explica en una escena que tendrá sus consecuencias de cara al futuro— han dosificado sus relaciones sexuales. Dicho de otra manera: para Clive y Elsa, el prolongamiento de su convivencia, unido al hecho de que no se separan ni siquiera para trabajar, parece haber disminuido su apetencia sexual del uno hacia el otro, lo cual ha dado paso al nacimiento y progresivo desarrollo de otra inquietud humana de índole emocional pero también sujeta a las necesidades/limitaciones del cuerpo: la posibilidad de tener un hijo. Al principio, Elsa se niega a concebir, dado que para ella comporta unas limitaciones de índole laboral y una serie de molestias naturales de las que él carece; dicho de otro modo, el tener o no hijos se convierte para ellos en el primer motivo de discordia y en una cuestión teóricamente irresoluble, habida cuenta de que ella y sólo ella tendría que cargar con un embarazo. No es casualidad en este sentido el que, en un momento dado, y cuando el experimento de creación genética de vida parece haberse frustrado, sea Clive quien adopte la drástica decisión de seguir adelante con el proyecto a espaldas de sus jefes; es decir, es el hombre quien tiene el impulso de procrear, de reproducirse, y al no poder hacerlo con su mujer, lo hace –simbólicamente, claro está— con una probeta… Tampoco lo es que, más adelante, y cuando las primeras pruebas al respecto van fracasando una detrás de otra, finalmente descubramos que el test definitivo funcionó gracias a que, en un arranque similar al de Clive, Elsa acabó utilizando su propio material genético. Ello explica, asimismo, que cuando el experimento culmina con éxito, la criatura recién nacida –y, de hecho, “nace”, brotando de la incubadora donde ha sido engendrada, rotura de aguas incluida— establezca un vínculo afectivo inmediato con su “madre”: Elsa. Yendo más lejos, en la escena en la cual esta última se encierra dentro del laboratorio, y se desprende de la capucha de su traje aislante a fin de impedir que Clive inunde la habitación con gas venenoso, la apariencia física de la mujer en ese preciso momento –con esa especie de pasamontañas debajo de su casco que le cubre la cabeza y sólo deja ver su rostro— guarda cierta similitud con la del ser. Resulta asimismo coherente que broten en Elsa los instintos maternales de los que carecía hasta ese momento, pues ha conseguido “dar a luz” ahorrándose todos los inconvenientes físicos del embarazo y el parto que temía.
También me parece muy interesante que, como consecuencia de la rápida evolución del ser, Dren, que de un animal difícil de identificar se convierte primero en una especie de niña (Abigail Chu) y luego en una especie de mujer de inquietante belleza (Delphine Chanéac), se deriven otras curiosísimas implicaciones en la línea de lo que estamos apuntando. Una vez convertido en “padre”, Clive rechaza ese papel, en primer lugar porque –nueva connotación frankensteiniana— no se siente orgulloso de esa “hija” tan extraña que ha “concebido” (lo cual, dadas las circunstancias fantásticas de dicha concepción, es perfectamente lógico); en segundo lugar, porque no siente a esa “hija” como algo suyo, al no haber participado en el proceso final de su concepción (lo cual se corrobora cuando Elsa confiesa haber usado su propio material genético); en tercer lugar, Clive es consciente de que Elsa sí ha aceptado su nuevo papel de “madre”, y ello le provoca celos, sintiéndose reemplazado (y, posiblemente, si bien el film no lo explora lo suficiente, “sexualmente desatendido” por su pareja, lo cual también tendrá repercusiones en un futuro inmediato…). Es muy significativa la escena en la cual Clive sumerge a la pequeña y enferma Dren dentro de una bañera llena de agua: su propósito es ahogarla, pero como consecuencia de su acto Dren no muere, sino que revive gracias a sus todavía no estrenadas capacidades anfibias, lo cual conduce a Elsa a creer que Clive lo ha hecho para salvarle la vida, habida cuenta de que él no se atreve a sacarla de su error… Llegados a este punto, la situación da un giro a partir del momento en que, por así decirlo, se descubre el pastel, obligando a Clive y Elsa a llevarse a la ya adulta Dren fuera del laboratorio, siendo un cobertizo emplazado en una granja en las afueras el lugar elegido para esconderla del mundo. Este aspecto, hay que reconocerlo, es uno de los puntos débiles del film (vuelvo a insistir, a mi entender una debilidad de guión): el momento en que los protagonistas sacan a Dren del laboratorio ocultándola en la consabida carretilla cubierta con una manta es harto convencional y está resuelto de forma precipitada.
Mas ese cambio de escenario contribuye a enriquecer el substrato dramático del relato: fuera del laboratorio, a Clive y a Elsa les resulta mucho más difícil controlar a Dren, cuyas cualidades sobrehumanas hace tiempo que resultan patentes. En ello puede verse, claro está, una nueva metáfora frankensteiniana: la rebelión del Hombre contra Dios, ergo, la rebelión del Hijo contra el Padre. ¿Acaso no es la creciente rebeldía de Dren un símbolo de la típica rebeldía del adolescente contra el control paterno? De ahí que, con ese cambio de entorno, más próxima que nunca al mundo real y en plena naturaleza, Dren alcance su madurez física, emocional y sexual. Ello deriva en un cambio de tornas: Clive empieza entonces a ejercer como “padre”, defendiendo a Dren de las exigencias “maternas” de Elsa; en ello influye, por descontado, el creciente deseo sexual, enfermizo en el caso de Clive, completamente natural y libre de prejuicios en el de Dren, que ambos empiezan a sentir el uno por el otro; libido anticipada en la ya apuntada escena en la cual Dren espía a Clive y Elsa mientras hacen el amor en el sofá: no hace falta invocar a Freud para saber que el padre es el primer referente masculino en la vida de una mujer. Por su parte, Elsa empieza a controlar en exceso a Dren, recurriendo a la severidad e incluso al castigo físico (acaso intuyendo, por más que no quiera verlo así de manera consciente, que, con su sorprendentemente rápida evolución, Dren ha pasado a convertirse en su rival sexual con respecto a Clive): anotar al respecto la terrible secuencia en la cual Elsa ata a Dren a una mesa y le amputa el peligroso aguijón retráctil de su cola: no hay que ser un lince para ver en ello una castración. Por todo ello, y a pesar de que acaso en su tercio final la resolución del relato sea un tanto precipitada (por más que, en sus líneas generales, tampoco me parece tan mal resuelta como se ha dicho), creo que Splice atesora las suficientes buenas ideas como para merecer consideración: hay películas mucho peores –por citar otra recientemente estrenada: The Girlfriend Experience (ídem, 2009, Steven Soderbergh)— que son recibidas con comentarios supuestamente más “intelectuales”.
EL ARTE DE VIVIR: LAS VIDAS POSIBLES DE MR. NOBODY (MR. NOBODY, 2009), DE JACO VAN DORMAEL
Estrenada este verano precedida de su presentación en el Festival de Venecia del año pasado, y de una campaña publicitaria en nuestro país prácticamente nula, hasta el punto de que probablemente mucha gente ni siquiera se ha enterado de su estreno entre nosotros, la nueva película del belga Jaco Van Dormael, según parece amada y odiada a partes iguales como suele ocurrir con casi todos los trabajos de este realizador –Totó el héroe (Toto le héros, 1991), El octavo día (Le huitième jour, 1996)—, adolece de un grave problema de estructura que, a mi entender, malogra la mayor parte de sus atractivas posibilidades. Si bien es verdad que su título español ya avanza, acaso excesivamente, cuál es el sentido del film, no es menos cierto que Las vidas posibles de Mr. Noboby expone todo aquello que quiere expresar dentro de sus aproximadamente veinte primeros minutos de metraje. Pero vayamos por partes: no es que lo que explica carezca de interés; además, la manera como lo explica viene arropada por diversos méritos, digamos, “colaterales” (acaso sería injusto calificarlos como “secundarios”), obra de los excelentes colaboradores con los cuales ha contado el director, y que se traducen en elementos técnico-artísticos (o, si se prefiere, artístico-técnicos) que contribuyen sobremanera a realzar el producto: la buena labor de los intérpretes, y la brillante factura proporcionada por la labor de los responsables de aspectos formales como fotografía, decoración y efectos visuales. [Nota bene: ésta es una película muy cara para los parámetros de producción habituales del cine europeo (se trata de una coproducción de Bélgica, Francia y Alemania con Canadá cuyo coste se estima en 47 millones de dólares); parámetros de producción que, por cierto, algún día debería aclararse cómo funcionan, dado que este film ha sido, hasta la fecha, un negocio pésimo (2 millones de dólares de recaudación mundial) que ha contado con la inevitable participación del programa MEDIA de la Unión Europea, es decir, dinero público que luego se invierte en películas que se estrenan como ésta, de relleno de programación de verano, sin la adecuada publicidad –han pasado ya los tiempos en los cuales el buen paño se vendía en el arca— y que en consecuencia no va a ver nadie o casi nadie: ¿me lo parece sólo a mí o hay algo que no funciona bien en todo esto?].
Lo que explica Las vidas posibles de Mr. Nobody es en realidad, y por más que a simple vista pueda no parecerlo, muy sencillo, incluso simple. Dicho rápidamente: el film plantea y desarrolla de forma prolija las alternativas vitales que se le plantean a un mismo personaje, un mismo ser humano, a lo largo de la existencia; o, dicho de otra manera, cómo cada elección humana supone el descartar otras, y de qué forma cada elección conlleva la creación de otras alternativas vitales y de diferentes estilos de vida. La película lo explica de manera práctica centrándose en un hombre llamado, no por casualidad Nemo Nobody: “nemo” y “nobody” se traducen como “nadie” en latín e inglés respectivamente. Este simbólico Don Nadie (Jared Leto) “vive”, en varios planos imaginarios, distintas vidas en función de su relación con las tres mujeres que se cruzan por separado en su existencia, de tal manera que, mientras vive con una de ellas, se supone que no se relaciona ni se ha relacionado nunca con las otras dos. De menor a mayor importancia, y no por orden cronológico, la primera de ellas es una mujer oriental, Jean (Linh Dan Pham), a la que, por cierto, no se le dedica demasiado metraje, a pesar de que Nemo llegará a casarse y engendrar hijos con ella. Más importancia tiene Elise (Sarah Polley) –o, mejor dicho, se la da el realizador, también guionista, dado que le dedica más metraje—, si bien la convivencia de Nemo con esta última es muy difícil, habida cuenta la tendencia de la mujer a las depresiones, las cuales con frecuencia trastocan el orden del hogar y la familia que comparten. La tercera es la más importante –vuelvo a insistir: es aquélla a la que Jaco Van Dormael concede más importancia—: se llama Anna (Diane Kruger) y está descrita desde el primer momento como “el gran amor” en la vida de Nemo, hasta el punto de que, si bien en uno de los numerosos flashbacks que jalonan el relato, vemos cómo el pequeño Nemo (Thomas Byrne) llegó a conocer a la vez a las tres futuras mujeres de su vida siendo también estas últimas todavía unas niñas –plano de las tres pequeñas sentadas en el banco y saludando a Nemo al pasar—, lo cierto es que, a la hora de la verdad, es Anna la que se lleva la palma en lo que a intensidad se refiere en la vida del protagonista: no sólo porque, como hemos apuntado, ya la conocía desde la infancia, sino también porque, en una de sus posibles vidas alternativas, el adolescente Nemo (Toby Regbo) fue amante de la adolescente Anna (Juno Temple) aprovechando su condición de hermanastros que vivían bajo el mismo techo; en esa misma vida alternativa, el ya adulto Nemo sueña con reencontrarse con la asimismo adulta Anna; más aún: en otro hipotético “nivel” de existencia, Nemo conoce a una “segunda Anna” (sigue siendo Diane Kruger) mientras realiza nada menos que un viaje turístico ¡al planeta Marte! (suponiéndose, en este caso, que aquí no conoce ni ha conocido nunca a las adultas Jane, Elise y “primera Anna”, las cuales forman parte de esas otras vidas vividas en otras dimensiones o acaso sencillamente soñadas en su imaginación).
Más que una película compleja, que a mi entender no lo es, Las vidas posibles de Mr. Nobody es una película complicada, lo cual no es lo mismo. Su complicación, que no complejidad, está construida por medio de la técnica del montaje en paralelo, de tal manera que todas esas “vidas posibles”, todas esas alternativas que rechazan cada una a las demás, se van alternando y solapando con vistas a conseguir un determinado contraste: poner de relieve lo que se conoce como paradojas del destino, en lo que puede verse asimismo un discurso sobre cómo el azar y la fatalidad afectan el devenir de la vida humana más de lo que nos gusta reconocer: que el ser humano no es dueño de su destino, o por lo menos no lo es al cien por cien (puede que incluso creer esto último sea una mera ilusión). Dicho discurso se expresa, como digo, sobre la base de un montaje en paralelo que va alternando una serie de escenas que podríamos denominar “momentos clave” en la vida o vidas de Mr. Noboby, muchos de ellos relacionados, por cierto, con la idea de la muerte, entendida como inevitable punto final de toda existencia. De este modo, el film monta en paralelo: 1): un bloque futurista ambientado en el año 2092, en el cual el anciano protagonista vive en un mundo futuro súper tecnológico en el cual todo el mundo es inmortal y él es el último ser humano vivo a la antigua usanza, es decir, el último ser humano que acabará muriendo de viejo a la avanzadísima edad de 120 años; 2): un bloque de infancia, en el cual vemos, o se evoca, el momento clave de la vida del pequeño Nemo: cuando tuvo que decidir, en una estación ferroviaria y viendo cómo su madre (Natasha Little) tomaba un tren para separarse definitivamente de su padre (Rhys Ifans), con cuál de sus progenitores prefería quedarse; 3): un bloque de la vida adulta de Nemo, quien tras haber decidido en aquella estación de tren quedarse con su padre, acabó conociendo y casándose con la depresiva Elise; 4): un bloque de la vida adolescente de Nemo, en el cual decidió subirse en el último segundo al tren con su madre, y de este modo conoció a la adolescente Anna al mismo tiempo que su madre intentaba rehacer su vida con el padre de la chica; 5): un bloque, continuación del anterior, en el cual Nemo y Anna se reencuentran en Nueva York ya adultos; 6): un bloque de la vida adulta de Nemo con Jean (vuelvo a repetir, el más breve); y, si no me he dejado alguno por el camino (es muy fácil si, como en mi caso, la película sólo se ha visto una vez), 7): el ya mencionado bloque futurista en el cual el adulto Nemo viaja a Marte y, a bordo de la nave espacial donde los pasajeros vuelan hasta el planeta rojo en estado de criogenización, conoce a la “segunda Anna”. He mencionado que muchos de estos bloques narrativos están asociados con la idea de la muerte: en uno de ellos, el Nemo de 120 años está a punto de morir (y su muerte será retransmitida por televisión en todo el mundo como el acontecimiento excepcional que es en un mundo donde ya nadie muere de viejo); en otro, el todavía joven Nemo fallece ahogado dentro de su propio coche tras haberse precipitado al río por accidente (además, Nemo no sabe nadar: una idea en la que se insiste a lo largo del film y que parece sacada de Matadero 5/Slaughterhouse-Five, 1972, la lectura llevada a cabo por George Roy Hill de la novela homónima de Kurt Vonnegut); en otro, es asesinado mientras toma un baño en un hotel de lujo, tras haber suplantado caprichosamente la identidad de otro hombre (una bifurcación dentro del relato) que, por ese mismo azar, estaba predestinado a ser ejecutado a manos de un matón; y en otro, muere junto a la “segunda Anna” como consecuencia de la lluvia de meteoritos que destruye la nave espacial que les devolvía a la Tierra tras sus estancia marciana…
El lector habrá notado que no he usado la expresión SPOILER en ningún momento, habida cuenta que la mayoría de acontecimientos del guión que he detallado no se producen siguiendo el orden cronológico habitual, sino que muchos tienen lugar al principio o hacia la mitad del metraje. Ello sirve para tener una idea más o menos clara (lo he intentado) de por dónde van los tiros, y sobre todo, del que me parece el gran defecto de esta película curiosa e inusual, cierto, pero también pesada, reiterativa e insuficiente: como ya he apuntado al principio de estas líneas, todo lo que pretende explicar está ya apuntado en sus primeros veinte minutos, de tal manera que el resto de sus dos horas largas de metraje no consiste en otra cosa que en una constante y reiterada variación del patrón narrativo en montaje paralelo que hemos expuesto. Lo peor del film es que semejante embarullamiento narrativo no parece sino una manera artificiosa de encubrir lo vacío del producto. Jaco Van Dormael busca disfrazar de complejidad lo que, en el fondo, no es más que un mero juego con el montaje en paralelo y la asociación de imágenes, algo que ya queda meridianamente claro en esos primeros veinte minutos (véase, por ejemplo, la forma de relacionar visualmente los episodios, digamos, “acuáticos” de las distintas vidas de Mr. Nobody: plano submarino de Nemo ahogándose dentro de su coche / plano submarino de su esposa Jean buceando en la piscina de su vivienda / planos del pequeño Nemo espiando desde los vestuarios de la piscina del colegio a la pequeña Anna mientras ésta asiste a clase de natación con sus compañeras / plano del adulto Nemo emergiendo de la bañera donde, a continuación, será tiroteado por el matón con pistola; hasta la estancia de blancas paredes y sin mobiliario del anciano Nemo está adornada con reflejos acuáticos). Lo que intenta ser un viaje en profundidad por las procelosas aguas de la memoria y una digresión sobre el destino acaba siendo poco más que un juguete formalmente vistoso e inflado de aire, cuya gratuidad recuerda al cine de otro temible fabricante de pompas de jabón: Jean-Pierre Jeunet. Una pena, porque incluso en sus peores momentos Las vidas posibles de Mr. Nobody se revela, aunque mal aprovechada y desarrollada, una interesante idea.
Totalmente de acuerdo respecto a Natali. Creo que se exageraron tanto los méritos de Cube que eso influyó en la mala recepción de Cypher, que es una película de apariencia menos "intelectual", pero que contiene un guión brillante que haría las delicias de Philip K. Dick y a un excelente Jeremy Northam. Se merece un hueco en Cult Movie.
ResponderEliminarTengo muchas ganas de ver Splice, pero no lo he hecho para no violar uno de mis principios, que consiste en no ver ninguna película que no se estrene en V.O.S., como ha sucedido, desgraciadamente, con esta. Y es que el buen cine fantástico se tiene que enfrentar a un doble prejuicio: por un lado el del público demasiado convencional de las salas comerciales y por otro el del público demasiado snob de las salas de arte y ensayo.
Las otras dos películas no las he visto porque tenía mis reticencias y su reseña no ha hecho más que confirmarlas.
Un saludo!
Muy de acuerdo con lo que dice Tomás a cuentas de "Splice", lo más interesante de ella es esta segunda lectura "agazapada" bajo el aspecto de un film de género. No tiene nada de extraño, ya que al fin y al cabo uno puede tomarse tranquilamente el "Frankenstein" de Mary Shelley como la historia de una paternidad no aceptada por su máximo responsable, sobretodo si mira la adaptación de Kenneth Branagh.
ResponderEliminarDisfruté bastante con "Splice", el hecho de convertir al "mad doctor" de turno en una pareja de hecho de científicos, y la naturaleza cambiante de las relaciones entre los tres protagonistas la ponen muy por encima de la revisión de turno de "Frankenstein". A pesar de esto, le pondría un par de peros. Para empezar, toda ella me parece bastante precipitada, hasta el punto de que al cabo de un rato cuesta tomarse en serio tanto giro de guión. Y para venir del director de "Cube" y de "Cypher" el acabado visual me pareció algo vulgar e impersonal. Esa fotografía descolorida, esos horribles encuadres con ojo de pez de los créditos iniciales... un poco de originalidad, por favor.
Pero vaya, aún así interesantísima, ojalá todos los estrenos veraniegos fueran así.
Hola Tomás!
ResponderEliminarsomos blopies.com, nos gustaría ponernos en contacto contigo.
gracias!
blopies@blopies.com
no me gustaria ver esas peliculas por que tengo 10 años.
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